Nacido en Montevideo (Uruguay) en 1941, Carlos María Federici, dibujante e ilustrador de talento, es ante todo un autor de obras policíacas, en cuyo género tiene publicados muchos cuentos y excelentes novelas tales como La orilla roja (1972), Mi trabajo es el crimen (1974) y Dos caras para un crimen (1975). Fue la revista española Nueva Dimensión la que lo reveló como un excelente autor de ciencia ficción, precisamente con este cuento. Desde entonces ha seguido publicando su obra con regularidad en la mayoría de las publicaciones del género.
Cuando entró el Flaco, yo había llegado ya al límite de mi resistencia y estaba pensando
en tomar medidas drásticas. Incluso tenía en la mano la tenaza de mecánico que me había prestado Willogh,
y estaba sopesando los pros
y los contras. Ignoro
lo que hubiera ocurrido entonces; pero, afortunadamente, fue en ese preciso momento
cuando el Flaco llegó con noticias.
Casi me abalancé sobre él.
—¿Y?
Sonrió, confortador.
—Hecho, patrón —dijo—. Ya está localizado el A. P. N. Puede estar tranquilo. Lo invité a
sentarse en un cajón y me ubiqué frente a él.
—¿Son muchos? —le pregunté.
—Bueno… —repuso,
tras
meditarlo unos instantes—. Son bastantes, pero tienen tres tullidos y
un ciego. Creo que podremos
arreglárnoslas, sobre todo si
les caemos de sorpresa. Se ve a la legua
que son novatos; no conocen
esto.
—Podremos —afirmé.
Teníamos que poder, me dije—. Y una cosa, Flaco: ¿qué
hay
del A. P. N.? ¿Es hombre
o mujer?
Se
rascó un sobaco bajo la piel de perro que lo cubría y luego contestó:
—Eso no se lo puedo decir. La información me la pasó Sammy, y no me habló
nada de ese asunto.
—Pues espero que
sea hombre —dije—. Si no, la cosa se va a complicar el doble… Bueno, llama a los otros, Flaco —ordené.
En
un
minuto estuvo
reunido todo el
elemento masculino del grupo.
Se
ubicaron como pudieron entre los escombros
y me miraron como el perro al amo. Ya sabían de qué se trataba, y
había tres o cuatro que estaban tan desesperados como yo mismo. Mejor, pensé; de ese modo, van a luchar
con todo.
—Bueno, chicos —comencé—, el A. P. N. ha sido localizado. El Flaco, aquí
presente, les va a dar toda la información. Adelante, Flaco.
Avanzó él un tanto
aparatosamente —no puede olvidarse
de
sus
buenos tiempos de orador gremialista, supongo—, y se apoyó sobre el garrote, asumiendo una actitud que debió de haberle
parecido sumamente digna, y que en verdad tenía algo de eso; pero hubiese
resultado mejor si la cabeza pelada y las cicatrices no hubiesen
atentado contra el efecto general.
—Son unos treinta, según me transmitió Sammy —manifestó—. Están en el
Metropolitan Museum.
Bastante protegidos, claro; hay escombros
obstruyendo casi todas las avenidas que los rodean… Pero nosotros iremos abriendo un camino
—levantó un índice audaz y declamante—, con nuestro esfuerzo común y vuestro espíritu de
grupo y, todos juntos, sabremos llegar al pináculo
de…
—Basta, Flaco —le interrumpí—. No
estamos en una asamblea. Haríamos mejor en empezar a preparar el ataque.
Y nos pusimos manos
a la obra. Somos un grupo ducho
en esas lides, aunque como jefe me esté mal el decirlo, y en contados minutos
teníamos esbozado un plan de ataque.
—No esperaremos a la noche —indiqué—. Eso es lo que hace todo el mundo, y ya no hay forma
de sorprender a nadie de tal modo. Nosotros les caeremos encima en pleno mediodía
—ignoré el murmullo que se levantó de inmediato y proseguí—: Cuando el calor apriete bien, la mayoría estará sesteando, y
los centinelas no esperarán nada más peligroso que la picadura
de un mosquito. Será el momento justo para darles con todo.
—Un minuto —objetó
«Doc», mirándome desde
atrás
de los aros sin cristales que se ha empeñado en conservar sobre los ojos, contra viento y
marea, si bien no hacen juego con el tapado
de
visón
que
usa
sobre
sus
destrozados paños menores—. Si vamos
tan
a la descubierta nos verán enseguida y les será fácil
emboscarnos. ¡Estás loco, Matt! Tenemos que ir de noche, como es
lo más lógico.
—Cállate, «Doc». No demuestres tu inteligencia atrofiada de esa
manera.
¿Quién habló de ir a la descubierta? Nos iremos ocultando tras las ruinas, idiota. Los rodeamos, después
uno o dos se hacen ver y, cuando ellos intenten apresarlos, los demás les caemos desde todos lados. Es el mejor
modo, te digo.
—¡Matt tiene razón! —gritó Bull.
Bull me apoya eternamente. Fue semipesado, como yo, y unos buenos
puños son las únicas credenciales que reconoce.
Cuando me hice jefe, entre él y yo acabamos
con la poca oposición que se nos presentó… y ahora lo veía dispuesto a
emplear análogos métodos contra los que no se mostrasen de
acuerdo. Pero no era el momento. Necesitábamos a todos en perfecta forma. Se lo hice entender a Bull y procedí a emplear el raciocinio.
—Todas las defensas
se preparan teniendo en vista ataques nocturnos
—expliqué pacientemente—; una
arremetida en pleno día los dejará pasmados.
—¿Cómo sabes que habrá donde esconderse? —volvió
a entremeterse «Doc»
a
destiempo.
—No te preocupes. El Flaco
y yo exploramos las
inmediaciones del Central
Park
hace unos días…,
con Durkey. Hay montañas de
escombros por todos lados.
Árboles caídos,
follaje…, de todo. En cuanto al Metropolitan, tiene un boquete grande como un elefante en
la pared de atrás. Por ahí nos podríamos colar, si fuera preciso…,
¿no es cierto, Flaco? Si los agarramos
en el salón principal, están fritos.
Hubo
algunos testarudos todavía, pero finalmente los pudimos convencer. Entonces pasamos a preparar en forma el armamento. Pulimos los garrotes y les colocamos nuevas tiras de
cuero en las puntas; nos calzamos lo mejor
posible
—yo tenía unas
botas de charol que había
desenterrado de las ruinas de
una tienda, Macy’s, creo— y quien podía se protegió la cabeza.
A mí me hubiese gustado resguardármela, especialmente la
mitad
calva, pero había perdido el casco de bombero
días atrás, al intentar cruzar el Puente de Brooklyn colgado de los cables
menos destrozados. Ordenamos además a las mujeres
ponerse a preparar agua caliente y trapos, porque había que estar
prontos para curar a quienes lo necesitasen.
No
esperábamos
salir intactos, claro. Yo me reservé a dos de ellas para otro trabajo. Se me había ocurrido algo que daría el toque maestro a
nuestro plan de combate. Por último, quedaba lo más importante: había que revisar a conciencia a cada uno de los del grupo, por si alguno tenía armas encima.
Sin ir más lejos, un mes antes se había colado un puñal en una pelea y
había resultado un tipo muerto. Esas son cosas que es preciso
evitar a toda costa.
Quedamos muy pocos en Manhattan, como para darnos el lujo de liquidarnos
así. Liarse
a garrotazos está bien; es la ley de los grupos y, por desgracia, la única manera
de entenderse. Pero nada de tiros ni
cuchilladas. Al que rompe esa ley
cardinal, se le condena al ostracismo riguroso. Es el peor castigo. Un hombre
solo no dura mucho en estos días. Si no muere de hambre lo terminan los perros salvajes o las ratas, o
lo aplasta algún derrumbe atrasado… Es una ley muy dura; pero no cabe duda de que es la
única forma de evitar la
suciedad en las luchas de grupos.
Por fin estuvimos listos para marchar. Una gallarda tropa, me dije amargamente, pensando en Corea
y mirando
las fachas de mis hombres, adornados con cicatrices y
moretones, y engalanados como para un Carnaval. Pero sabían dar fuerte, y eso era lo principal. Nos pusimos en marcha, avanzando agachados por detrás de las colinas
de
ladrillo,
argamasa,
cemento y vigas retorcidas que alguna vez —¿cuánto hacía ya de eso?— habían recibido
el elegante nombre de Rockefeller Center.
Imposible
avanzar por la Quinta Avenida. Ni con
una grúa nos hubiésemos abierto paso. Madison, por el contrario, estaba demasiado llana. No nos convenía. Siempre hay algún vigía rondando por ahí.
Tomamos la de las Américas,
cortando por callejones laterales cada vez que los obstáculos se hacían demasiado grandes
como para
superarlos. A la altura de la calle Cincuenta y Siete, nos
frenó
el agujero
más grande que había visto hasta entonces.
—¡Alto! —ordené, levantando
una mano—. Una «mastodontera».
Así
le llamamos a los hoyos de bomba. El nombre
clásico
de
«zorreras» resultaría inadecuado…: ¿quién
ha oído hablar jamás de zorros de noventa y ocho metros? La «mastodontera» estaba inundada.
Podríamos haberla cruzado
sobre los tablones que
flotaban dentro de la lodosa agua, pero aquello era ponerse demasiado
en evidencia. Preferí dar un rodeo por detrás de
los escombros hasta Columbus.
Esto nos alejó
bastante, pero era mejor ser prudentes.
Entramos al
parque por la Sesenta y seis. A golpe de
garrote nos fuimos abriendo camino
a través de la verdadera selva que era todo aquello. Ya era casi
mediodía y el calor empezaba
a hacerse sentir.
La
transpiración nos pegaba las pieles al cuerpo. Un «perfume» no muy floral
comenzó a invadir nuestras inmediaciones.
—¡Maldita sea! —gruñó
Curls,
rascándose el
protuberante abdomen peludo—. Nos van a descubrir por el olor… Tendríamos que bañarnos una vez al año, por lo menos.
Algunos se rieron. Yo no pude. Me acaricié la mejilla.
—Tenemos que arrebatarles al A. P. N. —y mis dedos aferraron el garrote.
—¡Cállense, animales! —masculló Bull, colérico—. ¡Nos van a oír! Atravesamos lo
que
había sido el zoológico,
ahora
un
bosque
de barrotes
hechos pasta dentífrica, y cuerpos de bestias en descomposición. Dos gatos, que banqueteaban
sobre los
restos
de un
inidentificable cuadrúpedo, salieron disparados,
todo huesos,
erizada
piel y amarillos
ojos
enloquecidos.
No
pude evitar estremecerme ante la vista pesadillesca de los felinos…
Me pregunté qué aspecto tendría yo
mismo, con barba
de seis semanas
—de un solo lado de la
cara—, una mejilla hinchada y media cabeza lisa como un flan; para colmo,
iba con unos pantalones de mujer y empuñaba
un garrote.
Salimos del Zoo y nos fuimos
escurriendo por debajo de un gigantesco tronco. La suerte parecía sonreímos: las ramas y las hojas formaban
un verdadero telón delante de
nosotros. Podríamos acercarnos bastante sin ser vistos.
Por fin avistamos
la
aguja
del
Obelisco de Cleopatra.
Irónicamente,
se
mantenía en pie, en tanto que
el Empire, el Chrisley y la Catedral de
San Patricio, siglos más jóvenes,
mordían el asfalto. Al
lado del obelisco,
el viejo Metropolitan Museum exhibía sus heridas,
sangrantes de manipostería.
—Bueno —anuncié—. Es el turno de los voluntarios.
Hubo un silencio. Todos
parecían interesados en mirar a otra parte. Bull ofreció:
—Yo te convenzo a unos cuantos, Matt —y cerró los enormes
puños; pero yo sacudí la cabeza.
—Contigo y conmigo bastará, Bull. Los demás, quedan a las órdenes
del
Flaco. Rodeen el sitio, y
cuando vean que yo señalo hacia el obelisco, ataquen.
Alguno protestó todavía,
pero al fin quedó convencido.
Bull y yo cargamos
con unos cueros
de vaca rellenos de papeles
—este
era el trabajo que había
encomendado antes a
las mujeres—, y caminamos
sin vacilar hacia el ruinoso museo.
No
pasó mucho tiempo sin que nos gritaran que nos detuviéramos.
—¡Queremos unirnos a su grupo! —vociferé—. ¡Traemos comida!
Abracadabra. Los cueros de vaca rellenos
parecían, de lejos, un animal muerto, y
los individuos estaban tan hambrientos que
ni desconfiaron. Vacilaron
un poco, pero al cabo fueron emergiendo uno por uno de la madriguera.
Nos
rodearon, relamiéndose por anticipado.
—¿De dónde vienen? —preguntó un gigante de
espesa barba rubia,
que sin duda era el jefe. Llevaba
un cuello alto y
unos estrafalarios shorts de Bermuda.
—Del campo —repuse.
—¿Cómo no les vimos acercarse?
—Es que vinimos atravesando el
parque. Por aquel lado —dije, y señalé hacia el
obelisco.
La
mía
era
una
tropa disciplinada. En pocos
segundos
estuvieron sobre nosotros. La
sorpresa fue total. El ruido de los cráneos sacudidos era una gloria. Entre el
maremágnum de los garrotazos, busqué con los ojos al A. P. N.
No
me cosió ubicarlo.
Era hombre, por fortuna. Su actitud era la acostumbrada. Miraba la lucha
con aire un poco ausente, como si solo en forma indirecta le concerniese. Había algo de dilettante en su porte, algo de espectador de un partido de rugby. El condenado sabía
que, cualquier que fuese el resultado, él seguiría
pasándoselo bien. No le importaba gran cosa qué grupo lo adoptase. Se notaba incluso que estaba habituado a
pasar con frecuencia de mano en mano. Acodado en una de las
ventanas, sus ojuelos astutos nos observaban condescendientes.
Por
fin el rubio alzó la mano.
—Es… tá bien —jadeó, restañándose la
sangre que le fluía de la aplastada nariz, otrora prominente—. Ganaron ustedes… ¿Qué… cuernos… quieren?
—La sacan barata —contesté—. Nos quedamos con el A. P. N. Pueden llevarse todo lo demás.
Hubo un mirar de súplica en sus ojos grises;
pero no me ablandó. Primero está
el
grupo de uno, y además… Con un temblor, recordé las tenazas de mecánico.
Se fueron.
El individuo de la ventana, comprendiendo, descendió lentamente a
nuestro encuentro.
Era bajito y
calvo, y había en sus maneras un insultante aire de superioridad. Vestía un traje bastante
discreto, si bien lucía un remiendo
de color bermellón
precisamente en el trasero. Bajo el brazo, noté con
tremendo alivio un portafolios negro.
—Me
gusta
el pescado —dijo a bocajarro.
—Está bien —repliqué.
—Y
dormir en colchón blando, si no le importa.
—Está bien…, lo tendrá.
—Habrá un buen techo, claro —insinuó.
—Y
fuego, y mujeres,
y todo lo que quiera —aseguré. Se pasó la lengua por los finos labios.
—Mujeres… ¿con pelo?
—Nos quedan nueve. Dos rubias —y me mordí la lengua pensando en Lydia.
—Perfectamente. Me
quedo con ustedes.
En
un instante lo rodearon,
pero yo me abrí paso a empujón
limpio.
—¡Atrás, marranos! —grité.
Arrastré al
hombrecito por un brazo, ignorando
el gutural coro de protestas que provoqué.
Penetré con el Artículo de Primera Necesidad en el museo y me desplomé en el primer
asiento que encontré.
Lo
miré anhelante.
—Yo primero,
doctor —pedí—. ¡Esta maldita muela me está matando! Y abrí la boca tan grande como pude.
¡Buen recuerdo! Creo que este es mi cuento más publicado... Me alegro de que siga vigente con tu aporte. ¡Abrazo! -CMF
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