miércoles, 28 de abril de 2010

Perverso


Perverso
Frederik Pohl
Qué hermosa es, pensó Dandish. Y a su merced. Recién salida del cofre de
reanimación, no llevaba otra cosa más que la cinta plástica de identidad rodeando
su cuello.
-¿Estás despierta? -preguntó. Pero ella no se movió.
Sintió que la excitación crecía en él al verla tan pasiva, tan indefensa. Un hombre
podría acercarse a ella, hacerle cualquier cosa, lo que deseara, y ella no se
resistiría. Aunque tampoco reaccionaría. Sin tocarla, sabía que su cuerpo era tibio
y estaba seco. Vivía, y dentro de algunos minutos recuperaría la conciencia.
Dandish -capitán y único miembro de la tripulación de una nave interestelar sin
nombre que transportaba un cargamento de colonos hibernados a través del vacío
espacio infinito, desde la Tierra hasta un planeta girando alrededor de una estrella
que ni siquiera tenía nombre en los mapas estelares sino tan sólo un simple
número, y que hoy era llamada Eleanor- dejó transcurrir aquellos minutos sin mirar
a la muchacha, de la que sólo sabía que se llamaba Silvie pero con la que nunca
había hablado. Cuando se volvió de nuevo hacia la mirilla ella estaba despierta,
semisentada, sujetándose a las correas de su cofre, el pelo ralo y enmarañado, la
expresión colérica.
-Bueno, ¿dónde está usted? -dijo ella-. Ya he comprendido lo que ocurre. ¿Sabe
lo que pueden hacerle por esto?
Dandish se sorprendió. No le gustaba verse sorprendido, porque esto lo asustaba.
Desde hacía nueve años sólo la nave murmuraba a través del espacio. Había
sufrido la soledad y había sentido miedo. Llevaba a bordo setecientas cápsulas
conteniendo colonos, pero yacían frágiles e inmutables en su baño de helio líquido
y no eran una compañía agradable. Más allá de la nave, el ser humano más
próximo estaba quizá a dos años-luz, excepto la remota posibilidad de cruzarse
con otra nave yendo en dirección opuesta... y por lo tanto mucho más lejana que
cualquier otra estrella que uno pudiera imaginar, ya que las fuerzas necesarias
para detener la nave y hacerla cambiar de rumbo para alcanzar a otra nave en
camino de regreso serían dos veces mayores y necesitarían dos veces más
tiempo que el propio viaje.
Todo era terrible en aquel viaje. La soledad estaba hecha de terror. Mirar a través
de dos centímetros de portilla y no ver más que las estrellas lejanas provocaba el
pánico. Hacía cinco años que Dandish había tomado la resolución de no volver a
mirar fuera, pero había sido incapaz de mantener su decisión; así que, de tanto en
tanto, miraba por la portilla, pese al regreso de las horribles visiones de carlinga
rota, de portilla reduciéndose a mil pedazos y de él mismo encerrado en su prisión
metálica, cayendo, girando, danzando interminablemente hacia cualquiera de los
millones de estrellas que brillaban bajo él.
En la nave, el menor ruido era una alarma. Nadie más que él estaba despierto, de
modo que cualquier sonido, un crujido del metal, el choque de un objeto
golpeando contra otro, por débil que fuera, por insignificante, por apagado,
representaba una amenaza, y Dandish se había estremecido de terror más de una
vez durante horas, incluso días, hasta que descubría el contacto defectuoso o la
puerta mal cerrada que lo habían alertado. El fuego le ocasionaba pesadillas. Era
ridículo, ya que una nave de acero y cristal no puede arder, pero en sus sueños no
era el incendio de una casa lo que veía, sino los fuegos monstruosos de las
estrellas que sobrepasaba.
-¡Acérquese, que pueda verlo! -ordenó la muchacha.
Dandish observó que no se preocupaba en cubrir su desnudez. Se había
despertado desnuda, y seguía desnuda. Se había soltado las correas de
seguridad y había salido de su cofre; ahora estaba observando con ojos
inquisitivos la cabina en donde había recuperado la conciencia, buscándole.
-¡Nos lo advirtieron! -gritó-. ¡No caigáis en la trampa!, nos dijeron. ¡Desconfiad de
esos locos del espacio! ¡De otro modo vais a lamentarlo! No oíamos otra cosa en
el centro de recepción. Y ahora está usted ahí, acechándome, estoy segura. Sea
quien sea..., ¿dónde infiernos está? ¡Salga y muéstrese, por el amor de Dios!
Se había puesto de pie. Carente de peso, flotaba un poco en diagonal,
mordisqueándose la piel reseca de los labios mientras miraba desconfiada a su
alrededor.
-¿Qué es lo que ha ideado para contarme? ¿Que un meteoro ha destruido la nave,
que somos los dos únicos supervivientes, y que estamos condenados a derivar
para siempre en la nada, de modo que no nos queda otra solución que intentar
vivir juntos y reconfortarnos mutuamente?
Dandish la contemplaba por la mirilla de la sala de reanimación. No respondió.
Sabía mucho de víctimas. Había consagrado mucho tiempo a aquel proyecto.
Físicamente, la muchacha era perfecta: muy joven, delgada, casi aérea. Por eso la
había elegido entre las 352 mujeres en conserva de la futura colonia, examinando
las fotos microfilmadas que acompañaban el dossier de cada colono, como un
apasionado de la alta fidelidad revisando un catálogo de discos. Había sido la más
prometedora de todo el lote. Dandish no poseía la instrucción suficiente como para
leer un perfil psicológico y, además, consideraba a todos los psicólogos como
unos charlatanes, de modo que sus famosos perfiles no significaban nada para él;
así que debía confiar en sus propios elementos de juicio. Había deseado una
víctima inocente y confiada. Silvie, dieciséis años y una inteligencia algo por
debajo de la media, le había parecido perfecta. Se sentía decepcionado viéndola
ahora reaccionar sin ningún temor.
-Por esto le van a caer al menos cincuenta años -exclamó ella, mirando a su
alrededor para adivinar dónde se ocultaba él-. Lo sabe, ¿no?
El cofre de reanimación, detectando que ella lo había abandonado, se retiró y se
rearmó sin el menor ruido, preparado para ser utilizado de nuevo. La envoltura
plástica que había envuelto a la muchacha cayó a un lado, se convirtió en una
apretada bola y desapareció por el conducto de desechos. Aparecieron nuevas
sábanas asépticas. Los generadores operativos se comprobaron a sí mismos,
desencadenando una brevísima corriente de alto voltaje, lo encontraron todo en
orden, y se desconectaron. Los rebordes del cofre se ocultaron suavemente. La
mesa del instrumental se recubrió con un domo protector. La muchacha observó
todo aquello durante unos instantes, luego agitó la cabeza y se echó a reír.
-¿Le doy miedo? -exclamó-. ¡Vamos, venga y terminemos de una vez! O de otro
modo reconozca que se ha equivocado, proporcióneme alguna ropa y hablemos
razonablemente de todo esto.
Tristemente, Dandish desvió la mirada. Un aparato cronométrico acababa de
recordarle que debía hacer las verificaciones periódicas de los sistemas de la nave
y, como había hecho ya ciento cincuenta mil veces y debería hacer aún otras cien
mil, verificó rápidamente la temperatura de la sala, calculó la pérdida de helio
líquido y la compensó usando la reserva, comparó el rumbo de la nave con el
esquema de vuelo, midió el consumo de combustible, comprobó que todos los
sistemas funcionaran correctamente, y volvió de nuevo su atención a la
muchacha. Todo aquello había durado apenas dos minutos, pero en ese tiempo
ella ya había encontrado el peine y el espejito que él le había dejado preparados y
se estaba peinando rabiosamente. Las técnicas de hibernación y de reanimación
aún no eran perfectas en lo relativo a estructuras tan elaboradas como las uñas o
los cabellos. A la temperatura del helio líquido los tejidos orgánicos se volvían
quebradizos como el cristal, y aunque se intentara prevenir parcialmente esto
envolviendo suavemente los cuerpos con una especie de capullo elástico,
tomando mucho cuidado en preservarlos de cualquier contacto con un objeto duro
o puntiagudo, las uñas y los cabellos se partían fácilmente. En el centro de
recepción se repetía incansablemente a los colonos que debían cortarse el pelo y
las uñas lo más cortos posible, pero muchos no hacían caso de esas indicaciones.
Silvie parecía ahora un maniquí que hubiera pasado por las manos de un aprendiz
de peluquero poco dotado. Finalmente, resolvió su problema enrollando el pelo
que le quedaba en un moño apretado, mientras los mechones arrancados por el
peine flotaban libremente en el aire a su alrededor.
Palmeó con tristeza su desolado moño y murmuró:
-Supongo que usted debe encontrar todo esto muy cómico, ¿verdad?
Dandish se lo pensó. No, no sentía el menor deseo de echarse a reír. Veinte años
antes, cuando era un joven estudiante de largos cabellos ondulados a la
permanente y uñas lacadas a la moda de aquel año, había soñado casi cada
noche en una situación como aquella. Poseer una chica para él solo, no para
amarla ni para violarla ni para casarse con ella, sino simplemente para hacerla su
esclava, someterla a cada sueño con cientos de variantes. Nunca le había hablado
a nadie de aquel sueño recurrente, no de forma directa, pero lo había evocado en
una ocasión en el curso de psicología práctica, pretendiendo haberlo leído en un
libro, y el profesor, mirándole directamente a la cara, había respondido que se
trataba de un deseo contenido de jugar con muñecas. «Este autor -había dichoestá
interpretando un papel, pone en práctica su deseo de ser una mujer. Casos
muy simples de homosexualidad contenida pueden tomar diversas formas...», y
que si los sueños resultaban siempre satisfactorios en el plano físico, entonces el
joven Dandish se despertaría a la vez avergonzado y furioso.
Pero Silvie no era un sueño ni una muñeca.
-¡No soy ninguna muñeca! -gritó ella, tan brusca y oportunamente que Dandish
sufrió un sobresalto-. ¡Vamos, venga y muéstrese, y terminemos de una vez!
Se sujetó a una abrazadera equilibradora y miró a su alrededor, y aunque se la
veía irritada y colérica no parecía en absoluto tener miedo.
-A menos que esté usted completamente loco -dijo ella con calma-, lo cual dudo,
aunque es una posibilidad, no podrá hacerme nada si yo no lo quiero, ¿sabe?
Porque no saldría con bien de ello, ¿verdad? No puede matarme, ya que jamás
podría justificarlo, y además no se permite que un asesino dirija una nave, de
modo que cuando lleguemos a nuestro destino lo único que tendré que hacer va a
ser llamar a la policía, y se va a ver usted conduciendo una unidad de subterráneo
durante ochenta años como mínimo.
Se echó a reír y añadió:
-Lo sé porque a mi tío lo agarraron por un asunto de fraude fiscal: ahora es una
lancha automática en el delta del Amazonas, ¡y tendría que leer las cartas que nos
escribe! Así que salga para que pueda ver qué podemos arreglar.
Se impacientó, agitó la cabeza y suspiró profundamente.
-¡Señor, que estas cosas me ocurran a mí! Bueno, ya que estoy de pie, tengo que
ir a un lugar muy reservado, y luego me gustaría comer algo.
Dandish se sintió satisfecho con aquellas pequeñas exigencias, que al menos ya
había previsto. Abrió la puerta del cuarto de baño y conectó el calentador de las
raciones de reserva. Cuando Silvie volvió a aparecer, la aguardaban unos
crujientes panecillos, unas lonchas de tocino y una taza de café humeante.
-Supongo que un cigarrillo será pedir demasiado, ¿no? Bueno, no voy a morirme
por ello. ¿Y mis ropas? ¿Y si se dejara ver usted un poco?
Bostezó, luego se puso a comer. Debía haber tomado una ducha, lo cual siempre
era deseable cuando uno emergía del sueño de la hibernación para desprenderse
de las exfoliaciones de la piel, y se había anudado una toalla sobre el maltrecho
pelo. Dandish había dejado aquella toalla en el baño a disgusto, pero nunca se le
hubiera ocurrido que ella la empleara de ese modo. Silvie se quedó mirando los
restos de su desayuno con aire soñador, luego, al cabo de un momento, empezó a
hablar en tono grave, como quien está dando una conferencia.
-Si lo entiendo bien, los tripulantes de las naves interestelares suelen estar
siempre más o menos locos, porque si no nadie realizaría un trabajo tan solitario
como este durante veinte años seguidos, ni por todo el oro del mundo. Así que
está usted loco. De modo que, si me ha despertado, y ahora no quiere mostrarse
ni hablar conmigo, yo no puedo hacerle nada. Por otro lado, entiendo que, aunque
al principio no estuviera usted loco, este tipo de vida terminaría volviéndolo de
todos modos. ¿Tal vez lo que desea usted es tan solo un poco de compañía? Sí,
puedo comprenderlo. Incluso podría cooperar sin discutir demasiado. Por otro
lado, puede que esté usted intentando reunir todo su valor para cometer alguna
otra acción de tipo más vil. No sé si lo conseguirá, porque seguramente pasó
usted por un buen número de pruebas antes que le confiaran este trabajo. Pero
admitámoslo. ¿Qué ocurrirá entonces? Si me mata, lo incriminarán. Si no me
mata, le denunciaré apenas aterricemos, y lo arrestarán. Le he hablado ya de mi
tío. En este momento su cuerpo está en una cápsula de hibernación no sé dónde
en la cara oscura de Mercurio, y utilizan su cerebro para mantener bien limpios los
canales de navegación en las inmediaciones de Belem. Quizá esta perspectiva no
le parezca tan horrible, pero puedo decirle que a tío Henry no le gusta en absoluto.
No tiene la menor compañía, está tan solitario como usted, supongo, y dice que
sus bombas aspirantes le duelen constantemente. Claro que podría sabotear su
trabajo como protesta, pero entonces es seguro que lo enviarían a otro lugar y
sería aún peor, de modo que resiste con toda la paciencia que puede. ¡Tiene que
cumplir noventa años de condena y solamente han transcurrido seis! Bueno,
quiero decir que eran seis cuando abandonamos la Tierra, no sé cuánto tiempo
habrá pasado ahora. No le iba a gustar, se lo aseguro. Así que, ¿por qué no viene
hasta aquí y charlamos un poco?
Cinco o diez minutos más tarde, tras hacer varias muecas, untar rabiosamente
otro panecillo con manteca y lanzarlo con furia contra la pared, donde los servicios
de limpieza lo aspiraron rápidamente, añadió:
-¡Al menos, por el amor de Dios, deme algo para leer!
Dandish apartó su atención de ella, escuchó durante algunos instantes el
murmullo de la nave, luego activó el mecanismo del cofre de reanimación. Había
sido un perdedor durante demasiado tiempo como para no haber aprendido a
limitar sus pérdidas. La muchacha dio un respingo cuando los laterales del cofre
se desplegaron. Unos previsores tentáculos se tendieron para sujetarla y la
depositaron en el cofre, extendiendo sobre ella las correas de seguridad.
-¡Especie de imbécil -gritó ella, pero Dandish no respondió.
El cono anestésico descendió sobre el aterrado rostro de la muchacha, que gritó:
-¡Espere! Yo nunca he dicho que no...
No pudo decir nada más. El cono se apoyó sobre su rostro. Unos segundos más
tarde estaba dormida. Una fina hoja de plástico descendió sobre ella, moldeando
su rostro, su cuerpo, sus piernas, incluso la toalla que llevaba como turbante, y el
cofre de reanimación retrocedió silenciosamente hasta la cámara fría. Dandish
dejó de mirar. Sabía lo que iba a pasar, y además el aparato cronometrador le
señalaba que era el momento de la inspección. Temperaturas normales, consumo
de combustible normal, velocidad normal. Los indicadores de la cámara fría
estaban señalando que una nueva cápsula estaba siendo conducida a su lugar en
los depósitos, pero aparte de aquello todo lo demás era lo de siempre.
-Adiós, Silvie -dijo Dandish-. No has sido más que un molesto error.
Quizá más adelante, con alguna otra muchacha...
Pero Dandish había necesitado nueve años para decidirse a despertar a Silvie, y
no se sentía capaz de volver a empezar. Pensó en aquel tío Henry que hacía
funcionar una lancha a lo largo del litoral del Amazonas. Se dijo que él podía haber
estado en su lugar. Pero había cazado al vuelo la ocasión de expiar su condena
pilotando una nave interestelar.
Dandish contempló los diez millones de estrellas a través de los receptores ópticos
que eran sus ojos. Tendió hacia el espacio, en un gesto de impotencia, los radares
que le daban el sentido del tacto. Lloró a través de sus reactores un flujo de iones
de diez millones de kilómetros de largo. Pensó en las toneladas de carne
impotente de sus bodegas, en los cuerpos que hubiera podido gozar si su propio
cuerpo no estuviera cerca del de tío Henry, allá en la cara oscura de Mercurio, en
los terrores que hubiera podido provocar si hubiera sido capaz de inspirar miedo.
Incluso hubiera sollozado si hubiera tenido una voz para hacerlo.

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