miércoles, 30 de marzo de 2022

Primera necesidad por Carlos María Federici



 


Nacido  en Montevideo (Uruguay) en 1941, Carlos  María Federici, dibujante e ilustrador de talento, es ante todo un autor de obras policíacas, en cuyo nero tiene publicados muchos  cuentos y excelentes novelas tales como  La orilla roja (1972), Mi trabajo es el crimen (1974) y Dos caras para un crimen (1975). Fue la revista española Nueva  Dimensión  la que lo reveló como  un excelente autor de ciencia ficción, precisamente con este cuento. Desde entonces ha seguido publicando su obra con regularidad en la mayoría de las publicaciones del nero.

 

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Cuando  entró el Flaco, yo había llegado ya al límite de mi resistencia y estaba pensando en tomar medidas drásticas. Incluso tenía en la mano la tenaza de mecánico  que  me  había  prestado Willogh,  y  estaba sopesando  los  pros  y  los contras. Ignoro  lo que hubiera ocurrido  entonces; pero, afortunadamente, fue en ese preciso momento cuando el Flaco llegó con noticias.

Casi me abalancé sobre él.

—¿Y?

Sonrió, confortador.

—Hecho, patrón —dijo—. Ya está localizado el A. P. N. Puede estar tranquilo. Lo invité a sentarse en un cajón y me ubiqué frente a él.

—¿Son muchos? —le pregunté.

—Bueno… —repuso, tras meditarlo unos instantes—. Son bastantes, pero tienen tres tullidos y un ciego. Creo  que podremos  arreglárnoslas, sobre todo si les caemos de sorpresa. Se ve a la legua que son novatos; no conocen esto.

Podremos —afirmé. Teníamos que poder, me dije—. Y una cosa, Flaco: ¿qué

hay del A. P. N.? ¿Es hombre o mujer?

Se rascó un sobaco bajo la piel de perro que lo cubría y luego contestó:

—Eso no se lo puedo decir. La información me la pasó Sammy, y no me habló

nada de ese asunto.

—Pues espero  que sea hombre  —dije—. Si no, la cosa se va a complicar el doble… Bueno, llama a los otros, Flaco ordené.

En  un  minuto  estuvo reunido  todo el elemento  masculino  del  grupo.  Se ubicaron como pudieron entre los escombros y me miraron como el perro al amo. Ya sabían de qué se trataba, y había tres o cuatro que estaban tan desesperados como yo mismo. Mejor, pensé; de ese modo, van a luchar con todo.

—Bueno, chicos —comencé—, el A. P. N.  ha sido localizado. El Flaco, aquí

presente, les va a dar toda la información. Adelante, Flaco.


Avanzó  él  un  tanto  aparatosamente —no  puede  olvidarse  de  sus  buenos tiempos de orador gremialista, supongo—, y se apoyó sobre el garrote, asumiendo una actitud que debió de haberle parecido sumamente digna, y que en verdad tenía algo de eso; pero hubiese resultado mejor si la cabeza pelada y las cicatrices no hubiesen atentado contra el efecto general.

—Son unos treinta, según me transmitió Sammy —manifestó—. Están en el

Metropolitan Museum.

Bastante protegidos, claro; hay escombros obstruyendo casi todas las avenidas que los rodean… Pero nosotros iremos abriendo un camino —levantó un índice audaz y declamante—, con nuestro esfuerzo común y vuestro espíritu de grupo y, todos juntos, sabremos llegar al pináculo de…

Basta,  Flaco  —le interrumpí—. No  estamos en una  asamblea. Haríamos mejor en empezar a preparar el ataque.

Y nos pusimos manos a la obra. Somos un grupo ducho en esas lides, aunque como jefe me esté mal el decirlo, y en contados minutos teníamos esbozado  un plan de ataque.

—No esperaremos a la noche —indiqué—. Eso es lo que hace todo el mundo, y ya no  hay forma  de sorprender  a nadie de tal modo.  Nosotros les caeremos encima en pleno mediodía —ignoré el murmullo  que se levantó de inmediato y proseguí—: Cuando  el calor apriete bien, la mayoría estará sesteando, y los centinelas no esperarán nada más peligroso que la picadura de un mosquito. Será el momento justo para darles con todo.

—Un minuto —objetó «Doc», mirándome desde atrás de los aros sin cristales que se ha empeñado en conservar sobre los ojos, contra viento y marea, si bien no hacen  juego  con  el  tapado  de  visón  que  usa  sobre  sus  destrozados  paños menores—. Si vamos tan a la descubierta nos verán enseguida y les será fácil emboscarnos. ¡Estás loco, Matt! Tenemos que ir de noche, como es lo más lógico.

—Cállate,  «Doc».  No  demuestres tu  inteligencia atrofiada de  esa manera.

¿Quién  habló de ir a la descubierta? Nos iremos ocultando tras las ruinas, idiota. Los rodeamos, después uno o dos se hacen ver y, cuando ellos intenten apresarlos, los demás les caemos desde todos lados. Es el mejor modo, te digo.

—¡Matt tiene razón! —gritó Bull.

Bull me apoya eternamente. Fue semipesado, como yo, y unos buenos puños son las únicas credenciales que reconoce. Cuando  me hice jefe, entre él y yo acabamos con la poca oposición que se nos presentó… y ahora lo veía dispuesto a emplear análogos métodos contra los que no se mostrasen de acuerdo. Pero no era el momento. Necesitábamos a todos en perfecta forma. Se lo hice entender a Bull y procedí a emplear el raciocinio.

Todas    las   defensas     se   preparan    teniendo     en    vista    ataques    nocturnos

—expliqué pacientemente—; una arremetida en pleno día los dejará pasmados.


—¿Cómo  sabes que habrá donde esconderse? —volvió a entremeterse «Doc»

a destiempo.

—No  te preocupes.  El Flaco y yo exploramos  las inmediaciones del Central

Park hace unos días…, con Durkey. Hay montañas de escombros por todos lados.

Árboles caídos, follaje…, de todo. En cuanto al Metropolitan, tiene un boquete grande como un elefante en la pared de atrás. Por ahí nos podríamos colar, si fuera preciso…, ¿no es cierto, Flaco? Si los agarramos en el salón principal, están fritos.

Hubo  algunos testarudos todavía, pero finalmente los pudimos convencer. Entonces pasamos a preparar en forma el armamento. Pulimos los garrotes y les colocamos  nuevas tiras de cuero  en las puntas; nos  calzamos lo mejor  posible

—yo  tenía unas  botas de  charol  que  había desenterrado de  las ruinas  de  una tienda, Macys,  creo—  y quien  podía  se protegió la cabeza. A me hubiese gustado resguardármela, especialmente la mitad calva, pero había perdido el casco de bombero  días atrás, al intentar cruzar el Puente de Brooklyn  colgado de los cables menos destrozados. Ordenamos además a las mujeres ponerse  a preparar agua caliente y trapos, porque había que estar prontos para curar a quienes lo necesitasen.

No  esperábamos  salir intactos, claro. Yo me reservé a dos de ellas para otro trabajo. Se me había ocurrido  algo que daría el toque maestro a nuestro plan de combate. Por último, quedaba lo más importante: había que revisar a conciencia a cada uno de los del grupo, por si alguno tenía armas encima. Sin ir más lejos, un mes antes se había colado un puñal en una pelea y había resultado un tipo muerto. Esas son cosas que es preciso evitar a toda costa. Quedamos  muy pocos en Manhattan, como para darnos el lujo de liquidarnos  así. Liarse a garrotazos está bien; es la ley de los grupos y, por desgracia, la única manera de entenderse. Pero nada de tiros ni cuchilladas. Al que rompe esa ley cardinal, se le condena al ostracismo riguroso. Es el peor castigo. Un hombre solo no dura mucho en estos días. Si no muere de hambre lo terminan los perros salvajes o las ratas, o lo aplasta algún derrumbe  atrasado… Es una ley muy dura; pero no cabe duda de que es la

única forma de evitar la suciedad en las luchas de grupos.

Por  fin estuvimos listos para marchar.  Una  gallarda tropa, me dije amargamente,  pensando   en  Corea   y  mirando   las  fachas  de  mis  hombres, adornados  con  cicatrices y moretones, y engalanados  como  para un  Carnaval. Pero sabían dar fuerte, y eso era lo principal. Nos pusimos en marcha, avanzando agachados  por  detrás  de  las  colinas  de  ladrillo,  argamasa,  cemento  y  vigas retorcidas que alguna vez —¿cuánto hacía ya de eso?— habían recibido el elegante nombre de Rockefeller Center.

Imposible  avanzar por la Quinta Avenida. Ni  con una grúa nos hubiésemos abierto paso. Madison, por el contrario, estaba demasiado llana. No nos convenía. Siempre hay algún vigía rondando  por ahí.


Tomamos la de las Américas, cortando por callejones laterales cada vez que los obstáculos se hacían demasiado grandes como  para superarlos.  A la altura de la calle Cincuenta y Siete,  nos  frenó  el agujero más grande que había visto hasta entonces.

—¡Alto! —ordené, levantando una mano—. Una «mastodontera».

Así  le llamamos  a los  hoyos  de  bomba.  El  nombre  clásico  de  «zorreras» resultaría inadecuado…: ¿quién ha oído hablar jamás de zorros de noventa y ocho metros? La «mastodontera» estaba inundada.

Podríamos haberla cruzado sobre los tablones que flotaban dentro de la lodosa agua, pero aquello era ponerse demasiado en evidencia. Preferí dar un rodeo por detrás de los escombros hasta Columbus.

Esto nos alejó bastante, pero era mejor ser prudentes.

Entramos al parque  por  la Sesenta  y seis. A  golpe  de  garrote nos  fuimos abriendo  camino a través de la verdadera selva que era todo aquello. Ya era casi mediodía y el calor empezaba a hacerse sentir.

La transpiración nos pegaba las pieles al cuerpo. Un «perfume» no muy floral

comenzó a invadir nuestras inmediaciones.

¡Maldita   sea!   —gruñó   Curls,    rascándose   el   protuberante   abdomen peludo—. Nos van a descubrir por el olor… Tendríamos que bañarnos una vez al año, por lo menos.

Algunos se rieron. Yo no pude. Me acaricié la mejilla.

Tenemos que arrebatarles al A. P. N. —y mis dedos aferraron el garrote.

—¡Cállense, animales! —masculló Bull, colérico—. ¡Nos van a oír! Atravesamos  lo  que  había sido  el zoológico,  ahora  un  bosque  de barrotes

hechos pasta dentífrica, y cuerpos de bestias en descomposición.  Dos gatos, que banqueteaban   sobre   los   restos  de   un   inidentificable   cuadrúpedo,   salieron disparados,  todo huesos,  erizada  piel y amarillos  ojos  enloquecidos.  No  pude evitar estremecerme ante la vista  pesadillesca de los felinos… Me pregunté qué aspecto tendría yo mismo,  con  barba de seis semanas —de un  solo  lado de la cara—, una mejilla hinchada y media cabeza lisa como un flan; para colmo, iba con unos pantalones de mujer y empuñaba un garrote.

Salimos del Zoo y nos fuimos escurriendo por debajo de un gigantesco tronco. La suerte parecía sonreímos:  las ramas y las hojas formaban  un verdadero telón delante de nosotros. Podríamos acercarnos bastante sin ser vistos.

Por  fin  avistamos  la  aguja  del  Obelisco   de  Cleopatra.  Irónicamente,  se mantenía en pie, en tanto que el Empire, el Chrisley y la Catedral de San Patricio, siglos más jóvenes, mordían el asfalto. Al lado del obelisco, el viejo Metropolitan Museum exhibía sus heridas, sangrantes de manipostería.

—Bueno —anuncié—. Es el turno de los voluntarios.

Hubo  un silencio. Todos parecían interesados en mirar a otra parte. Bull ofreció:


Yo te convenzo a unos cuantos, Matt —y cerró los enormes puños; pero yo sacudí la cabeza.

—Contigo y  conmigo  bastará, Bull. Los  demás,  quedan  a las órdenes  del

Flaco. Rodeen el sitio, y cuando vean que yo señalo hacia el obelisco, ataquen.

Alguno protestó todavía, pero al fin quedó convencido.

Bull y yo cargamos con unos cueros de vaca rellenos de papeles —este era el trabajo que había encomendado  antes a las mujeres—, y caminamos  sin vacilar hacia el ruinoso museo.

No pasó mucho tiempo sin que nos gritaran que nos detuviéramos.

—¡Queremos  unirnos a su grupo! —vociferé—. ¡Traemos comida!

Abracadabra. Los cueros de vaca rellenos parecían, de lejos, un animal muerto, y los individuos estaban tan hambrientos que ni desconfiaron.  Vacilaron un poco, pero  al cabo fueron  emergiendo  uno  por  uno  de la madriguera.  Nos  rodearon, relamiéndose por anticipado.

—¿De dónde  vienen? —preguntó un gigante de espesa barba rubia, que sin duda era el jefe. Llevaba un cuello alto y unos estrafalarios shorts de Bermuda.

—Del campo repuse.

—¿Cómo no les vimos acercarse?

—Es que vinimos atravesando el parque. Por aquel lado —dije, y señalé hacia el obelisco.

La  mía  era  una  tropa  disciplinada.  En  pocos  segundos  estuvieron  sobre nosotros. La sorpresa fue total. El ruido de los cráneos sacudidos era una gloria. Entre el maremágnum  de los garrotazos, busqué con los ojos al A. P. N.  No  me cosió ubicarlo. Era hombre, por fortuna. Su actitud era la acostumbrada. Miraba la lucha con aire un poco ausente, como si solo en forma indirecta le concerniese. Había algo de dilettante en su porte, algo de espectador de un partido de rugby. El condenado  sabía que,  cualquier  que  fuese el resultado, él seguiría pasándoselo bien. No  le importaba gran cosa qué grupo  lo adoptase. Se notaba incluso que estaba habituado a pasar con frecuencia de mano en mano. Acodado en una de las ventanas, sus ojuelos astutos nos observaban condescendientes.

Por fin el rubio alzó la mano.

—Es… bien  —jadeó, restañándose la sangre  que  le fluía de la aplastada nariz, otrora prominente—. Ganaron ustedes… ¿Qué… cuernos… quieren?

—La sacan barata —contesté—. Nos quedamos con el A. P. N. Pueden llevarse todo lo demás.

Hubo  un mirar de súplica en sus ojos grises; pero no me ablandó. Primero está

el grupo de uno, y además… Con un temblor, recordé las tenazas de mecánico.

Se fueron. El individuo de la ventana, comprendiendo, descendió lentamente a nuestro encuentro.

Era bajito y calvo, y había en sus maneras un insultante aire de superioridad. Vestía  un traje bastante discreto, si bien lucía un remiendo  de color  bermellón


precisamente en el trasero. Bajo el brazo, noté con tremendo alivio un portafolios negro.

—Me gusta el pescado —dijo a bocajarro.

—Está bien repliqué.

—Y dormir en colchón blando, si no le importa.

—Está bien…, lo tendrá.

—Habrá un buen techo, claro insinuó.

—Y fuego, y mujeres, y todo lo que quiera aseguré. Se pasó la lengua por los finos labios.

—Mujeres… ¿con pelo?

—Nos quedan nueve. Dos rubias —y me mordí la lengua pensando en Lydia.

Perfectamente. Me quedo con ustedes.

En un instante lo rodearon, pero yo me abrí paso a empujón limpio.

—¡Atrás, marranos! —grité.

Arrastré al hombrecito por un brazo, ignorando  el gutural coro de protestas que provoqué.  Penetré con el Artículo de Primera Necesidad  en el museo y me desplomé en el primer asiento que encontré.

Lo miré anhelante.

Yo primero, doctor —pedí—. ¡Esta maldita muela me está matando! Y abrí la boca tan grande como pude.


1 comentario:

  1. ¡Buen recuerdo! Creo que este es mi cuento más publicado... Me alegro de que siga vigente con tu aporte. ¡Abrazo! -CMF

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