miércoles, 30 de marzo de 2022

QUERIDA TIERRA por Carlos María Federici





C. M. Federici

 

¡Pase, amigo Arredo!

La voz de Kurzick sonó jovial a los oídos de Pablo, a pesar de la distorsión del altavoz.

En realidad, en el estado de semieuforia en que se encontraba, hasta el berrido de un cerdo le habría acariciado los oídos. Tras correrse silenciosamente hacia un costado la puer­ta de plexifibra, penetró con paso firme en la pequeña y atestada oficina del jefe.

Kurzick, de pie detrás del escritorio de aluminio, dejó que sus rasgos, habitualmente preocupados, se distendiesen en una sonrisa bonachona. Detrás de él, las paredes del reducido habitáculo rebosaban de pantallas táctiles y luces parpadeantes, de cada una de las cuales podía surgir en cualquier momento un tremebundo dolor de cabeza para él.

Extendió la mano.

En la palma regordeta descansaba elpen-driveque Pablo Arredo había estado espe­rando por cinco largos años.

¡Aquí está su liquidación, amigo! ¡Sentiremos perderlo! Su trabajo fue excelente.

Gracias, jefe—. Tomó reverentemente el artilugio y lo introdujo en el bolsillo su­pe­rior de su uniforme, en cuya solapa se leíaProyecto Nuevo Hábitat”, y pasó los de­dos por sobre el borde adherente—. Yo también los extrañaré un poco ­—añadió, por cortesía.

Pero mucho más extraño a la Tierra... Mi querida, lejana Tierra... Aun con sus de­fec­­tos y sus lacras, su loca gente y el pandemonio de las ciudades, la quiero. ¡Y al fin vol­veré ahí, tras estos años interminables en la aridez de Marte! ¡Querida, amada Tierra mía!

Kurzick pareció leerle el pensamiento.

Tiene apuro por volver, ¿eh, mi amigo? —su castellano, marcado por un fuerte acento foráneo, generalmente le causaba gracia a Pablo; pero esta vez le sonó a músi­ca celestial—. ¡Claro! La noviecita espera, ¿eh?

La ancha sonrisa del joven, suavizando el rostro curtido por el rigor del trabajo de esos años en Marte, expresó de sobra sus sentimientos. ¡Gilda..., Gilda! ¡Qué falta me hiciste!

Y de seguro que este chico hasta le fue fiel en este lustro”, se dijo el jefe. “No me sor­prendería nada, conociendo la firmeza de sus convicciones... y su candor. ¡Que sean felices! Se lo merecen.”

Sin embargo, juzgó prudente reiterar la pregunta que ya le formulara varias veces:

Pero a pesar de todo, ¿está seguro de que no quiere esperar otra quincena, para irse con la nave de recambio? Sería un viaje más seguro que en la monoplaza, ya lo sabe.

¡No, jefe, muchas gracias! ¡Ya le avisé a Gilda de la fecha en que iba a llegar! No puedo defraudarla, ¿no le parece, jefe?

Kurzick, con leve encogimiento de hombros, le tendió la mano.

 Como quiera... Buen viaje, entonces, amigo Arredo. ¡Y buena suerte!

El resto de las horas fueron un líquido gelatinoso para Pablo. Finalmente, instalado en su monoplaza, esperó el permiso de partida de la torre de control durante un lapso que le pareció infinito... Pero cuando quiso acordarse, ya estaba en pleno espacio, librado a mismo, dejando atrás los yermos marcianos, y de regreso a la Tierra.

¡Mi querida Tierra! —se le escapó en voz alta, y el concepto, de algún modo, se fundió con su añoranza hacia su amada Gilda..., que lo había esperado tanto—. ¡Gilda de mi alma, ya voy, ya voy!

Las monótonas semanas del viaje espacial se sucedieron, traducidas en alternancia de largos períodos de sueño programado con breves intervalos de actividad, dedicados a la inspección rutinaria de diales y pantallas; todo ello, a juicio de Arredo, completamente inútil, ya que la eficacia de los controles estaba garantizada por el sistema de comando.

Le molestaba no poder comunicarse con Gilda; pero las transmisiones personales estaban vedadas en las naves de la Compañía; por tanto a Pablo Arredo no le quedaba otro remedio que aguardar a encontrarse personalmente con su novia para poder expre­sarle todo lo que sentía..., que seguramente sería recíproco. ¡Y ya faltaba poco..., tan poco!

¡Estoy feliz, feliz, feliz! —canturreó, cuando el indicador de tiempo marcó la proximidad del término del  viaje.

Y en este instante, la luz roja de alarma se encendió en el tablero de controles, como un grito de alerta luminoso.

¡No! ¡No puede ser! ¡Caída del sistema! ¡Dios del Cielo..., justo ahora..., y a !

Se sintió impotente. Todo era automático en esas pequeñas naves; por eso cualquiera podía manejarlas, sin ser piloto, ya que el sistema lo hacía todo. ¡Pero ahora... no había sistema!

¿Qué voy a hacer, qué voy a hacer? ¡Gilda..., Gilda! ¡No puede ser que ahora...! ¡No, es injusto, inhumano..., no, Dios, no lo permitirás! ¡Haz que se arregle, que pueda volver a la Tierra y a Gilda! ¡Sálvame, Dios mío!

       Los instrumentos comenzaron a fenecer, uno a uno, aunque el suministro de oxí­geno, con sistema independiente, de emergencia, continuaría funcionando, Pablo Arredo bien lo sabía. No pudo evitar, en medio de su desesperación, un pensamiento irónico:

¡No tendré comida ni agua, pero al menos moriré con aire en los pulmones!

Por el momento, la órbita de retorno se mantenía; pero en cualquier instante, y él no lo ignoraba, dejaría de ser constante, y la minúscula nave se perdería en la inmensi­dad cósmica.

Nunca pensó que algún día haría esto, tantos años después de su primera comu­nión. No podía hincarse en pleno vuelo orbital, pero entrelazó los dedos y cerró los ojos, ele­van­do una súplica ferviente:

¡Señor, en Tus manos me abandono!

No supo cuánto tiempo había pasado, pero de pronto llegó a sus oídos una suerte de zumbido ululante, en tanto una luz púrpura de aviso titilaba febrilemente. Abrió los ojos, esperanzado, y conectó el visor de emergencia, que afortu­na­damente funcionaba. ¡Era cierto! ¡Una nave terrestre se acercaba!

Momentos después, el hombre rescatado reposaba en uno de los amplios camarotes de la gran nave crucero que por casualidad había captado la situación de riesgo en que se encontraba y, de acuerdo al código del espacio, acudió en su socorro.

¿Se siente mejor? —El médico de abordo, de mediana edad y rostro afable, se incli­­naba hacia él, recostado en blanda cama­—. ¡Bonito sueño se ha echado, viejo! ¡Dieciocho horas!

Pablo Arredo se incorporó sobre un codo.

¿Tanto dormí? Lo lamento..., estaba como...

Es natural, mi amigo. Pero deje de preocuparse...; ya pasó el susto. Ahora, ¡de vuelta a casita, a reencontrarse con todo lo suyo! Justamente regresábamos hacia la Tie­rra cuando lo encontramos.

¿Faltará..., faltará mucho para que lleguemos?

Cuestión de horas. Descanse un poco más. ¡Ya le avisaremos, pierda cuidado! Ah..., y en el futuro, asesórese un poco mejor, muchacho. ¡Esa falla del sistema pudo corregirse con facilidad, sabiendo cómo, claro! Le faltó capacitación, ¿eh? —bromeó.

Gilda, pensó Pablo, al posar la cabeza en la almohada y cerrar los ojos, Gilda..., Tierra..., ¡ya voy!

Y todo llega... Y Pablo Arredo bajó la escalerilla de la nave, rodeado de la simpatía de los pasajeros y tripulación, que lo palmeaban y le deseaban la mayor felicidad.

¡Mi Tierra..., mi querida Tierra! exclamó en su interior, al pisarla.

Y, sin previo aviso, la Tierra se precipitó hacia él, todo se oscureció..., y fue la nada.

Días después, un pequeño grupo se congregaba en torno de la placa de ce­men­­to fija­da sobre el verde césped delParque del Sueño Eterno”. Los hombres, con gesto com­pungido; sollozando quedamente, las mujeres.

Gilda no lograba aceptar lo sucedido.

Pablo, mi Pablo... Superaste los riesgos y los azares de cinco años de trabajo en un planeta hos­til, sus privaciones, sus tormentas repentinas..., te salvaste milagrosamente de morir en el espacio..., y ahora su­cumbis­te por algo tan diminuto como un simple virus..., uno para el que habías perdi­do la inmunidad en esos cinco años..., contraído quizás en la nave que te trajo... Hasta pudo ser del propio médico. Es irónico..., cruel..., inexplicable...

Pablo Arredo había vuelto a su querida Tierra.

Bien adentro de ella.