C. M. Federici
—¡Pase,
amigo Arredo!
La
voz de
Kurzick sonó jovial a
los oídos de Pablo, a pesar de la
distorsión del
altavoz.
En
realidad, en
el estado de semieuforia en
que se
encontraba, hasta el berrido de un
cerdo le
habría acariciado los
oídos. Tras correrse silenciosamente hacia un costado la puerta de
plexifibra, penetró con paso firme en
la pequeña y atestada oficina del
jefe.
Kurzick, de pie
detrás del
escritorio de
aluminio, dejó que sus
rasgos, habitualmente preocupados, se
distendiesen en
una sonrisa bonachona. Detrás de él,
las paredes del reducido habitáculo rebosaban de
pantallas táctiles y luces parpadeantes, de
cada una
de las
cuales podía surgir en
cualquier momento un tremebundo dolor de cabeza para él.
Extendió la mano.
En
la palma regordeta descansaba el
“pen-drive” que Pablo Arredo había estado esperando por
cinco largos años.
—¡Aquí está su
liquidación, amigo! ¡Sentiremos perderlo! Su trabajo fue excelente.
—Gracias, jefe—. Tomó reverentemente el
artilugio y
lo introdujo en
el bolsillo superior de su
uniforme, en
cuya solapa se leía “Proyecto Nuevo Hábitat”, y
pasó los
dedos
por sobre el borde adherente—. Yo
también los
extrañaré un
poco —añadió, por cortesía.
Pero
mucho más
extraño a
la Tierra...
Mi querida,
lejana Tierra...
Aun con
sus defectos
y sus
lacras, su
loca gente
y el
pandemonio de
las ciudades,
la quiero.
¡Y al
fin volveré
ahí, tras
estos años
interminables en
la aridez
de Marte!
¡Querida, amada
Tierra mía!
Kurzick pareció leerle el pensamiento.
—Tiene apuro por
volver, ¿eh,
mi amigo? —su castellano, marcado por un
fuerte acento foráneo, generalmente le
causaba gracia a Pablo; pero esta vez le
sonó a
música
celestial—. ¡Claro! La noviecita espera, ¿eh?
La
ancha sonrisa del joven, suavizando el
rostro curtido por el
rigor del
trabajo de
esos años en Marte, expresó de
sobra sus
sentimientos. ¡Gilda...,
Gilda! ¡Qué
falta me
hiciste!
“Y
de seguro que este chico hasta le fue
fiel en
este lustro”, se
dijo el
jefe. “No
me sorprendería nada, conociendo la
firmeza de
sus convicciones... y
su candor. ¡Que sean felices! Se
lo merecen.”
Sin
embargo, juzgó prudente reiterar la pregunta que ya
le formulara varias veces:
—Pero a pesar de todo, ¿está seguro de que
no quiere esperar otra quincena, para irse con
la nave de recambio? Sería un
viaje más
seguro que
en la
monoplaza, ya
lo sabe.
—¡No,
jefe, muchas gracias! ¡Ya
le avisé a Gilda de la
fecha en
que iba
a llegar! No puedo defraudarla, ¿no
le parece, jefe?
Kurzick, con leve encogimiento de
hombros, le
tendió la
mano.
—Como
quiera... Buen viaje, entonces, amigo Arredo. ¡Y buena suerte!
El
resto de
las horas fueron un
líquido gelatinoso para Pablo. Finalmente, instalado en
su monoplaza, esperó el permiso de partida de la
torre de
control durante un lapso que le
pareció infinito... Pero cuando quiso acordarse, ya
estaba en
pleno espacio, librado a
sí mismo, dejando atrás los yermos marcianos, y
de regreso a la
Tierra.
—¡Mi
querida Tierra! —se le
escapó en
voz alta, y el
concepto, de
algún modo, se fundió con su
añoranza hacia su amada Gilda..., que
lo había esperado tanto—. ¡Gilda de
mi alma, ya voy,
ya voy!
Las
monótonas semanas del viaje espacial se
sucedieron, traducidas en
alternancia de
largos períodos de sueño programado con
breves intervalos de
actividad, dedicados a
la inspección rutinaria de
diales y
pantallas; todo ello, a
juicio de
Arredo, completamente inútil, ya que
la eficacia de los
controles estaba garantizada por
el sistema de comando.
Le
molestaba no
poder comunicarse con
Gilda; pero las transmisiones personales estaban vedadas en
las naves de la
Compañía; por
tanto a
Pablo Arredo no le
quedaba otro remedio que
aguardar a
encontrarse personalmente con
su novia para poder expresarle todo lo
que sentía..., que seguramente sería recíproco. ¡Y
ya faltaba poco..., tan
poco!
—¡Estoy feliz, feliz, feliz! —canturreó, cuando el indicador de
tiempo marcó la proximidad del
término del viaje.
Y
en este instante, la
luz roja de alarma se encendió en el
tablero de
controles, como un grito de alerta luminoso.
—¡No!
¡No puede ser! ¡Caída del sistema! ¡Dios del
Cielo..., justo ahora..., y
a mí!
Se
sintió impotente. Todo era automático en
esas pequeñas naves; por
eso cualquiera podía manejarlas, sin
ser piloto, ya que
el sistema lo hacía todo. ¡Pero ahora... no
había sistema!
¿Qué
voy a
hacer, qué
voy a
hacer? ¡Gilda...,
Gilda! ¡No
puede ser
que ahora...!
¡No, es
injusto, inhumano...,
no, Dios,
Tú no
lo permitirás!
¡Haz que
se arregle,
que pueda
volver a
la Tierra
y a
Gilda! ¡Sálvame,
Dios mío!
Los
instrumentos comenzaron a
fenecer, uno
a uno,
aunque el
suministro de
oxígeno, con
sistema independiente, de
emergencia, continuaría funcionando, Pablo Arredo bien lo sabía. No pudo evitar, en
medio de
su desesperación, un
pensamiento irónico:
—¡No
tendré comida ni agua, pero al
menos moriré con aire en los
pulmones!
Por
el momento, la órbita de retorno se mantenía; pero en
cualquier instante, y él
no lo
ignoraba, dejaría de ser
constante, y
la minúscula nave se perdería en la
inmensidad
cósmica.
Nunca pensó que
algún día
haría esto, tantos años después de
su primera comunión. No
podía hincarse en pleno vuelo orbital, pero entrelazó los
dedos y
cerró los
ojos, elevando una
súplica ferviente:
—¡Señor, en Tus
manos me
abandono!
No
supo cuánto tiempo había pasado, pero de pronto llegó a
sus oídos una suerte de zumbido ululante, en
tanto una
luz púrpura de aviso titilaba febrilemente. Abrió los ojos, esperanzado, y
conectó el
visor de
emergencia, que
afortunadamente funcionaba. ¡Era
cierto! ¡Una
nave terrestre
se acercaba!
Momentos después, el
hombre rescatado reposaba en uno
de los
amplios camarotes de
la gran nave crucero que por
casualidad había captado la
situación de
riesgo en
que se
encontraba y,
de acuerdo al código del espacio, acudió en
su socorro.
—¿Se
siente mejor? —El médico de abordo, de mediana edad y
rostro afable, se inclinaba hacia él, recostado en
blanda cama—. ¡Bonito sueño se ha
echado, viejo! ¡Dieciocho horas!
Pablo Arredo se
incorporó sobre un codo.
—¿Tanto dormí? Lo
lamento..., estaba como...
—Es
natural, mi
amigo. Pero deje de
preocuparse...; ya
pasó el
susto. Ahora, ¡de vuelta a casita, a reencontrarse con
todo lo
suyo! Justamente regresábamos hacia la Tierra
cuando lo
encontramos.
—¿Faltará..., faltará mucho para que
lleguemos?
—Cuestión de horas. Descanse un
poco más.
¡Ya le
avisaremos, pierda cuidado! Ah...,
y en
el futuro, asesórese un
poco mejor, muchacho. ¡Esa falla del
sistema pudo corregirse con
facilidad, sabiendo cómo, claro! Le faltó capacitación, ¿eh?
—bromeó.
Gilda, pensó Pablo, al
posar la
cabeza en
la almohada y cerrar los ojos, Gilda..., Tierra...,
¡ya voy!
Y
todo llega... Y Pablo Arredo bajó la escalerilla de
la nave, rodeado de
la simpatía de los
pasajeros y
tripulación, que
lo palmeaban y
le deseaban la mayor felicidad.
—¡Mi
Tierra..., mi
querida Tierra!
—exclamó en su
interior, al
pisarla.
Y,
sin previo aviso, la
Tierra se
precipitó hacia él, todo se oscureció..., y
fue la
nada.
Días después, un
pequeño grupo se congregaba en
torno de
la placa de cemento
fijada
sobre el
verde césped del “Parque del Sueño Eterno”. Los
hombres, con
gesto compungido; sollozando quedamente, las
mujeres.
Gilda no lograba aceptar lo
sucedido.
Pablo,
mi Pablo...
Superaste los
riesgos y
los azares
de cinco
años de
trabajo en
un planeta
hostil,
sus privaciones,
sus tormentas
repentinas..., te
salvaste milagrosamente
de morir
en el
espacio..., y
ahora sucumbiste
por algo
tan diminuto
como un
simple virus...,
uno para
el que
habías perdido
la inmunidad
en esos
cinco años...,
contraído quizás
en la
nave que
te trajo...
Hasta pudo
ser del
propio médico.
Es irónico...,
cruel..., inexplicable...
Pablo Arredo había vuelto a
su querida Tierra.
Bien adentro de
ella.