viernes, 29 de junio de 2012

TUMITHAK DE LOS CORREDORES






CHARLES R. TANNER
 TUMITHAK DE LOS CORREDORES
 
Resumen: Los humanos vivne en túneles excavados en la tierra, arriba se han asentado los extraterrestres. Tumithan decide cambiar los papeles y sale a la superficie para tratar de retomar el espacio donde antes el ser humano era señor del día. La tarea no es fácil, hay muchos problemas en el camino. Debe vencer su miedo y contagiar de esu espíritu a sus semejantes. EL cuento es de 1931 y aparece en LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA FICCION, editada por Asimov y aparecida por primera vez en AMAZING
 



Palabras claves: túneles, estetas, extraterrestres, independencia, amor, acción, bélico. (JVMP)



Titulo original: Tumithak of the corridors
Traducción: Horacio Gonzales Trejo
©  1931 by Charles R. Tanner
©  Teck Publishing Corporation, 1931
© Doubleday & Company, Inc., 1974
© Ediciones Martínez Roca, S. A., 1989
Gran vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona
ISBN 84-270-1347-7
Edición digital de Sugar Brown




Prólogo

      En años recientes, la arqueología ha alcanzado un nivel que nos permite empezar a apreciar los sorprendentes adelantos científicos que nuestros antepasados habían alcanzado antes de la Gran Invasión. Las excavaciones en las ruinas de Londres y Nueva York han sido particularmente fructíferas, por los conocimientos que hemos adquirido acerca de la vida que llevaban aquellos antepasados. Es seguro que poseían el secreto del vuelo, y conocimientos de química y electricidad muy superiores a los nuestros; incluso existen algunos indicios de que nos superaban en medicina y en algunas artesanías. Si consideramos su civilización en conjunto, cabe dudar de que los hayamos alcanzado, en cuanto al nivel científico general.
      Hasta la fecha de la Invasión, parece que hicieron constantemente, en progresión geométrica creciente, descubrimientos sobre los secretos de la naturaleza. Tenemos motivos para suponer que fue la población de la Tierra la primera que resolvió las dificultades de vuelo interplanetario. Los muchos relatos escritos por los novelistas que tratan de aquella época dan fe del interés que hoy nosotros, hombres modernos, manifestamos por la historia de la que ha sido llamada Edad de Oro.
      Pero el presente trabajo no se refiere a los días de la Invasión, ni a la vida cotidiana durante la Edad de Oro anterior a ésta. Estudiaremos la biografía de Tumithak de Loor, ese personaje semimítico y semihistórico, quien según cuenta la leyenda fue el primer hombre que se sublevó contra los shelks. Aunque todavía nos faltan muchos datos, las recientes investigaciones en los Túneles y los Corredores han arrojado mucha luz sobre algunas incógnitas de la vida de este héroe. Sabemos con certeza que vivió y luchó realmente; el que realizase los milagros que la leyenda le atribuye, es tan dudoso que podemos darlo por apócrifo.
      Podemos afirmar, por ejemplo, que no vivió doscientos cincuenta años como se cree; su fuerza maravillosa y su invulnerabilidad a los rayos de los shelks son míticas, lo mismo que es dudosa la tradición según la cual destruyó él solo las Seis Ciudades.
      Pero nuestros datos auténticos sobre su vida aumentan a medida que disminuye el campo de la leyenda. Ahora hemos llegado al momento en que podemos abarcar aproximadamente, aunque bajo un punto de vista más racional, la verdadera historia de sus hazañas. En el presente trabajo, el autor trata de ordenar, o situar correctamente dentro de su contexto histórico, los primeros años de un gran héroe que osó defender audazmente a la Humanidad, en aquella época en que las Bestias de Venus tenían esclavizada a toda la Tierra...


1

El muchacho y el libro

      El sombrío pasillo se extendía hasta donde alcanzaba la vista. De cuatro metros y medio de altura y prácticamente igual anchura, avanzaba y avanzaba, y sus paredes pardas y vítreas presentaban siempre la misma uniformidad monótona. A lo largo de la bóveda aparecían a intervalos grandes lámparas brillantes, pantallas planas de fría luminosidad blanca que habían brillado durante siglos sin precisar reparaciones. A intervalos equivalentes había profundos nichos, cubiertos con cortinas de tela áspera semejante a la arpillera, con los umbrales desgastados por los pies de incontables generaciones. En ningún punto se interrumpía la monotonía del escenario, salvo cuando la galería se cruzaba con otra de parecida sencillez.
      Pero no estaban desiertos, en modo alguno. Aquí y allá, en toda su longitud, se veían algunas figuras: hombres, casi todos de ojos azules, pelirrojos y vestidos con burdas túnicas de arpillera que ajustaban a la cintura mediante anchos cinturones con bolsas y enormes hebillas. También se veía a algunas mujeres, que se distinguían de los hombres por la longitud de las cabelleras y las túnicas. Todos tenían un aspecto furtivo, huidizo; aunque habían pasado muchos años desde que fue visto por última vez el Terror, no era fácil abandonar los hábitos de cien generaciones. Por eso el corredor, sus habitantes, las ropas de los mismos e incluso sus costumbres, se combinaban para dar la sensación de lúgubre uniformidad.
      De algún lugar muy por debajo de ese pasadizo llegaba como un latido el estrépito incesante de alguna máquina gigantesca; una pulsación continua, tan unida a la existencia de aquellas personas, que éstas difícilmente habrían reparado en ella. Pero ese latido las golpeaba, penetraba en sus mentes y, con su ritmo constante, afectaba todo lo que hacían.
      Cierto sector de la galería parecía mas poblado que el resto. Allí las luces brillaban con más fuerza, las cortinas que cubrían los umbrales estaban más nuevas y limpias, y se veía mayor número de personas. Entraban y salían de los nichos como los conejos de sus jaulas o los oficinistas de alguna importante empresa comercial.
      De una galería lateral salieron un muchacho y una chica. Tendrían unos catorce años y eran excepcionalmente altos. Evidentemente habían alcanzado ya su crecimiento máximo, aunque su inmadurez era notoria. Lo mismo que los mayores, tenían ojos azules y eran pelirrojos, característica debida a la eterna privación de luz solar y la exposición, durante toda la vida, a los rayos de la iluminación artificial. En su actitud había cierto aire de osadía y listeza, que arrancaba a muchos de los habitantes del corredor una mueca de desaprobación a su paso. Se adivinaba que los mayores juzgaban que la generación joven estaba precipitándose hacia la ruina. Tarde o temprano, la osadía y la listeza harían que el Terror descendiera desde la Superficie.
      Con sublime indiferencia frente a la desaprobación que tan manifiestamente suscitaban, los dos jóvenes continuaron su camino. Salieron de la galería principal para entrar en otra menos iluminada, y después de seguir por ella casi kilómetro y medio, pasaron a otra. El corredor donde se hallaban en ese momento era estrecho y se dirigía hacia arriba, con fuerte pendiente. Estaba desierto; la espesa capa de polvo y el mal estado de las lámparas indicaban que nadie lo frecuentaba desde hacía mucho tiempo. Los nichos carecían de aquellas cortinas que ocultaban el interior de los habitáculos en los pasillos importantes. Casi todos los umbrales estaban llenos de polvorientas telarañas. Mientras seguían pasadizo arriba, la muchacha se acercó al joven, pero sin manifestar otro signo de temor. Poco después, el corredor se hizo más empinado y terminó en un conducto ciego. Los dos se sentaron sobre la mugre que cubría el suelo y empezaron a hablar en voz baja.
      —Debe hacer muchos años que nadie viene por aquí —dijo la muchacha—. Tal vez encontremos alguna cosa de valor que olvidasen cuando abandonaron este pasadizo.
      —Creo que Tumithak exagera cuando nos habla de posibles tesoros perdidos en estos corredores —respondió el muchacho—. Es seguro que habrán sido recorridos por otros después de quedar abandonados, para registrarlos como hacemos nosotros.
      —Ojalá estuviese aquí Tumithak —comentó la muchacha poco después—. ¿Crees que vendrá?
      Sus ojos se esforzaron en vano por penetrar las tinieblas del pasillo.
      —Seguro que vendrá, Thupra —afirmó su compañero—. ¿Acaso Tumithak ha dejado de reunirse con nosotros cuando lo ha prometido?
      —Pero ¡venir solo! —protestó Thupra—. Si no estuvieras tú aquí, Nikadur, me moriría de miedo.
      —En realidad, no hay ningún peligro —respondió—. Los hombres de Yakra no pueden alcanzar estos pasillos sin cruzar la galería principal. Y desde hace muchos, muchísimos años, no se ha visto un shelk en Loor.
      —El abuelo Koniak vio un shelk una vez —recordó Thupra.
      —Sí, pero no en Loor. Lo vio en Yakra, hace muchos años, cuando era joven y peleaba contra los yakranos. Recuerda que los loorianos ganaron la guerra contra los yakranos, los echaron de su ciudad y los desterraron a los corredores más apartados. Y de repente hubo llamas y terror, y apareció un grupo de shelks. El abuelo Koniak sólo vio uno, que estuvo a punto de atraparlo, pero él logró escapar.
      —Nikadur sonrió—: Es un relato estupendo, pero creo que sólo tenemos la palabra del abuelo Koniak.
      —Pero en realidad, Nikadur...
      La muchacha fue interrumpida por un crujido que salió de uno de los nichos cubiertos de telarañas.
      Ambos se levantaron a toda prisa, y huyeron aterrorizados por el pasillo sin echar siquiera una mirada hacia atrás. Por eso no vieron al joven que asomaba al umbral y se apoyaba contra la pared, viéndolos huir con una sonrisa cínica en el rostro.
      A primera vista, aquel joven no parecía diferente de los demás habitantes de los corredores: la misma cabellera roja y la piel clara y traslúcida, la misma túnica basta y el enorme cinturón de todos los loorianos. Pero un observador atento habría reparado en la inmensa frente, la nariz fina y aguileña, y los ojos penetrantes, anticipos de la grandeza que algún día iba a merecer.

      El muchacho contempló un rato a sus amigos mientras huían y luego lanzó un breve silbido, como de pájaro. Thupra se paró en seco y se volvió. Cuando reconoció al recién llegado llamó a Nikadur. Éste se detuvo también y regresaron juntos, bastante avergonzados, hasta el extremo del pasadizo.
      —Nos has espantado, Tumithak —dijo la muchacha en tono de reproche—. ¿Qué hacías en ese agujero? ¿No te da miedo entrar solo allí?
      —Allí no hay nada que pueda hacerme daño —respondió Tumithak con arrogancia—. He recorrido muchas veces estos pasillos y habitáculos, y hasta ahora nunca he visto un ser vivo, a excepción de las arañas y los murciélagos. —Luego sus ojos brillaron, y prosiguió—: Buscaba cosas olvidadas, y... ¡mirad! ¡He encontrado un libro! —Metió la mano en el pecho de la túnica, sacó el tesoro y se lo mostró orgullosamente a la pareja—. Es un libro antiguo —dijo—. ¿Veis?
      Indudablemente, era un libro antiguo. Le faltaban las tapas, así como más de la mitad de las páginas. Los bordes de las láminas de metal que constituían las hojas del libro habían empezado a oxidarse. Aquel libro había sido abandonado siglos atrás.
      Nikadur y Thupra lo miraron, impresionados, con ese respeto que toda persona analfabeta suele sentir ante el misterio de los mágicos signos negros que transmiten pensamientos. Tumithak sabía leer. Era hijo de Tumlook, uno de los hombres del alimento, o sea los que conservaban el secreto de la comida sintética con que se alimentaba aquel pueblo. Dichos hombres, lo mismo que los médicos y los mantenedores de la luz y la energía, poseían muchos secretos de la sabiduría de sus antepasados. El más importante de ellos era el arte imprescindible de leer; como Tumithak estaba destinado a seguir el oficio de su padre, Tumlook le había enseñado muy temprano ese arte maravilloso.
      Por eso, cuando sus amigos hubieron mirado el libro, manoseándolo y lanzando exclamaciones de asombro, le rogaron a Tumithak que lo leyera. A menudo le habían escuchado con los ojos abiertos de emoción cuando él les leía algo de aquellos raros textos que los hombres del alimento poseían, y jamás perdían una oportunidad de observar la técnica, para ellos desconcertante, de convertir los extraños signos de las hojas de metal en palabras y frases.
      Tumithak sonrió ante la insistencia y luego, como en su fuero interno estaba tan impaciente como ellos por saber lo que contenía el texto largo tiempo olvidado, les indicó que se sentaran en el suelo junto a él, abrió el libro y empezó a leer:
      —«Manuscrito de Davon Starros; escrito en Pitmouth, Nivel Veintidós, el año ciento sesenta y uno de la Invasión o el tres mil doscientos dieciocho después de Cristo, según el calendario antiguo.»
      Tumithak se interrumpió.
      —Es un libro viejísimo —susurró Nikadur en tono de gran respeto, y Tumithak asintió.
      —¡Tiene cerca de dos mil años! —respondió—. ¿Qué significará tres mil doscientos dieciocho después de Cristo?
      Contempló el libro un instante y luego siguió leyendo:
      —«En la fecha en que escribo soy un anciano. Para quien recuerda la época en que los hombres aún osaban luchar de vez en cuando por la libertad, ciertamente es amargo ver cómo ha degenerado la raza.
      »Por estos días se ha generalizado entre los hombres una superstición fatal, a saber: la de que e! hombre nunca podrá vencer a los shelks, y ni siquiera debe tratar de combatirlos. Para luchar contra esa superstición, el autor se ha propuesto escribir la crónica de la Invasión, esperando que en algún futuro se alce el hombre dotado de valor para enfrentarse a los vencedores de la Humanidad y pelear de nuevo. Escribo esta historia con la esperanza de que aparezca ese hombre, y para que pueda conocer a los seres contra quienes luchará.
      »Los sabios que hablan de los días anteriores a la Invasión dicen que antiguamente el hombre era poco más que un animal. Después de muchos milenios, alcanzó poco a poco la civilización, aprendiendo el arte de vivir hasta que conquistó todo el mundo para su provecho.
      »Descubrió cómo producir alimentos a partir de los elementos simples, y copió el secreto de la luz vivificante del Sol. Sus grandes aeronaves volaron por la atmósfera tan fácilmente como sus navíos surcaban el mar. Maravillosos rayos desintegradores le allanaban todos los obstáculos y, en consecuencia, llevó el agua de los océanos hasta los desiertos inaccesibles por medio de largos canales, convirtiendo aquellos en las regiones más fértiles de la Tierra. De un polo al otro se extendían las grandes ciudades del hombre, y de uno a otro confín, el hombre fue señor supremo.
      »Durante miles de años, los hombres lucharon entre sí. Grandes guerras asolaron la Tierra, pero por último la civilización llegó a tal punto que cesaron las guerras. Una larga era de paz reinó sobre la Tierra. El mar y los suelos fueron explotados por el hombre, y éste comenzó a mirar hacia los demás mundos que giraban alrededor del Sol, preguntándose si sería posible conquistarlos también.
      »Hasta después de muchos siglos no supieron lo suficiente como para intentar un viaje por las profundidades del espacio. Había que hallar el modo de evitar los incontables meteoritos que recorrían el espacio entre los planetas, protegerse frente a los mortíferos rayos cósmicos. Parecía que cuando era superada una dificultad, surgía otra para reemplazarla. Pero todos los problemas del vuelo interplanetario fueron vencidos al fin, y llegó el día en que una poderosa nave de centenares de metros quedó lista para ser lanzada al espacio con la misión de explorar otros mundos.»
      Tumithak volvió a interrumpir la lectura.
      —Debe ser un secreto maravilloso —comentó—. Creo que estoy leyendo las palabras, pero no sé lo que significan. Alguien se fue a alguna parte, eso es todo lo que entiendo. ¿Queréis que continúe leyendo?
      —¡Sí! ¡Sí! —gritaron.
      Tumithak prosiguió:
      —«Estaba a las órdenes de un hombre llamado Henric Sudiven; de la numerosa tripulación que llevaba, sólo él regresó al mundo humano para contar las terribles aventuras que les ocurrieron en el planeta Venus, el mundo que habían visitado.
      »La travesía fue afortunada y fácil. Al transcurrir las semanas el lucero vespertino, como lo llamaban los hombres, parecía cada vez más brillante y grande. La nave respondió perfectamente y, si bien el viaje les pareció largo, acostumbrados como estaban a cruzar el océano en una sola noche, no se les hizo demasiado aburrido. Llegó el día en que sobrevolaron las rojas llanuras onduladas y los espaciosos valles de Venus, bajo el denso manto de nubes, que en ese planeta oculta eternamente el Sol. Les maravilló ver las grandes ciudades y las obras de la civilización, que aparecían en todas partes.
      «Después de sobrevolar un rato una gran ciudad, aterrizaron y fueron recibidos por los seres extraños e inteligentes que eran los amos de Venus; son los mismos que hoy conocemos bajo el nombre de shelks. Los shelks los consideraron semidioses y estuvieron a punto de adorarlos. Pero Sudiven y sus compañeros, auténticos productos de la más noble cultura de la Tierra, se burlaron de tal error; cuando hubieron aprendido el idioma de los shelks, les dijeron con toda franqueza quiénes eran y de dónde venían.
      »E1 asombro de los shelks fue inenarrable. Estaban mucho más adelantados que los hombres en mecánica, y sus conocimientos de electricidad y química no eran inferiores; pero la astronomía y las ciencias afines les eran totalmente desconocidas. Como estaban aprisionados bajo el eterno manto de nubes que les ocultaba la visión del espacio exterior, jamás habían pensado en otros mundos más allá del que conocían. Les fue muy difícil convencerse de que el relato de Sudiven era verdadero.
      »Pero, cuando quedaron convencidos, la actitud de los shelks experimentó un cambio notable. Dejaron de ser respetuosos y amistosos. Sospechaban que el hombre sólo se proponía dominarlos, y decidieron ganarle a su propio juego. Hay cierta carencia de sentimientos benignos en el carácter de los shelks, y no entendían que la visita de los extranjeros de otro mundo pudiera ser simplemente amistosa.
      »Pronto los terrícolas se vieron encerrados en una gran torre de metal, a muchos kilómetros de su nave. Uno de los compañeros de Sudiven había comentado, en un momento de descuido, que aquella nave era la única que habían construido en la Tierra. Los shelks decidieron anticiparse, comenzando en seguida la conquista del planeta vecino.
      »Como primera providencia, se apoderaron de la nave terrícola, y con esa unanimidad que es tan característica de los shelks, y de la que el hombre tanto carece, iniciaron rápidamente la construcción de un gran número de aparatos semejantes. En todo el planeta, los grandes talleres vibraban y resonaban de actividad. Mientras la Tierra esperaba el regreso triunfal de sus exploradores, el día de su ruina estaba cada vez más cerca.
      »Pero Sudiven y los demás terrícolas, encerrados en la torre, no se habían abandonado a la desesperación. Una y otra vez intentaron escapar, y es indudable que los shelks habrían acabado con ellos, a no ser porque esperaban sacarles más datos antes de matarlos. En eso los shelks se equivocaron; debieron matar a todos los terrícolas sin excepción. Porque, como una semana antes de la fecha fijada para la partida de la gran flota de los shelks, Sudiven y doce de sus compañeros lograron escapar.
      »Corriendo tremendos peligros, llegaron hasta el lugar donde se hallaba la aeronave. Podemos hacernos una idea de la audacia que esto implicaba si pensamos que en Venus, o mejor dicho en el lado habitado, siempre es de día. No había oscuridad protectora que permitiera a los terrícolas moverse sin ser descubiertos. Pero al fin llegaron hasta la nave, vigilada únicamente por algunos shelks desarmados. La batalla que tuvo lugar entonces debería figurar en la historia de la humanidad para enseñanza de todas las eras futuras. Cuando concluyó, todos los shelks habían muerto, y sólo quedaban siete hombres para tripular la nave espacial en su regreso a la Tierra.
      »La gran nave en forma de proyectil viajó durante semanas por el vacío del espacio, hasta llegar a la Tierra. Sudiven era el único superviviente; los demás habían sucumbido víctimas de una enfermedad extraña, un mal que los shelks les habían inoculado.
      »Pero Sudiven sobrevivió el tiempo necesario para dar la alarma. Frente al inesperado peligro, el mundo sólo pudo disponer medidas defensivas. En seguida dio comienzo la construcción de enormes cavernas y túneles subterráneos. El plan era construir grandes ciudades subterráneas donde el hombre pudiera ocultarse y luego salir para derrotar a sus enemigos en el momento oportuno. ¡Pero antes de que las obras hubieran adelantado lo suficiente, llegaron los shelks y comenzó la guerra!
      »Ni siquiera en la época en que el hombre luchaba contra el hombre, nadie habría imaginado una guerra semejante. Llegaron millones de shelks; se calculó que tomaron parte en la invasión doscientos mil vehículos espaciales. Durante varios días, las medidas defensivas del hombre impidieron que los shelks llegasen a aterrizar. Se vieron obligados a sobrevolar los continentes, lanzando sus gases letales y sus explosivos donde podían. Desde los corredores subterráneos, los hombres lanzaron enormes cantidades de gases tan letales como los que empleaban los shelks, y sus rayos desintegradores destruyeron centenares de vehículos espaciales, matando a los shelks como si fueran moscas. Y desde las naves, los shelks dejaron caer en los túneles que los hombres habían cavado grandes cantidades de productos incendiarios que ardían con terrible violencia y agotaban el oxígeno de las cavernas, haciendo morir hombres a millares.
      »A medida que eran derrotados por los shelks, los hombres se refugiaban cada vez más profundamente en el subsuelo. Sus maravillosos desintegradores horadaban la roca casi en menos tiempo del que un hombre tardaba en recorrer las galerías así excavadas. Finalmente, la humanidad quedó desterrada de la Superficie, y millones de complicadas conejeras, de túneles, corredores y pozos, recorrían el subsuelo a varios kilómetros de profundidad. Los shelks no pudieron llegar hasta el fondo de los innumerables laberintos, y gracias a eso el hombre alcanzó una posición de relativa seguridad.
      »De este modo, el final de la contienda quedaba indeciso.
      »La Superficie era dominio de los bárbaros shelks, mientras muy por debajo de ella, en los túneles y galerías, el hombre procuraba conservar los restos de civilización que le quedaban. Era una partida desigual, pues las desventajas estaban de parte de la Humanidad. El abastecimiento de materias primas para los desintegradores disminuyó pronto, y no hubo manera de reemplazarlas. Tampoco había madera, ni ninguna de las mil y una variedades de vegetación que son la base de tantas industrias; los habitantes de un sistema de corredores no podían comunicarse con los de otro. Además, los shelks bajaban con frecuencia a los túneles, en grupos, ¡para cazar hombres por deporte!
      »Su única salvación fue la maravillosa capacidad de crear alimentos sintéticos partiendo de la misma roca.
      »Así fue cómo la civilización humana, anhelada y conseguida después de tantos siglos de lucha, se derrumbó en una docena de años. Arriba se impuso el Terror. Los hombres vivían como conejos, atemorizados y temblorosos en sus agujeros subterráneos, arriesgándose cada vez menos a medida que pasaban los años y dedicando todo su tiempo y energías a prolongar aún más sus túneles hacia las profundidades. Actualmente parece como si la sumisión humana tuviera que ser definitiva. Desde hace más de un centenar de años, a ningún hombre se le ha ocurrido sublevarse contra los shelks, lo mismo que a ninguna rata se le ocurriría sublevarse contra el hombre. Incapaz de formar un gobierno unificado, incapaz incluso de entenderse con sus hermanos de los pasillos vecinos, el hombre ha aceptado con demasiada facilidad el lugar del más desarrollado de los animales inferiores. Las Bestias de Venus, semejantes a las arañas, son Amos Supremos de nuestro planeta y...»
      El manuscrito se interrumpía aquí. Sin duda, el libro debía ser mucho más largo; el fragmento conservado seguramente no era sino la introducción a un trabajo sobre la vida y costumbres de los shelks, habiéndose perdido lo principal. El sonsonete de Tumithak cesó después de leer la última frase fragmentaria. Después de un rato de silencio, Thupra dijo:
      —Es difícil de comprender. He entendido que los hombres luchaban contra los shelks como si éstos fueran yakranos.
      —¿Quién habrá inventado semejante historia? —murmuró Nikadur—. Hombres luchando contra shelks: ¡es un cuento inverosímil!
      Tumithak no respondió. Permaneció sentado en silencio, mirando el libro como si hubiera tenido una repentina revelación.
      Por último dijo:
      —¡Esto es historia, Nikadur! No es un relato fantástico ni inverosímil. Algo me dice que esos hombres vivieron en realidad, que esa guerra ocurrió. ¿De qué otro modo se explica la vida que llevamos? Nos hemos preguntado con frecuencia, y nuestros padres antes que nosotros: ¿de dónde sacaron nuestros inteligentes antepasados la ciencia que les permitió construir los grandes túneles y corredores? Sabemos que poseían grandes conocimientos; ¿cómo los perdieron? ¡Bah!, ya sé que ninguna de nuestras leyendas se atreve a insinuar siquiera que los hombres hayan sido dueños del mundo...
      Al ver una mirada de incredulidad en los ojos de sus amigos, prosiguió:
      —Pero hay algo... en el libro hay algo que me hace creer que es verdad. ¡Piénsalo, Nikadur! ¡Ese libro fue escrito tan sólo ciento sesenta y un años después de que los bárbaros shelks invadieran la Tierra! El autor debía saber mucho más que nosotros, los que vivimos dos mil años después. ¡Antaño los hombres lucharon con los shelks, Nikadur!
      Se puso en pie y sus ojos brillaron con el primer resplandor de aquella luz fanática que, años después, haría de él un hombre distinto de los demás.
      —¡En otra época los hombres pelearon con los shelks! Y con la ayuda del Altísimo, ¡volverán a hacerlo! ¡Nikadur! ¡Thupra! ¡Algún día yo lucharé contra un shelk! —abrió los brazos—. ¡Algún día yo mataré un shelk! ¡Lo juro por mi vida!
      Se quedó un instante con los brazos levantados y luego, como si hubiera olvidado a sus amigos, salió corriendo por el pasadizo y desapareció en la oscuridad. Los otros dos se miraron, asombrados. Luego unieron las manos y regresaron andando tranquilamente. Sabían que algo había inspirado repentinamente a su amigo, pero no lograban discernir si era el genio o la locura. Y no lo sabrían con certeza hasta después de muchos años.

2

Tres extraños regalos

      Tumlook contempló a su hijo con orgullo. Habían pasado varios años desde el descubrimiento del extraño manuscrito. Aún tenía aquella extraña obsesión, que tal vez había arruinado su mente como decían algunos. Físicamente, en cambio, aquellos años habían sido buenos para él. Tumithak medía un metro ochenta (altura excepcional entre los moradores de las galerías) y de pies a cabeza parecía esculpido en hierro. Aquel día, el de su vigésimo cumpleaños, sin duda habría sido reconocido como uno de los caudillos de la ciudad, a no ser por su descabellada manía. Porque ¡Tumithak había decidido matar un shelk!
      Durante años —de hecho, desde que halló el manuscrito, a los catorce— había encaminado todos sus afanes a ese fin. Había estudiado al detalle los mapas de los corredores, mapas antiguos que no se habían usado durante siglos, mapas que mostraban las salidas a la Superficie, y se le consideraba una autoridad en cuanto a los pasadizos secretos de aquel subterráneo. Apenas si tenía una vaga idea de cómo era realmente la Superficie; en las tradiciones de su pueblo había muy pocos datos al respecto. Pero de una cosa estaba seguro: en la Superficie encontraría a los shelks.
      Había estudiado las diversas armas en que el hombre todavía podía confiar: la honda, la espada y el arco. Era campeón en el manejo de las tres. Se había preparado por todos los medios a su alcance para la gran tarea a la que había decidido consagrar su vida. Naturalmente, había tenido que vencer la oposición de su padre o, mejor dicho, la de toda la tribu, pero persistió en su propósito con la fuerza de voluntad que sólo da el fanatismo. Decidió que cuando alcanzara la mayoría de edad se despediría de su pueblo y emprendería el viaje a la Superficie. No había pensado mucho en lo que haría al llegar. Dependería de lo que hallase allí. Pero de una cosa estaba seguro; mataría un shelk y se llevaría su cadáver para, a su regreso, demostrarle a su pueblo que los hombres aún podían triunfar sobre quienes habían usurpado la herencia de la humanidad.
      Aquel día alcanzaba la mayoría de edad, al cumplir veinte años. Tumlook no dejaba de sentirse íntimamente orgulloso de su desconcertante hijo, aunque lo había intentado todo para disuadirlo de su sueño imposible. Ahora que Tumithak se disponía a emprender su misión absurda, Tumlook hubo de admitir que, en su corazón, hacia mucho tiempo que estaba de acuerdo con Tumithak, y deseaba con todas sus fuerzas verle cumplir lo prometido. Por eso dijo:
      —Hijo mío, durante años he intentado disuadirte de la misión imposible que te has fijado a ti mismo. Todos esos años te has opuesto a mí y has insistido en la posibilidad de llevar a cabo tu sueño. Y ha llegado el día de empezar a cumplir. No creas que había en mí otro motivo sino el amor paternal cuando me oponía a tu ambición y quería convencerte de que te quedaras en Loor. Pero ahora astas en libertad de hacer lo que quieras y, puesto que tu determinación de proseguir ese intento descabellado es firme, al menos permite que tu padre te ayude en todo lo que pueda.
      Se inclinó y depositó sobre la mesa una caja de regular tamaño. La abrió y sacó tres objetos de raro aspecto.
      —Presta atención —dijo con solemnidad—. Aquí tienes tres de los tesoros más preciados para los hombres del alimento. Son instrumentos creados por nuestros sabios antepasados de la antigüedad. —Alzó un tubo cilíndrico de unos tres centímetros de diámetro por treinta de largo—: Esto es una lámpara, una maravillosa lámpara portátil que te dará luz en los corredores tenebrosos, simplemente apretando este botón. No desperdicies su poder, pues no tiene la luz eterna que nuestros antepasados instalaron en los techos. Se basa en otro principio y, transcurrido cierto tiempo, su energía se agota. —Tumlook tomó con precaución el segundo objeto—: También esto te ayudará, aunque no es tan raro ni maravilloso como los otros dos. Se trata de una carga de potente explosivo, semejante a las que utilizamos a veces para cegar un pasadizo o extraer los materiales de que nos servimos para obtener nuestro alimento. Quién sabe si podrá serte útil en tu viaje a la Superficie. Y esto... —Levantó el último objeto, que parecía una pipa pequeña con un mango a un extremo, en ángulo recto—: Éste es el más maravilloso. ¡Dispara una pildorita de plomo, con tanta fuerza que incluso puede atravesar una placa de metal! Cada vez que se aprieta esta palanca, sale del cañón de la pipa una píldora, con fuerza terrible. Esto mata, Tumithak; este objeto mata con más rapidez que el arco, y con precisión muy superior. Úsalo con cuidado, porque sólo hay diez pildoras, y cuando se hayan terminado el instrumento quedará inservible.
      Dejó los tres objetos sobre la mesa, ante sí, y los empujó hacia Tumithak. El joven los tomó y los guardó cuidadosamente en las bolsas que colgaban de su ancho cinturón.
      —Padre —dijo, emocionado—, sabes que en mi corazón no hay nada que me obligue a abandonarte para emprender esa búsqueda. Se trata de algo superior a ti y a mí, cuya voz he escuchado, y debo obedecer. "Desde la muerte de mi madre, has sido para mí madre y padre y, por eso, probablemente te quiero más que lo que los hombres suelen querer a sus padres. ¡Pero he tenido una visión! Sueño con una época en que el hombre vuelva a poseer la Superficie, y no exista ni un solo shelk que se lo impida. Pero esa época no llegará mientras los hombres crean que los shelk son invencibles, y por tanto voy a demostrar que realmente pueden ser muertos... ¡por el hombre!
      Se interrumpió y, antes de que pudiera continuar, la cortina se descorrió y entraron Nikadur y Thupra. Aquél era ya un hombre, y la responsabilidad familiar recaía sobre él desde la muerte de su padre, acaecida hacía dos años. Ella se había convertido en una hermosa mujer, con quien se casaría muy pronto Nikadur. Ambos saludaron a Tumithak con deferencia; cuando Thupra habló, lo hizo con voz respetuosa, como si se dirigiese a un semidiós. Por lo visto, también Nikadur había terminado por considerar a Tumithak algo más que un mortal. A excepción de Tumlook, seguramente los únicos que tomaban en serio a Tumithak eran ellos dos, y por ese motivo, sólo a ellos consideraba amigos suyos.
      —¿Nos dejas hoy, Tumithak? —preguntó Thupra.
      Tumithak asintió.
      —Sí —repuso—. Hoy mismo comienza mi viaje a la Superficie. ¡Antes de un mes, habré muerto en algún pasadizo lejano, o veréis la cabeza de un shelk!
      Thupra se estremeció. Ambas alternativas le parecían terribles. Pero Nikadur pensaba en los peligros más inmediatos del viaje.
      —No tendrás problemas al pasar por Nonone —dijo pensativo—. Pero, ¿no tendrás que cruzar la ciudad de Yakra, de paso hacia la Superficie?
      —Sí —respondió Tumithak—. Sólo hay un camino a la Superficie, y pasa por Yakra. Y después de Yakra están los Corredores Tenebrosos, que el hombre no ha pisado desde hace siglos.
      Nikadur reflexionó. La ciudad de Yakra era enemiga del pueblo de Loor desde hacía más de un siglo. Dada su situación, más de treinta kilómetros más cerca de la Superficie que Loor, tendrían una conciencia mucho más aguda del Terror. Por eso resultaba inevitable que la gente de Yakra envidiase a los loorianos su relativa seguridad, y no cejara en sus intentos de conquistar su ciudad. El pequeño pueblo de Nonone, situado entre las dos ciudades más grandes, a veces combatía con los yakranos y otras contra ellos, según sus alianzas con los jefes de las ciudades más poderosas. Durante los últimos veinte años había sido aliada de Loor; por eso Tumithak sabía que no tendría dificultades durante el viaje hasta llegar a Yakra.
      —¿Y los Corredores Tenebrosos? —inquirió Nikadur.
      —Más allá de Yakra no hay luz —respondió Tumithak—. Durante siglos, el hombre ha evitado esos pasillos. Están demasiado cerca de la Superficie y no son seguros. A veces los yakranos han intentado explorarlos, pero las partidas que enviaron jamás regresaron. Al menos, eso me han dicho los hombres de Nonone.
      Thupra se disponía a hacer un comentario, pero Tumithak se volvió para atender a la mochila de víveres que pensaba llevarse. Se la cargó a la espalda y se dirigió a la cortina.
      —Es hora de comenzar el viaje —declaró, no sin grandilocuencia—. Hace años que espero este momento. ¡Adiós, Thupra! ¡Nikadur, cuida mucho a mi amiga y... si no regreso, dad mi nombre a vuestro primer hijo!
      Con uno de aquellos gestos dramáticos que lo caracterizaban, apartó la cortina y salió al pasillo. Los tres lo siguieron, despidiéndolo y saludándolo mientras se alejaba por el pasillo, pero él no volvió la mirada atrás, sino que continuó hasta desaparecer a lo lejos.
      Se quedaron allí un rato; luego, ahogando un sollozo, Tumlook se volvió y entró en el habitáculo.
      —Jamás regresará —murmuró—. Está claro que no podrá regresar.
      Nikadur y Thupra aguardaron a que se tranquilizase, en incómodo silencio. No había nada reconfortante que. pudieran decir. Tumlook tenía razón, y habría sido estúpido querer prodigar consuelos que, evidentemente, habrían sido falsos.
      El camino de Loor a Nonone se desviababa poco a poco hacia arriba. Para Tumithak no era totalmente desconocido, pues hacía mucho tiempo había ido con su padre a la pequeña ciudad. Pero no la recordaba mucho, y vio muchas cosas que le interesaron mientras las luces de la parte habitada de la ciudad iban quedando a sus espaldas. Continuamente aparecían entradas de nuevos corredores, construidos para complicar el laberinto e impedir que las criaturas de la Superficie lograsen alcanzar los grandes túneles. El camino no seguía siempre el ancho corredor principal. Durante largo trecho, Tumithak continuó por lo que parecía un pasillo insignificante, que luego desembocaba de súbito en el camino real y pertnitía continuar.
      No se crea que Tumithak había olvidado tan pronto su hogar, en su deseo de comenzar la búsqueda. A menudo, cuando pasaba cerca de algo conocido, se le hacía un nudo en la garganta y casi deseaba renunciar al viaje y regresar. Tumithak pasó dos veces junto a factorías de alimentos, donde las conocidas y místicas máquinas latían eternamente, sacando de la misma roca el combustible y las insípidas galletas alimenticias de que vivían aquellas personas. Entonces su nostalgia se agravó, por las muchas veces que había visto a su padre manejar máquinas como aquéllas. De súbito se dio cuenta de lo mucho que le importaba todo lo que dejaba detrás. Pero, como a todos los genios inspirados de la humanidad en momentos así, le parecía que algo superior a sí mismo se apoderaba de él y lo obligaba a continuar.
      Tumithak pasó del último gran corredor a un pasillo tortuoso, de no más de metro y medio de anchura. No presentaba habitáculos, y era mucho más empinado que cualquiera de los que había conocido. Así continuaba varios kilómetros, y luego desembocaba en otro
mayor a través de un nicho aparentemente igual a las cien entradas de otros tantos habitáculos que bordeaban ese nuevo pasadizo. Evidentemente, se trataba de habitáculos, pero parecían desocupados, ya que no había señales de los moradores de aquella zona. Era posible que hubiese sido abandonada años atrás por cualquier motivo.
      Sin embargo, esto no extrañó a Tumithak. Sabía bien que aquellos cubículos sólo servían para desorientar a quienes intentasen penetrar hasta el laberinto de túneles. Siguió caminando, sin prestar atención a los diversos pasillos laterales, hasta que llegó al cubículo
que buscaba.
      A juzgar por su aspecto, era una vivienda normal, pero Tumithak se dirigió derecho al fondo y empezó a palpar las paredes con cuidado. En un rincón encontró lo que buscaba: una escalera de metal que conducía hacia arriba. Inició la subida con decisión, metiéndose cada vez más en la oscuridad. Al pasar los minutos, el débil resplandor del pasadizo inferior se hacía cada vez más tenue.
      Por último, llegó al extremo superior de la escalera y se encontró en la boca del pozo, en un cuarto semejante al de abajo. Salió del nuevo cubículo a otro pasillo conocido, flanqueado de cortinas. Emprendió la dirección ascendente y continuó su caminata. Estaba en el nivel de Nonone, y sabía que dándose prisa llegaría a esa ciudad antes de la hora de descansar.
      Apretó el paso, y poco después vio a lo lejos un grupo de hombres que se acercaban poco a poco. Se ocultó en un nicho, desde donde atisbo con precaución hasta cerciorarse de que eran nonones. El color rojo de sus túnicas, los cinturones estrechos y el característico peinado le convencieron de que eran amigos los que venían. Tumithak se dejó ver y esperó a que el grupo se le acercara.
      Cuando lo vieron, el hombre que llevaba la delantera y que sin duda era el jefe, lo llamó.
      —¿No es éste Tumithak de Loor? —preguntó, y al responder Tumithak afirmativamente, prosiguió—: Yo soy Nennapuss, jefe del pueblo de Nonone. Tu padre nos ha informado de tu viaje, y nos pidió que saliéramos a buscarte hacia esta hora. Esperamos que pases el próximo descanso con nosotros. Si podemos contribuir en algo a la comodidad o a la seguridad de tu viaje, bastará que nos lo pidas.
      Tumithak se sonrió para sus adentros ante el solemne discurso que, evidentemente, el jefe se había aprendido de antemano. Respondió con formalidad que, en efecto, se sentiría obligado para con Nennapuss si pudiera asignarle un lugar donde dormir. El jefe le aseguró que le suministraría el mejor cubículo de la ciudad. Se volvió y condujo a Tumithak en la dirección de donde venían él y su grupo.
      Recorrieron varios kilómetros de galerías desiertas, hasta llegar a los túneles habitados de Nonone. Una vez allí, la hospitalidad de Nennapuss se manifestó en toda su extensión. El pueblo de Nonone estaba reunido en la «Plaza Mayor» —así llamaban a la encrucijada de los dos túneles principales— y con su habitual oratoria, florida y fluida, Nennapuss les habló de Tumithak y de su misión, ofreciéndole, por así decirlo, las llaves de la ciudad.
      Después de un discurso de agradecimiento por parte de Tumithak, en el cual el looriano se dejó llevar por un torrente de arrebatada elocuencia sobre su tema favorito —el viaje—, les sirvieron un banquete; aunque la comida consistía en las insípidas galletas que eran el único alimento de aquel pueblo, se dieron un hartazgo. Tumithak se durmió pensando que allí, al menos, sabían apreciar el valor de un posible matador de shelks. Si el refrán no hubiera estado enterrado bajo siglos de ignorancia y olvido, probablemente habría murmurado que nadie es profeta en su tierra.
      Tumithak despertó al cabo de unas diez horas, y quiso despedirse del pueblo de Nonone. Nannapuss insistió en que el looriano desayunara con su familia, y Tumithak aceptó de buena gana. Durante la comida los hijos de Nennapuss, dos adolescentes, se mostraron entusiasmados con la maravillosa idea que Tumithak había sugerido. Aunque les resultaba increíble que un hombre pudiera enfrentarse a un shelk, parecían creer que Tumithak era algo más que un mortal común y lo acosaron a preguntas en relación con sus planes. Pero, salvo el haber estudiado el largo camino a la Superficie, los planes de Tumithak eran vagos, y no pudo explicarles cómo se las arreglaría para matar un shelk.
      Después de la comida volvió a echarse la mochila a la espalda y empezó a remontar el pasillo. El jefe y su séquito lo acompañaron por espacio de varios kilómetros y, mientras caminaban, Tumithak le preguntó a Nennapuss en qué estado se encontraban los corredores
hasta Yakra y más allá.
      —A este nivel, el camino es muy seguro —respondió Nennapuss—. Lo patrullan hombres de mi ciudad, y ningún yakrano entra sin que lo sepamos. Pero el otro extremo del pozo que conduce al nivel de Yakra siempre está vigilado por yakranos, y estoy seguro de que tendrás problemas cuando intentes salir de ese pozo.
      Tumithak prometió tener mucho cuidado; poco después Nennapuss y sus acompañantes se despidieron de él y el looriano continuó solo.
      Avanzaba con más precaución pues, aunque los nonones patrullaban aquellos corredores, sabía que era posible que los enemigos burlasen a los guardias e invadieran los túneles, tal como había ocurrido con frecuencia en el pasado. Se mantuvo en el centro del pasillo, lejos de los nichos, cualquiera de los cuales podía ocultar un pasadizo secreto de Yakra. Rara vez pasaba por las encrucijadas sin espiar antes cuidadosamente.
      Pero Tumithak tuvo suerte; no halló a nadie en los pasadizos, y medio día después llegó a otro habitáculo donde estaba emplazado un pozo prácticamente idéntico al que lo había conducido a Nonone.
      Trepó por la escalera con más precauciones que antes, pues estaba seguro de que había un guardia yakrano junto a la boca del pozo, y no deseaba recibir un empujón cuando asomase. Mientras se acercaba al final de la escalera desenvainó la espada, pero la suerte volvió a favorecerlo, pues el guardia por lo visto había salido del cubículo donde terminaba el pozo. Tumithak entró en el mismo y se dispuso a salir al corredor.
      Cuando sólo había avanzado unos cuatro metros, su suerte le abandonó. Tropezó violentamente con una mesa que no había visto en la penumbra, y esto produjo un ruido que no podía dejar de ser oído fuera, en el pasillo. Al instante apareció, espada en mano, un
individuo verdaderamente gigantesco que se abalanzó sobre Tumithak.


3

El paso de Yakra

      Tumithak habría sabido que aquel hombre era un yakrano aunque se lo hubiera encontrado en las profundidades de Loor. El looriano sólo conocía a los yakranos por los relatos de los viejos guerreros que recordaban las expediciones contra aquella ciudad, pero comprendió en seguida que aquél era el tipo de salvaje que le habían hecho imaginar los relatos. Medía diez centímetros más que Tumithak, era mucho más ancho y pesado, y ostentaba una poblada e hirsuta barba, prueba suficiente de que su propietario era de Yakra. Llevaba la túnica llena de pedazos de hueso y metal burdamente cocidos a la tela, los primeros teñidos de varios colores. Rodeaba su cuello un collar hecho con docenas de falanges ensartadas en una delgada tira de piel.
      Tumithak comprendió en seguida que tenía pocas posibilidades de ganarle a aquel yakrano en combate cuerpo a cuerpo. Mientras desenvainaba la espada y se disponía a pelear, buscó alguna estratagema. Al instante llegó a la conclusión de que lo mejor seria tratar de precipitarlo por el túnel; pero empujar a aquel coloso era casi tan imposible como derrotarlo en lucha de poder a poder. Antes de que Tumithak pudiera hallar un modo sutil de atacar a su adversario, descubrió que le convenia más pensar la manera de defenderse.
      El yakrano arremetió contra él, lanzando su ensordecedor grito de guerra. Sólo un ágil salto evitó que Tumithak recibiera el terrible golpe que le asestó. Tumithak cayó sobre una rodilla, pero se rehízo en seguida con el tiempo justo para evitar otro tajo de aquella espada relampagueante. Sin embargo, una vez en pie, se defendió a la perfección, y el yakrano no tuvo más remedio que retroceder uno o dos pasos para tratar de lanzarse otra vez a fondo.
      El yakrano arremetió una y otra vez, y sólo la pavorosa habilidad del looriano en esgrima, practicada largos años con la esperanza de enfrentarse a un shelk, lo salvó. Lucharon alrededor de la mesa y más o menos cerca del pozo, hasta que incluso unos músculos de acero como los de Tumithak comenzaron a cansarse.
      Pero, a medida que su cuerpo se cansaba, su cerebro funcionaba con más rapidez, y por fin se le ocurrió un plan para derrotar al yakrano. Permitió que le llevase poco a poco hacia el borde del pozo y luego, mientras rechazaba una embestida particularmente furibunda hizo un súbito ademán con la otra mano y gritó. El yakrano creyó que lo había alcanzado, sonrió salvajemente y retrocedió para preparar el golpe final. Se lanzó hacia delante asestando una estocada al pecho de Tumithak. Éste se agachó, aferrando los pies de su adversario.
      El gigante lanzó un aullido salvaje ai tropezar con el cuerpo caído, pero cayó sin poder evitarlo cerca del mismísimo borde del pozo. ¡Tumithak lo pateó con todas sus fuerzas y el gigantesco yakrano, braceando frenéticamente, cayó por el pozo! Se oyó un fuerte grito en la oscuridad, un golpe seco y luego, silencio.
      Tumithak se detuvo varios minutos junto al pozo, jadeante. Era la primera vez que luchaba a muerte con un hombre y, aunque había salido victorioso, le parecía que había sido por milagro. ¿Qué dirían las gentes de Loor y de Nonone, se preguntó, si supieran que el autodenominado exterminador de shelks había estado tan cerca de ser vencido por el primer adversario que le atacó... no un shelk, sino un hombre y, para colmo, de la despreciada Yakra? El looriano descansó durante varios minutos, malhumorado. Pero luego pensó que, si los vencía a todos, no le importaría que hubiera de ser tan escaso el margen. Se puso en pie y salió del cubículo lleno de ardor.

      Estaba en Yakra y era preciso encontrar el modo de atravesar sin problemas la ciudad hasta llegar a los Corredores Tenebrosos situados más allá, y que eran paso obligado para acceder a la Superficie. Avanzó cuidadosamente, tratando de maquinar un plan para burlar a los yakranos. Pero hasta verse en el extrarradio de Yakra no se le ocurrió un idea plausible. Había una cosa que inspiraba un miedo invencible a todos los hombres de los túneles. Tumithak decidió aprovechar ese miedo irracional.
      Echó a correr. Al principio fue sólo un paso rápido, pero según se acercaba a los pasillos habitados echó a correr cada vez más de prisa, hasta brincar como si tuviese a todos los demonios del infierno pisándole los talones. Y eso era precisamente lo que debía aparentar.
      Un grupo de yakranos se acercaba. Le miraron mientras el los miraba a ellos, y en seguida se abalanzaron sobre él, al darse cuenta de que no era de los suyos. En lugar de evitarlos, se metió en el centro del grupo, gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
      —¡Shelks! —chilló como si estuviera loco de terror—. ¡Shelks! jShelks!
      La actitud belicosa de los hombres se convirtió en otra de pánico infinito. Sin decir una palabra y sin echar siquiera una mirada atrás, se volvieron y huyeron, precedidos por el mismo Tumithak. Si hubieran sido hombres de Loor, tal vez habrían esperado a estar seguros de lo que ocurra o, al menos, habrían detenido e interrogado a Tumithak. Pero los yakranos no estaban para eso. Su ciudad se hallaba muchos kilómetros más cerca de la Superficie que Loor, y los ancianos aún recordaban la última vez que los shelks invadieron los corredores en una de sus poco frecuentes partidas de caza, dejando un rastro de muerte y destrucción que no sería olvidado mientras vivieran quienes lo habían visto. Por eso el terror era mucho más irresistible en Yakra que en Loor, para cuyos habitantes era poco más que leyenda negra del pasado.
      Y por eso, sin detenerse a preguntar, los yakranos huyeron por el largo pasillo detrás de Tumithak, recorriendo pasadizos que se bifurcaban y entrando en nichos que parecían simples accesos a los habitáculos, pero que en realidad conducían al túnel principal. A su paso encontraban otros hombres o grupos y, al terrorífico grito de «¡shelks!», todos dejaban sus ocupaciones y se unían al espantado tropel. Muchos emprendían pasillos secundarios, donde esperaban hallar mejor refugio, pero la mayoría continuó hacia el centro de la ciudad, a donde quería dirigirse también Tumithak.
      El looriano ya no llevaba la delantera, pues varios de los yakranos más veloces lo dejaban atrás. El terror poma alas en sus pies. La desbandada fue creciendo a medida que se acercaban al centro de la ciudad, hasta que el túnel quedó lleno de gentes aterrorizadas, entre quienes Tumithak pasaba totalmente inadvertido.
      Se acercaron a la encrucijada central, donde se agolpaba una gran masa de gente que salía de todos los corredores. Tumithak no supo cómo había corrido tanto la noticia, pero era evidente que toda la ciudad estaba ya enterada del supuesto peligro. Como ovejas o, mejor dicho, como humanos que eran, todos habían reaccionado del mismo modo: alcanzar el centro de la ciudad, donde creían que iban a estar más a salvo, amparados en la fuerza del numero.
      Pero aquel caos dio al traste con el plan que Tumithak había ideado para atravesar la ciudad sin ser visto. Sin duda, casi había ganado el centro, y los habitantes estaban tan espantados que seguramente no se fijarían en un extranjero. Pero la muchedumbre era tan numerosa que el looriano no conseguía abrirse paso hacia los corredores del otro lado. Sin reparar en que no había nada que hacer, Tumithak luchó con la multitud a brazo partido, con la esperanza de alcanzar un pasadizo relativamente viable antes de que la gente se calmara y emprendiese, como era de prever, la caza del embustero que había desencadenado el pánico.
      La plebe, cuyo terror centuplicaba esa extraña telepatía que se establece en toda congregación humana numerosa, empezaba a desmandarse. Los hombres no vacilaban en emplear los puños para abrirse paso, derribando a sus hermanos más débiles. En muchos lugares se oían riñas. Tumithak vio a un hombre tropezar y caerse; un instante después oyó el grito que lanzaba el desgraciado al ser pisoteado por los que le seguían. Apenas se habían apagado los ecos cuando se oyó otro grito al extremo opuesto del corredor, donde otro hombre había caído y no pudo volver a ponerse en pie.
      El looriano parecía una hoja flotando en el torrente de yakranos espantados y gesticulantes que llegaba al centro de la ciudad. Tropezó varias veces, y no logró recobrar el equilibrio sino de milagro. Casi había llegado a la gran plaza en la encrucijada de los dos túneles principales, cuando volvió a tropezar con un yakrano caído y estuvo a punto de caer a su vez. Quiso pasar adelante, pero luego se detuvo. ¡El cuerpo que estaba a sus pies era el de una mujer que llevaba un niño en brazos! Tenía el rostro lleno de lágrimas y sangre y sus
vestiduras estaban rasgadas, pero valientemente procuraba impedir que los pies de la muchedumbre lastimaran a su hijo. Tumithak se inclinó para ayudarla a levantarse. Pero, antes de poder hacerlo, la multitud lo empujó apartándolo de la mujer. Encolerizado, la emprendió a puñetazos con los individuos que corrían, capaces de pisotear al prójimo con tal de ponerse a buen recaudo. Los yakranos retrocedieron ante sus golpes, cediendo el paso unos instantes, que Tumithak aprovechó para inclinarse y ayudar a la mujer.
      Todavía estaba consciente, pues tuvo una débil sonrisa de agradecimiento. Aunque era de una raza enemiga de su pueblo, Tumithak sintió compasión y lamentó las consecuencias de su ardid para asustar a los yakranos. Ella quiso decirle algo, pero el frenético griterío era tan fuerte que no la entendió. Acercó su rostro al de ella para escuchar lo que decía.                                         
      —¡La salida es por el otro lado del túnel! —le gritó ella al oído—. ¡Procura abrirte paso hasta la tercera galería, al otro lado del túnel! ¡Allí estarás a salvo!
      Tumithak la colocó ante sí, y rompió brutalmente por entre la multitud, alargando los puños para protegerla a ella mientras avanzaban. Era difícil no verse arrastrado contra su voluntad hacia la plaza central, pero finalmente el looriano consiguió alcanzar la galería; hizo entrar a la mujer y lanzó un gran suspiro de alivio cuando se vio libre de peligro. Se quedó un rato fuera, para cerciorarse de que nadie les había seguido, y luego se volvió hacia la mujer con el niño.
      Ella había arrancado un pedazo de la manga de su andrajoso vestido. Cuando Tumithak la miró, dejó de limpiarse la sangre y las lágrimas del rostro y le dirigió una tímida sonrisa. Tumithak no pudo dejar de observar la manifiesta delicadeza de aquella mujer de la salvaje Yakra. Desde su infancia le habían hecho creer que los yakranos eran gente peligrosa —idea parecida a nuestro concepto de los duendes y brujas—, pero aquella mujer podía compararse con una hija de cualquier familia distinguida de Loor. A Tumithak le faltaba aprender que, no importa en qué nación o época se halle uno, siempre puede encontrar delicadeza, si la busca, lo mismo que brutalidad.
      El niño, que estaba demasiado espantado para llorar, había callado como muerto todo el tiempo, pero luego prorrumpió en fuerte llanto. La madre trató de acallarlo con caricias y palabras suaves, pero finalmente decidió emplear el silenciador natural. Cuando el niño se calmó y empezó a mamar, ella se volvió a Tumithak haciéndole una seña, apartó la cortina y entró en el habitáculo. Tumithak la siguió al comprender cuál era su intención. Una vez dentro del trascuarto, la mujer señaló el techo y le mostró el agujero circular de un pozo.
      —Es la entrada de un viejo pasadizo que no más de veinte personas de Yakra conocen —explicó—, y que rodea la encrucijada hasta el limite superior de la ciudad. Podemos ocultarnos allí durante días, pues no es fácil que los shelks adviertan nuestra presencia. Allá estaremos a salvo.
      Tumithak asintió y empezó a subir por la escalera, deteniéndose sólo para comprobar si la mujer le seguía. La escalera se prolongaba unos nueve metros, y salieron a la oscuridad de un corredor que seguramente no había sido utilizado desde hacía muchos siglos. Estaba tan oscuro, que cuando se alejaron de la boca del pozo se quedaron a ciegas. En efecto, la mujer no se equivocaba al decir que era un pasadizo desconocido. Ni siquiera figuraba en los mapas de Tumithak.
      Sin embargo, ella parecía conocerlo bastante bien ya que, después de poner sobre aviso a Tumithak en voz baja, comenzó a explorar el corredor a tientas, deteniéndose únicamente para susurrarle palabras cariñosas al niño. Tumithak la siguió, apoyando una mano en su hombro para no perderse, y siguieron a tientas hasta llegar a un trecho débilmente alumbrado por una solitaria lámpara. La mujer se sentó a descansar, y Tumithak hizo lo mismo. Ella metió la mano en un bolsillo, sacó una primitiva aguja y un hilo y se puso a remendar sus harapos.
      —Es terrible —susurró, como si temiera que los shelks pudieran oírla—. Me gustaría saber qué les impulsa a salir nuevamente de caza. —Tumithak no respondió, y ella prosiguió al cabo de un rato—: Mi abuelo fue muerto durante una incursión de los shelks. Esto sucedió hace casi cuarenta años. ¡Y ahora nos atacan otra vez! ¡Mi pobre marido! ¡Le perdí de vista cuando salimos de nuestro habitáculo! ¡Ay! Ojalá consiga refugiarse. Él no conoce este pasillo. ¿Crees que lo conseguirá?
      Necesitaba palabras de consuelo. Tumithak sonrió.
      —¿Me creerás si te digo que no puede pasarle nada? —preguntó—. Te prometo que, por esta vez al menos, no será muerto por los shelks.
      —Espero que sea verdad —empezó a decir la mujer y luego, como si se fijara en él por primera vez, agregó con aspereza—: ¡Tú no eres de Yakra! —Luego, en tono ya hostil y decidido—: ¡Tú eres un hombre de Loor!
      Tumithak vio que la mujer se había fijado en sus ropas de looriano, y no intentó negarlo.
      —Sí —respondió—, soy de Loor.
      La mujer se levantó, consternada, apretando al niño contra su pecho, como para protegerlo frente a aquel ogro de los corredores bajos.
      —¿Qué haces en estos pasadizos? —preguntó, atemorizada—. ¿Has provocado tú esta incursión contra nosotros? Si semejante cosa fuera posible, creo que los hombres de Loor seríais capaces hasta de aliaros con los shelks. Desde luego, es la primera vez que los shelks han atacado el sector bajo de la ciudad.
      Tumithak reflexionó. Le pareció innecesario ocultarle la verdad a aquella mujer. A él no podía perjudicarle, y la tranquilizaría en cuanto a la seguridad de su marido.
      —La primera, y seguramente la última —afirmó, y en pocas palabras le explicó el ardid y sus terribles consecuencias.
      —Pero, ¿por qué quieres ir más allá de Yakra —preguntó, incrédula—. ¿Te encaminas a los Corredores Tenebrosos? ¿Qué hombre en sus cabales desearía explorarlos?
      —No quiero explorar los Corredores Tenebrosos —respondió el looriano—. ¡Mi meta está más lejos!
      —¿Más allá de los Corredores Tenebrosos?
      —Sí —respondió Tumithak, poniéndose en pie. Como siempre que hablaba de su misión, salió a relucir su temperamento soñador y obstinado—. Soy Tumithak, el matador de shelks. ¿Quieres saber por qué quiero ir más allá de los Corredores Tenebrosos? Porque voy a la Superficie. ¡Allí hay un shelk que espera su destrucción sin saberlo! ¡Voy a matar un shelk!
      La mujer le miró con sorpresa, llegando a la conclusión de que estaba a solas con un loco. A nadie más se le ocurriría una idea tan descabellada. Abrazó a su hijo y se apartó de Tumithak.
      Tumithak se dio cuenta en seguida. No era la primera vez que la gente se apartaba de él cuando hablaba de su misión. Por eso, no le ofendió la actitud de ella, sino que se puso a explicarle por qué creía posible convencer a los hombres para que se alzaran contra los amos de la Superficie.
      La mujer le escuchaba. Hablando de manera cada vez más persuasiva, Tumithak notó que ella empezaba a creerle. Le contó cómo había encontrado el libro y cómo aquel suceso había determinado su misión en la vida. Le habló de los tres extraños regalos que le hiciera su padre, y de cómo esperaba que le sirvieran de ayuda en su búsqueda.
      Por último, vio en sus ojos la misma expresión que solían tener los de Thupra, y supo que ella le creía.
      Pero los pensamientos de la mujer eran bien distintos de lo que Tumithak suponía. Desde luego, le escuchaba, pero mientras lo hacía recordaba la audacia con que Tumithak había atacado a la multitud espantada que iba a pisotearla. Contempló su figura erguida, su rostro afeitado y bien parecido, su aguda mirada, comparándolo con los hombres de Yakra. Y al fin le creyó, no por la elocuencia de Tumithak, sino gracias a la secular atracción de los sexos.
      —Te agradezco que me hayas salvado —dijo cuando el looriano concluyó su relato—. Te habría resultado imposible abrirte paso a través de los corredores inferiores. Por aquí puedes entrar en Yakra cuando quieras, o alejarte de la ciudad si lo prefieres. Voy a enseñarte por dónde se va al sector alto de la ciudad. —Se puso en pie—. Ven, te guiaré. Eres looriano y enemigo, pero me has salvado la vida. Además, el que mate a un shelk será, ciertamente, un verdadero amigo de toda la humanidad.
      Le tomó de la mano (aunque no era necesario) y lo guió a través de la oscuridad. Avanzaron largo rato en silencio y, finalmente, ella se detuvo y susurró:
      —El corredor termina aquí.
      Tumithak la siguió hacia un nicho y vio la claridad que subía por un pozo desde el corredor de abajo.
      Bajó por la escalera débilmente entrevista en la penumbra, y llegó en seguida al corredor inferior. La mujer le siguió y cuando salió a su vez le indicó un pasadizo.
      —Si vas a la Superficie, es por aquí. Hemos de separamos, pues yo regreso a la ciudad. ¡Oh, looriano! Me habría gustado conocerte mejor —se interrumpió, y antes de alejarse, se volvió para decir—: Ve a la Superficie, extranjero, y si triunfas en la empresa, no temas atravesar Yakra cuando regreses. Toda la ciudad te reverenciará y te respetará.
      Como si temiera decir demasiado, echó a correr por el pasadizo. Tumithak la siguió un instante con la mirada y luego, encogiéndose de hombros, se volvió y emprendió la marcha en sentido contrario.
      Había supuesto que llegaría a los Corredores Tenebrosos poco después de salir de Yakra, pero, si bien sus mapas detallaban la ruta a tomar, no reflejaban el estado de conservación de los corredores. Tumithak se dio cuenta de que no podría llegar aquel mismo día. La fatiga le venció y entró en uno de los muchos habitáculos vacíos que flanqueaban el corredor, se tumbó en el suelo y quedó profundamente dormido.


4

Los Corredores Tenebrosos

      El looriano despertó horas después, con un sobresalto. Miró a su alrededor, desorientado. Había oído un leve crujido fuera, en el corredor. Se levantó conteniendo la respiración, se acercó de puntillas a la cortina y atisbo con cautela. El corredor estaba desierto, pero Tumithak tenía la seguridad de haber oído suaves pisadas.
      Regresó al habitáculo y recogió la mochila. Antes de salir volvió a mirar cuidadosamente, para asegurarse de que no hubiera nadie en el corredor, salió y se dispuso a seguir viaje.
      Pero antes de hacerlo desenvainó la espada y registró a fondo todas las cámaras vecinas. Le sorprendió no hallar a nadie. Estaba convencido, absolutamente seguro, de que había oído un ruido. Se sentía espiado desde algún lugar. Pero al fin tuvo que admitir que, o se había equivocado, o sus seguidores eran más listos que él. En consecuencia, procuró andar por el centro de la galería y reanudó la marcha.
      Durante horas anduvo a paso uniforme; la pendiente era siempre ascendente, el corredor era ancho y, para sorpresa de Tumithak, las luces no perdían fuerza. Casi había olvidado la causa de su sobresalto cuando, tras recorrer trece o catorce kilómetros, oyó otro leve ruido o crujido, semejante al primero. Salía de uno de los cubículos, a la izquierda. Tan pronto como lo supo, saltó hacia el nicho de entrada, desenvainando la espada. Registró el compartimiento anterior y luego el trascuarto. Por último, se quedó sin saber qué hacer, mirando las desnudas paredes de color pardo que lo rodeaban. Lo mismo que el habitáculo que había revisado por la mañana, éste se hallaba desierto. Tampoco había ninguna escalera por la cual pudiera haber escapado su seguidor, ni escondrijo de ninguna especie. Tumithak se vio obligado a abandonar la búsqueda y reemprender su camino, aunque redoblando las precauciones.               
      Ahora iba tan cautelosamente como antes de llegar a Yakra o más, en realidad, puesto que entonces sabía lo que le esperaba y ahora se enfrentaba a lo desconocido.
      Al cabo de algunas horas, Tumithak se convenció cada vez más de que alguien lo seguía, lo espiaba. A veces oía otros crujidos, que procedían del interior de los habitáculos o de alguna encrucijada mal alumbrada. Una de las veces estuvo seguro de oír ruido delante de él, en el mismo corredor por el que caminaba. Pero en ningún momento pudo echar un vistazo a los desconocidos seres que lo producían.
      Al fin llegó a una zona donde las luces comenzaban a disminuir. Al principio eran sólo algunas lámparas, cuya luz presentaba un extraño resplandor azulado, pero poco más adelante fueron haciéndose más numerosas, y muchas estaban apagadas del todo. Tumithak
se movía en una oscuridad cada vez mayor, y comprendió que ya se acercaban los legendarios corredores tenebrosos.
      Ahora bien, Tumithak era descendiente de cien generaciones humanas acostumbradas a huir al más leve ruido sospechoso. Durante cientos de años después de la Invasión, todo ruido anormal significó un shelk a la caza de hombres, y un shelk significaba la muerte repentina, segura, ineluctable. La humanidad se había convertido en una raza de seres tímidos, huidizos, presas del pánico a la menor sospecha de peligro.
      En la profunda Loor, sin embargo, habían construido un laberinto tan estrecho y complicado, que no se veía a un shelk desde hacía muchos años. Por eso, los hombres eran más valientes en Loor, hasta que al fin apareció el visionario que se atrevía a soñar con matar un shelk.
      Pero, si bien Tumithak era más audaz que cualquier otro hombre de su generación, no había superado del todo la tara común a la humanidad de entonces. Incluso mientras avanzaba con tanta decisión por el corredor aparentemente ilimitado, su corazón latía con fuerza, y no se habría necesitado gran cosa para hacer que se volviera por donde había venido, con el corazón en un puño.
      Los que le seguían, sin embargo, sabían que no les interesaba agitar en exceso sus temores. A medida que entraba en corredores cada vez más oscuros, los ruidos fueron disminuyendo y Tumithak llegó a creer que estaba solo. Le pareció que sus seguidores habrían retrocedido, o que los había despistado en alguna encrucijada. Más de una hora estuvo atento a los ruidos, sin percibir ninguno; con esto se dio por satisfecho y avanzó cada vez más descuidadamente por el corredor.
      Pasó de una galería de eterna penumbra a otra de oscuridad total. En ésta las lámparas, si existieron alguna vez, ya no brillaban desde hacía mucho tiempo. Tumithak se acercó a la pared para continuar a tientas.
      En el corredor de abajo, unas siluetas oscuras y esqueléticas pasaron de la penumbra a la oscuridad y se precipitaron silenciosamente en pos de él.
      Si alguien las hubiera visto mientras caminaban, habría contemplado un extraño espectáculo. Monstruosamente delgados, con la piel de un extraño color pizarra, tal vez lo más sorprendente eran sus cabezas, envueltas en tiras de tela que les tapaban por completo los ojos, impidiendo que los alcanzara el más insignificante rayo de luz.
      Eran los salvajes de los Corredores Tenebrosos —hombres que nacían y crecían en las galerías de noche eterna—, y sus ojos eran tan sensibles que la menor claridad les producía un dolor insoportable. Todo el día habían seguido a Tumithak, sin quitarse nunca las vendas de los ojos. Se orientaban sólo gracias a la maravillosa agudeza de su oído y su tacto. Llegados a los corredores donde habitaban, se apresuraron a quitarse las molestas vendas, y hecho esto cercaron poco a poco a su víctima.

      El primer indicio que tuvo de su presencia Tumithak, mientras avanzaba por la zona oscura, fue una carrera furtiva a su espalda. Se volvió con rapidez, desenvainó la espada e hizo molinetes a ciegas con ella. No consiguió sino cortar el aire. Oyó una risa burlona y luego nada. Arremetió con furia, y de nuevo no halló sino el aire. Entonces oyó otro crujido en la parte del corredor que ahora estaba a su espalda.
      Comprendió que estaba rodeado. Esgrimió la espada con ferocidad y se pegó a la pared, dispuesto a vender muy cara su vida. Notó que la hoja se clavaba en algo que cedía, oyó un grito de dolor, y de súbito el silencio volvió a reinar en el pasillo. Pero el looriano no se dejó engañar, sino que siguió haciendo molinetes con la espada, y tuvo la satisfacción de oír otro grito de dolor al herir a otro de los salvajes, que había intentado sorprenderle por debajo de su guardia.
      Aunque Tumithak seguía defendiéndose como podía y peleaba con un valor nacido de la desesperación, el desenlace de la batalla no era dudoso. Estaba solo, con la espalda contra la pared, frente a un número desconocido de enemigos que además iban siendo reforzados por otros que acudían a la lucha. Tumithak se dispuso a morir matando; lo único que lamentaba era tener que caer en aquella oscuridad ignorada, sin ver siquiera a los adversarios que le vencían...
      Entonces, de súbito, recordó su lámpara, el primero de los extraños regalos de su padre.
      Tanteó el cinturón con la mano izquierda y sacó el cilindro. Al menos, tendría la satisfacción de saber qué clase de seres le habían atacado. Al cabo de unos segundos encontró el botón e inundó de luz la galería.
      No había previsto el efecto que el haz deslumbrante de luz iba a producir en sus enemigos. Lanzaron gritos de dolor y sorpresa, y lo primero que vio Tumithak fue cómo una docena de espectros, flacos y oscuros, que ocultaban la cabeza entre los brazos y se volvían para huir aterrorizados corredor abajo. Llenos de pánico, lanzaron a sus compañeros roncos aullidos de alarma y huyeron de la luz como si Tumithak hubiera recibido la súbita ayuda de todos los guerreros de Loor.
      Tumithak se quedó un momento desconcertado. No comprendía la repentina desbandada de sus contrincantes, y creyó que huían dé algún peligro que él no podía ver. Atemorizado, paseó la luz por toda la galería. Mientras los gritos de los desconocidos seres se perdían a lo lejos, empezó a adivinar la verdad. Aquellas criaturas estaban tan adaptadas a la oscuridad, pensó Tumithak, que tenían miedo de la luz; aunque no entendía la razón de tal fenómeno, decidió llevar encendida su lámpara de mano mientras tuviera que viajar en la oscuridad.
      En consecuencia, el looriano continuó su camino, alumbrando a un lado y a otro los corredores, las encrucijadas y los nichos de los habitáculos. Sabía que no podría dormir en aquellos corredores tenebrosos, pero esto no le preocupaba demasiado. Al vivir durante siglos en túneles y pozos, la humanidad había olvidado los horarios regulares que solía observar en otros tiempos. Solían dormir entre ocho y diez horas cada treinta, pero podían pasar despiertos cuarenta o cincuenta horas sin sentir necesidad de descansar. Cuando trabajaba con su padre, Tumithak había pasado despierto ese número de horas y más; por eso estaba seguro de que iba a salir de los corredores tenebrosos mucho antes de que lo dominara la fatiga.
      De vez en cuando comía las galletas de comida sintética que llevaba, pero la mayor parte del tiempo la dedicaba a registrar concienzudamente las galerías por donde pasaba. Así transcurrieron las horas. Casi había olvidado sus temores, y estaba a punto de meterse en uno de los cubículos para descansar, cuando oyó, muy lejos, un extraño gruñido inhumano. El temor se adueñó de su ánimo. Sintió una especie de hormigueo en la nuca y, metiéndose sin vacilar en el nicho más cercano, apagó su lámpara y esperó, temblando, en un exceso de terror.
      No es que Tumithak se hubiera convertido de improviso en un cobarde. Se había enfrentado con valentía al yakrano y a los salvajes de piel oscura. Lo que le aterrorizó fue el advertir que el ruido no era de origen humano. En los corredores bajos no se conocía ningún animal salvo las ratas, los murciélagos y otros bichos menores. Sólo quedaban los shelks. Sólo ellos perseguían al hombre en sus túneles; por eso era natural que sólo a ellos pudiese atribuir Tumithak el ruido que, sin duda, era debido a alguna criatura no humana y de gran tamaño. Aún no sabía que otros animales de la Superficie habían bajado también y se hallaban en aquellos corredores altos.
      Por ese motivo se agazapó en el cubículo, intentando darse ánimos para salir y hacer frente a su enemigo. Supongamos que sea un shelk, pensó. ¿Para qué había recorrido tantos kilómetros y vencido tantos peligros, sino para enfrentarse a un shelk? ¿No era él Tumithak, el héroe designado por la providencia para redimir al Hombre de su herencia de temor? Con estos argumentos y otros parecidos, su espíritu indomable logró hacer acopio de valor, hasta que por último se incorporó y regresó al corredor.
      Como suponía, estaba desierto. Su linterna iluminó más de ciento cincuenta metros de galería completamente desierta. Siguió avanzando, pero ahora prestando más atención a la parte inferior del pasillo que a la superior. Esto le permitió distinguir, en los confines de la zona iluminada, un extraño grupo de seres de escasa alzada que lo seguían a una distancia prudencial. Su excelente vista le indicó que aquellos seres no eran shelks ni hombres, aunque desde luego no supo lo que eran. Demasiadas generaciones habían transcurrido sin que los habitantes de los corredores bajos oyeran hablar del que antaño había sido el mejor y más fiel amigo del hombre: el perro.
      Se detuvo, indeciso, y observó a los desconocidos seres. Éstos retrocedieron, poniéndose fuera del alcance de los rayos de luz. Al verlo, Tumithak se volvió y siguió adelante, casi convencido de que no eran sino una especie de ratas de mayor tamaño, tan cobardes como sus hermanas menores.
      Pronto iba a saber que se equivocaba. No había recorrido mucha distancia cuando oyó un gruñido en el sector de la galería que tenía delante; como si fuera una señal, las bestias que lo seguían se acercaron más. Tumithak apretó el paso y por último echó a correr. Iba ligero, pero sus perseguidores eran más ligeros y acortaban distancias.
      Cuando los tuvo a menos de treinta metros reparó en sus amos. Los salvajes a quienes había vencido pocas horas antes regresaban, cubriéndose los ojos con los vendajes que habían usado para seguirle por los pasadizos cercanos a Yakra. Azuzaron en voz baja a los perros, y Tumithak se vio obligado a desenvainar de nuevo la espada, dispuesto a defenderse.
      Las bestias echaron a correr hacia él, y el looriano se vio rápidamente rodeado por un numeroso grupo de animales que se abalanzaban sobre él con feroces gruñidos. Era imposible defenderse. Mató a uno, y otro cayó aullando, con una gran herida en su lomo roñoso; antes de que pudiera hacer nada más, le arrebataron su linterna y adivinó que media docena de bultos peludos saltaban sobre él. Se desplomó en el suelo, arrastrando a los perros; la espada cayó de su mano y se perdió en la oscuridad.
      Tumithak creyó que iba a morir en aquel mismo momento. Recibió el cálido aliento de los monstruos en varias partes de su cuerpo, y lo embargó aquel extraño sentimiento de resignación que los hombres sienten en presencia de una muerte casi cierta. Pero luego... los perros fueron apartados, notó unas manos que lo tocaban y oyó los murmullos incomprensibles de los salvajes mientras éstos palpaban su cuerpo. Una docena de manos huesudas lo retenía contra el suelo; poco después lo ataron con tiras de ropa, inmovilizándole los brazos a los lados del cuerpo. Fue levantado y transportado a hombros.
      Después de recorrer cierto trecho de galería, doblaron un recodo y siguieron largo rato antes de detenerse y echarlo en el suelo. Oyó a su alrededor muchos ruidos furtivos, conversaciones en susurros y movimientos. Llegó a la conclusión de que lo habían trasladado a la encrucijada central de las galerías que habitaban aquellas criaturas.
      Después de yacer así un rato, lo voltearon, unas manos lo palparon y una voz habló con firmeza y autoridad. Volvieron a recogerlo y lo transportaron otro breve trecho, arrojándolo por último a lo que supuso era el suelo de un habitáculo. Un objeto metálico resonó a su lado y oyó los pasos de sus adversarios que se alejaban corredor abajo.

      Tumithak permaneció un rato inmóvil, reflexionando. Se preguntó por qué no lo habían asesinado, adivinando a medias que los salvajes no se dispondrían a sacrificar la víctima sino después de preparar el banquete. Porque aquellos salvajes no conocerían la síntesis química de los alimentos; debían vivir a expensas de Yakra y otras ciudades más pequeñas, muy alejadas en el sistema de los corredores. Reducidos a tan terribles apuros, toda materia comestible devenía alimento. Eran caníbales desde hacía muchos siglos.
      Poco después, Tumithak se puso en pie. Le había resultado fácil deshacer los nudos de la tela con que lo habían atado; aquellos salvajes no sabían mucho de nudos, y al looriano le costó menos de una hora desatarse. Se puso a palpar con precaución las paredes del cubículo, tratando de averiguar la disposición de su cárcel. Medía poco más de diez metros cuadrados, y la única salida daba al corredor. Tumithak intentó salir, pero fue inmediatamente detenido por un gruñido feroz; un bulto de pelo áspero empujó sus piernas, obligándolo a regresar al habitáculo. Los salvajes habían dejado a los perros vigilando su prisión.
      Tumithak regresó al calabozo y, al hacerlo, su pie chocó con un objeto que echó a rodar por el suelo. Recordó el objeto metálico que habían arrojado a su lado y se preguntó qué sería. Lo buscó a tientas y comprobó con júbilo que era su lámpara. No pudo entender por qué la habían dejado allí los salvajes y supuso que para sus mentes supersticiosas sería un objeto temible. Tal vez pensaron que lo mejor era encarcelar juntos a los dos factores de peligro. De todos modos, allí estaba, y Tumithak no pedía otra cosa.
      Encendió su lámpara y miró a su alrededor. No se había equivocado en cuanto a las dimensiones y disposición del lugar. Ofrecía pocas posibilidades de escapar o, mejor dicho, ninguna, pues era necesario salir por entre aquellas fieras. A la luz, Tumithak vio que los salvajes no le daban oportunidades de huir: había más de veinte perros en el corredor, deslumbrados por la súbita claridad.
      Tumithak observó el pasadizo desde una distancia prudencial, advirtiendo que no había nadie. Se dijo que sin duda los salvajes descansaban, y comprendió que no tendría mejor oportunidad de huir que aquélla. Sentado en el suelo del cubículo, reflexionó febrilmente. En su mente germinaba una idea, una como convicción de que poseía medios para ahuyentar a los animales. Se puso en pie y los contempló, amontonados en el pasadizo como para cubrirse de los molestos rayos de su lámpara. Se volvió hacia el cuarto pero, evidentemente, allí no había nada que pudiera servirle. ¡La inspiración acudió de repente! Rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto. Tomando un objeto, lo arrojó en medio de la jauría después de sacarle un pasador, y se echó de bruces al suelo.
      Era la bomba, el segundo regalo de su padre. Cayó al lado opuesto del corredor, y estalló con ensordecedor estampido. En el espacio cerrado del pasillo, los gases de expansión actuaron con fuerza terrible. Aunque se había tumbado en el suelo, Tumithak se vio levantado y proyectado con violencia contra la pared opuesta del habitáculo. En cuanto a las bestias, quedaron prácticamente destrozadas. Miembros descuartizados volaron en todas direcciones, y pocos minutos después, cuando un Tumithak herido y conmocionado salió al pasillo, no halló ni rastros de vida. La escena era caótica; había sangre y cuerpos destrozados en todas partes.
      Alterado por aquel espectáculo de sangre y muerte, Tumithak se apresuró a poner la mayor distancia posible entre él y la espantosa carnicería. Corrió hendiendo el aire cargado de humo hasta que la atmósfera se aclaró y pudo olvidar los horrores de la escena. No vio a los salvajes, aunque por dos veces oyó un gemido que salía de uno de los nichos. Adivinó que alguien estaba agazapado allí, en la oscuridad, presa del pánico. Los salvajes de los corredores tenebrosos tardarían en olvidar al enemigo que había sembrado tal destrucción entre ellos.
      Tumithak reanudaba su marcha hacia la Superficie. Por primera vez desde que se puso en camino, retrocedió, pero con un propósito definido. Llegó al escenario de su lucha con los perros y recogió su espada, que encontró sin dificultad, advirtiendo con satisfacción que no había sufrido daños. Entonces volvió sobre sus pasos, siempre hacia la Superficie, y anduvo largo rato sin hallar nada que fuese motivo de alarma. Cuando llegó a la conclusión de que ya había pasado la parte peligrosa de los corredores, entró en un habitáculo y se dispuso a tomarse el descanso que tanto necesitaba...
      Durmió profundamente, sin pesadillas, y despertó después de más de catorce horas de sueño. En seguida continuó la caminata, comiendo sin dejar de andar y preguntándose qué le depararía aquella nueva etapa.
      No iba a tardar mucho en saberlo. Gracias a los mapas sabía que ya había cubierto más de la mitad del recorrido, y por eso no se sorprendió al ver que las paredes de los corredores empezaban a presentar un aspecto áspero e irregular, casi como las de una caverna natural, y muy diferente del acabado perfecto que tenían en Loor y los demás lugares visitados hasta entonces. Sabía que se acercaba a la zona que el hombre había excavado en los primeros días de pánico. Al principio de su huida hacia el interior de la Tierra, no se tomaba el tiempo de pulir las paredes ni de darles la sección rectangular uniforme que tenían los corredores bajos y habitados.
      Aunque no le sorprendió el aspecto de los pasillos, no estaba preparado para lo que vio más adelante. Después de recorrer cinco o seis kilómetros de cavernas tortuosas y angostas, llegó a un pozo muy escondido que conducía hacia arriba en la oscuridad. Vio que había luz y lanzó un suspiro de alivio, pues su lámpara empezaba a mostrar señales de agotamiento. Subió poco a poco por la escalera, con las acostumbradas precauciones. Asomó con cuidado por la boca del pozo, y entonces se halló en el corredor más extraño que hubiera visto nunca.


5

El Corredor de los Estetas

      El corredor donde se hallaba Tumithak estaba más brillantemente iluminado que cualquiera de los que había visto en su vida. Las luces no eran del acostumbrado blanco transparente; lámparas azules y verdes competían con otras rojas y doradas, añadiendo belleza a un escenario que de por sí era lo más hermoso que la imaginación pudiera concebir. Por un momento, Tumithak no llegó a entender de dónde provenía la luz, pues no había pantallas en el centro del techo, como las que él conocía. Poco después halló la explicación del sistema de iluminación, al advertir que las pantallas estaban ingeniosamente montadas en las paredes. La luz indirecta producía un efecto de tenue suavidad.
      Y las paredes... las paredes ya no eran de piedra vitrificada corriente... ¡sino de sillares de purísimo color blanco! Y, por si esta maravilla no bastase para suscitar el asombro del looriano, las paredes aparecían cubiertas de orlas y figuras, esgrafiados y bajorrelieves. No quedaba ni un solo tramo sin decorar en las paredes o el techo, en toda la longitud del corredor. Hasta el suelo mostraba un motivo decorativo en mosaico de varios colores.
      Tumithak había crecido desconociendo la existencia de cosas tales. No había arte en los pasadizos inferiores, jamás había existido. La humanidad lo había olvidado mucho antes de abrir la primera galería de Loor. Por eso Tumithak se quedó anonadado ante las maravillas que veía.
      Aunque predominaban los motivos decorativos geométricos, también había figuras. Mostraban en detalle muchas cosas maravillosas. Tumithak apenas podía creer que fuesen reales, pero allí estaban, y para su mente ingenua, el hecho de verlas representadas demos-
traba que existían de verdad en algún lugar.
      Aquí, por ejemplo, se veía un grupo de hombres y mujeres bailando. Formaban un corro y bailaban alrededor de algo que ocupaba el centro y que no se distinguía bien. Al mirar con más detenimiento, Tumithak volvió a notar que se le ponían los pelos de punta... era un ser con largas patas de arácnido. Desde algún rincón de su subconsciente, una voz le susurró: «Shelk».
      Se alejó de aquel relieve con un confuso sentimiento de repugnancia, y pasó a otro que representaba un largo corredor donde había un objeto cilíndrico que debía medir entre cinco y seis metros de longitud. Iba sobre ruedas, y a su alrededor se congregaba un grupo de seres humanos ansiosos y expectantes, con expresiones de alegría y emoción en sus rostros. Tumithak contempló largo rato los relieves, sin alcanzar a comprenderlos. No tenían sentido. ¡Aquellas personas no parecían temer a los shelks! Halló un mosaico que lo confirmaba. Reproducía de nuevo el largo objeto cilíndrico; al lado del mismo estaban tres seres que no podían ser sino shelks. También aquí los rodeaba un grupo humano.
      En aquellas imágenes aparecía un detalle que impresionó sobremanera a Tumithak. Todas las personas representadas eran obesas. No había nadie que no fuera rollizo y no pesara más de lo normal. El looriano se dijo que probablemente era algo natural en quienes
vivían cerca de la Superficie y por lo visto se hallaban en buenas relaciones con los terribles shelks. Naturalmente, ese pueblo tendría pocos cuidados, salvo vivir y engordar.
      De este modo, meditando y mirando los relieves, siguió adelante hasta ver a lo lejos, en una encrucijada, una forma humana voluminosa. Comprendió que se acercaba a la parte habitada de los corredores. El desconocido dobló el recodo y desapareció. Tumithak se dijo que debía seguir con más cuidado, y avanzó un rato cautelosamente pegado a la pared del corredor, aprovechando todos los escondrijos. Vio miles de cosas que le sorprendieron; en realidad, se hallaba en continuo estado de asombro. Aquí eran unos grandes tapices que colgaban de la pared; allá le daba un vuelco el corazón al tropezar con un grupo de estatuas. Le costó persuadirse de que aquellas piedras talladas no fuesen hombres de verdad.
      Al principio no había cubículos en los lados del corredor, pero más adelante éste se ampliaba hasta una anchura de doce metros y empezaron a verse las entradas a los habitáculos. ¡No eran nichos, sino verdaderos pórticos y las «cortinas» que los cubrían eran de metal! Era la primera vez que Tumithak veía puertas de verdad, pues en Loor las cortinas de arpillera eran lo único que separaba los cubículos y los corredores.
      Tumithak anduvo durante varios minutos más. Los relieves de las paredes eran cada vez más complicados, y la galería más alta y ancha: poco después, Tumithak divisó un grupo de hombres que se acercaban. Como no le convenía ser visto, pensó volverse y desandar el camino, pero luego vio una puerta abierta. Era preciso actuar con arrojo y decisión, o emprender una retirada con escasas perspectivas de éxito. Tumithak no lo pensó mucho, sino que abrió de par en par la puerta y entró.
      Se detuvo un instante y sus ojos, acostumbrados a la brillante luz exterior, tuvieron que adaptarse a la penumbra de la habitación. Luego advirtió que no estaba solo, pues el cuarto se hallaba ocupado por un hombre que, a juzgar por las apariencias, estaba tan espantado por la repentina aparición de Tumithak que se había quedado sin habla. Tumithak aprovechó el manifiesto terror del otro para estudiarlo, y para buscar en el cuarto un modo de escapar u ocultarse.
      El cuarto estaba bastante menos iluminado que el pasillo. La luz provenía de dos pantallas empotradas en la pared, cerca del techo. Las paredes eran de un azul mate uniforme, y en la de atrás había una puerta cubierta por un tapiz que conducía al cuarto interior. Una mesa, un sillón acolchado, una cama y un estante abarrotado de libros constituían el mobiliario del cuarto. Y en el medio de la cama yacía aquel hombre descomunal.
      Era una verdadera montaña de carne. Tumithak calculó que debía pesar unos ciento ochenta kilos. Medía bastante más de un metro ochenta, y su cuerpo desbordaba de la cama que ocupaba, donde habrían cabido sin dificultad tres de los compatriotas de Tumithak. Era un hombre rollizo y colorado; su pelo rubio pálido y su barba acentuaban la rubicundez de su rostro y cuello.
      Pero la deformidad del hombre quedaba compensada por el refinamiento de su vivienda. Ningún hombre de Loor habría soñado tales lujos. Las ropas de aquel desconocido eran de las más finas telas que cupiera imaginar, delicadas gasas teñidas en los tonos más delicados del rosa nacarado, el verde y el azul, que caían vaporosas sobre su cuerpo, suavizando y dando dignidad a su inmensa gordura. Las sábanas eran tan finas y suaves como las vestiduras del hombre, pero en tonos saturados de verde y castaño. La misma cama era un prodigio, un glorioso monumento de metales con aplicaciones diversas, que parecía forjado por algún genial artesano de la Edad de Oro. Y cubría el suelo una alfombra... ¡Y las pinturas de la pared...!
      El hombre recobró de súbito la voz. Lanzó un grito, un chillido agudo y femenino, que contrastaba extrañamente con su descomunal humanidad. Tumithak estuvo en un instante al lado del gordo, poniéndole la punta de la espada en la garganta.
      —¡Cállate! —le ordenó, tajante—. ¡Cállate ahora mismo o te liquido!
      El otro obedeció, y sus gritos se convirtieron en seguida en gemidos involuntarios y ahogados. Tumithak se puso en guardia, temiendo que el grito hubiera sido oído. Después de comprobar que nada turbaba el silencio exterior, depuso su actitud. El gordo habló entonces:
      —Usted es un salvaje —afirmó con voz cargada de terror—. ¡Usted es un salvaje de los corredores bajos! ¿Qué hace aquí, entre los Elegidos?
      Tumithak ignoró la pregunta.
      —Una palabra más, gordinflón —murmuró con energía—, y habrá en estos corredores una boca menos que alimentar. —Miró hacia la puerta y preguntó—: ¿Puede venir alguien aquí?
      El otro quiso responder pero, evidentemente, su miedo le impedía articular las palabras. Tumithak rió con desprecio y notó que le embargaba un extraño júbilo. Al looriano le agradaba ver que alguien le tenía tanto miedo. Ningún hombre había tenido oportunidad de gozar aquella sensación de poderío desde hacía siglos. Tumithak tuvo ganas de hacerle pasar un mal rato al otro, pero luego su curiosidad se impuso. Al darse cuenta de que era la espada lo que más aterrorizaba al gordo, la apartó y la devolvió a su vaina.
      El gordo respiró mejor entonces, pero aún tardó un poco en recodar el habla. Cuando habló, se limitó a repetir su pregunta:
      —¿Qué hace aquí, en los corredores de los Estetas? —dijo en tono temeroso.
      Tumithak lo pensó antes de responder. Sabía que aquella gente no temía a los shelks; por lo visto eran sus aliados. El looriano no estaba seguro de si le convenía fiarse del cobarde obeso pero, al mismo tiempo, le parecía absurdo tener miedo de él o de sus semejantes. Como poseía la fatuidad propia de todo gran genio, a Tumithak le gustaba alardear de su misión, por lo que finalmente respondió:
      —Voy a la Superficie. Vengo del túnel más bajo, tan lejos de aquí que nunca hemos oído mencionar los corredores de los Estetas, como tú los llamas. ¿Eres un Esteta?
      —¡Va usted a la Superficie! —repitió el otro, que perdía rápidamente el miedo—. ¡Pero si no ha sido llamado! Lo matarán sin vacilar. ¿Acaso cree que los Sagrados Shelks permitirán que alguien llegue a la Superficie sin haber sido llamado? ¡Y, para colmo, un salvaje de los corredores inferiores!
      Arrugó la nariz con desdén.
      A Tumithak no le gustó el desprecio que adivinaba en la voz del otro.
      —Oye, gordo —dijo—, yo no necesito el permiso de nadie para visitar la Superficie. En cuanto a los shelks, mi único objetivo cuando llegue a la Superficie será matar uno de ellos.
      El otro lo miró con una expresión que Tumithak no logró descifrar.
      —Usted va a morir pronto —comentó el Esteta con imparcialidad—. Ya no he de tenerle miedo. Es indudable que al decir una blasfemia tan inaudita, queda condenado tan pronto como la pronuncia. —Se retrepó en la cama mientras hablaba y miró con curiosidad a Tumithak—. ¿De dónde, oh Salvaje, has sacado una idea tan absurda?
      El looriano quizá se habría enfadado ante el tono de su interlocutor, si la pregunta no le hubiera dado un pretexto para abordar su tema preferido. Le narró al Esteta toda la historia de su misión. Éste escuchaba con atención, tan interesado en apariencia, que Tumithak fue animándose cada vez más.
      Habló de su infancia, del hallazgo del libro, de la inspiración que éste le proporcionó. Habló de sus años de preparación para aquel viaje, y de las aventuras que había corrido desde su salida de Loor.
      Era extraño el interés del gordo, pero a Tumithak, absorto en la historia de su misión, no se le ocurrió pensar que el Esteta estaba ganando tiempo. Por eso, cuando terminó su narración, quiso saber cosas acerca de los Elegidos que vivían en los corredores de mármol.
      —Nosotros, los que vivimos en estos corredores —comenzó el Esteta—, somos los elegidos de la raza humana porque poseemos lo único que los Sagrados Shelks no tienen: el talento para crear belleza. Aunque los Amos son poderosos, carecen de capacidad artística. Sin embargo, saben juzgar el mérito de nuestro arte, y por eso han dejado en nuestras manos el procurarles las bellezas de la vida. Ellos nos encargan todas las grandes obras artísticas que decoran sus maravillosos palacios de la Superficie. Las obras maestras que has visto en las paredes de estos corredores han sido realizadas por mí y por mis conciudadanos. Los bellos cuadros y las estatuas que verás luego en nuestra plaza central son obras devueltas por los Sagrados Shelks. ¿Puedes imaginar la belleza de las piezas aceptadas, de. las que han llegado a la Superficie? A cambio de nuestro trabajo, los shelks nos alimentan y nos facilitan todos los lujos imaginables. De toda la humanidad, hemos sido elegidos como los únicos dignos de ser amigos y compañeros de los amos del mundo.
      Se detuvo un instante, agotado por lo que para él era, sin duda, un discurso excepcionalmente largo. Después de tomar aliento unos minutos, prosiguió:
      —Aquí, en estos pasillos de mármol, nacemos y somos educados los Estetas. Sólo trabajamos en nuestro arte, y sólo cuando deseamos hacerlo. Nuestras obras son cuidadosamente analizadas por los shelks, y las mejores se conservan. Los artistas que producen estas obras... escúchame con atención, salvaje... ¡los artistas que producen esas obras son llamados para formar parte de la gran comunidad de Elegidos que viven en la Superficie, y pasan el resto de sus vidas decorando los magníficos palacios y jardines de los Sagrados Shelks! Son los más afortunados, pues saben que sus obras son elogiadas por los mismísimos Señores de la Creación. —Jadeaba de esfuerzo después de haber hablado tanto, pero continuó con decisión—: ¿Te extraña, pues, que nos sintamos superiores a los hombres que han llegado a ser poco más que animales, poco más que conejos agazapados en sus madrigueras a muchos kilómetros bajo el suelo? ¿Te asombra que...?
      Su discurso fue interrumpido por un sonido que llegaba del exterior. Era una sirena, cuyo tono se hizo cada vez más agudo, hasta que pareció superar la máxima frecuencia que puede captar el oído humano. Con súbita prisa, el Esteta se volvió de costado. Intentó bajarse de la cama, consiguiéndolo después de varias tentativas. Anduvo con torpeza hasta la puerta y luego se volvió.
      —¡Los Amos! —gritó—. ¡Los Sagrados Shelks! Han venido para llevarse otro grupo de artistas a la Superficie. Sabía que iban a venir pronto. Salvaje, y por eso he soportado tu larga y aburrida historia. Intenta escapar si puedes, aunque sabes tan bien como yo que nada escapa a los Amos. ¡Y ahora voy a decirles que estás aquí!
      Cerró de un portazo la puerta en las narices de Tumithak y desapareció.

      Tumithak se quedó en la habitación, incapaz de moverse. Le parecía increíble que los shelks estuvieran tan cerca. Estaba seguro de que la puerta se abriría de un momento a otro; los espantosos seres arácnidos entrarían en tropel y acabarían con su vida. Se vio en una trampa sin posibilidad de escapatoria. Tembló de miedo, pero luego y como siempre, se avergonzó de su reacción y procuró dominarse. Aún temblando fuertemente a causa de lo que estaba a punto de hacer, se acercó a la puerta y la observó con cuidado. Había decidido que más valía tratar de escapar por el corredor, y no esperar allí a ser capturado por los shelks. Le costó varios minutos el descubrir cómo funcionaba el cerrojo, pero luego abrió la puerta y salió al corredor.
      Por fortuna, no había nadie en la zona donde estaba Tumithak, pero a lo lejos aún se veía al obeso Esteta meneándose pesadamente. Otros, casi tan gordos como él, se le acercaban; todos avanzaban con tanta rapidez como les permitía su gran peso, evidentemente hacia la plaza de la ciudad. Tumithak los siguió a distancia prudencial y, poco después, vio que enfilaban otro pasillo. Se aproximó con cuidado a la encrucijada, y decidió matar cuanto antes al gordo que pensaba traicionarlo. Hizo bien al acercarse con cautela, pues cuando se asomó vio que estaba a menos de treinta metros de la plaza mayor.
      Jamás había visto una plaza semejante. Era una inmensa bóveda circular de más de cien metros de diámetro, cuyo suelo de mármol teselado y paredes con relieves ofrecían un espectáculo que obligó a Tumithak a ahogar un grito de admiración. Había estatuas montadas sobre pedestales de diferentes colores, y maravillosos tapices colgaban de los muros. La plaza estaba casi abarrotada de Estetas, ya que había más de quinientos.
      Mas no fue la bóveda, ni su decoración, ni sus ocupantes lo que más impresionó a Tumithak. Sus ojos estaban fijos en el gran cilindro de metal que se hallaba en el centro. Era idéntico al que había visto en bajorrelieve a su llegada: de cinco o seis metros de longitud, montado sobre cuatro gruesas ruedas y, según acababa de ver, provisto de una abertura redonda en la parte superior.
      Mientras miraba, varios objetos salieron volando por la abertura y aterrizaron suavemente delante de la multitud. Uno tras otro, como muñecos de una caja de resorte, salieron de la abertura y, cuando tocaban ágilmente el suelo, los Estetas prorrumpían en una
ovación. Tumithak retrocedió precipitadamente; luego, cuando su curiosidad pudo más que su cautela, se atrevió a mirar de nuevo hacia la rotonda. ¡Por primera vez en más de cien años, un hombre de Loor veía un shelk!
      Su alzada era como de un metro veinte, y en efecto parecían arácnidos, como relataba la tradición. Vistos de cerca, no obstante, se advertía que el parecido era sólo superficial. Aquellos seres no eran peludos, y tenían diez patas en lugar de las ocho que posee un verdadero arácnido. Las patas eran largas, con tres articulaciones, y al extremo de cada una se veía una garra corta y rudimentaria, muy semejante a una uña. Dichas patas se distribuían cinco a cada lado, y se unían con el cuerpo entre la cabeza y el abdomen. Éste era muy parecido al de una avispa y aproximadamente del mismo tamaño que la cabeza, que, por cierto, era lo más sorprendente de aquellos seres.
      En efecto, era una cabeza humana: los mismos ojos, la misma frente ancha, una boca de labios apretados y delgados, y la barbilla, daban a la cabeza de los shelks una sorprendente expresión humana. Sólo faltaban la nariz y el cabello para que el rostro fuese enteramente el de un hombre.
      Mientras Tumithak miraba, ellos pasaron a ocuparse del asunto que los traía al mundo subterráneo. Uno de ellos sacó un papel de una bolsa que colgaba de su cuerpo, lo cogió con habilidad entre dos de sus extremidades y comenzó a hablar. Su voz tenía un timbre raro y metálico, pero a Tumithak no le resultó difícil entender lo que decía.
      —¡Hermanos de los Túneles! —gritó—. Ha llegado el momento de que otro grupo de entre los vuestros construya su hogar en la Superficie. Los amigos que os dejaron la semana pasada esperan con impaciencia vuestra llegada, y sólo nos resta pronunciar los nombres de aquéllos en quienes ha recaído el gran honor. Prestad atención; los que sean llamados, que entren en el cilindro. —Hizo una pausa para asegurarse de que sus palabras habían sido comprendidas y luego, en medio de un silencio impresionante, empezó a leer los nombres—: ¡Korystalis! ¡Vintiamia! ¡Lathrumidor!
      Uno tras otro, los corpulentos hombres de elefantiásico aspecto se adelantaron y treparon por una pequeña escalera que se había desplegado desde el cilindro. Tumithak vio que el tercero de los llamados era su interlocutor de antes. La expresión de su rostro, lo mismo que la de los demás, era de sorpresa y alegría, como si un suerte increíble acabase de favorecerle.
      Tumithak estaba tan distraído observando a los shelks y a su vehículo, que había olvidado la amenaza del Esteta. Cuando vio que éste se acercaba a los shelks, el looriano tuvo un movimiento de terror, aunque no pudo despegar los pies del suelo, como si estuvieran clavados, Pero su temor era vano, pues, por lo visto, la inesperada fortuna había borrado cualquier otro pensamiento de la mente sencilla del Elegido, en vista de que subía al cilindro sin hablar una sola palabra con los shelks que lo rodeaban. Tumithak lanzó un gran suspiro de alivio cuando lo vio desaparecer por el agujero.
      Seis eran los shelks, y seis Estetas fueron llamados; al oír sus nombres corrían para trepar, entre jadeos y resuellos, y meterse en el vehículo. Cuando todos hubieron pasado por la abertura redonda, los shelks se volvieron y los siguieron. Una tapa cubrió la boca de acceso, y se hizo el silencio en el corredor. Al poco, los demás Estetas empezaron a dispersarse. Como algunos entraban en el pasillo donde estaba escondido Tumithak, se vio obligado a retroceder y meterse en un habitáculo para no ser descubierto.
      Temía que entrase algún Esteta y lo descubriera, pero esta vez la suerte le sonrió. Al cabo de un rato miró y halló vacío el corredor. Salió y regresó rápidamente a la plaza. No quedaban Estetas en ella, pero, por algún motivo, el cilindro seguía en el mismo lugar. De improviso, Tumithak concibió una idea cuya misma audacia lo estremeció.
      ¡Era evidente que los shelks venían de la Superficie en aquel vehículo! Y en él regresarían. ¿No había dicho el Esteta, a quien los shelks llamaban Lathrumidor, que algunas veces los artistas eran llamados para vivir en la Superficie con los shelks? Sí; indudablemente, el cilindro estaba a punto de regresar a la Superficie. Y, con repentina e inspirada decisión, Tumithak supo que viajaría en él.
      Avanzó con rapidez y se aferró a la parte posterior de la máquina, buscando apoyo en los escasos salientes que logró encontrar. ¡En ese preciso instante, cuando apenas había logrado asirse a la máquina, ésta comenzó a moverse sin ruido, corriendo vertiginosamente por el túnel!


6

La muerte del shelk

      Aquella travesía fue para Tumithak una caleidoscópica sucesión de imágenes renovadas sin cesar. El cilindro avanzaba con tanta velocidad que sólo de vez en cuando, al reducir para doblar un recodo o recorrer una galería excepcionalmente estrecha, podía levantar la cabeza y mirar a su alrededor.
      Pasaron por corredores más intensamente iluminados que los que Tumithak había visto hasta entonces. Vio galerías de metal, pulidas y resplandecientes, y corredores de roca sin labrar, donde las sacudidas al pasar sobre las irregularidades del piso lo pusieron en peligro de ser derribado de su precaria posición.
      En una ocasión recorrieron lentamente un pasadizo de mármol, flanqueado por dos hileras de Estetas que entonaban un sonoro y solemne himno a medida que pasaba el coche de los shelks. Tumithak creyó que lo descubrirían, pero si alguno de los cantores lo vio no hizo caso, suponiendo tal vez que iba prisionero de los shelks. Ya no hallaron más encrucijadas; el único camino a la superficie era el ancho túnel principal que seguía la máquina. Tumithak estaba cada vez más cerca de su meta.
      Aunque la velocidad del coche no era excesiva en comparación con la de los coches que empleamos hoy, hemos de recordar que la máxima velocidad que podía imaginar el looriano era la de un atleta humano. Por eso le parecía viajar en alas del viento, y su alivio no tuvo limites cuando el coche redujo la velocidad, permitiéndole saltar al suelo en una zona del túnel que tenía trazas de estar deshabitada desde hacía muchos años. Había abandonado toda intención de continuar el viaje, y sólo deseaba abandonar aquella empresa endemoniada que tan temerariamente había comenzado.
      Tumithak decidió quedarse un rato donde había caído, al menos lo necesario para recobrar sus facultades embotadas. Entonces vio que el coche de los shelks se había detenido a menos de cien metros de distancia. Al punto se puso en pie para lanzarse hacia la
primera puerta abierta que encontrase. El habitáculo en que entró estaba lleno de polvo y sin muebles; sin duda, llevaba mucho tiempo desocupado. Pareciéndole que allí no corría peligro, Tumithak se acercó a la puerta y miró.
      Al instante vio que la puerta o escotilla de la parte superior del coche estaba abierta, pero pasaron varios minutos antes de que comenzaran a salir los pasajeros. Asomó primero la gorda cabeza de uno de los Estetas, que se dejó caer dificultosamente por el costado del coche. Le siguió un shelk, que saltó ágilmente al suelo, y de este modo el coche fue vaciándose hasta que los doce ocupantes se encontraron en la galería; luego todos se volvieron y entraron en un habitáculo, el único del que colgaba una cortina para cubrir la entrada.
      Tumithak esperó un rato en su escondite, calculando su próximo movimiento. Su timidez instintiva le aconsejaba permanecer oculto, esperar varios días si fuese necesario, hasta que los shelks regresarían a su máquina y partieran. En cambio, su curiosidad le impulsaba a descubrir qué hacía aquel grupo tan heterogéneo detrás de la gran puerta cubierta por un tapiz. Y su prudencia le indicaba que, si pensaba proseguir su búsqueda, lo mejor era continuar en seguida por el túnel, mientras los shelks aún estuvieran dentro del habitáculo... pues sabía que se hallaba cerca de la superficie, de la meta que había perseguido tanto tiempo.
      Su buen juicio ganó y eligió esta última solución, olvidándose del grupo. Salió del cuarto y echó a correr, ligero y silencioso. Pero cuando llegó frente al gran umbral y vio que era fácil ocultarse allí, decidió echar una última mirada a los shelks y sus extraños amigos antes de continuar. Uniendo la acción a la idea, se acercó, entreabrió las cortinas, las corrió un poco y miró.
      Lo primero que llamó su atención fue el tamaño desmesurado del cubículo. Debía medir veinticinco metros de longitud y doce de anchura, por lo que le pareció un cuarto realmente enorme al looriano; en la penumbra no se alcanzaba a ver el techo. Era tan alto que las lámparas, dispuestas en las paredes a la altura del hombro, no alumbraban la parte superior. Tumithak tuvo la extraña impresión de que no había techo, de que las paredes se elevaban cada vez más, hasta alcanzar la Superficie. Sin embargo, no pudo entretenerse en analizar esta posibilidad, pues apenas se le había ocurrido sus ojos se fijaron en la mesa. Era una enorme mesa baja, cubierta con un mantel de nivea blancura y llena de cosas raras que Tumithak notó ser alimentos. Pero el looriano los miró con sorpresa, pues eran alimentos de los que jamás había oído hablar, que sus antepasados no habían conocido durante muchas generaciones: las mil y una viandas suculentas de la Superficie. Alrededor de la mesa había una docena de divanes bajos, en algunos de los cuales estaban reclinados los Estetas, comiendo con enorme apetito.
      Cosa rara, los shelks no tomaban parte en el banquete. Cada uno de los corpulentos artistas tenía un shelk a su espalda. Para Tumithak, había algo de mal agüero en aquella actitud. Observaban en silencio todos los movimientos de los Estetas. Pero los que se llamaban a sí mismos Elegidos estaban a sus anchas, atracándose de comida y cambiando gruñidos de satisfacción entre sí. Tumithak tuvo que apartar la mirada, ante tan desagradable escena.
      De súbito se oyó una orden tajante del shelk situado detrás de la cabecera de la mesa. Los Estetas alzaron la vista, consternados, con expresiones de ansiedad y lastimera incredulidad en sus rostros. Pero antes de que pudieran moverse o lanzar un grito, los shelks se habían abalanzado sobre ellos, buscando y hallando infaliblemente con sus bocas de labios delgados las yugulares, bajo los pliegues de carne de los gruesos cuellos de los gordos.
      Los artistas forcejearon en vano; su resistencia débil y torpe no les sirvió de nada. Los ágiles shelks rechazaron fácilmente los brazos de los que intentaban defenderse, mientras sus dientes se clavaban cada vez más profundamente en la carne. Tumithak se ahogaba de espanto. Como en un trance, vio que los movimientos de los Estetas se hacían más lentos, hasta cesar del todo. La cabeza le daba vueltas. ¿Cuál... cuál podía ser el significado de aquello en Venus? ¿Qué relación había entre aquella escena espantosa y la larga explicación que Lathrumidor le había dado en los corredores de mármol sobre las vidas de estas personas? Observó la escena horrorizado, incapaz de apartar los ojos de ella.

      Los Estetas estaban yertos. Los shelks se apartaron y dio comienzo una febril actividad. Sacaron de debajo de la mesa varios cántaros transparentes de gran tamaño, y media docena de máquinas provistas de largas mangueras. Éstas fueron ajustadas a las heridas de los cuellos de los Estetas, y Tumithak vio que la sangre era extraída rápidamente de los cuerpos y traspasada a los cántaros.
      A medida que éstos se llenaban de líquido, los cuerpos de los Estetas decaían como globos de los que se escapa el aire. Poco después yacían en el suelo alrededor de la mesa, pálidos y arrugados. Los shelks no parecían excitados por su tarea; por lo visto era cosa de rutina. Sus serenos y rápidos movimientos multiplicaron el terror de Tumithak. Al fin éste superó la especie de parálisis que lo atenazaba, se volvió y se alejó a toda prisa. Subió cada vez más rápido por el corredor, y por último, agotado y jadeante, incapaz de dar un paso más, cruzó una puerta abierta y se echó en el suelo del apartamento, exhausto, anonadado.
      Poco a poco recobró el dominio de sí, la respiración y, más tarde, algo de valor. Censuró severamente su propia cobardía, y eso que aún temblaba al recordar el terrible espectáculo que había presenciado. A medida que se tranquilizaba empezó a considerar el significado de lo que había visto. Lathrumidor el Esteta le había hecho creer que los shelks eran amables protectores de los artistas geniales. Había dicho que el viaje a la Superficie era el honor supremo en la vida de un Esteta. El shelk que había hablado en la rotonda también dio a entender lo mismo. Por alguna razón desconocida, en la primera ocasión que se les presentó después de salir de la ciudad, los shelks habían asesinado a sus obedientes siervos, con arreglo a un rito que parecía habitual en ellos. Por más que se devanaba los sesos, Tumithak no lograba explicarse la evidente contradicción. Se encogió sobre sí mismo en el cubículo, trastornado por la monstruosidad de las aventuras de aquella jornada, y durmió con sueño agitado.
      No era extraño que Tumithak quedase trastornado por tan raros acontecimientos. No conocía relaciones entre animales que le sirvieran como término de comparación para entender la que existía entre los Estetas y los shelks. En los túneles no había animales domésticos, y hacía siglos que el hombre había perdido todo recuerdo de ellos. Tendrían que transcurrir muchos siglos más antes de que volvieran a familiarizarse con ellos. Por eso, Tumithak no conocía nada parecido a las condiciones en que los shelks tenían a los Estetas.
      Hoy sabemos lo que eran: ¡ganado! Mantenidos en un sentimiento de falsa seguridad mediante mentiras hipócritas, seleccionados durante siglos hasta obtener la estupidez sanguínea y bovina que los caracterizaba, carentes de medios intelectuales salvo el instinto artístico que los shelks despreciaban, al cabo de muchas generaciones habían pasado a ser víctimas propiciatorias de las Bestias de Venus.
      Por una extraña combinación de las mentiras de los shelks con su propio engreimiento desmedido, se habían acostumbrado a esperar desde su primera infancia ese día feliz en que serían trasladados a la Superficie... para convertirse, sin saberlo, en alimento de sus amos. Así eran los Estetas, tal vez la más extraña de las diversas razas humanas obtenidas mediante selección por los shelks.
      Nada de esto se hallaba al alcance de la comprensión de Tumithak... o de cualquier otro hombre de su generación. Por ese motivo, después de despertar, reanudó su caminar sin entender todavía la extraña relación. Pero cuando una mente semisalvaje no puede resolver una dificultad, la olvida en seguida: poco después Tumithak avanzaba con la mente en paz.
      Desde el corredor de los Estetas cantores y la vertiginosa travesía, Tumithak no había visto señales de vida. Las galerías donde se hallaba quedaban demasiado cerca de la Superficie como para estar habitadas por el hombre. Por eso, Tumithak no halló a nadie en ellas y recorrió varios kilómetros sin ser molestado. El corredor terminaba sin otra salida sino una escalera de metal empotrada en la pared, que se elevaba hacia las tinieblas. Lleno de excitación contenida y latiéndole el corazón desenfrenadamente, Tumithak empezó a subir por el que, como sabía, era el último pozo antes de llegar a la Superficie. Salió a un corredor de extraña piedra negra, sacó de la bolsa el último regalo de su padre y emprendió la pendiente ascendente, sujetando cuidadosamente su arma. El paso era el más estrecho que había visto Tumithak y, a medida que caminaba, las paredes se acercaban aún más, hasta quedar separadas por unos sesenta centímetros de ancho. La pendiente se hizo cada vez más empinada y por último se convirtió en una escalera. Tumithak subió los escalones, con el corazón latiéndole más rápido por momentos. Finalmente vio su meta. Hacia delante, muy lejos en lo alto, brillaba una luz mucho más poderosa que la de los corredores y de un extraño color rojizo. Tumithak supo, mientras la miraba sobrecogido, que aquella era la luz de la Superficie.
      Se apresuró; la altura del techo era cada vez menor, y no tuvo más remedio que agacharse para franquear los últimos metros. Por último llegó al final de la escalera y se vio en un túnel superficial, a menos de un metro y medio de profundidad. Levantó la cabeza y dejó escapar una débil exclamación de absoluta incredulidad.  
      Porque Tumithak acababa de ver la Superficie.

      La enormidad de la escena fue lo que más espantó al looriano. Le parecía haber salido a un domo o túnel gigantesco, tan enorme que ni siquiera se abarcaba su inmensidad. El techo y las paredes se unían formando una estupenda bóveda, semejante a un cuenco invertido, cuyos bordes tocaban el suelo en una línea tan lejana, que era absolutamente increíble. En muchos lugares el techo y las paredes eran de un azul maravilloso, el color de los ojos de una mujer. Ese azul brillaba como una joya y estaba veteado de grandes manchas algo donosas de color blanco y rosado; mientras miraba, Tumithak creyó observar que esas enormes manchas onduladas se movían y cambiaban de forma lentamente.
      Incapaz de apartar los ojos del cielo, el asombro y el respeto de Tumithak iban convirtiéndose en un gran temor. Cuanto más miraba, más lejos parecía estar la gran cúpula, pero al mismo tiempo le rodeaba de modo misterioso y terrible. Un instante después tuvo la certeza de que las grandes manchas onduladas se movían, y experimentó la espantosa sensación de que estaban a punto de caer y aplastarlo. Enfermo y aterrorizado por la grandiosidad del escenario que se abría ante él, regresó al túnel y se encogió contra la pared, temblando, presa de un pánico desconocido e irracional. Como había nacido en los limitados confines de las galerías, y había vivido toda su vida bajo tierra, cuando vio por primera vez la Superficie, Tumithak fue víctima de la agorafobia, ese curioso temor a los espacios abiertos que hoy todavía padecen algunas personas.
      Su mente tardó casi una hora en rehacerse. ¿Había caminado tanto, se dijo a sí mismo, para volverse tan sólo por temor ante este aspecto de la Superficie? Ciertamente, si aquella gigantesca bóveda azul y manchada pudiera caerse, no habría esperado a que apareciera él. Respiró hondo, la razón prevaleció al fin, y volvió a salir.
      Esta vez sus ojos evitaron el cielo, y procuró fijarlos en el suelo del «habitáculo». Cerca del túnel el suelo estaba compuesto de polvo pardo y grueso, pero poco más allá éste se hallaba cubierto por una sorprendente alfombra, hecha con millares de largos pelos verdes y tupidos que ocultaban totalmente el suelo polvoriento. Un poco más lejos se veía un grupo de columnas altas e irregulares, cuya parte superior desaparecía entre un inmenso manojo de cosas verdes, del mismo color y aspecto que la alfombra.
      Cuando Tumithak miró más allá de la hierba y los árboles, vio una maravilla que superaba a todas las que había visto. Colgando de la cúpula, sobre los árboles, aparecía la gran lámpara de la Superficie, un orbe brillante y cegador que iluminaba con su luz roja la inmensidad.
      Mudo de asombro, Tumithak contempló la primera puesta de Sol de su vida. Volvió a sentirse mareado y enfermo por efecto de la agorafobia; pero la belleza de aquella visión le hizo olvidar su temor y lo tranquilizó gradualmente. Poco después volvió la mirada al lado opuesto... ¡y allí, alzándose a gran altura, estaban las casas de los shelks!
      Hasta donde abarcaba la vista, había doce torres a modo de obeliscos. Sus paredes de metal lanzaban reflejos rojos bajo la luz del sol poniente. No todas eran verticales, pues el extraño e inhumano sentido artístico de los shelks les hacia preferirlas en distintos ángulos desviados de la perpendicular, algunas hasta treinta grados. Eran de distinta altura, entre quince y sesenta metros, y de la parte superior colgaban largos cables que unían entre sí todas las torres. Carecían de ventanas, y el único acceso era una abertura redonda situada en la parte inferior. Puesto que ninguna de las torres tenía más de cuatro metros y medio de circunferencia, presentaban un aspecto comparable al de un puñado de agujas gigantescas.
      El looriano no habría sabido decir cuánto tiempo estuvo contemplando la sorprendente ciudad. De todas aquellas maravillas, la más notable fue el ocaso, el aparente hundimiento de la gran luz roja en el suelo. Cuando el Sol hubo desaparecido, Tumithak siguió mirando atentamente las paredes, que todavía brillaban con rojo resplandor... Y entonces...
      Tumithak no había oído ruido alguno. Aunque estaba absorto, sus sentidos permanecían instintivamente alertadas, y no había oído nada. Luego oyó un áspero crujido a su espalda, y una voz chillona y metálica ordenó con espasmódica pronunciación:
      —¡Regresa... a... ese... agujero!
      A Tumithak se le heló la sangre cuando vio al shelk, que estaba a dos pasos.
      Para el looriano, aquel instante fue tan largo como un año. Al volverse para hacer frente a la bestia, mil pensamientos cruzaron por su mente. Recordó a Nikadur y a Thupra, y pensó en los muchos años que habían pasado juntos; pensó en su padre e incluso en su madre, a la que apenas recordaba; más extraño aún, pensó en el enorme yakrano, en cómo lo había empujado al pozo, y cómo había gritado mientras caía. Todos esos recuerdos pasaron por su mente mientras se volvía y levantaba el brazo para protegerse. La acción fue totalmente instintiva; era como si no tuviese el menor dominio de su cuerpo. Algo ajeno a él, o superior a él, le hizo flexionar los dedos. Al hacerlo, el revólver, último de los tres regalos de su padre, escupió llamas y estampidos. Como en sueños, lo oyó ladrar una, dos, tres... siete veces... ¡y el cadáver del shelk cayó dentro del túnel!
      Durante unos momentos, el héroe se quedó mirándolo estúpidamente. Luego, dándose cuenta de que había llevado a cabo su misión, se dejó invadir por un inmenso júbilo. Desenvainó rápida mente la espada y se puso a cortar las diez largas patas del shelk; mientras lo hacía, tarareó el himno de guerra que cantaban los loorianos cuando marchaban contra los yakranos. Se oían súbitos ruidos y tintineos procedentes de las casas de los shelks, pero él siguió despedazando sistemáticamente a su víctima, hasta separar la cabeza del cuerpo.
      Al notar que las voces de los shelks se acercaban, guardó la ensangrentada cabeza en la pechera de su túnica y bajó como el viento los escalones del pasadizo.


7

El poder y la gloria

      Tumlook de Loor, padre de Tumithak, estaba sentado a la entrada de su habitáculo, mirando hacia el corredor. Durante las últimas semanas había llevado una vida solitaria y, aunque sus amigos habían intentado darle ánimos con la charla optimista de costumbre, sabía que todos estaban seguros de que su hijo jamás regresaría. Ni los más atrevidos osaban asegurar que Tumithak lograría llegar más allá de Yakra.
      Tumlook no ignoraba esa opinión de sus amigos y empezaba a creer lo mismo que ellos, aunque hacían cuanto les era posible para darle a entender que esperaban cosas maravillosas de su hijo. Se preguntó por qué había permitido que el joven emprendiera una
empresa tan descabellada. ¿Por qué no había sido más severo con él, quitándole la idea de la cabeza cuando aún se hallaba a tiempo? Por eso estaba allí sentado, abrumándose a reproches, mientras esperaba la hora de acostarse y la vida de Loor pasaba por su lado como un torrente irregular y tumultuoso.
      Su rostro se animó un poco. Por el corredor se acercaban los dos enamorados cuya larga amistad con Tumithak era un vínculo que Tumlook, en cierto modo, había heredado. Nikadur saludó y, cuando llegaron, Thupra se puso de puntillas y lo besó impulsivamente en la mejilla.
      —¿Ha sabido algo de Tumithak? —salió la pregunta que casi había pasado a ser un saludo entre ellos.
      Tumlook meneó la cabeza.
      —¿Crees que eso es posible? —preguntó—. Después de tantas semanas, hay que darlo por muerto.
      Pero Thupra no estaba dispuesta a dejarse desalentar. En efecto, en todo Loor ella era la única que conservaba la confianza, casi la certeza, de que Tumithak estaba vivo y retornaría triunfante.
      —Regresará —dijo—. Estamos seguros de que llegó a Yakra. ¿No ha contado Nennapuss lo del gigante que hallaron muerto al pie de un pozo yakrano? Si Tumithak pudo vencer a un hombre como ése, ¿quién podría vencerlo a él?
      —Puede que Thupra tenga razón —intervino Nikadur seriamente––. En Nonone se rumorea que hubo un gran pánico en Yakra, durante el cual, según se dice, un hombre de estos corredores pasó por la ciudad. Esos rumores son vagos y tal vez sean sólo habladurías, pero también es posible que Tumithak llegara a los Corredores Tenebrosos.
      —Sé que Tumithak regresará —repitió Thupra—. Es fuerte y...
      Se interrumpió; al fondo del corredor sus oídos percibieron un ruido, y prestó atención. Luego lo oyó también Nikadur, y por último hasta el propio Tumlook. Era un grito, un clamor lejano que se intensificó mientras escuchaban. Varios paseantes lo oyeron también y se detuvieron; luego dos hombres pasaron corriendo en dirección al lugar de donde provenía el clamor. Nuestros tres amigos intentaron captar lo que decían. Más hombres corrían por el túnel buscando el origen del ruido.
      —¡Vamos! —gritó de súbito Nikadur, con una expresión de angustia en el rostro—. Si es una invasión de los yakranos...
      Sin hacer caso de Thupra, salió corriendo. Tumlook sólo se demoró lo necesario para entrar en el cuarto y proveerse de armas.
      Thupra no pensaba quedarse atrás. En seguida alcanzó a Nikadur y, pese a sus objeciones, insistió en acompañarlo. De este modo los tres, en compañía de otros muchos, corrieron hacia el origen del tumulto.
      Tropezaron con un hombre que corría en sentido opuesto.
      —¿Qué pasa? —coreó una docena de voces.
      La respuesta del hombre fue un balbuceo incomprensible, mientras seguía corriendo. La ignorancia de la multitud no iba a durar mucho, porque al doblar el próximo recodo vieron la causa del alboroto.
      Por el corredor avanzaba una procesión increíble. Un grupo de loorianos abría el desfile, bailando y gritando como locos. Les seguía un personaje conocido: Nennapuss, jefe de los nonones, y su séquito de oficiales. Detrás de Nennapuss venía prácticamente toda la población de Nonone, todos muy excitados y hablando a gritos con los loorianos que iban encontrando. Pero éstos no miraban a los nonones, sino a los que venían detrás. A los hombres de Nennapuss les seguía una multitud de yakranos, y todos enarbolaban un bastón con un trapo blanco (que todavía, después de tantos siglos, simbolizaba una tregua). Datto, el hercúleo jefe de los yakranos, estaba allí, y también su gigantesco sobrino Thorp, y otros muchos a quienes los loorianos conocían por los relatos de los nonones. Y luego, a hombros de dos de los yakranos más fuertes, venía... ¡Tumithak!
      Pero cuando los ojos de los loorianos contemplaron a Tumithak, ya no vieron nada más. Pues el espectáculo era tan increíble, que les costó convencerse de que no estaban soñando.
      Venía ataviado con unas ropas que a todos les parecieron hermosas más allá de toda ponderación. Eran telas finísimas, gasas vaporosas teñidas en los tonos más delicados del rosa nacarado, el verde y el azul. Caían vaporosamente, adhiriéndose a su cuerpo y dándole el aspecto de un dios. Ceñía su cabeza con una banda de metal no muy distinta de una corona; una banda como las que, según la leyenda, solían usar los reyes de los shelks.
      ¡Y lo más increíble era que tenía el brazo en alto, y sostenía en la mano la arrugada cabeza de un shelk!
      Tumlook, Nikadur y Thupra se unieron automáticamente a la muchedumbre. Un momento antes bajaban por el corredor hacia la increíble procesión; al siguiente ésta los había absorbido, y ellos imitaban a la multitud vociferante y entusiasta que reía y se abría paso hacia la plaza mayor de Loor.
      Llegaron a la encrucijada de los dos túneles principales y formaron un gigantesco corro, cuyo centro ocupaban Tumithak y los yakranos.
      La multitud siguió alborotando un rato; luego Tumithak subió al pedestal de piedra tradicionalmente reservado a los oradores y levantó la mano reclamando silencio. La calma se impuso casi en seguida, y en ese silencio se oyó la voz de Nennapuss, maestro de ceremonias nato.
      —¡Amigos de Loor! —gritó—. El día de hoy quedará para siempre en los archivos de las tres ciudades de los corredores bajos. Hacía incontables años que las tres ciudades no se reunían pacíficamente y para lograr esto ha sido necesario un acontecimiento tan fantástico, que resulta casi increíble. Porque, al fin, un hombre ha matado un shelk...
      Fue interrumpido por la sonora voz de Datto, el orgulloso jefe de los yakranos.
      —¡Basta! —rugió—. Hemos venido aquí para honrar a Tumithak, el looriano que ha matado un shelk. Cantemos himnos de alabanza. Nosotros, los jefes, inclinémonos ante él, Nennapuss, y llamemos a los jefes de Loor para que también se inclinen ante él, pues no habría dado muerte a un shelk si no fuese mucho más grande que todos nosotros.
      Nennapuss se mostró algo molesto al ver que no le dejaban practicar su afición preferida. Pero antes de que pudiera responder, Tumithak se puso a hablar. Al oírlo, el yakrano y el nonone escucharon con respeto.
      —Compañeros loorianos —comenzó—, hermanos de Nonone y de Yakra, no fue para ganar honores por lo que viajé hasta la Superficie y maté a la bestia cuya cabeza tengo en esta mano. Desde niño he creído que los hombres podían luchar contra los shelks. La ambición de mi vida era demostrar a todos esa verdad. Indudablemente, ningún ciudadano de Loor es menos valiente que yo. Pero muchos me consideraban sólo un soñador. Y os aseguro que no era mucho más. ¿No comprendéis que el hombre no es la criatura débil e insignificante que suponéis? ¡Vosotros, los yakranos. jamás os habéis inclinado aterrorizados cuando los hombres de Loor os atacaban! Loorianos, ¿alguna vez habéis temblado en vuestros habitáculos cuando los yakranos invadían los corredores? ¡Pero la palabra «shelk» os hace huir a vuestros hogares llenos de pánico! ¿No comprendéis que esos shelks, aunque poderosos, no son más que criaturas mortales como vosotros? Escuchad ahora la historia de mis hazañas, y decidme si hice algo que vosotros no pudierais alcanzar.
      Comenzó a narrar sus aventuras. Cuando habló de su paso por Yakra, los loorianos aplaudieron y hubo silencio entre los habitantes de Yakra; luego habló de los Corredores Tenebrosos, y los yakranos aplaudieron también cuando contó lo de la matanza de los perros. Habló de los corredores de los Estetas y describió con gran lujo de detalles las bellezas que había visto allí, esperando despertar en ellos el deseo de poseerlas.
      Cuando intentó hablarles de la Superficie, le faltaron palabras; con el limitado vocabulario de los corredores, era prácticamente imposible narrar la muerte del shelk. Por último, relató su regreso.
      —Por algún motivo, los shelks no me siguieron y llegué sin dificultad a los primeros corredores de los Estetas. Allí me descubrieron y tuve que luchar con seis gordos antes de proseguir. Los maté a todos —Tumithak, con su sublime vanidad inconsciente, olvidaba explicarles cuan fácil había sido acabar con sus voluminosos adversarios—, les quité estas ropas y seguí mi camino. Pasé otra vez por los Corredores Tenebrosos, pero nadie se me opuso. Tal vez el terrible olor del shelk era tan intenso que los salvajes tuvieron miedo de acercarse a mí. Así llegué a Yakra, y supe que la mujer a quien había conocido en el viaje de ida le había narrado la historia al jefe Datto, que estaba bien dispuesto, e impaciente por hacerme los honores a mi regreso. Luego pasé por Nonone, y aquí me tenéis.
      El discurso había terminado, y la multitud prorrumpió en una ovación. El clamor hizo vibrar las paredes y el gran túnel resonó como una campana.
      —¡Grande es Tumithak de los loorianos! —gritaron—. ¡Grande es Tumithak, matador de shelks!
      Tumithak se cruzó de brazos y recibió con satisfacción las aclamaciones, olvidando momentáneamente que su misión consistía en demostrar que no se necesitaba ser un gran hombre para matar a un shelk.
      Poco después el alboroto cesó y se oyó de nuevo la voz de Datto:
      —¡Loorianos! —gritó—. Durante muchos, muchísimos años, los hombres de Yakra han sostenido una guerra interminable con los de Loor. Hoy, la guerra ha terminado. Hemos conocido a un looriano que es más grande que todos los yakranos, y por eso queremos vivir
en paz con Loor. ¡Y para demostrar que digo la verdad, Datto jura obediencia a Tumithak!
      Estalló otra ovación, y luego Nennapuss se puso en pie.
      —Has hablado con sabiduría, ¡oh Datto! Realmente Tumithak es jefe de jefes. En el pasado hubo pocas enemistades entre Loor y Nonone, por lo que nuestro caso es distinto. Porque se dice que antaño el pueblo de Loor y el de Nonone eran uno. Por ejemplo, hemos sabido que en días del gran jefe Ampithat, que gobernó... —en ese momento, Datto se adelantó con impaciencia y le dijo algo al oído; el nonone se sonrojó y prosiguió—: En fin, será suficiente decir que también Nennapuss se inclina ante Tumithak, jefe de jefes y jefe
de Nonone.
      El público volvió a vitorearlos, y Datto pidió la palabra. ¿No sería conveniente, preguntó frunciendo enérgicamente el ceño, que los loorianos también reconocieran como jefe a Tumithak, nombrándole así soberano de todos los corredores bajos? Los loorianos le
ovacionaron y Tagivos, el más anciano de los doctores, se puso en pie para hablar:
      —El pueblo de Loor no se gobierna como el de Nonone y el de Yakra —explicó—. Hace muchos años que no tenemos jefes. Sin embargo, como sería útil que las tres ciudades estuvieran unidas, el Consejo se reunirá para decidir si Tumithak debe ser nombrado jefe.
      El consejo celebró una sesión de urgencia bajo la dirección de Tagivos, Tumlook y el viejo Sidango, y poco después proclamaban su decisión de reconocer a Tumithak como jefe. Y así, entre el ruidoso jolgorio que no dejaba entender nada de lo que se decía, Tumithak se convirtió en jefe de todos los corredores bajos.
      Datto y su hercúleo sobrino Thorps, los hombres más importantes de Yakra, fueron los primeros en jurarle obediencia; Tumithak aceptó luego la fidelidad de Sidango, Tagivos y los demás loorianos. A Tumithak le pareció raro tener que tocar la espada de su padre y recibir su juramento, pero mantuvo una postura digna y trató a Tumlook como a los demás mientras duró la ceremonia. Luego reclamó atención.
      —Amigos, conciudadanos, compatriotas —dijo—, he venido a anunciar un nuevo amanecer para el hombre. Han pasado más de treinta años desde que la guerra visitó estos pasadizos, y en ese período los hombres casi han olvidado las artes de la guerra. Hemos vivido apoltronados, mientras allá arriba los enemigos de toda la humanidad se hacen cada vez más fuertes. Pero al nombrarme vuestro jefe, habéis dado por terminada esa era de paz y habéis invocado una vida de acción. No seré un gobernante pacífico, pues yo, que he visto tanto mundo, no me conformaré con ocultarme ociosamente en los más profundos túneles. Pienso conduciros a la guerra contra los salvajes de los corredores tenebrosos, reivindicar para nosotros esos corredores y llevar allí las lámparas que aún brillan en otras galerías abandonadas. Y si vencemos a esos salvajes, os llevaré al dominio de los obesos Estetas, para mostraros lo que la belleza puede significar en la vida del hombre. Y sin duda llegará el momento, si la providencia lo permite, en que os acaudille contra los mismísimos
shelks, porque lo que yo hice, todos vosotros podéis y debéis hacerlo. Y si alguien considera que es demasiado lo que exijo, que hable ahora, pues yo no quiero gobernar a ningún hombre contra su voluntad.
      Una ovación atronadora hizo resonar otra vez las paredes de la plaza mayor. En la emoción y el entusiasmo del momento, no había en la multitud un solo hombre que no estuviera convencido de que él también podía convertirse en un exterminador de shelks.
      Mientras gritaban, cantaban y se excitaban hasta el frenesí, Tumithak se apeó de la piedra y se volvió a su casa.

Fin




Comentario de Asimov:

      Tumithak de los corredores fue, con mucho, el mejor y más emocionante relato que había leído hasta entonces.
      He de confesar que cuando releo estas narraciones antiguas no siento, a mis cincuenta y tantos años, la misma emoción que sentía en mi juventud. Ahora me doy cuenta de los defectos estructurales y estilísticos que entonces no advertía.
      Pero he de decir que los defectos me parecieron insignificantes cuando releí Tumithak de los corredores. Incluso ahora que mi pelo ha comenzado a encanecer, me he sentido tan conmovido como cuando era alumno de secundaria.
      Me pareció que los personajes eran humanos, y el héroe tanto más admirable por cuanto no ignoraba el miedo. El argumento me resultó interesante y hallé una profunda humanidad en la frase: «A Tumithak le faltaba aprender que, no importa en qué nación o época se halle uno, siempre puede encontrar delicadeza, si la busca, lo mismo que brutalidad». Éste era un punto de vista desusado en una época en que la literatura popular aceptaba sin discusión los
prejuicios raciales.
      Pero lo fundamental es que había (y hay) algo fascinante para mí en la idea de un inmenso sistema de corredores subterráneos.
      Soy claustrófilo. Me gusta la sensación de estar encerrado. Me agradan los túneles y los pasillos, y no me molesta la ausencia de ventanas. Elegí la oficina donde trabajo porque da a un patio trasero. Mantengo corridas las cortinas y trabajo siempre con luz artificial.
      Siempre he sido así. Recuerdo que, de pequeño, cuando tomaba el metro para ir a la escuela, me fascinaban los quioscos que solía haber en las estaciones. A última hora de la noche los veía cerrados, y sabía que dentro se guardaban todas aquellas estupendas revistas «pulp» que no me permitían leer mis progenitores. En la imaginación me veía encerrado en uno de esos quioscos, aunque con la luz encendida, naturalmente, oyendo a intervalos regulares el estrépito del tren subterráneo al pasar, y leyendo, leyendo, leyendo.
      No me interpretéis mal. No padezco ninguna neurosis, en cuanto a esto. El apartamento donde vivo está en una vigésimo tercera planta, tiene amplias ventanas que dan a Central Park, y entra el sol durante todo el día.
      Bien; me he apartado de la cuestión. Los corredores me gustaron, y nunca los olvidé. En 1953, cuando escribí The Caves of Steel y describí con cariño la ciudad subterránea del futuro, no olvidé Tumithak de los corredores.
      Al releer el cuento reparé en un detalle que había olvidado. Está narrado en forma de crónica. El narrador se sitúa en un futuro lejano, rememorando hechos que tuvieron lugar en lo que constituye para él un pasado legendario. Al parecer, no me había fijado en esto, ya que no lo recordaba.
      Pero, ¿olvida uno realmente? Más tarde, cuando escribí mi trilogía de la Fundación en forma de crónicas noveladas del futuro, ¿respondía al vago recuerdo inconsciente del planteamiento narrativo de Tumithak de los corredores?

      En los últimos meses de mi paso por la escuela secundaria inferior, decidí solicitar mi ingreso en la escuela secundaria masculina de Brookiyn. Según el desarrollo normal de los acontecimientos, me tocaba asistir a la escuela secundaria Thomas Jefferson, que era la más cercana al lugar donde vivía. Los graduados de la escuela secundaria inferior 149 solían pasar en masse a la Jefferson, y también lo hicieron los de mi curso. Fui uno de los tres alumnos, según creo, que optaron por la otra.
      Como notaréis, en aquella época tenía ambiciones vagas pero más elevadas. La escuela secundaria masculina en cuestión era famosa por la calidad de su enseñanza. Mis padres deseaban verme ingresar más adelante en la Facultad de Medicina, y les pareció que aquélla
era la mejor vía de acceso.
      He meditado a menudo sobre las consecuencias de tal decisión. La escuela secundaria Jefferson era mixta. Si hubiera transcurrido allí el comienzo de mi adolescencia, indudablemente me habría fijado en las chicas. Y, por consiguiente, habría tenido un poderoso motivo para ampliar mis actividades: aprender a bailar, por ejemplo, o saber desenvolverme con facilidad y corrección frente al sexo opuesto. De otro lado, también es de suponer que ello habría afectado desastrosamente a mi aplicación en el estudio.
      En la otra escuela, cuyo alumnado era exclusivamente masculino, me sumergí en una vida monástica, con pocas distracciones que me apartaran de las tareas escolares o me incitaran a ampliar mis actividades.
      Por esta razón, durante mi adolescencia y a comienzos de mi tercer decenio de vida, me sentía violento en presencia del elemento femenino. Desde luego, logré corregirme, me casé a los veintidós y durante muchos años he sido famoso por mi delicadeza con las señoras.
      Incluso he escrito un libro titulado The Sensuous Dirty Old Man («El viejo verde voluptuoso»), sin que nadie discutiera mi cualificación para realizar ese trabajo.
      En cambio, ¿qué habría ocurrido si hubiese asistido a la Jefferson y no a la escuela secundaria masculina?
      Pero ¿qué importa? Pudo ser mucho peor. Bien mirado, la mayoría de las chicas de mi clase habrían tenido dos años y medio más que yo. Les habría parecido ridículamente joven, carente de atractivo y falto de mundología. Es seguro que habría recibido calabazas de todas clases, y quién sabe a qué punto me habría acomplejado eso.
      La vida monástica del comienzo de mi adolescencia no se veía amenazada (o aliviada, si lo preferís) en modo alguno por mis lecturas de ciencia-ficción. En la década de los 30, la ciencia-ficción era un dominio casi exclusivamente viril. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría de los lectores eran hombres, y lo mismo puede decirse de los autores.
      Naturalmente, en los relatos figuraban personajes femeninos. Pero ellas sólo servían para ser secuestradas, y luego rescatadas para que el bueno y el malo lucharan por ella (como ocurría en Awlo de Ulm). No tenían vida propia ni dejaban impresión duradera.
      Sin embargo, de aquellos primeros años recuerdo que una vez me sentí verdaderamente conmovido por la descripción de las relaciones entre hombre y mujer en un relato de ciencia-ficción. Tal vez era inevitable que la mujer no fuese en realidad una mujer.
      El relato en cuestión. La Era de la Luna, de Jack Williamson, fue publicado en «Wonder Stories» de febrero de 1932, y me enamoré de la selenita a quien Williamson llama la «Madre».

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