Alter Ego
Hugo Correa
Guiado por el artículo EN DEFENSA DE LA CIENCIA FICCION CHILENA de Paulina Arancibia en http://www.nerdnews.cl/?p=5480 mi amigo Marcelo Novoa habla de 3 autores chilenos, de ellos a Jorge Baradit lo he leído en QUBIT Antología de la Nueva Ciencia Ficción Latinoamericana y me parece estupendo; los otros: Francisco Ortega y Hugo Correa, son nuevos para mí. Buscando en mi biblioteca digital he encontrado los cuentos Altere Ego, Carrusel, Cuando Pilato se opuso, El Ataque de los selenitas, El que merodea en la lluvia, La 322, La bestia Marciana, La campana, La Esfera Lunar, Los Altísimos, Los ojos del Diablo,y Meccano.
He leido por lo pronto ALTER EGO y me ha gustado, y se los comparto en este blog. Sobre Francisco Ortega no se mucho, no he encontrado un cuento suyo para leerlo. Si alguien lo tiene me lo comparte porfa a jminop@gmail.com
Sin más y con esta breve reseña del wikipedia sobre el autor, les dejo con el cuento (la ilustración es mía con un par de imagenes que me bajé del internet):
Hugo Correa Márquez (Curepto, 24 de mayo de 1926 - Santiago de Chile, 23 de marzo de 2008) fue un periodista y escritor chileno de ciencia ficción.
Nacido en Curepto, un pueblo campesino al interior de Talca. El reconocimiento de Ray Bradbury le permitió ver sus obras traducidas al inglés, francés, alemán, portugués y sueco; así como publicar en dos revistas clásicas: Fantasy and Science Fiction y Nueva Dimensión. En su país de origen su reconocimiento desde la cultura oficial chilena nunca llegó. Sus obras se anticiparon en lo temático a clásicos reconocidos como Mundo Anillo de Larry Niven o Solaris de Stanislaw Lem.
--Señor: Aquí está su Alter Ego. Tenga la bondad de firmar el
comprobante.
Demetrio abrió el estuche y retrocedió maravillado: allí estaba
él, los brazos
pegados al cuerpo, en la más completa desnudez e inmovilidad. Si
la posición erguida no fuese la menos apropiada para un durmiente, lo habría
despertado; tan naturales parecían el color de la piel, las arrugas que
empezaban a esbozarse alrededor de los ojos, los labios delgados y la
despejada frente. El pelo liso, peinado cuidadosamente, como el de su
doble humano.
Cogió la caja de control y, guiándose por el catálogo, puso en
marcha al títere. Caminaba con soltura y naturalidad, sin los movimientos
grotescos que caracterizaban a los autómatas del pasado, como si poseyese
huesos, músculos, nervios y los demás órganos de un ser natural. Demetrio
lo hizo practicar los actos elementales: sentarse, vestirse, encender un
cigarrillo, rascarse una oreja. Si los propietarios de los títeres quieren
disfrutar de ellos -decía el manual de instrucciones-, necesitan
estudiarse concienzudamente a sí mismos, por lo menos en cuanto a su
mímica, gestos, manera de andar, etc.
Demetrio, ya perito en la conducción de su doble, se colocó el
casco introyectador. Por un instante sus ojos parpadearon en las
tinieblas. Pero una vez abierto el interruptor ocular, recuperó la vista:
la sala de estar se presentaba tal como si la estuviese observando desde
otro ángulo. ¿Qué ocurriría? Sencillamente empezaba a ver por los ojos del
títere. Alter Ego, parado en el centro de la habitación, vuelto hacia la
entrada, pestañeaba con naturalidad: los instrumentos movían sus párpados
sintéticos cada vez que Demetrio lo hacía. El hombre presionó una tecla, y
el sosia dio media vuelta: pudo verse a sí mismo en el sillón, cubierta la
cabeza con la escafandra, los controles sobre las rodillas. Una vez abierto
el canal auditivo, no le cupo duda que se había trasladado al centro de
la pieza: escuchaba los ruidos de la ciudad y los producidos por los
cambios de postura en el asiento. Y el olfato. Cómo respirar a través de
un Alter Ego. Los odorófonos transmitían las sensaciones del aire aspirado
desde otro lugar. Probó la voz de su duplicado: en cuanto Alter Ego abrió
la boca, Demetrio se escuchó a sí mismo hablándose desde el medio del
cuarto:
-¿Cómo estás, Demetrio? Has nacido de nuevo. ¿Verdad que te sientes
como el pez al que se le ha cambiado el agua del acuario?
Demetrio se escuchó complacido. Hizo caminar a Alter Ego por la
sala, lo condujo a una ventana y, asomado a ella, contempló la cuidad que
fulgía bajo un cielo ardiente, salpicado de helicópteros. Todo parecía más
bello que cuando lo miraba con sus propios ojos; más azul y brillante el
firmamento; de colores más alegres y definidos los rascacielos. Sí: Alter
Ego le mostraba la verdadera realidad de las cosas. Las sensaciones que el
sosia le transmitía del mundo lo embargaron de una súbita paz con la
humanidad. Revivieron en su imaginación las emociones de juventud,
aquellas que los años fueron esfumando hasta convertirlas en tenues imágenes,
voluntaria o involuntariamente olvidadas. Pero ahora sentíase poseído de
un extraño valor para recordar. Podía mirar con serenidad su vida,
rememorar sus pensamientos juveniles; cuánto había ambicionado; cómo poco
a poco fue renunciando a lo que más amaba para poder labrarse una
situación.
-¿Recuerdas cuando quisiste ser actor y representar al «Emperador
Jones»?
¿Cómo durante meses anduviste obsesionado con los monólogos del
negro?
¿Cómo le hacías el amor a Valentina, la chica que asistía contigo
a las clases de teatro, y que te estimulaba porque creía en ti?
Alter Ego hablaba con una voz impostada, potente, y su mímica
revelaba al
hombre poseedor de una cierta experiencia teatral. Encendió un
cigarrillo, aspiró una bocanada de humo y la expulsó en un delgado chorro.
Se detuvo frente a un retrato donde él, Demetrio, en su escritorio de
trabajo, rodeado de propaganda, carteles, panfletos, avisos, sonreía
satisfecho.
-Nada de malo tiene vender dentífricos, menos cuando se trata de
un buen
producto, elaborado a conciencia, y que, después de todo, cumple
una función social: ofrecer una dentadura blanca y un aliento perfumado.
Aplicaste a tus actividades aquella respuesta dada por Jones a Smither:
«¿Acaso el hombre no es grande por las cosas grandes que dice..., siempre
que se las haga creer a la gente?» Cosa que lograste como vendedor. Pero
lo malo fue que tú nunca creíste en las cosas grandes que decía Demetrio,
el exitoso vendedor.
Alter Ego dio una larga chupada y contempló, a través de la
nubecilla azul, al hombre que descansaba en la poltrona, oculto el rostro
bajo en introyectador.
¡Maravillas de la electrónica! Los papilófonos transmitían el
sabor del humo y su leve temperatura.
-Fumar por control remoto... ¡Qué gran ventaja para los hombres
prácticos de ahora, que todo lo tratan de hacer sin comprometerse
demasiado! Se
experimentan las mismas sensaciones del fumador sin correr ninguno
de sus riesgos. El principio hedonístico plenamente realizado.
Alter Ego abrió un antiguo armario, y se volvió hacia Demetrio con
una sonrisa indefinible.
-Una pieza de museo, al igual que tantos hombres. ¿No son, al fin
y al cabo, la mayoría de los hombres de hoy piezas de museo? Para empezar,
son incapaces de realizarse a sí mismos. Todos se quedan a medio camino. Y
tú no eres la excepción: querías ser actor, pero terminaste vendiendo
dentífricos: era más provechoso. Abandonaste a Valentina porque era
humilde, sin ambiciones. Tuviste amigos, verdaderos amigos, con los cuales se
podía conversar sobre muchas cosas inútiles... ¿Inútiles? Tus nuevos
conocidos solamente entienden el lenguaje económico. «¿Eso produce
dinero?», te preguntan cuando, ingenuo, tratas de sacarlos de su cómodo
carril, mostrándoles tu mundo interior, donde las inquietudes comienzan a
enmohecer con la fatal resignación del metal corroído por los óxidos.
Aprendiste, sí, a hablar como ellos. ¡No mejor que ellos! En ese mundo no
existe la jerarquía.
Alter Ego terminó de fumar: apagó el cigarrillo con un gesto
teatral y, enfrentando a Demetrio, lo señaló, acusador.
-Y ahora, ¿te servirá tu doble mecánico para lo que no te atreves
a hacer con tus propias manos?
El títere se quedó inmóvil, mirando el casco hermético. Un denso
silencio flotaba en la habitación. Brillaron los ojos de cristal. Luego,
lentamente, Alter Ego se volvió al estante, que aún permanecía abierto. Su
mirada se endureció. Sacó una pistola. La examinó con aire crítico y,
avanzando hacia el hombre con curiosa solemnidad, como quien camina por el
interior de un templo donde se lleva a cabo la consumación de algún rito,
le quitó el seguro al arma.
-El hombre es el supremo inventor. Ha creado estas armas para
matar hombres, y a los sosias, para juzgarse a sí mismo. -Agregó
secamente, al cabo de una brevísima pausa-: El ciclo se ha cerrado.
Apuntó cuidadosamente a l a inmóvil figura del sillón.
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