LA HORMIGA ELÉCTRICA
Por Phillip K. Dick.
Palabras claves: Cyberpunk-Androide-Anagnoresis-Traición industrial-Metacognición).
Resumen: T.S.T. Garson Poole descubre que es un androide, su amigo del trabajo le ha traicionado, se abre el cuerpo para entenderse, juega con el mecanismo temporal de su interior, la secreatria le asiste. garson muere.
A las cuatro
y cuarto de la tarde, cuando T.S.T. Garson Poole despertó en el lecho del
hospital, comprendió que estaba en un lecho de hospital y otras dos cosas: que
ya no tenía la mano derecha y que no sentía dolor alguno.
Le habían
administrado un analgésico poderoso, se dijo, mirando hacia la pared en la que
había una ventana que daba al centro de Nueva York. Telas de araña por las que
los vehículos y los transeúntes se apresuraban, donde las ruedas giraban bajo
el postrero sol de la tarde. El brillo de agonizante luz le gustó. Todavía no
ha muerto, pensó. Ni yo tampoco.
Había un fono
en la mesita de al lado; vaciló, cogió el receptor, y marcó para una línea
exterior. Un momento más tarde estaba ante la imagen de Louis Danceman, a cargo
de las actividades TriPlan mientras él, Garson Poole, estuviera en otra parte.
—Gracias a
Dios que está vivo —suspiró Danceman al verle; su rostro carnoso y grande, con
superficie lunar llena de hoyos, se distendió a causa del alivio—. He llamado a
todos.
—Sólo me
falta la mano derecha —le interrumpió Poole.
—Pero está
bien. Quiero decir que pueden injertarle una.
—¿Cuánto
tiempo he de estar aquí? —preguntó Poole.
No sabía
dónde estaban los médicos ni las enfermeras; ni por qué no se reían o alborotaban
al efectuar una llamada.
—Cuatro días
—respondió Danceman—. Aquí en la planta todo marcha bien. En realidad, hemos
recibido pedidos de tres diferentes sistemas de policía, todos de la Tierra.
Dos de Ohio, y uno de Wyoming. Buenos pedidos en firme, con un tercio por
adelantado y la usual opción de arriendo por tres años.
—Venga a
sacarme de aquí —pidió Poole.
—No puedo
sacarle hasta que la nueva mano...
—Me la
injertarán más tarde.
Anhelaba
desesperadamente volver a su ambiente familiar; el recuerdo del cohete
mercantil elevándose grotescamente en la pantalla piloto carenada al fondo de
su mente; si cerraba los ojos volvía a sentirse en el vehículo destrozado al ir
de uno a otro, recibiendo grandes daños. Las sensaciones cinéticas. Parpadeó al
recordarlas. Creo que he tenido suerte, se dijo.
—¿Está Sarah
Benton con usted? —preguntó Danceman.
—No, claro.
Era su
secretaria personal, y aunque sólo fuese por consideraciones de empleo, debería
estar a su lado, acunándole como a un bebé. Todas las mujeres gruesas gustan a
las madres, pensó. Y son peligrosas; si te caen encima pueden matarte.
—Tal vez fue
esto lo que ocurrió —dijo, en voz alta—. Tal vez Sarah cayó sobre mi cohete.
—No, no, un
eje del sistema de dirección del cohete se rompió en la hora de más tráfico y
usted...
—Lo recuerdo.
Dio media
vuelta en la cama al oír abrirse la puerta de la sala. Aparecieron un médico
con bata blanca y dos enfermeras con batas azules, y dirigieron sus pasos hacia
la cama.
—Ya
hablaremos más tarde —dijo Poole, colgando el fono.
Respiró
profundamente, con expectación.
—No hubiera
debido hablar por fono tan pronto —le recriminó el médico, consultando el
diagrama—. Señor Garson Poole, dueño de Electrónicas TriPlan. Constructor de
dardos identados que rastrean su presa en un radio de mil millas, respondiendo
a un dibujo ondulado único. Usted es un hombre afortunado, señor Poole. Pero
usted no es un hombre. Usted es una hormiga eléctrica.
—¡Diablos!
—exclamó Poole, aturdido.
—De modo que
en realidad no podemos curarle aquí, ahora que lo hemos descubierto. Lo
supimos, claro está, tan pronto como examinamos su mano derecha lesionada;
cuando vimos los componentes eléctricos y cuando miramos su torso por rayos X,
y, naturalmente, estos análisis corroboraron nuestra hipótesis.
—¿Qué es una
hormiga eléctrica? —quiso saber Poole.
Pero ya lo
sabía y podía descifrar el término.
—Un robot
orgánico —respondió una enfermera.
—Ya —asintió
Poole.
Un sudor frío
afloró a su piel y le empapó todo el cuerpo.
—Usted no lo
sabía —insinuó el médico.
—No —Poole
sacudió la cabeza.
—Casi todas
las semanas viene una hormiga eléctrica —continuó el doctor—. Vienen a causa de
un accidente, como usted, o piden admisión voluntariamente. Por ejemplo, uno
que como usted no lo sabía, y ha funcionado siempre junto a los seres humanos,
creyendo ser también... un hombre. En cuanto a su mano...
El doctor
calló.
—Olvide mi
mano —le atajó Poole, bruscamente.
—Cálmese. —El
médico se inclinó sobre Poole y escrutó atentamente su semblante—. Una nave
hospital le llevará a un apartamento donde podrá hacer la reparación o la
sustitución de su mano a un precio razonable, bien para usted, siendo como es
el dueño único, o para sus compañeros, si los tiene. De todos modos, podrá
volver a su despacho de la TriPlan, en las mismas condiciones de funcionamiento
que antes.
—Excepto que
ahora lo sé —masculló Poole.
Ignoraba si
Danceman, Sarah o alguno de la oficina lo sabrían. ¿Le había alguno, o algunos,
comprado? ¿Fabricado? Un figurón, eso era; esto había sido. Ya no debía dirigir
la Compañía; era una ilusión implantada en él cuando lo fabricaron..., junto
con la ilusión de ser un humano y vivir.
—Antes de que
sea trasladado al Departamento de Reparaciones —dijo el médico—, ¿será tan
amable de abonar su cuenta en el despacho de enfrente?
—¿Cómo debo
nada si ustedes no tratan aquí a las hormigas? —replicó agriamente Poole.
—Por nuestros
servicios —aclaró una enfermera—. Hasta que lo supimos.
—Envíen la
cuenta —repuso Poole, sacudido por un furor impotente—. Envíenla a mi Compañía.
Con un
tremendo esfuerzo se sentó en la cama; con la cabeza dándole vueltas, bajó de
ella y se afirmó en el suelo.
—Me encantará
marcharme de aquí —añadió cuando consiguió mantenerse erguido—. Y gracias por
su atención tan humana.
—Gracias a
usted, señor Poole —respondió el médico—. O tal vez deba decir sólo Poole.
En el
Departamento de Reparaciones le reemplazaron la mano perdida.
La mano
resultaba fascinante; la examinó largo tiempo antes de permitir que los
técnicos la colocasen.
Por fuera,
parecía orgánica, y en realidad, su superficie lo era. Piel natural cubierta de
carne natural, y sangre auténtica llenaba las venas y los capilares. Pero por
debajo había cables y circuitos, componentes en miniatura, resplandecientes...
Mirando al fondo de la muñeca vio multitud de puertas, motores, válvulas
multifases, todo pequeñísimo. Intrincado. Y la mano le costó cuarenta ranas. El
sueldo de una semana que él tenía asignado en la nómina de la Compañía.
—¿Está
garantizada? —le preguntó a los técnicos, mientras fusionaban la sección ósea
de la mano con el resto de su cuerpo.
—Noventa
días, las piezas y el trabajo —contestó uno de los técnicos—. A menos que se
vea sujeta a un abuso inusitado o intencionado.
—Esto suena
vagamente sugestivo —comentó Poole.
El técnico,
un hombre, pues todos lo eran, inquirió mirándole astutamente:
—¿Ha estado
pasando por lo que no es?
—Sin
intención.
—¿Y ahora...
es con intención?
—Exactamente
—asintió Poole.
—¿Sabe por
qué jamás lo sospechó? De vez en cuando, debió de haber chasquidos y chirridos
en su interior. Pero usted no lo sospechó porque está programado para no
observarlo. Ahora tendrá la misma dificultad para descubrir por qué le
construyeron y para quién ha estado funcionando.
—Un esclavo —gimió Poole—. Un esclavo
mecánico.
—Pero se ha
divertido.
—He vivido
una existencia agradable —suspiró Poole—. Y he trabajado mucho.
Pagó las
cuarenta ranas, flexionó los dedos nuevos, los probó cogiendo varios objetos, y
se marchó. Diez minutos más tarde se hallaba a bordo de un transporte público,
camino de casa. ¡Valiente día!
Ya en casa,
en su apartamento de una sola habitación, se sirvió un vaso de «Jack Daniel,
Etiqueta Púrpura», sesenta años de antigüedad, y se sentó para beberlo,
mientras su vista vagaba por la única ventana hacia el edificio que se elevaba
al otro la de la calle.
«¿Debo ir a
la oficina? —se preguntó—. Y en ese caso, ¿por qué? Y si no, ¿por qué no?
Elige. Demonios, esto me está minando, saber esto... Soy un fenómeno
—comprendió—. Un objeto inanimado que imita a otro animado».
Pero... se
sentía vivo. Y no obstante, ahora se sentía diferente. Respecto a sí mismo. Y a
partir de ahora, respecto a todos, especialmente a Danceman y Sarah, a todos
los de TriPlan.
«Creo que me
mataré —pensó—. Aunque probablemente me programaron para que no me matara;
resultaría demasiado costoso para mi dueño. Y él no lo querría. Programado. En
algún rincón de mi cuerpo, hay una matriz fijada a un lugar, una pantalla o
filtro que me impide tener ciertos pensamientos o realizar ciertas acciones. Y
que me obliga a otras. No soy libre. Nunca lo fui, aunque ahora lo sé y en esto
estriba la diferencia...».
Haciendo
opaca la ventana, encendió la luz del techo, y con sumo cuidado se despojó de
todas sus prendas. Había contemplado atentamente de qué manera los técnicos le
habían injertado la mano nueva y ahora tenía una idea bastante clara de cómo
estaba ensamblado su cuerpo. Dos paneles principales, uno en cada muslo; los
técnicos los habían quitado para comprobar los complicados circuitos de debajo.
«Si estoy programado, probablemente ahí estará la matriz», pensó.
El conjunto
de circuitos le dejó estupefacto.
«Necesito
ayuda —pensó—. Veamos, ¿cuál es el código fono para el computador clase BBB que
alquilamos en la oficina?».
Levantó el
fono, marcó el número de la computadora en su residencia permanente de Boise,
Idaho.
—El uso de
esta computadora cuesta cinco ranas por minuto —pronunció en el fono una voz
mecánica. Luego añadió—: Por favor, ponga su placa de crédito personal delante
de la pantalla.
Lo hizo.
—Al sonar el
zumbador, quedará conectado con la computadora —continuó la voz—. Por favor,
pregunte lo más rápidamente posible, teniendo en cuenta que la respuesta será
dada en términos de un microsegundo, mientras su pregunta...
Rebajó el
sonido. Pero volvió a aumentarlo rápidamente cuando apareció en la pantalla el
audioalimentador de la computadora. En aquel momento, la máquina se convirtió
en un oído gigante, para escucharle..., lo mismo que a otros cincuenta mil
interrogadores de la Tierra.
—Escrútame
visualmente —le ordenó a la computadora—. Y dime dónde hallaré el mecanismo de
programación que controla mis pensamientos y conducta.
Esperó. En la
pantalla del fono, un enorme ojo activo, de lentes múltiples, le observó; Poole
se exhibió por completo en su apartamento.
—Quítate el
panel del pecho —dijo la computadora—. Aplica una ligera presión sobre tu
esternón y sácalo luego hacia fuera.
Obedeció.
Quedó separada una parte de su pecho; mareado, se sentó en el suelo.
—Distingo los
módulos de control —dijo la computadora—, pero no puedo decir qué... —Una pausa
mientras el ojo rodaba en la pantalla del fono—. Distingo un rollo de cinta
grabada montada sobre el mecanismo de tu corazón. ¿Lo ves?
Poole torció
el cuello, miró y también lo vio.
—Cuando haya consultado
los datos que poseo me pondré en contacto contigo y te daré la respuesta.
Buenos días.
La pantalla
se oscureció.
«Me arrancaré
la cinta —se dijo Poole—. Pequeña, no mayor que dos ovillos de hilo, con un
escrutador montado entre el tambor de salida y el de entrada. No veo ningún
signo de movimiento; los ovillos parecen inertes. Deben actuar como brújulas
cuando ocurren situaciones específicas. Dominan mis procesos encefálicos. Y lo
han hecho toda mi vida».
Con la mano
tocó el tambor de salida. Pensó que lo único que tenía que hacer era estirar
y...
La pantalla
del fono volvió a iluminarse.
—Placa de
crédito número 3-BNX-882-HQR446-T —pronunció la voz de la computadora—. Aquí
BBB-307DR en contacto de nuevo en respuesta a tu pregunta de dieciséis segundos,
4 de noviembre de 1992. El rollo de cinta grabada sobre el mecanismo de tu
corazón no es una bobina de programación sino un constructor de realidades
supletorias. Todos los estímulos sensoriales recibidos por tu sistema
neurológico central emanan de esta unidad, y tocarla sería peligroso, si no
definitivo. Por lo visto —añadió la voz—, careces de circuito programado.
Pregunta contestada. Buenos días.
La voz calló.
Poole, de pie
y desnudo delante de la pantalla del fono, tocó una vez más el tambor de la
cinta, con una precaución enorme y calculada.
«Ya entiendo
—pensó salvajemente—. ¿O no? Esta unidad... Si corto la cinta, mi mundo
desaparecerá. La realidad continuará para los demás, pero no para mí. Porque mi
realidad, mi universo, procede de esta minúscula unidad. Alimenta el escrutador
y luego mi sistema nervioso central a medida que se desenrolla lentamente».
Llevaba años
desenrollándose, pensó.
Recogió sus
ropas, se vistió, se sentó en su inmenso sillón, muy lujoso y transportado a su
apartamento desde las oficinas de la TriPlan, y encendió un cigarrillo. Cuando
dejó sobre la mesa el encendedor con sus iniciales le temblaba la mano; se
retrepó y exhaló el humo hacia delante, creando un nimbo de color gris.
«He de ir
despacio —se dijo—. ¿Qué trato de hacer? ¿Desviar mi programa? La computadora
no encontró circuito de programación. ¿Debo intervenir en la cinta de la
realidad? Y en tal caso, ¿por qué?».
«Porque si la
controlo —se contestó—, controlaré la realidad. Al menos, en lo que a mí
respecta. Mi realidad subjetiva..., pero esto no es todo. La realidad objetiva
es un constructor sintético, que trata con la universalización hipotética de
una multitud de realidades subjetivas».
«Mi universo
está dentro de mis dedos —comprendió—. Si pudiese imaginar cómo funciona
todo... Lo que tengo que hacer en primer lugar es buscar y localizar mi
circuito de programación, a fin de obtener un verdadero funcionamiento
homeostático; o sea, el control de mí mismo. Pero con esto...».
«Con esto, no
sólo conseguiría el control de mí mismo sino el control de todo».
«Y esto me
separa de cualquier ser humano que haya vivido y muerto» —añadió sombríamente.
Fue hacia el
fono y marcó el número de la oficina. Cuando tuvo a Danceman en la pantalla,
dijo animadamente:
—Quiero que envíes
una serie completa de microherramientas y pantallas ampliadoras a mi
apartamento. Tengo que trabajar en un microcircuito.
Interrumpió
la conexión para no tener que discutir.
Media hora
más tarde se produjo una llamada a la puerta. Cuando abrió, se encontró delante
de uno de los capataces del taller, cargado con toda clase de
microherramientas.
—No
especificó lo que necesitaba —se disculpó el capataz, entrando en el
apartamento—. De modo que el señor Danceman me ha enviado con todo esto.
—¿Y el sistema
de lentes amplificadoras?
—En el
camión, arriba en el tejado.
«Tal vez
desee morir», pensó Poole.
Encendió un
cigarrillo, fumó y esperó, en tanto el capataz montaba la pesada pantalla
ampliadora, con el suministro de fuerza y el panel de control en el apartamento.
«Lo que hago
es un suicidio», pensó Poole.
Se
estremeció.
—¿Le ocurre
algo, señor Poole? —preguntó el capataz poniéndose de pie, aliviado ante el
trabajo concluido—. Todavía debe de estar un poco nervioso a causa de su
accidente.
—Sí —asintió
Poole, quedamente.
Esperó a que
el capataz se marchase.
Bajo el
sistema de lentes ampliadoras, la cinta de plástico adoptó una nueva forma: una
cinta ancha en la que había cientos de miles de pequeños agujeros.
«Eso es lo
que pensaba —se dijo Poole—. Nada grabado en una capa de óxido férrico, sino
ranuras pinchadas».
Bajo las
lentes, la cinta avanzaba visiblemente. Con gran lentitud, pero a una velocidad
uniforme, y en dirección al escrutador.
«Lo que me
figuraba —pensó de nuevo—. Los agujeros están en salidas. Funciona como una
pianola: sólido es no, ranura es sí. ¿Cómo podría probarlo?».
«Obviamente,
obturando algunos agujeros».
Calculó la cantidad de cinta que quedaba
en el tambor de salida. Calculó también, con gran esfuerzo, la velocidad del
movimiento de la cinta, y al final obtuvo una cifra. Si alteraba la cinta
visible en el borde que se introducía en el escrutador, transcurrirían de cinco
a siete horas antes de que llegase aquel período de tiempo. En realidad, habría
suprimido unos estímulos que debían tener lugar al cabo de unas horas.
Con un
micropincel pintó un sector grande —relativamente grande— de la cinta con
barniz opaco, obtenido del botiquín que acompañaba a las microherramientas.
«He suprimido
estímulos durante media hora —pensó—. Al menos he obturado un millar de
agujeros».
Sería
interesante saber qué cambio, si sobrevenía alguno, se produciría a su
alrededor al cabo seis horas.
Cinco horas y
media más tarde estaba sentado en el Krackter, un soberbio bar de
Manhattan, tomando un trago con Danceman.
—Parece
enfermo —comentó Danceman.
—Lo estoy
—asintió Poole.
Apuró su
bebida, un whisky, y pidió otro.
—¿Por el
accidente?
—En cierto
sentido, sí.
—¿Se trata de
algo que ha averiguado respecto a sí mismo? —inquirió Danceman.
Poole levantó
la cabeza y miro al otro a la penumbra del bar.
—Entonces, lo
sabe.
—Lo sé
—afirmó Danceman—. Sé que debo llamarle Poole en vez de señor Poole. Pero
prefiero llamarle de usted y seguiré haciéndolo.
—¿Cuánto hace
que lo sabe? —indagó Poole.
—Desde que
entró en la empresa. Me dijeron que los auténticos dueños de TriPlan, que se
hallan en el Sistema Prox, deseaban que TriPlan fuese dirigida por una hormiga
eléctrica, a la que podrían controlar. Deseaban una hormiga inteligente y
enérgica.
—¿Los auténticos
dueños? —era la primera noticia que tenía de ellos—. Tenemos dos mil
accionistas. Diseminados por todas partes.
—Marvis Bey y
su esposo Ernan, de Prox 4, controlan el cincuenta y uno por ciento de las
acciones con derecho a voto. Y esto fue así desde el principio.
—¿Por qué no
lo supe?
—Me
prohibieron decírselo. Usted tenía que creer que había proyectado por sí solo
toda la política de la empresa. Con mi ayuda. En realidad, yo le estaba
transmitiendo lo que Bey y su esposa me transmitían a mí.
—O sea, que
he sido un figurón, un hombre de paja.
—En cierto
sentido, sí —reconoció Danceman—. Pero para mí, será siempre el «señor Poole».
Un sector de
la pared más alejada desapareció. Y con él, varias personas sentadas en mesas
cercanas al mismo. Y...
A través de
la gran porción acristalada del bar, el cielo de Nueva York se desvaneció.
—¿Qué ocurre?
—inquirió Danceman, al observar el rostro de Poole.
—Mire a su
alrededor —le pidió éste—. ¿Nota algún cambio?
Tras mirar en
torno suyo, Danceman contestó:
—No. ¿Qué
cambio?
—¿Sigue
viendo el firmamento?
—Seguro, a
pesar de la niebla. Las luces parpadean.
—Ahora lo sé
—asintió Poole.
Estaba en lo
cierto; cada agujero cubierto significaba la desaparición de un objeto de su
mundo real.
—Nos veremos
más tarde, Danceman —dijo, poniéndose en pie—. He de volver a mi apartamento.
Me espera cierto trabajo. Buenas noches.
Salió del bar
en busca de un taxi.
No había
ninguno.
«También
éstos —pensó—. ¿Qué más habré borrado? ¿Las prostitutas? ¿Las flores? ¿Las
cárceles?».
En el aparcamiento
del bar se hallaba el cohete de Danceman.
Decidió
cogerlo. Todavía hay cohetes en el mundo de Danceman. Él podría coger uno más
tarde. De todos modos, era un taxi-cohete de la Compañía, y él conservaba una
copia de la llave.
De pronto,
estuvo en el aire, camino de su apartamento.
La ciudad de
Nueva York no había vuelto. A la derecha y a la izquierda, vehículos y
edificios, calles, transeúntes, anuncios... y en el centro nada.
«¿Cómo puedo
volar por ahí? —se asustó—. Desapareceré».
¿O no? Voló
hacia la nada.
Fumando un
cigarrillo tras otro, voló en círculo durante quince minutos..., y de pronto,
calladamente, reapareció Nueva York. Podía terminar el vuelo. Aplastó el
cigarrillo (la pérdida de algo tan valioso), y aceleró hacia su apartamento.
«Si inserto
una cinta estrecha y opaca —reflexionó mientras abría la puerta del
apartamento—, podré...».
Sus
pensamientos cesaron. Alguien estaba sentado en una butaca del saloncito,
contemplando un programa por televisión.
—¡Sarah!
—exclamó, aturdido.
La joven se
levantó, algo gruesa, pero graciosa.
—No te
encontré en el hospital y vine hacia aquí. Aún tengo la llave que me diste en
marzo, después de aquella terrible pelea. ¡Oh! Pareces muy deprimido. —Fue
hacia él y observó su rostro con ansiedad—. ¿Tanto te duele la herida?
—No es eso.
Se quitó la
chaqueta, la corbata y la camisa, y el panel de su pecho. Se arrodilló e
insertó las manos en los guantes de las herramientas microscópicas. Hizo una
pausa y levantó los ojos hacia Sarah.
—He
descubierto que soy una hormiga eléctrica. Lo cual, desde cierto punto de
vista, me abre ciertas posibilidades, que ahora estoy examinando.
Flexionó los
dedos, y en el extremo del meñique izquierdo, se movió un destornillador
microscópico, aumentado por el sistema de ampliación.
—Puedes
mirar, si lo deseas —manifestó.
La joven
comenzó a sollozar.
—¿Qué te
ocurre? —le preguntó él furiosamente sin levantar la vista de su tarea.
—Es... tan
triste... Has sido tan bueno con todos nosotros en el TriPlan... Todos te
respetábamos. Y ahora, todo ha cambiado.
La cinta de
plástico tenía un margen sin puntear arriba y abajo. Cortó un segmento
horizontal, muy estrecho, y tras unos momentos de concentración cortó la cinta
a unas cuatro horas de la cabeza del escrutador. Después la hizo girar en una
pieza de ángulo recto en relación con el escrutador, lo fusionó en su sitio con
un elemento microcalorífico, y volvió a unir el tambor a los costados derecho e
izquierdo. En realidad, acababa de insertar veinte minutos muertos en el flujo
sin desdoblar de su realidad. El efecto tendría lugar, según sus cálculos, unos
minutos después de medianoche.
—¿Te estás
reparando a ti mismo? —inquirió Sarah, tímidamente.
—Me estoy
liberando —repuso Poole.
Para después
había pensado varias alteraciones. Pero antes tenía que comprobar su teoría: la
cinta en blanco, sin agujeros, significaba que no había estímulos, en cuyo caso
la falta de cinta...
—¡Oh! La
expresión de tu rostro... —gimió Sarah. Comenzó a recoger el bolso, la
chaqueta, la revista audiovisual enrollada—. Me marcho. Comprendo lo que has
sentido al encontrarme aquí.
—Quédate
—pidió él—. Veré contigo la televisión. —Metiendo una mano debajo de su camisa,
añadió—: ¿Recuerdas hace unos años, cuando había..., cuántos eran..., veinte o
treinta canales de televisión? Antes de que el Gobierno se incautase de los
independientes.
Ella asintió.
—¿Qué habría
pasado —insistió él— si este televisor hubiese proyectado todos los canales al
mismo tiempo? ¿Podríamos haber distinguido alguno en la mezcla?
—No creo.
—Tal vez
hubiésemos aprendido a hacerlo. Aprender a ser selectivos. Aprender a percibir
qué es lo que queremos y lo que no queremos. Creo que las posibilidades de
nuestro cerebro serían fantásticas si pudiera trabajar con veinte imágenes a la
vez. Piensa en la cantidad de conocimientos que podríamos almacenar en un
tiempo dado. Me pregunto si el cerebro..., el cerebro humano... —se
interrumpió—. El cerebro humano no podría hacerlo —prosiguió, reflexionando—.
Pero en teoría, podría hacerlo un cerebro casi orgánico.
—¿Como el que
tú posees? —preguntó Sarah.
—Sí.
Contemplaron
el programa de televisión hasta el final y después se fueron a la cama. Pero
Poole estuvo sentado, reclinado en las almohadas, fumando y meditando. A su
lado, Sarah se agitaba incansablemente, preguntándose por qué él no apagaba la
luz.
Once y
cincuenta minutos. Ocurriría en cualquier momento.
—Sarah,
necesito tu ayuda —dijo él—. Dentro de unos instantes me ocurrirá algo extraño.
No durará mucho, pero quiero que me vigiles atentamente. Fíjate en si yo...
—Hizo un leve ademán—. Observa cualquier cambio. Si parezco estar dormido, o si
digo necedades o... —iba a decir «si desaparezco». Pero cambió de idea—. No te
haré ningún daño, pero sería una buena idea que estuvieses armada. ¿Has traído
la pistola antihumedad?
—Está en mi
bolso.
Ella ya
estaba plenamente despierta, sentada en la cama, y mirando a Poole asustada,
con sus anchos hombros bronceados y llenos de pecas a la luz de la habitación.
Poole fue a
buscar la pistola.
La habitación
se paralizó de pronto y quedó en una absoluta inmovilidad. Súbitamente, los
colores empezaron a desvanecerse. Los objetos disminuyeron hasta que, como
volutas de humo, acabaron entre las sombras. La oscuridad lo rodeó todo a
medida que los objetos del cuarto se iban haciendo más y más débiles.
Poole
comprendió que los últimos estímulos estaban extinguiéndose. Parpadeó, tratando
de ver. Divisó a Sarah Benton, sentada en la cama... o se la imaginó: una
figura bidimensional, como una muñeca, que había estado incorporada, pero que
ahora se empequeñecía y esfumaba. Ráfagas de sustancia desmaterializada flotaba
en nubes inestables; los elementos reunidos se disgregaban y volvían a
reunirse. Y al fin la última energía, la última luz y el último calor se
disiparon; la habitación se cerró, cayó sobre sí misma, como apartada de la
realidad. Y entonces, las tinieblas absolutas lo reemplazaron todo, un espacio
sin profundidad, no nocturno sino rígido, recluido en sí mismo. Además, Poole
no oía ya nada.
Alargó la
mano para tocar algo. Pero no tenía nada que alargar. El sentido de su propio
cuerpo le había dejado, junto con todo lo demás del universo. No tenía manos, y
aunque las tuviese, no hubiera podido sentir nada.
«Tengo razón
respecto al funcionamiento de esta maldita cinta», se dijo a sí mismo,
utilizando una boca no existente para comunicarse un mensaje invisible.
«¿Pasarán los
diez minutos? —se preguntó—. ¿Tendré también razón en esto?».
Esperó...,
pero sabía por intuición que su sentido del tiempo le había abandonado junto
con todo lo demás. Sólo podía esperar. Y la espera no duraría mucho.
«Para
calmarme —pensó— formaré una enciclopedia. Haré una lista de todas las cosas
que empieza por «a». Veamos: aire, automóvil, avión, atmósfera, Atlántico, ajo,
anuncios...», siguió meditando, las categorías resbalando por su mente.
De repente,
se encendieron las luces.
Se hallaba en
el sofá del saloncito, y por la ventana penetraba ya la luz del sol. Dos
hombres estaban inclinados sobre él, con varios instrumentos en sus manos.
«Empleados de
Reparaciones —pensó—. Han trabajado en mí».
—Ya está
consciente —anunció uno de los técnicos.
Se incorporó
y retrocedió. Sarah Benton, llena de ansiedad, le sustituyó.
—¡Gracias a
Dios! —exclamó, respirando húmedamente junto a la oreja de Poole—. Estaba tan
asustada... Al final avisé al señor Danceman.
—¿Qué
ocurrió? —quiso saber Poole, interrumpiéndola con brusquedad—. Comienza por el
principio y dilo lentamente. Quiero asimilarlo todo.
Sarah se
serenó, hizo una pausa para frotarse la nariz, y explicó nerviosamente:
—Te
desmayaste. Estabas aquí tumbado, como muerto. Aguardé hasta las dos y media
sin que ocurriera nada. Llamé al señor Danceman, al que desdichadamente
desperté, y él llamó al Equipo de Reparaciones de las hormigas eléctricas...,
bueno, al Equipo de Reparaciones de robots orgánicos, y esos dos técnicos
llegaron hacia las cuatro y cuarenta y cinco, y han estado reparándote desde
entonces. Ahora son la seis y cuarto de la madrugada. Tengo mucho frío y quiero
acostarme; hoy no podré ir a la oficina; realmente, no podré.
Se alejó,
resoplando por la nariz, ruido que molestó a Poole.
Uno de los
técnicos uniformados, dijo:
—Usted ha
estado jugando con su cinta de la realidad.
—Sí —admitió
Poole. ¿Por qué negarlo? Obviamente, habían hallado la cinta insertada—. No
debía tardar tanto. Sólo inserté una cinta para diez minutos.
—Pero
paralizó el transporte de la cinta —explicó el técnico—. Ésta dejó de avanzar,
ya que el otro fragmento la atascó, y automáticamente cerró el circuito para
evitar la rotura. ¿Por qué se complicó con esas cosas? ¿No sabe lo que podría
ocurrirle?
—No estoy
seguro.
—Pero tiene
una idea aproximada.
—Por esto lo
hice —replicó agriamente Poole.
—La cuenta es
de noventa y cinco ranas —anunció el técnico—. Si lo desea, pagadera a plazos.
—De acuerdo
—asintió Poole, incorporándose aún un poco mareado.
Se frotó los
ojos e hizo una mueca. Le dolía la cabeza y sentía el estómago completamente
vacío.
—Lime la
cinta la próxima vez —le recomendó el técnico—. Así no se atascará. ¿No se le ocurrió
pensar que había dentro un control de seguridad? De modo que antes se para
que...
—¿Qué sucede
si no pasa la cinta bajo el escrutador? —insistió Poole, con voz baja y
atenta—. Ninguna cinta..., nada en absoluto. La fotocélula, ¿puede brillar
hacia arriba sin impedimento?
Los técnicos
se contemplaron mutuamente.
—Todos los
circuitos neurológicos —repuso uno— saltan sus brechas y se cortan.
—¿Y esto qué
significa?
—Significa
que ha llegado el fin del mecanismo.
—He examinado
el circuito —prosiguió Poole—. No lleva suficiente voltaje para esto. El metal
no se funde con una carga tan baja de corriente, aunque toquen los extremos.
Estamos hablando de una millonésima de vatio a lo largo de un conducto de cesio
de tal vez un par de milímetros de longitud. Pongamos que existen un billón de
posibles combinaciones que en un instante surgen de los agujeros de la cinta.
El total producido no es acumulativo; la cantidad de corriente depende de lo
que la batería detalla para el módulo, lo que no es mucho. Con toda las
aberturas abiertas y en marcha.
—¿Le
mentiríamos nosotros? —preguntó cansadamente uno de los técnicos.
—¿Por qué no?
—replicó Poole—. Ahora tengo la oportunidad de experimentarlo todo. Y
simultáneamente. Conocer el Universo en su totalidad, estar unos momentos en
contacto con la realidad. Algo que ningún ser humano puede hacer. Un concierto
sinfónico que penetra constantemente en mi cerebro, con todas las notas, todos
los instrumentos tocando a la vez. Y todas las sinfonías. ¿Lo entienden?
—Esto le quemaría
—afirmaron al unísono los técnicos.
—No lo creo
—objetó Poole.
—¿Quieres una
taza de café? —intervino Sarah.
—Sí —aceptó
él.
Bajó las
piernas, presionó sus pies fríos contra el suelo y se estremeció. Luego, se
irguió. Le dolía el cuerpo.
«Me han tenido
toda la noche tumbado en el sofá —comprendió—. Considerándolo bien, podían
haber trabajado un poco mejor».
En la cocina,
situada al otro extremo del cuarto, Garson Poole estaba tomando café frente a
Sarah. Los técnicos hacía rato que se habían marchado.
—No
intentarás más experimentos con tu cuerpo, ¿verdad? —inquirió Sarah.
—Me gustaría
controlar el tiempo —gruñó Poole—. Invertirlo.
«Cortaré un
segmento de cinta —pensó— y lo uniré boca abajo. Las secuencias causales se
sucederán al revés. Por tanto, yo bajaré los peldaños desde el techo hasta mi
puerta, empujaré una puerta cerrada para abrirla, iré al fregadero, donde
apilaré los platos sucios. Me sentaré a esta mesa delante de la pila, llenaré
cada plato con la comida producida por mi estómago... y luego trasladaré la
comida al refrigerador. Al día anterior, sacaré la comida del refrigerador, la
meteré en bolsas y las llevaré al supermercado, allí distribuiré la comida por
los diversos sectores de la tienda. Y al fin, en el mostrador me darán dinero
por la comida, dinero que sacarán de la caja registradora. Los alimentos serán
empaquetados junto con otros en grandes cajas de plástico, y enviados fuera de
la ciudad, a las plantas hidropónicas del Atlántico, para volver a unirse a los
arbustos, árboles y cuerpos de los animales muertos o hundidos en tierra...
Pero, ¿qué demostraría todo esto? Sólo una cinta de vídeo corriendo hacia
atrás. No sabría más de lo que sé ahora, que no es bastante».
«Lo que
necesito —comprendió— es una realidad última y absoluta durante un
microsegundo. Después ya nada importará, porque lo sabré todo; nada quedará sin
entender o ver».
«Podría
intentar otro cambio —continuó— antes de intentar cortar la cinta. Hacer nuevos
agujeros en ella y ver qué pasa. Será algo interesante porque no sabré qué
significan los agujeros».
Utilizando la
punta de un microinstrumento, hizo los agujeros al azar en la cinta. Lo más
cerca que pudo del escrutador..., pues no quería aguardar.
—No sé si tú
lo verás —le explicó a Sarah—. Aparentemente no, mientras yo pueda extrapolar.
Pero algo aparecerá —añadió—. Sólo quiero prevenirte; no deseo que te asustes.
—¡Oh,
querido! —murmuró ella.
Poole
consultó su reloj. Transcurrió un minuto, luego un segundo y un tercero. Y
entonces...
En el centro
de la habitación apareció un grupo de patos verdes y negros. Cloqueaban con
gran excitación, se elevaban del suelo, revoloteaban hasta el techo en una masa
revuelta de plumas y alas, con la urgencia frenética, azuzada por su instinto,
por alejarse de allí.
—Patos
—murmuró él, maravillado—. Hice un agujero para ver un vuelo de patos
silvestres.
Apareció algo
más. El banco de un parque con un anciano sentado en él, leyendo un periódico
doblado y desgarrado. Levantó la vista, miró a Poole, le sonrió brevemente a
través de su sucia dentadura, y volvió a concentrar su atención en su doblado
periódico. Siguió leyendo.
—¿Lo has
visto? —le preguntó Poole a Sarah—. ¿Y a los patos?
En aquel
instante, los patos y el parque desaparecieron. No quedó nada. El intervalo de
los agujeros hechos por él había pasado rápidamente.
—No eran
reales —susurró Sarah—. ¿Qué eran? Y cómo...
—Tú no eres
real —musitó él, de repente—. Eres un factor estimulante de mi cinta de
realidad. Un agujero que puede ser obturado. Tú también tienes una existencia
en otra cinta de realidad... ¿O acaso en una realidad objetiva?
No lo sabía,
no podía decirlo. Tal vez Sarah tampoco lo supiese. Tal vez existiese en mil
cintas de realidad; quizá en todas las cintas de realidad fabricadas hasta la
actualidad.
—Si corto la
cinta —prosiguió él—, tú estarás en todas partes y en ninguna. Como todo lo
demás del universo. Al menos, en lo referente a mí.
—Yo soy real
—farfulló Sarah.
—Quiero
conocerte por completo —afirmó Poole—. Para esto he de cortar la cinta. Si no
lo hago ahora, lo haré en cualquier otro instante; es inevitable. Entonces,
¿qué esperar? —se preguntó a sí mismo—. Y siempre existe la posibilidad de que
Danceman haya contado lo que me ocurre a mi creador y que éste y su esposa se
muevan antes que yo. Porque tal vez esté perjudicando su propiedad..., que soy
yo.
—Ojalá
hubiese ido finalmente a la oficina —se lamentó Sarah, con el labio inferior
caído en un intento de aparentar pena.
—Ve.
—No quiero
dejarte solo.
—No me
ocurrirá nada.
—No. Puede
ocurrirte algo. Vas a desconectarte o algo por el estilo, a matarte para
descubrir que sólo eres una hormiga eléctrica y no un ser humano.
—Tal vez
—asintió él. Tal vez no sea más que eso.
—Y yo no
puedo impedirlo —añadió ella.
—No —concedió
Poole.
—Pero me
quedaré —decidió Sarah—, aunque no pueda impedirlo. Porque si te abandono y te
matas, siempre me preguntaré, hasta el fin de mis días, qué habría sucedido de
haberme quedado. ¿Lo entiendes?
Él volvió a
asentir.
—Adelante —le
incitó ella.
Poole se puso
en pie.
—No sentiré
dolor —manifestó—. Aunque a ti te lo parezca. Recuerda que los robots orgánicos
poseen un mínimo de circuitos de dolor. Experimentaré el más intenso...
—Calla —le
interrumpió ella—. Haz lo que tengas que hacer, si es que quieres, o no lo
hagas si no quieres.
Torpemente,
porque estaba asustado, metió las manos en la cajita de los microinstrumentos y
eligió uno: una hoja muy afilada.
—Cortaré una
cinta montada dentro del panel del pecho —anunció, mirando a través de las
lentes de aumento—. Nada más.
Su mano
tembló cuando levantó la cuchilla. Podía hacerlo en un segundo. Todo listo. Y
tendría tiempo de juntar los extremos cortados de la cinta, comprendió. Media
hora al menos, por si cambiaba de idea.
Cortó la
cinta.
Mirándole
acobardada, Sarah susurró:
—No ha ocurrido
nada.
—Me quedan de
treinta a cuarenta minutos.
Se sentó a la
mesa, después de haber sacado las manos de los guantes. Su voz temblaba;
indudablemente, Sarah se daba cuenta, y se enfadó consigo mismo, porque sabía
que esto la alarmaba.
—Lo siento —se
disculpó de manera irracional. Deseaba excusarse—. Tal vez hubieras tenido que
irte —añadió, con creciente pánico.
Volvió a
levantarse.
Ella le
imitó, y muy nerviosa, como paralizada, se quedó en pie, palpitante.
—Vete —le
pidió él—, vete a la oficina, donde deberías estar. Donde los dos deberíamos
estar.
«Juntaré los
dos extremos de la cinta —pensó—. No puedo soportar esta tensión».
Metiendo las
manos en los guantes, trató de deslizarlos sobre sus tensos dedos. Miró por la
pantalla de aumento y vio el rayo del resplandor fotoeléctrico hacia arriba,
apuntando directamente al escrutador; al mismo tiempo, vio que el final de la
cinta desaparecía bajo el escrutador..., lo vio y lo comprendió.
«Ya es
demasiado tarde —pensó—. Ya ha pasado toda la cinta. Dios mío, ayúdame. Ha
empezado a desenrollarse a una velocidad mayor de la calculada. Y ahora...».
Vio manzanas,
piedras y cebras. Sintió calor, la sedosa finura de la tela; sintió un océano
que saltaba hacia él, y un gran vendaval del Norte, que lo empujaba, como
llevándole a alguna parte. Sarah estaba a su alrededor, lo mismo que Danceman;
Nueva York brillaba en la noche, y los cohetes le rodeaban y volaban por el
cielo nocturno y de día, flotando, hundiéndose. La mantequilla se hizo líquida
en su lengua, y al mismo tiempo, fétidos olores y sabores le asaltaron; la
amarga presencia de venenos, limones y hojas de hierbas de verano. Se ahogaba;
cayó; yacía ya en brazos de una mujer en un enorme lecho que al mismo tiempo
canturreaba en su oído; el ruido de un ascensor defectuoso en uno los antiguos
y arruinados hoteles de la ciudad.
«Estoy
viviendo —pensó—. Ya he vivido, jamás volveré a vivir», se dijo, y con sus
ideas acudieron todas las palabras, todos los sonidos; los insectos chillaron y
corrieron, y él casi se hundió en un complicado cuerpo de maquinaria
homeostática situada en los Laboratorios de TriPlan.
Quería
decirle algo a Sarah. Abrió la boca y trató de pronunciar las palabras..., una
serie específica de ellas, sacadas de la enorme masa que iluminaba su cerebro,
quemándole con su terrible significado.
La boca le
quemaba. Se preguntó por qué.
Como si
estuviera aplastada contra la pared, Sarah Benton abrió los ojos y vio las
volutas de humo que ascendían desde la semiabierta boca de Poole. Luego, el
robot se hundió sobre los codos y las rodillas, y lentamente se convirtió en un
montón de ruinas. Ella supo, sin examinarlo, que había «muerto».
Poole se
había matado. Y no pudo sentir dolor, pues él mismo lo había dicho. O al menos,
no mucho; tal vez un poco. Bien, todo había terminado.
Decidió que
lo mejor sería llamar a Danceman y contarle lo ocurrido. Aún estremecida, fue
hacia el fono, lo cogió y marcó el número de memoria.
«Poole
pensaba que yo era un factor estimulante de su cinta de la realidad —se dijo—.
Y pensó que yo moriría si él moría. Qué raro. ¿Por qué se lo imaginaba? Nunca
había estado en el mundo real; había vivido siempre en un mundo electrónico
propio. Qué raro...».
—Señor
Danceman —informó cuando hubieron conectado el circuito de la oficina—, Poole
ha terminado. Se ha destruido a sí mismo delante de mis ojos. Será mejor que
venga.
—De modo que
finalmente nos hemos librado de él.
—Sí.
Estupendo, ¿verdad?
—Enviaré a un
par de chicos del taller —dijo Danceman. Miró más allá de la joven y vio a Poole
caído junto a la mesa de la cocina—. Váyase a casa a descansar —le ordenó a
Sarah—. Debe estar agotada después de todo esto.
—Sí, gracias,
señor Danceman.
Colgó el fono
y anduvo sin rumbo por la habitación.
De pronto,
observó algo.
«Mis manos
—pensó. Las levantó—. ¿Por qué puedo ver a través de ellas?».
Y también las
paredes del cuarto tenían contornos mal definidos.
Temblando,
fue hacia el robot inerte, sin saber qué hacer. Veía la alfombra a través de
sus piernas, y luego ésta se tornó oscura y ella vio también a través de ella,
más capas de materia desintegrante.
«Quizá si
lograra juntar los extremos de la cinta...», pensó. Pero no sabía cómo hacerlo.
Y Poole era una cosa vaga.
El viento de
la madrugada sopló hacia ella. No lo sintió; ya había empezado a dejar de
sentir.
El viento
siguió soplando.
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