CHARLES R. TANNER
TUMITHAK DE LOS CORREDORES
TUMITHAK DE LOS CORREDORES
Resumen: Los humanos vivne en túneles excavados en la
tierra, arriba se han asentado los extraterrestres. Tumithan decide
cambiar los papeles y sale a la superficie para tratar de retomar el
espacio donde antes el ser humano era señor del día. La tarea no es
fácil, hay muchos problemas en el camino. Debe vencer su miedo y
contagiar de esu espíritu a sus semejantes. EL cuento es de 1931 y
aparece en LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA FICCION, editada por Asimov y
aparecida por primera vez en AMAZING
Titulo original: Tumithak of the corridors
Traducción: Horacio Gonzales Trejo
© Teck Publishing Corporation, 1931
© Doubleday
& Company, Inc., 1974
Gran vía, 774, 7.°, 08013 Barcelona
ISBN 84-270-1347-7
Edición digital de Sugar Brown
Prólogo
En años recientes, la arqueología ha
alcanzado un nivel que nos permite empezar a apreciar los sorprendentes
adelantos científicos que nuestros antepasados habían alcanzado antes de la
Gran Invasión. Las excavaciones en las ruinas de Londres y Nueva York han sido
particularmente fructíferas, por los conocimientos que hemos adquirido acerca
de la vida que llevaban aquellos antepasados. Es seguro que poseían el secreto
del vuelo, y conocimientos de química y electricidad muy superiores a los
nuestros; incluso existen algunos indicios de que nos superaban en medicina y
en algunas artesanías. Si consideramos su civilización en conjunto, cabe dudar
de que los hayamos alcanzado, en cuanto al nivel científico general.
Hasta la fecha de la Invasión, parece
que hicieron constantemente, en progresión geométrica creciente,
descubrimientos sobre los secretos de la naturaleza. Tenemos motivos para
suponer que fue la población de la Tierra la primera que resolvió las
dificultades de vuelo interplanetario. Los muchos relatos escritos por los
novelistas que tratan de aquella época dan fe del interés que hoy nosotros,
hombres modernos, manifestamos por la historia de la que ha sido llamada Edad
de Oro.
Pero el presente trabajo no se refiere a
los días de la Invasión, ni a la vida cotidiana durante la Edad de Oro anterior
a ésta. Estudiaremos la biografía de Tumithak de Loor, ese personaje semimítico
y semihistórico, quien según cuenta la leyenda fue el primer hombre que se
sublevó contra los shelks. Aunque todavía nos faltan muchos datos, las
recientes investigaciones en los Túneles y los Corredores han arrojado mucha
luz sobre algunas incógnitas de la vida de este héroe. Sabemos con certeza que
vivió y luchó realmente; el que realizase los milagros que la leyenda le
atribuye, es tan dudoso que podemos darlo por apócrifo.
Podemos afirmar, por ejemplo, que no
vivió doscientos cincuenta años como se cree; su fuerza maravillosa y su
invulnerabilidad a los rayos de los shelks son míticas, lo mismo que es dudosa
la tradición según la cual destruyó él solo las Seis Ciudades.
Pero nuestros datos auténticos sobre su
vida aumentan a medida que disminuye el campo de la leyenda. Ahora hemos
llegado al momento en que podemos abarcar aproximadamente, aunque bajo un punto
de vista más racional, la verdadera historia de sus hazañas. En el presente
trabajo, el autor trata de ordenar, o situar correctamente dentro de su
contexto histórico, los primeros años de un gran héroe que osó defender
audazmente a la Humanidad, en aquella época en que las Bestias de Venus tenían
esclavizada a toda la Tierra...
1
El muchacho y el
libro
El sombrío pasillo se extendía hasta
donde alcanzaba la vista. De cuatro metros y medio de altura y prácticamente
igual anchura, avanzaba y avanzaba, y sus paredes pardas y vítreas presentaban
siempre la misma uniformidad monótona. A lo largo de la bóveda aparecían a
intervalos grandes lámparas brillantes, pantallas planas de fría luminosidad
blanca que habían brillado durante siglos sin precisar reparaciones. A
intervalos equivalentes había profundos nichos, cubiertos con cortinas de tela
áspera semejante a la arpillera, con los umbrales desgastados por los pies de
incontables generaciones. En ningún punto se interrumpía la monotonía del
escenario, salvo cuando la galería se cruzaba con otra de parecida sencillez.
Pero no estaban desiertos, en modo
alguno. Aquí y allá, en toda su longitud, se veían algunas figuras: hombres,
casi todos de ojos azules, pelirrojos y vestidos con burdas túnicas de
arpillera que ajustaban a la cintura mediante anchos cinturones con bolsas y
enormes hebillas. También se veía a algunas mujeres, que se distinguían de los
hombres por la longitud de las cabelleras y las túnicas. Todos tenían un
aspecto furtivo, huidizo; aunque habían pasado muchos años desde que fue visto
por última vez el Terror, no era fácil abandonar los hábitos de cien
generaciones. Por eso el corredor, sus habitantes, las ropas de los mismos e
incluso sus costumbres, se combinaban para dar la sensación de lúgubre
uniformidad.
De algún lugar muy por debajo de ese
pasadizo llegaba como un latido el estrépito incesante de alguna máquina gigantesca;
una pulsación continua, tan unida a la existencia de aquellas personas, que
éstas difícilmente habrían reparado en ella. Pero ese latido las golpeaba,
penetraba en sus mentes y, con su ritmo constante, afectaba todo lo que hacían.
Cierto sector de la galería parecía mas
poblado que el resto. Allí las luces brillaban con más fuerza, las cortinas que
cubrían los umbrales estaban más nuevas y limpias, y se veía mayor número de
personas. Entraban y salían de los nichos como los conejos de sus jaulas o los
oficinistas de alguna importante empresa comercial.
De una galería lateral salieron un
muchacho y una chica. Tendrían unos catorce años y eran excepcionalmente altos.
Evidentemente habían alcanzado ya su crecimiento máximo, aunque su inmadurez
era notoria. Lo mismo que los mayores, tenían ojos azules y eran pelirrojos,
característica debida a la eterna privación de luz solar y la exposición,
durante toda la vida, a los rayos de la iluminación artificial. En su actitud
había cierto aire de osadía y listeza, que arrancaba a muchos de los habitantes
del corredor una mueca de desaprobación a su paso. Se adivinaba que los mayores
juzgaban que la generación joven estaba precipitándose hacia la ruina. Tarde o
temprano, la osadía y la listeza harían que el Terror descendiera desde la
Superficie.
Con sublime indiferencia frente a la
desaprobación que tan manifiestamente suscitaban, los dos jóvenes continuaron
su camino. Salieron de la galería principal para entrar en otra menos
iluminada, y después de seguir por ella casi kilómetro y medio, pasaron a otra.
El corredor donde se hallaban en ese momento era estrecho y se dirigía hacia
arriba, con fuerte pendiente. Estaba desierto; la espesa capa de polvo y el mal
estado de las lámparas indicaban que nadie lo frecuentaba desde hacía mucho
tiempo. Los nichos carecían de aquellas cortinas que ocultaban el interior de
los habitáculos en los pasillos importantes. Casi todos los umbrales estaban
llenos de polvorientas telarañas. Mientras seguían pasadizo arriba, la muchacha
se acercó al joven, pero sin manifestar otro signo de temor. Poco después, el
corredor se hizo más empinado y terminó en un conducto ciego. Los dos se
sentaron sobre la mugre que cubría el suelo y empezaron a hablar en voz baja.
—Debe hacer muchos años que nadie viene
por aquí —dijo la muchacha—. Tal vez encontremos alguna cosa de valor que
olvidasen cuando abandonaron este pasadizo.
—Creo que Tumithak exagera cuando nos
habla de posibles tesoros perdidos en estos corredores —respondió el muchacho—.
Es seguro que habrán sido recorridos por otros después de quedar abandonados,
para registrarlos como hacemos nosotros.
—Ojalá estuviese aquí Tumithak —comentó
la muchacha poco después—. ¿Crees que vendrá?
Sus ojos se esforzaron en vano por
penetrar las tinieblas del pasillo.
—Seguro que vendrá, Thupra —afirmó su
compañero—. ¿Acaso Tumithak ha dejado de reunirse con nosotros cuando lo ha
prometido?
—Pero ¡venir solo! —protestó Thupra—. Si
no estuvieras tú aquí, Nikadur, me moriría de miedo.
—En realidad, no hay ningún peligro
—respondió—. Los hombres de Yakra no pueden alcanzar estos pasillos sin cruzar
la galería principal. Y desde hace muchos, muchísimos años, no se ha visto un
shelk en Loor.
—El abuelo Koniak vio un shelk una vez
—recordó Thupra.
—Sí, pero no en Loor. Lo vio en Yakra,
hace muchos años, cuando era joven y peleaba contra los yakranos. Recuerda que
los loorianos ganaron la guerra contra los yakranos, los echaron de su ciudad y
los desterraron a los corredores más apartados. Y de repente hubo llamas y
terror, y apareció un grupo de shelks. El abuelo Koniak sólo vio uno, que
estuvo a punto de atraparlo, pero él logró escapar.
—Nikadur sonrió—: Es un relato
estupendo, pero creo que sólo tenemos la palabra del abuelo Koniak.
—Pero en realidad, Nikadur...
La muchacha fue interrumpida por un
crujido que salió de uno de los nichos cubiertos de telarañas.
Ambos se levantaron a toda prisa, y
huyeron aterrorizados por el pasillo sin echar siquiera una mirada hacia atrás.
Por eso no vieron al joven que asomaba al umbral y se apoyaba contra la pared,
viéndolos huir con una sonrisa cínica en el rostro.
A primera vista, aquel joven no parecía
diferente de los demás habitantes de los corredores: la misma cabellera roja y
la piel clara y traslúcida, la misma túnica basta y el enorme cinturón de todos
los loorianos. Pero un observador atento habría reparado en la inmensa frente,
la nariz fina y aguileña, y los ojos penetrantes, anticipos de la grandeza que
algún día iba a merecer.
El muchacho contempló un rato a sus
amigos mientras huían y luego lanzó un breve silbido, como de pájaro. Thupra se
paró en seco y se volvió. Cuando reconoció al recién llegado llamó a Nikadur.
Éste se detuvo también y regresaron juntos, bastante avergonzados, hasta el
extremo del pasadizo.
—Nos has espantado, Tumithak —dijo la
muchacha en tono de reproche—. ¿Qué hacías en ese agujero? ¿No te da miedo
entrar solo allí?
—Allí no hay nada que pueda hacerme daño
—respondió Tumithak con arrogancia—. He recorrido muchas veces estos pasillos y
habitáculos, y hasta ahora nunca he visto un ser vivo, a excepción de las
arañas y los murciélagos. —Luego sus ojos brillaron, y prosiguió—: Buscaba
cosas olvidadas, y... ¡mirad! ¡He encontrado un libro! —Metió la mano en el
pecho de la túnica, sacó el tesoro y se lo mostró orgullosamente a la pareja—.
Es un libro antiguo —dijo—. ¿Veis?
Indudablemente, era un libro antiguo. Le
faltaban las tapas, así como más de la mitad de las páginas. Los bordes de las
láminas de metal que constituían las hojas del libro habían empezado a
oxidarse. Aquel libro había sido abandonado siglos atrás.
Nikadur y Thupra lo miraron,
impresionados, con ese respeto que toda persona analfabeta suele sentir ante el
misterio de los mágicos signos negros que transmiten pensamientos. Tumithak
sabía leer. Era hijo de Tumlook, uno de los hombres del alimento, o sea los que
conservaban el secreto de la comida sintética con que se alimentaba aquel
pueblo. Dichos hombres, lo mismo que los médicos y los mantenedores de la luz y
la energía, poseían muchos secretos de la sabiduría de sus antepasados. El más
importante de ellos era el arte imprescindible de leer; como Tumithak estaba
destinado a seguir el oficio de su padre, Tumlook le había enseñado muy
temprano ese arte maravilloso.
Por eso, cuando sus amigos hubieron
mirado el libro, manoseándolo y lanzando exclamaciones de asombro, le rogaron a
Tumithak que lo leyera. A menudo le habían escuchado con los ojos abiertos de
emoción cuando él les leía algo de aquellos raros textos que los hombres del
alimento poseían, y jamás perdían una oportunidad de observar la técnica, para
ellos desconcertante, de convertir los extraños signos de las hojas de metal en
palabras y frases.
Tumithak sonrió ante la insistencia y
luego, como en su fuero interno estaba tan impaciente como ellos por saber lo
que contenía el texto largo tiempo olvidado, les indicó que se sentaran en el
suelo junto a él, abrió el libro y empezó a leer:
—«Manuscrito de Davon Starros; escrito
en Pitmouth, Nivel Veintidós, el año ciento sesenta y uno de la Invasión o el
tres mil doscientos dieciocho después de Cristo, según el calendario antiguo.»
Tumithak se interrumpió.
—Es un libro viejísimo —susurró Nikadur
en tono de gran respeto, y Tumithak asintió.
—¡Tiene cerca de dos mil años!
—respondió—. ¿Qué significará tres mil doscientos dieciocho después de Cristo?
Contempló el libro un instante y luego
siguió leyendo:
—«En la fecha en que escribo soy un
anciano. Para quien recuerda la época en que los hombres aún osaban luchar de
vez en cuando por la libertad, ciertamente es amargo ver cómo ha degenerado la
raza.
»Por estos días se ha generalizado entre
los hombres una superstición fatal, a saber: la de que e! hombre nunca podrá
vencer a los shelks, y ni siquiera debe tratar de combatirlos. Para luchar
contra esa superstición, el autor se ha propuesto escribir la crónica de la
Invasión, esperando que en algún futuro se alce el hombre dotado de valor para
enfrentarse a los vencedores de la Humanidad y pelear de nuevo. Escribo esta
historia con la esperanza de que aparezca ese hombre, y para que pueda conocer
a los seres contra quienes luchará.
»Los sabios que hablan de los días
anteriores a la Invasión dicen que antiguamente el hombre era poco más que un
animal. Después de muchos milenios, alcanzó poco a poco la civilización,
aprendiendo el arte de vivir hasta que conquistó todo el mundo para su
provecho.
»Descubrió cómo producir alimentos a
partir de los elementos simples, y copió el secreto de la luz vivificante del
Sol. Sus grandes aeronaves volaron por la atmósfera tan fácilmente como sus
navíos surcaban el mar. Maravillosos rayos desintegradores le allanaban todos
los obstáculos y, en consecuencia, llevó el agua de los océanos hasta los
desiertos inaccesibles por medio de largos canales, convirtiendo aquellos en
las regiones más fértiles de la Tierra. De un polo al otro se extendían las
grandes ciudades del hombre, y de uno a otro confín, el hombre fue señor
supremo.
»Durante miles de años, los hombres
lucharon entre sí. Grandes guerras asolaron la Tierra, pero por último la
civilización llegó a tal punto que cesaron las guerras. Una larga era de paz
reinó sobre la Tierra. El mar y los suelos fueron explotados por el hombre, y
éste comenzó a mirar hacia los demás mundos que giraban alrededor del Sol,
preguntándose si sería posible conquistarlos también.
»Hasta después de muchos siglos no
supieron lo suficiente como para intentar un viaje por las profundidades del
espacio. Había que hallar el modo de evitar los incontables meteoritos que
recorrían el espacio entre los planetas, protegerse frente a los mortíferos
rayos cósmicos. Parecía que cuando era superada una dificultad, surgía otra
para reemplazarla. Pero todos los problemas del vuelo interplanetario fueron
vencidos al fin, y llegó el día en que una poderosa nave de centenares de
metros quedó lista para ser lanzada al espacio con la misión de explorar otros
mundos.»
Tumithak volvió a interrumpir la
lectura.
—Debe ser un secreto maravilloso
—comentó—. Creo que estoy leyendo las palabras, pero no sé lo que significan.
Alguien se fue a alguna parte, eso es todo lo que entiendo. ¿Queréis que
continúe leyendo?
—¡Sí! ¡Sí! —gritaron.
Tumithak prosiguió:
—«Estaba a las órdenes de un hombre
llamado Henric Sudiven; de la numerosa tripulación que llevaba, sólo él regresó
al mundo humano para contar las terribles aventuras que les ocurrieron en el
planeta Venus, el mundo que habían visitado.
»La travesía fue afortunada y fácil. Al
transcurrir las semanas el lucero vespertino, como lo llamaban los hombres,
parecía cada vez más brillante y grande. La nave respondió perfectamente y, si
bien el viaje les pareció largo, acostumbrados como estaban a cruzar el océano
en una sola noche, no se les hizo demasiado aburrido. Llegó el día en que
sobrevolaron las rojas llanuras onduladas y los espaciosos valles de Venus,
bajo el denso manto de nubes, que en ese planeta oculta eternamente el Sol. Les
maravilló ver las grandes ciudades y las obras de la civilización, que
aparecían en todas partes.
«Después de sobrevolar un rato una gran ciudad,
aterrizaron y fueron recibidos por los seres extraños e inteligentes que eran
los amos de Venus; son los mismos que hoy conocemos bajo el nombre de shelks.
Los shelks los consideraron semidioses y estuvieron a punto de adorarlos. Pero
Sudiven y sus compañeros, auténticos productos de la más noble cultura de la
Tierra, se burlaron de tal error; cuando hubieron aprendido el idioma de los
shelks, les dijeron con toda franqueza quiénes eran y de dónde venían.
»E1 asombro de los shelks fue inenarrable.
Estaban mucho más adelantados que los hombres en mecánica, y sus conocimientos
de electricidad y química no eran inferiores; pero la astronomía y las ciencias
afines les eran totalmente desconocidas. Como estaban aprisionados bajo el
eterno manto de nubes que les ocultaba la visión del espacio exterior, jamás
habían pensado en otros mundos más allá del que conocían. Les fue muy difícil
convencerse de que el relato de Sudiven era verdadero.
»Pero, cuando quedaron convencidos, la
actitud de los shelks experimentó un cambio notable. Dejaron de ser respetuosos
y amistosos. Sospechaban que el hombre sólo se proponía dominarlos, y
decidieron ganarle a su propio juego. Hay cierta carencia de sentimientos
benignos en el carácter de los shelks, y no entendían que la visita de los
extranjeros de otro mundo pudiera ser simplemente amistosa.
»Pronto los terrícolas se vieron
encerrados en una gran torre de metal, a muchos kilómetros de su nave. Uno de
los compañeros de Sudiven había comentado, en un momento de descuido, que
aquella nave era la única que habían construido en la Tierra. Los shelks
decidieron anticiparse, comenzando en seguida la conquista del planeta vecino.
»Como primera providencia, se apoderaron
de la nave terrícola, y con esa unanimidad que es tan característica de los
shelks, y de la que el hombre tanto carece, iniciaron rápidamente la
construcción de un gran número de aparatos semejantes. En todo el planeta, los
grandes talleres vibraban y resonaban de actividad. Mientras la Tierra esperaba
el regreso triunfal de sus exploradores, el día de su ruina estaba cada vez más
cerca.
»Pero Sudiven y los demás terrícolas,
encerrados en la torre, no se habían abandonado a la desesperación. Una y otra
vez intentaron escapar, y es indudable que los shelks habrían acabado con
ellos, a no ser porque esperaban sacarles más datos antes de matarlos. En eso
los shelks se equivocaron; debieron matar a todos los terrícolas sin excepción.
Porque, como una semana antes de la fecha fijada para la partida de la gran
flota de los shelks, Sudiven y doce de sus compañeros lograron escapar.
»Corriendo tremendos peligros, llegaron
hasta el lugar donde se hallaba la aeronave. Podemos hacernos una idea de la
audacia que esto implicaba si pensamos que en Venus, o mejor dicho en el lado
habitado, siempre es de día. No había oscuridad protectora que permitiera a los
terrícolas moverse sin ser descubiertos. Pero al fin llegaron hasta la nave,
vigilada únicamente por algunos shelks desarmados. La batalla que tuvo lugar
entonces debería figurar en la historia de la humanidad para enseñanza de todas
las eras futuras. Cuando concluyó, todos los shelks habían muerto, y sólo
quedaban siete hombres para tripular la nave espacial en su regreso a la
Tierra.
»La gran nave en forma de proyectil
viajó durante semanas por el vacío del espacio, hasta llegar a la Tierra.
Sudiven era el único superviviente; los demás habían sucumbido víctimas de una
enfermedad extraña, un mal que los shelks les habían inoculado.
»Pero Sudiven sobrevivió el tiempo
necesario para dar la alarma. Frente al inesperado peligro, el mundo sólo pudo
disponer medidas defensivas. En seguida dio comienzo la construcción de enormes
cavernas y túneles subterráneos. El plan era construir grandes ciudades
subterráneas donde el hombre pudiera ocultarse y luego salir para derrotar a
sus enemigos en el momento oportuno. ¡Pero antes de que las obras hubieran
adelantado lo suficiente, llegaron los shelks y comenzó la guerra!
»Ni siquiera en la época en que el
hombre luchaba contra el hombre, nadie habría imaginado una guerra semejante.
Llegaron millones de shelks; se calculó que tomaron parte en la invasión
doscientos mil vehículos espaciales. Durante varios días, las medidas
defensivas del hombre impidieron que los shelks llegasen a aterrizar. Se vieron
obligados a sobrevolar los continentes, lanzando sus gases letales y sus
explosivos donde podían. Desde los corredores subterráneos, los hombres
lanzaron enormes cantidades de gases tan letales como los que empleaban los
shelks, y sus rayos desintegradores destruyeron centenares de vehículos
espaciales, matando a los shelks como si fueran moscas. Y desde las naves, los
shelks dejaron caer en los túneles que los hombres habían cavado grandes cantidades
de productos incendiarios que ardían con terrible violencia y agotaban el
oxígeno de las cavernas, haciendo morir hombres a millares.
»A medida que eran derrotados por los
shelks, los hombres se refugiaban cada vez más profundamente en el subsuelo.
Sus maravillosos desintegradores horadaban la roca casi en menos tiempo del que
un hombre tardaba en recorrer las galerías así excavadas. Finalmente, la
humanidad quedó desterrada de la Superficie, y millones de complicadas
conejeras, de túneles, corredores y pozos, recorrían el subsuelo a varios
kilómetros de profundidad. Los shelks no pudieron llegar hasta el fondo de los
innumerables laberintos, y gracias a eso el hombre alcanzó una posición de
relativa seguridad.
»De este modo, el final de la contienda
quedaba indeciso.
»La Superficie era dominio de los
bárbaros shelks, mientras muy por debajo de ella, en los túneles y galerías, el
hombre procuraba conservar los restos de civilización que le quedaban. Era una
partida desigual, pues las desventajas estaban de parte de la Humanidad. El
abastecimiento de materias primas para los desintegradores disminuyó pronto, y
no hubo manera de reemplazarlas. Tampoco había madera, ni ninguna de las mil y
una variedades de vegetación que son la base de tantas industrias; los
habitantes de un sistema de corredores no podían comunicarse con los de otro.
Además, los shelks bajaban con frecuencia a los túneles, en grupos, ¡para cazar
hombres por deporte!
»Su única salvación fue la maravillosa
capacidad de crear alimentos sintéticos partiendo de la misma roca.
»Así fue cómo la civilización humana,
anhelada y conseguida después de tantos siglos de lucha, se derrumbó en una
docena de años. Arriba se impuso el Terror. Los hombres vivían como conejos,
atemorizados y temblorosos en sus agujeros subterráneos, arriesgándose cada vez
menos a medida que pasaban los años y dedicando todo su tiempo y energías a
prolongar aún más sus túneles hacia las profundidades. Actualmente parece como
si la sumisión humana tuviera que ser definitiva. Desde hace más de un centenar
de años, a ningún hombre se le ha ocurrido sublevarse contra los shelks, lo
mismo que a ninguna rata se le ocurriría sublevarse contra el hombre. Incapaz
de formar un gobierno unificado, incapaz incluso de entenderse con sus hermanos
de los pasillos vecinos, el hombre ha aceptado con demasiada facilidad el lugar
del más desarrollado de los animales inferiores. Las Bestias de Venus,
semejantes a las arañas, son Amos Supremos de nuestro planeta y...»
El manuscrito se interrumpía aquí. Sin duda, el libro debía ser
mucho más largo; el fragmento conservado seguramente no era sino la
introducción a un trabajo sobre la vida y costumbres de los shelks, habiéndose
perdido lo principal. El sonsonete de Tumithak cesó después de leer la última
frase fragmentaria. Después de un rato de silencio, Thupra dijo:
—Es difícil de comprender. He entendido
que los hombres luchaban contra los shelks como si éstos fueran yakranos.
—¿Quién habrá inventado semejante
historia? —murmuró Nikadur—. Hombres luchando contra shelks: ¡es un cuento
inverosímil!
Tumithak no respondió. Permaneció
sentado en silencio, mirando el libro como si hubiera tenido una repentina
revelación.
Por último dijo:
—¡Esto es historia, Nikadur! No es un
relato fantástico ni inverosímil. Algo me dice que esos hombres vivieron en
realidad, que esa guerra ocurrió. ¿De qué otro modo se explica la vida que
llevamos? Nos hemos preguntado con frecuencia, y nuestros padres antes que nosotros:
¿de dónde sacaron nuestros inteligentes antepasados la ciencia que les permitió
construir los grandes túneles y corredores? Sabemos que poseían grandes
conocimientos; ¿cómo los perdieron? ¡Bah!, ya sé que ninguna de nuestras
leyendas se atreve a insinuar siquiera que los hombres hayan sido dueños del
mundo...
Al ver una mirada de incredulidad en los
ojos de sus amigos, prosiguió:
—Pero hay algo... en el libro hay algo
que me hace creer que es verdad. ¡Piénsalo, Nikadur! ¡Ese libro fue escrito tan
sólo ciento sesenta y un años después de que los bárbaros shelks invadieran la
Tierra! El autor debía saber mucho más que nosotros, los que vivimos dos mil
años después. ¡Antaño los hombres lucharon con los shelks, Nikadur!
Se puso en pie y sus ojos brillaron con
el primer resplandor de aquella luz fanática que, años después, haría de él un
hombre distinto de los demás.
—¡En otra época los hombres pelearon con
los shelks! Y con la ayuda del Altísimo, ¡volverán a hacerlo! ¡Nikadur! ¡Thupra!
¡Algún día yo lucharé contra un shelk! —abrió los brazos—. ¡Algún día yo mataré
un shelk! ¡Lo juro por mi vida!
Se quedó un instante con los brazos
levantados y luego, como si hubiera olvidado a sus amigos, salió corriendo por
el pasadizo y desapareció en la oscuridad. Los otros dos se miraron,
asombrados. Luego unieron las manos y regresaron andando tranquilamente. Sabían
que algo había inspirado repentinamente a su amigo, pero no lograban discernir
si era el genio o la locura. Y no lo sabrían con certeza hasta después de
muchos años.
2
Tres extraños
regalos
Tumlook contempló a su hijo con orgullo.
Habían pasado varios años desde el descubrimiento del extraño manuscrito. Aún
tenía aquella extraña obsesión, que tal vez había arruinado su mente como
decían algunos. Físicamente, en cambio, aquellos años habían sido buenos para
él. Tumithak medía un metro ochenta (altura excepcional entre los moradores de
las galerías) y de pies a cabeza parecía esculpido en hierro. Aquel día, el de
su vigésimo cumpleaños, sin duda habría sido reconocido como uno de los
caudillos de la ciudad, a no ser por su descabellada manía. Porque ¡Tumithak
había decidido matar un shelk!
Durante años —de hecho, desde que halló
el manuscrito, a los catorce— había encaminado todos sus afanes a ese fin.
Había estudiado al detalle los mapas de los corredores, mapas antiguos que no
se habían usado durante siglos, mapas que mostraban las salidas a la
Superficie, y se le consideraba una autoridad en cuanto a los pasadizos secretos
de aquel subterráneo. Apenas si tenía una vaga idea de cómo era realmente la
Superficie; en las tradiciones de su pueblo había muy pocos datos al respecto.
Pero de una cosa estaba seguro: en la Superficie encontraría a los shelks.
Había estudiado las diversas armas en
que el hombre todavía podía confiar: la honda, la espada y el arco. Era campeón
en el manejo de las tres. Se había preparado por todos los medios a su alcance
para la gran tarea a la que había decidido consagrar su vida. Naturalmente,
había tenido que vencer la oposición de su padre o, mejor dicho, la de toda la
tribu, pero persistió en su propósito con la fuerza de voluntad que sólo da el
fanatismo. Decidió que cuando alcanzara la mayoría de edad se despediría de su
pueblo y emprendería el viaje a la Superficie. No había pensado mucho en lo que
haría al llegar. Dependería de lo que hallase allí. Pero de una cosa estaba
seguro; mataría un shelk y se llevaría su cadáver para, a su regreso,
demostrarle a su pueblo que los hombres aún podían triunfar sobre quienes
habían usurpado la herencia de la humanidad.
Aquel día alcanzaba la mayoría de edad,
al cumplir veinte años. Tumlook no dejaba de sentirse íntimamente orgulloso de
su desconcertante hijo, aunque lo había intentado todo para disuadirlo de su
sueño imposible. Ahora que Tumithak se disponía a emprender su misión absurda,
Tumlook hubo de admitir que, en su corazón, hacia mucho tiempo que estaba de
acuerdo con Tumithak, y deseaba con todas sus fuerzas verle cumplir lo prometido.
Por eso dijo:
—Hijo mío, durante años he intentado
disuadirte de la misión imposible que te has fijado a ti mismo. Todos esos años
te has opuesto a mí y has insistido en la posibilidad de llevar a cabo tu
sueño. Y ha llegado el día de empezar a cumplir. No creas que había en mí otro
motivo sino el amor paternal cuando me oponía a tu ambición y quería
convencerte de que te quedaras en Loor. Pero ahora astas en libertad de hacer
lo que quieras y, puesto que tu determinación de proseguir ese intento
descabellado es firme, al menos permite que tu padre te ayude en todo lo que
pueda.
Se inclinó y depositó sobre la mesa una
caja de regular tamaño. La abrió y sacó tres objetos de raro aspecto.
—Presta atención —dijo con solemnidad—.
Aquí tienes tres de los tesoros más preciados para los hombres del alimento.
Son instrumentos creados por nuestros sabios antepasados de la antigüedad.
—Alzó un tubo cilíndrico de unos tres centímetros de diámetro por treinta de
largo—: Esto es una lámpara, una maravillosa lámpara portátil que te dará luz
en los corredores tenebrosos, simplemente apretando este botón. No desperdicies
su poder, pues no tiene la luz eterna que nuestros antepasados instalaron en
los techos. Se basa en otro principio y, transcurrido cierto tiempo, su energía
se agota. —Tumlook tomó con precaución el segundo objeto—: También esto te
ayudará, aunque no es tan raro ni maravilloso como los otros dos. Se trata de
una carga de potente explosivo, semejante a las que utilizamos a veces para cegar
un pasadizo o extraer los materiales de que nos servimos para obtener nuestro
alimento. Quién sabe si podrá serte útil en tu viaje a la Superficie. Y esto...
—Levantó el último objeto, que parecía una pipa pequeña con un mango a un
extremo, en ángulo recto—: Éste es el más maravilloso. ¡Dispara una pildorita
de plomo, con tanta fuerza que incluso puede atravesar una placa de metal! Cada
vez que se aprieta esta palanca, sale del cañón de la pipa una píldora, con
fuerza terrible. Esto mata, Tumithak; este objeto mata con más rapidez que el
arco, y con precisión muy superior. Úsalo con cuidado, porque sólo hay diez
pildoras, y cuando se hayan terminado el instrumento quedará inservible.
Dejó los tres objetos sobre la mesa,
ante sí, y los empujó hacia Tumithak. El joven los tomó y los guardó
cuidadosamente en las bolsas que colgaban de su ancho cinturón.
—Padre —dijo, emocionado—, sabes que en
mi corazón no hay nada que me obligue a abandonarte para emprender esa
búsqueda. Se trata de algo superior a ti y a mí, cuya voz he escuchado, y debo
obedecer. "Desde la muerte de mi madre, has sido para mí madre y padre y,
por eso, probablemente te quiero más que lo que los hombres suelen querer a sus
padres. ¡Pero he tenido una visión! Sueño con una época en que el hombre vuelva
a poseer la Superficie, y no exista ni un solo shelk que se lo impida. Pero esa
época no llegará mientras los hombres crean que los shelk son invencibles, y
por tanto voy a demostrar que realmente pueden ser muertos... ¡por el hombre!
Se interrumpió y, antes de que pudiera
continuar, la cortina se descorrió y entraron Nikadur y Thupra. Aquél era ya un
hombre, y la responsabilidad familiar recaía sobre él desde la muerte de su
padre, acaecida hacía dos años. Ella se había convertido en una hermosa mujer,
con quien se casaría muy pronto Nikadur. Ambos saludaron a Tumithak con
deferencia; cuando Thupra habló, lo hizo con voz respetuosa, como si se
dirigiese a un semidiós. Por lo visto, también Nikadur había terminado por
considerar a Tumithak algo más que un mortal. A excepción de Tumlook,
seguramente los únicos que tomaban en serio a Tumithak eran ellos dos, y por
ese motivo, sólo a ellos consideraba amigos suyos.
—¿Nos dejas hoy, Tumithak? —preguntó
Thupra.
Tumithak asintió.
—Sí —repuso—. Hoy mismo comienza mi
viaje a la Superficie. ¡Antes de un mes, habré muerto en algún pasadizo lejano,
o veréis la cabeza de un shelk!
Thupra se estremeció. Ambas alternativas
le parecían terribles. Pero Nikadur pensaba en los peligros más inmediatos del
viaje.
—No tendrás problemas al pasar por
Nonone —dijo pensativo—. Pero, ¿no tendrás que cruzar la ciudad de Yakra, de
paso hacia la Superficie?
—Sí —respondió Tumithak—. Sólo hay un
camino a la Superficie, y pasa por Yakra. Y después de Yakra están los
Corredores Tenebrosos, que el hombre no ha pisado desde hace siglos.
Nikadur reflexionó. La ciudad de Yakra
era enemiga del pueblo de Loor desde hacía más de un siglo. Dada su situación,
más de treinta kilómetros más cerca de la Superficie que Loor, tendrían una
conciencia mucho más aguda del Terror. Por eso resultaba inevitable que la
gente de Yakra envidiase a los loorianos su relativa seguridad, y no cejara en
sus intentos de conquistar su ciudad. El pequeño pueblo de Nonone, situado
entre las dos ciudades más grandes, a veces combatía con los yakranos y otras
contra ellos, según sus alianzas con los jefes de las ciudades más poderosas.
Durante los últimos veinte años había sido aliada de Loor; por eso Tumithak sabía
que no tendría dificultades durante el viaje hasta llegar a Yakra.
—¿Y los Corredores Tenebrosos? —inquirió
Nikadur.
—Más allá de Yakra no hay luz —respondió
Tumithak—. Durante siglos, el hombre ha evitado esos pasillos. Están demasiado
cerca de la Superficie y no son seguros. A veces los yakranos han intentado
explorarlos, pero las partidas que enviaron jamás regresaron. Al menos, eso me
han dicho los hombres de Nonone.
Thupra se disponía a hacer un
comentario, pero Tumithak se volvió para atender a la mochila de víveres que
pensaba llevarse. Se la cargó a la espalda y se dirigió a la cortina.
—Es hora de comenzar el viaje —declaró,
no sin grandilocuencia—. Hace años que espero este momento. ¡Adiós, Thupra!
¡Nikadur, cuida mucho a mi amiga y... si no regreso, dad mi nombre a vuestro
primer hijo!
Con uno de aquellos gestos dramáticos
que lo caracterizaban, apartó la cortina y salió al pasillo. Los tres lo
siguieron, despidiéndolo y saludándolo mientras se alejaba por el pasillo, pero
él no volvió la mirada atrás, sino que continuó hasta desaparecer a lo lejos.
Se quedaron allí un rato; luego,
ahogando un sollozo, Tumlook se volvió y entró en el habitáculo.
—Jamás regresará —murmuró—. Está claro
que no podrá regresar.
Nikadur y Thupra aguardaron a que se
tranquilizase, en incómodo silencio. No había nada reconfortante que. pudieran
decir. Tumlook tenía razón, y habría sido estúpido querer prodigar consuelos
que, evidentemente, habrían sido falsos.
El camino de Loor a Nonone se desviababa
poco a poco hacia arriba. Para Tumithak no era totalmente desconocido, pues
hacía mucho tiempo había ido con su padre a la pequeña ciudad. Pero no la
recordaba mucho, y vio muchas cosas que le interesaron mientras las luces de la
parte habitada de la ciudad iban quedando a sus espaldas. Continuamente
aparecían entradas de nuevos corredores, construidos para complicar el
laberinto e impedir que las criaturas de la Superficie lograsen alcanzar los
grandes túneles. El camino no seguía siempre el ancho corredor principal.
Durante largo trecho, Tumithak continuó por lo que parecía un pasillo
insignificante, que luego desembocaba de súbito en el camino real y pertnitía
continuar.
No se crea que Tumithak había olvidado
tan pronto su hogar, en su deseo de comenzar la búsqueda. A menudo, cuando
pasaba cerca de algo conocido, se le hacía un nudo en la garganta y casi
deseaba renunciar al viaje y regresar. Tumithak pasó dos veces junto a
factorías de alimentos, donde las conocidas y místicas máquinas latían
eternamente, sacando de la misma roca el combustible y las insípidas galletas
alimenticias de que vivían aquellas personas. Entonces su nostalgia se agravó,
por las muchas veces que había visto a su padre manejar máquinas como aquéllas.
De súbito se dio cuenta de lo mucho que le importaba todo lo que dejaba detrás.
Pero, como a todos los genios inspirados de la humanidad en momentos así, le
parecía que algo superior a sí mismo se apoderaba de él y lo obligaba a
continuar.
Tumithak pasó del último gran corredor a un pasillo tortuoso, de
no más de metro y medio de anchura. No presentaba habitáculos, y era mucho más
empinado que cualquiera de los que había conocido. Así continuaba varios
kilómetros, y luego desembocaba en otro
mayor a través
de un nicho aparentemente igual a las cien entradas de otros tantos habitáculos
que bordeaban ese nuevo pasadizo. Evidentemente, se trataba de habitáculos,
pero parecían desocupados, ya que no había señales de los moradores de aquella
zona. Era posible que hubiese sido abandonada años atrás por cualquier motivo.
Sin embargo, esto no extrañó a Tumithak.
Sabía bien que aquellos cubículos sólo servían para desorientar a quienes
intentasen penetrar hasta el laberinto de túneles. Siguió caminando, sin
prestar atención a los diversos pasillos laterales, hasta que llegó al cubículo
que buscaba.
A juzgar por su aspecto, era una
vivienda normal, pero Tumithak se dirigió derecho al fondo y empezó a palpar
las paredes con cuidado. En un rincón encontró lo que buscaba: una escalera de
metal que conducía hacia arriba. Inició la subida con decisión, metiéndose cada
vez más en la oscuridad. Al pasar los minutos, el débil resplandor del pasadizo
inferior se hacía cada vez más tenue.
Por último, llegó al extremo superior de
la escalera y se encontró en la boca del pozo, en un cuarto semejante al de
abajo. Salió del nuevo cubículo a otro pasillo conocido, flanqueado de
cortinas. Emprendió la dirección ascendente y continuó su caminata. Estaba en
el nivel de Nonone, y sabía que dándose prisa llegaría a esa ciudad antes de la
hora de descansar.
Apretó el paso, y poco después vio a lo
lejos un grupo de hombres que se acercaban poco a poco. Se ocultó en un nicho,
desde donde atisbo con precaución hasta cerciorarse de que eran nonones. El
color rojo de sus túnicas, los cinturones estrechos y el característico peinado
le convencieron de que eran amigos los que venían. Tumithak se dejó ver y
esperó a que el grupo se le acercara.
Cuando lo vieron, el hombre que llevaba
la delantera y que sin duda era el jefe, lo llamó.
—¿No es éste Tumithak de Loor?
—preguntó, y al responder Tumithak afirmativamente, prosiguió—: Yo soy
Nennapuss, jefe del pueblo de Nonone. Tu padre nos ha informado de tu viaje, y
nos pidió que saliéramos a buscarte hacia esta hora. Esperamos que pases el
próximo descanso con nosotros. Si podemos contribuir en algo a la comodidad o a
la seguridad de tu viaje, bastará que nos lo pidas.
Tumithak se sonrió para sus adentros
ante el solemne discurso que, evidentemente, el jefe se había aprendido de
antemano. Respondió con formalidad que, en efecto, se sentiría obligado para
con Nennapuss si pudiera asignarle un lugar donde dormir. El jefe le aseguró
que le suministraría el mejor cubículo de la ciudad. Se volvió y condujo a
Tumithak en la dirección de donde venían él y su grupo.
Recorrieron varios kilómetros de
galerías desiertas, hasta llegar a los túneles habitados de Nonone. Una vez
allí, la hospitalidad de Nennapuss se manifestó en toda su extensión. El pueblo
de Nonone estaba reunido en la «Plaza Mayor» —así llamaban a la encrucijada de
los dos túneles principales— y con su habitual oratoria, florida y fluida,
Nennapuss les habló de Tumithak y de su misión, ofreciéndole, por así decirlo,
las llaves de la ciudad.
Después de un discurso de agradecimiento
por parte de Tumithak, en el cual el looriano se dejó llevar por un torrente de
arrebatada elocuencia sobre su tema favorito —el viaje—, les sirvieron un banquete;
aunque la comida consistía en las insípidas galletas que eran el único alimento
de aquel pueblo, se dieron un hartazgo. Tumithak se durmió pensando que allí,
al menos, sabían apreciar el valor de un posible matador de shelks. Si el
refrán no hubiera estado enterrado bajo siglos de ignorancia y olvido,
probablemente habría murmurado que nadie es profeta en su tierra.
Tumithak despertó al cabo de unas diez
horas, y quiso despedirse del pueblo de Nonone. Nannapuss insistió en que el
looriano desayunara con su familia, y Tumithak aceptó de buena gana. Durante la
comida los hijos de Nennapuss, dos adolescentes, se mostraron entusiasmados con
la maravillosa idea que Tumithak había sugerido. Aunque les resultaba increíble
que un hombre pudiera enfrentarse a un shelk, parecían creer que Tumithak era
algo más que un mortal común y lo acosaron a preguntas en relación con sus
planes. Pero, salvo el haber estudiado el largo camino a la Superficie, los
planes de Tumithak eran vagos, y no pudo explicarles cómo se las arreglaría
para matar un shelk.
Después de la comida volvió a echarse la
mochila a la espalda y empezó a remontar el pasillo. El jefe y su séquito lo
acompañaron por espacio de varios kilómetros y, mientras caminaban, Tumithak le
preguntó a Nennapuss en qué estado se encontraban los corredores
hasta Yakra y
más allá.
—A este nivel, el camino es muy seguro
—respondió Nennapuss—. Lo patrullan hombres de mi ciudad, y ningún yakrano
entra sin que lo sepamos. Pero el otro extremo del pozo que conduce al nivel de
Yakra siempre está vigilado por yakranos, y estoy seguro de que tendrás
problemas cuando intentes salir de ese pozo.
Tumithak prometió tener mucho cuidado;
poco después Nennapuss y sus acompañantes se despidieron de él y el looriano
continuó solo.
Avanzaba con más precaución pues, aunque
los nonones patrullaban aquellos corredores, sabía que era posible que los
enemigos burlasen a los guardias e invadieran los túneles, tal como había
ocurrido con frecuencia en el pasado. Se mantuvo en el centro del pasillo,
lejos de los nichos, cualquiera de los cuales podía ocultar un pasadizo secreto
de Yakra. Rara vez pasaba por las encrucijadas sin espiar antes cuidadosamente.
Pero Tumithak tuvo suerte; no halló a
nadie en los pasadizos, y medio día después llegó a otro habitáculo donde
estaba emplazado un pozo prácticamente idéntico al que lo había conducido a
Nonone.
Trepó por la escalera con más
precauciones que antes, pues estaba seguro de que había un guardia yakrano
junto a la boca del pozo, y no deseaba recibir un empujón cuando asomase.
Mientras se acercaba al final de la escalera desenvainó la espada, pero la
suerte volvió a favorecerlo, pues el guardia por lo visto había salido del
cubículo donde terminaba el pozo. Tumithak entró en el mismo y se dispuso a
salir al corredor.
Cuando sólo había avanzado unos cuatro
metros, su suerte le abandonó. Tropezó violentamente con una mesa que no había
visto en la penumbra, y esto produjo un ruido que no podía dejar de ser oído
fuera, en el pasillo. Al instante apareció, espada en mano, un
individuo
verdaderamente gigantesco que se abalanzó sobre Tumithak.
3
El paso de Yakra
Tumithak habría sabido que aquel hombre
era un yakrano aunque se lo hubiera encontrado en las profundidades de Loor. El
looriano sólo conocía a los yakranos por los relatos de los viejos guerreros
que recordaban las expediciones contra aquella ciudad, pero comprendió en
seguida que aquél era el tipo de salvaje que le habían hecho imaginar los relatos.
Medía diez centímetros más que Tumithak, era mucho más ancho y pesado, y
ostentaba una poblada e hirsuta barba, prueba suficiente de que su propietario
era de Yakra. Llevaba la túnica llena de pedazos de hueso y metal burdamente
cocidos a la tela, los primeros teñidos de varios colores. Rodeaba su cuello un
collar hecho con docenas de falanges ensartadas en una delgada tira de piel.
Tumithak comprendió en seguida que tenía
pocas posibilidades de ganarle a aquel yakrano en combate cuerpo a cuerpo. Mientras
desenvainaba la espada y se disponía a pelear, buscó alguna estratagema. Al
instante llegó a la conclusión de que lo mejor seria tratar de precipitarlo por
el túnel; pero empujar a aquel coloso era casi tan imposible como derrotarlo en
lucha de poder a poder. Antes de que Tumithak pudiera hallar un modo sutil de
atacar a su adversario, descubrió que le convenia más pensar la manera de
defenderse.
El yakrano arremetió contra él, lanzando
su ensordecedor grito de guerra. Sólo un ágil salto evitó que Tumithak
recibiera el terrible golpe que le asestó. Tumithak cayó sobre una rodilla,
pero se rehízo en seguida con el tiempo justo para evitar otro tajo de aquella
espada relampagueante. Sin embargo, una vez en pie, se defendió a la
perfección, y el yakrano no tuvo más remedio que retroceder uno o dos pasos
para tratar de lanzarse otra vez a fondo.
El yakrano arremetió una y otra vez, y
sólo la pavorosa habilidad del looriano en esgrima, practicada largos años con
la esperanza de enfrentarse a un shelk, lo salvó. Lucharon alrededor de la mesa
y más o menos cerca del pozo, hasta que incluso unos músculos de acero como los
de Tumithak comenzaron a cansarse.
Pero, a medida que su cuerpo se cansaba,
su cerebro funcionaba con más rapidez, y por fin se le ocurrió un plan para
derrotar al yakrano. Permitió que le llevase poco a poco hacia el borde del
pozo y luego, mientras rechazaba una embestida particularmente furibunda hizo
un súbito ademán con la otra mano y gritó. El yakrano creyó que lo había
alcanzado, sonrió salvajemente y retrocedió para preparar el golpe final. Se
lanzó hacia delante asestando una estocada al pecho de Tumithak. Éste se
agachó, aferrando los pies de su adversario.
El gigante lanzó un aullido salvaje ai
tropezar con el cuerpo caído, pero cayó sin poder evitarlo cerca del mismísimo
borde del pozo. ¡Tumithak lo pateó con todas sus fuerzas y el gigantesco
yakrano, braceando frenéticamente, cayó por el pozo! Se oyó un fuerte grito en
la oscuridad, un golpe seco y luego, silencio.
Tumithak se detuvo varios minutos junto
al pozo, jadeante. Era la primera vez que luchaba a muerte con un hombre y,
aunque había salido victorioso, le parecía que había sido por milagro. ¿Qué
dirían las gentes de Loor y de Nonone, se preguntó, si supieran que el
autodenominado exterminador de shelks había estado tan cerca de ser vencido por
el primer adversario que le atacó... no un shelk, sino un hombre y, para colmo,
de la despreciada Yakra? El looriano descansó durante varios minutos, malhumorado.
Pero luego pensó que, si los vencía a todos, no le importaría que hubiera de
ser tan escaso el margen. Se puso en pie y salió del cubículo lleno de ardor.
Estaba en Yakra y era preciso encontrar
el modo de atravesar sin problemas la ciudad hasta llegar a los Corredores
Tenebrosos situados más allá, y que eran paso obligado para acceder a la
Superficie. Avanzó cuidadosamente, tratando de maquinar un plan para burlar a
los yakranos. Pero hasta verse en el extrarradio de Yakra no se le ocurrió un
idea plausible. Había una cosa que inspiraba un miedo invencible a todos los
hombres de los túneles. Tumithak decidió aprovechar ese miedo irracional.
Echó a correr. Al principio fue sólo un
paso rápido, pero según se acercaba a los pasillos habitados echó a correr cada
vez más de prisa, hasta brincar como si tuviese a todos los demonios del
infierno pisándole los talones. Y eso era precisamente lo que debía aparentar.
Un grupo de yakranos se acercaba. Le
miraron mientras el los miraba a ellos, y en seguida se abalanzaron sobre él,
al darse cuenta de que no era de los suyos. En lugar de evitarlos, se metió en
el centro del grupo, gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Shelks! —chilló como si estuviera loco
de terror—. ¡Shelks! jShelks!
La actitud belicosa de los hombres se
convirtió en otra de pánico infinito. Sin decir una palabra y sin echar
siquiera una mirada atrás, se volvieron y huyeron, precedidos por el mismo
Tumithak. Si hubieran sido hombres de Loor, tal vez habrían esperado a estar
seguros de lo que ocurra o, al menos, habrían detenido e interrogado a
Tumithak. Pero los yakranos no estaban para eso. Su ciudad se hallaba muchos
kilómetros más cerca de la Superficie que Loor, y los ancianos aún recordaban
la última vez que los shelks invadieron los corredores en una de sus poco
frecuentes partidas de caza, dejando un rastro de muerte y destrucción que no
sería olvidado mientras vivieran quienes lo habían visto. Por eso el terror era
mucho más irresistible en Yakra que en Loor, para cuyos habitantes era poco más
que leyenda negra del pasado.
Y por eso, sin detenerse a preguntar,
los yakranos huyeron por el largo pasillo detrás de Tumithak, recorriendo
pasadizos que se bifurcaban y entrando en nichos que parecían simples accesos a
los habitáculos, pero que en realidad conducían al túnel principal. A su paso
encontraban otros hombres o grupos y, al terrorífico grito de «¡shelks!», todos
dejaban sus ocupaciones y se unían al espantado tropel. Muchos emprendían
pasillos secundarios, donde esperaban hallar mejor refugio, pero la mayoría
continuó hacia el centro de la ciudad, a donde quería dirigirse también
Tumithak.
El looriano ya no llevaba la delantera,
pues varios de los yakranos más veloces lo dejaban atrás. El terror poma alas
en sus pies. La desbandada fue creciendo a medida que se acercaban al centro de
la ciudad, hasta que el túnel quedó lleno de gentes aterrorizadas, entre
quienes Tumithak pasaba totalmente inadvertido.
Se acercaron a la encrucijada central,
donde se agolpaba una gran masa de gente que salía de todos los corredores.
Tumithak no supo cómo había corrido tanto la noticia, pero era evidente que
toda la ciudad estaba ya enterada del supuesto peligro. Como ovejas o, mejor
dicho, como humanos que eran, todos habían reaccionado del mismo modo: alcanzar
el centro de la ciudad, donde creían que iban a estar más a salvo, amparados en
la fuerza del numero.
Pero aquel caos dio al traste con el
plan que Tumithak había ideado para atravesar la ciudad sin ser visto. Sin
duda, casi había ganado el centro, y los habitantes estaban tan espantados que
seguramente no se fijarían en un extranjero. Pero la muchedumbre era tan
numerosa que el looriano no conseguía abrirse paso hacia los corredores del otro
lado. Sin reparar en que no había nada que hacer, Tumithak luchó con la
multitud a brazo partido, con la esperanza de alcanzar un pasadizo
relativamente viable antes de que la gente se calmara y emprendiese, como era
de prever, la caza del embustero que había desencadenado el pánico.
La plebe, cuyo terror centuplicaba esa
extraña telepatía que se establece en toda congregación humana numerosa,
empezaba a desmandarse. Los hombres no vacilaban en emplear los puños para
abrirse paso, derribando a sus hermanos más débiles. En muchos lugares se oían
riñas. Tumithak vio a un hombre tropezar y caerse; un instante después oyó el
grito que lanzaba el desgraciado al ser pisoteado por los que le seguían.
Apenas se habían apagado los ecos cuando se oyó otro grito al extremo opuesto
del corredor, donde otro hombre había caído y no pudo volver a ponerse en pie.
El looriano parecía una hoja flotando en
el torrente de yakranos espantados y gesticulantes que llegaba al centro de la
ciudad. Tropezó varias veces, y no logró recobrar el equilibrio sino de
milagro. Casi había llegado a la gran plaza en la encrucijada de los dos
túneles principales, cuando volvió a tropezar con un yakrano caído y estuvo a
punto de caer a su vez. Quiso pasar adelante, pero luego se detuvo. ¡El cuerpo
que estaba a sus pies era el de una mujer que llevaba un niño en brazos! Tenía
el rostro lleno de lágrimas y sangre y sus
vestiduras
estaban rasgadas, pero valientemente procuraba impedir que los pies de la
muchedumbre lastimaran a su hijo. Tumithak se inclinó para ayudarla a
levantarse. Pero, antes de poder hacerlo, la multitud lo empujó apartándolo de
la mujer. Encolerizado, la emprendió a puñetazos con los individuos que
corrían, capaces de pisotear al prójimo con tal de ponerse a buen recaudo. Los
yakranos retrocedieron ante sus golpes, cediendo el paso unos instantes, que
Tumithak aprovechó para inclinarse y ayudar a la mujer.
Todavía estaba consciente, pues tuvo una
débil sonrisa de agradecimiento. Aunque era de una raza enemiga de su pueblo,
Tumithak sintió compasión y lamentó las consecuencias de su ardid para asustar
a los yakranos. Ella quiso decirle algo, pero el frenético griterío era tan
fuerte que no la entendió. Acercó su rostro al de ella para escuchar lo que
decía.
—¡La salida es por el otro lado del
túnel! —le gritó ella al oído—. ¡Procura abrirte paso hasta la tercera galería,
al otro lado del túnel! ¡Allí estarás a salvo!
Tumithak la colocó ante sí, y rompió
brutalmente por entre la multitud, alargando los puños para protegerla a ella
mientras avanzaban. Era difícil no verse arrastrado contra su voluntad hacia la
plaza central, pero finalmente el looriano consiguió alcanzar la galería; hizo
entrar a la mujer y lanzó un gran suspiro de alivio cuando se vio libre de
peligro. Se quedó un rato fuera, para cerciorarse de que nadie les había
seguido, y luego se volvió hacia la mujer con el niño.
Ella había arrancado un pedazo de la
manga de su andrajoso vestido. Cuando Tumithak la miró, dejó de limpiarse la
sangre y las lágrimas del rostro y le dirigió una tímida sonrisa. Tumithak no
pudo dejar de observar la manifiesta delicadeza de aquella mujer de la salvaje
Yakra. Desde su infancia le habían hecho creer que los yakranos eran gente
peligrosa —idea parecida a nuestro concepto de los duendes y brujas—, pero
aquella mujer podía compararse con una hija de cualquier familia distinguida de
Loor. A Tumithak le faltaba aprender que, no importa en qué nación o época se
halle uno, siempre puede encontrar delicadeza, si la busca, lo mismo que
brutalidad.
El niño, que estaba demasiado espantado
para llorar, había callado como muerto todo el tiempo, pero luego prorrumpió en
fuerte llanto. La madre trató de acallarlo con caricias y palabras suaves, pero
finalmente decidió emplear el silenciador natural. Cuando el niño se calmó y
empezó a mamar, ella se volvió a Tumithak haciéndole una seña, apartó la
cortina y entró en el habitáculo. Tumithak la siguió al comprender cuál era su
intención. Una vez dentro del trascuarto, la mujer señaló el techo y le mostró
el agujero circular de un pozo.
—Es la entrada de un viejo pasadizo que
no más de veinte personas de Yakra conocen —explicó—, y que rodea la
encrucijada hasta el limite superior de la ciudad. Podemos ocultarnos allí
durante días, pues no es fácil que los shelks adviertan nuestra presencia. Allá
estaremos a salvo.
Tumithak asintió y empezó a subir por la
escalera, deteniéndose sólo para comprobar si la mujer le seguía. La escalera
se prolongaba unos nueve metros, y salieron a la oscuridad de un corredor que
seguramente no había sido utilizado desde hacía muchos siglos. Estaba tan
oscuro, que cuando se alejaron de la boca del pozo se quedaron a ciegas. En
efecto, la mujer no se equivocaba al decir que era un pasadizo desconocido. Ni
siquiera figuraba en los mapas de Tumithak.
Sin embargo, ella parecía conocerlo
bastante bien ya que, después de poner sobre aviso a Tumithak en voz baja,
comenzó a explorar el corredor a tientas, deteniéndose únicamente para
susurrarle palabras cariñosas al niño. Tumithak la siguió, apoyando una mano en
su hombro para no perderse, y siguieron a tientas hasta llegar a un trecho
débilmente alumbrado por una solitaria lámpara. La mujer se sentó a descansar,
y Tumithak hizo lo mismo. Ella metió la mano en un bolsillo, sacó una primitiva
aguja y un hilo y se puso a remendar sus harapos.
—Es terrible —susurró, como si temiera
que los shelks pudieran oírla—. Me gustaría saber qué les impulsa a salir
nuevamente de caza. —Tumithak no respondió, y ella prosiguió al cabo de un
rato—: Mi abuelo fue muerto durante una incursión de los shelks. Esto sucedió
hace casi cuarenta años. ¡Y ahora nos atacan otra vez! ¡Mi pobre marido! ¡Le
perdí de vista cuando salimos de nuestro habitáculo! ¡Ay! Ojalá consiga
refugiarse. Él no conoce este pasillo. ¿Crees que lo conseguirá?
Necesitaba palabras de consuelo.
Tumithak sonrió.
—¿Me creerás si te digo que no puede
pasarle nada? —preguntó—. Te prometo que, por esta vez al menos, no será muerto
por los shelks.
—Espero que sea verdad —empezó a decir
la mujer y luego, como si se fijara en él por primera vez, agregó con
aspereza—: ¡Tú no eres de Yakra! —Luego, en tono ya hostil y decidido—: ¡Tú eres
un hombre de Loor!
Tumithak vio que la mujer se había
fijado en sus ropas de looriano, y no intentó negarlo.
—Sí —respondió—, soy de Loor.
La mujer se levantó, consternada,
apretando al niño contra su pecho, como para protegerlo frente a aquel ogro de
los corredores bajos.
—¿Qué haces en estos pasadizos?
—preguntó, atemorizada—. ¿Has provocado tú esta incursión contra nosotros? Si
semejante cosa fuera posible, creo que los hombres de Loor seríais capaces
hasta de aliaros con los shelks. Desde luego, es la primera vez que los shelks
han atacado el sector bajo de la ciudad.
Tumithak reflexionó. Le pareció
innecesario ocultarle la verdad a aquella mujer. A él no podía perjudicarle, y
la tranquilizaría en cuanto a la seguridad de su marido.
—La primera, y seguramente la última
—afirmó, y en pocas palabras le explicó el ardid y sus terribles consecuencias.
—Pero, ¿por qué quieres ir más allá de
Yakra —preguntó, incrédula—. ¿Te encaminas a los Corredores Tenebrosos? ¿Qué hombre
en sus cabales desearía explorarlos?
—No quiero explorar los Corredores
Tenebrosos —respondió el looriano—. ¡Mi meta está más lejos!
—¿Más allá de los Corredores Tenebrosos?
—Sí —respondió Tumithak, poniéndose en
pie. Como siempre que hablaba de su misión, salió a relucir su temperamento
soñador y obstinado—. Soy Tumithak, el matador de shelks. ¿Quieres saber por
qué quiero ir más allá de los Corredores Tenebrosos? Porque voy a la
Superficie. ¡Allí hay un shelk que espera su destrucción sin saberlo! ¡Voy a
matar un shelk!
La mujer le miró con sorpresa, llegando
a la conclusión de que estaba a solas con un loco. A nadie más se le ocurriría
una idea tan descabellada. Abrazó a su hijo y se apartó de Tumithak.
Tumithak se dio cuenta en seguida. No
era la primera vez que la gente se apartaba de él cuando hablaba de su misión.
Por eso, no le ofendió la actitud de ella, sino que se puso a explicarle por
qué creía posible convencer a los hombres para que se alzaran contra los amos
de la Superficie.
La mujer le escuchaba. Hablando de
manera cada vez más persuasiva, Tumithak notó que ella empezaba a creerle. Le
contó cómo había encontrado el libro y cómo aquel suceso había determinado su
misión en la vida. Le habló de los tres extraños regalos que le hiciera su
padre, y de cómo esperaba que le sirvieran de ayuda en su búsqueda.
Por último, vio en sus ojos la misma
expresión que solían tener los de Thupra, y supo que ella le creía.
Pero los pensamientos de la mujer eran
bien distintos de lo que Tumithak suponía. Desde luego, le escuchaba, pero
mientras lo hacía recordaba la audacia con que Tumithak había atacado a la
multitud espantada que iba a pisotearla. Contempló su figura erguida, su rostro
afeitado y bien parecido, su aguda mirada, comparándolo con los hombres de
Yakra. Y al fin le creyó, no por la elocuencia de Tumithak, sino gracias a la
secular atracción de los sexos.
—Te agradezco que me hayas salvado —dijo
cuando el looriano concluyó su relato—. Te habría resultado imposible abrirte
paso a través de los corredores inferiores. Por aquí puedes entrar en Yakra
cuando quieras, o alejarte de la ciudad si lo prefieres. Voy a enseñarte por
dónde se va al sector alto de la ciudad. —Se puso en pie—. Ven, te guiaré. Eres
looriano y enemigo, pero me has salvado la vida. Además, el que mate a un shelk
será, ciertamente, un verdadero amigo de toda la humanidad.
Le tomó de la mano (aunque no era
necesario) y lo guió a través de la oscuridad. Avanzaron largo rato en silencio
y, finalmente, ella se detuvo y susurró:
—El corredor termina aquí.
Tumithak la siguió hacia un nicho y vio
la claridad que subía por un pozo desde el corredor de abajo.
Bajó por la escalera débilmente
entrevista en la penumbra, y llegó en seguida al corredor inferior. La mujer le
siguió y cuando salió a su vez le indicó un pasadizo.
—Si vas a la Superficie, es por aquí.
Hemos de separamos, pues yo regreso a la ciudad. ¡Oh, looriano! Me habría
gustado conocerte mejor —se interrumpió, y antes de alejarse, se volvió para
decir—: Ve a la Superficie, extranjero, y si triunfas en la empresa, no temas
atravesar Yakra cuando regreses. Toda la ciudad te reverenciará y te respetará.
Como si temiera decir demasiado, echó a
correr por el pasadizo. Tumithak la siguió un instante con la mirada y luego,
encogiéndose de hombros, se volvió y emprendió la marcha en sentido contrario.
Había supuesto que llegaría a los
Corredores Tenebrosos poco después de salir de Yakra, pero, si bien sus mapas
detallaban la ruta a tomar, no reflejaban el estado de conservación de los
corredores. Tumithak se dio cuenta de que no podría llegar aquel mismo día. La
fatiga le venció y entró en uno de los muchos habitáculos vacíos que
flanqueaban el corredor, se tumbó en el suelo y quedó profundamente dormido.
4
Los Corredores
Tenebrosos
El looriano despertó horas después, con
un sobresalto. Miró a su alrededor, desorientado. Había oído un leve crujido
fuera, en el corredor. Se levantó conteniendo la respiración, se acercó de
puntillas a la cortina y atisbo con cautela. El corredor estaba desierto, pero
Tumithak tenía la seguridad de haber oído suaves pisadas.
Regresó al habitáculo y recogió la
mochila. Antes de salir volvió a mirar cuidadosamente, para asegurarse de que
no hubiera nadie en el corredor, salió y se dispuso a seguir viaje.
Pero antes de hacerlo desenvainó la
espada y registró a fondo todas las cámaras vecinas. Le sorprendió no hallar a
nadie. Estaba convencido, absolutamente seguro, de que había oído un ruido. Se
sentía espiado desde algún lugar. Pero al fin tuvo que admitir que, o se había
equivocado, o sus seguidores eran más listos que él. En consecuencia, procuró
andar por el centro de la galería y reanudó la marcha.
Durante horas anduvo a paso uniforme; la
pendiente era siempre ascendente, el corredor era ancho y, para sorpresa de
Tumithak, las luces no perdían fuerza. Casi había olvidado la causa de su
sobresalto cuando, tras recorrer trece o catorce kilómetros, oyó otro leve
ruido o crujido, semejante al primero. Salía de uno de los cubículos, a la
izquierda. Tan pronto como lo supo, saltó hacia el nicho de entrada,
desenvainando la espada. Registró el compartimiento anterior y luego el
trascuarto. Por último, se quedó sin saber qué hacer, mirando las desnudas
paredes de color pardo que lo rodeaban. Lo mismo que el habitáculo que había
revisado por la mañana, éste se hallaba desierto. Tampoco había ninguna
escalera por la cual pudiera haber escapado su seguidor, ni escondrijo de
ninguna especie. Tumithak se vio obligado a abandonar la búsqueda y reemprender
su camino, aunque redoblando las precauciones.
Ahora iba tan cautelosamente como antes
de llegar a Yakra o más, en realidad, puesto que entonces sabía lo que le
esperaba y ahora se enfrentaba a lo desconocido.
Al cabo de algunas horas, Tumithak se
convenció cada vez más de que alguien lo seguía, lo espiaba. A veces oía otros
crujidos, que procedían del interior de los habitáculos o de alguna encrucijada
mal alumbrada. Una de las veces estuvo seguro de oír ruido delante de él, en el
mismo corredor por el que caminaba. Pero en ningún momento pudo echar un
vistazo a los desconocidos seres que lo producían.
Al fin llegó a una zona donde las luces
comenzaban a disminuir. Al principio eran sólo algunas lámparas, cuya luz
presentaba un extraño resplandor azulado, pero poco más adelante fueron
haciéndose más numerosas, y muchas estaban apagadas del todo. Tumithak
se movía en una
oscuridad cada vez mayor, y comprendió que ya se acercaban los legendarios
corredores tenebrosos.
Ahora bien, Tumithak era descendiente de
cien generaciones humanas acostumbradas a huir al más leve ruido sospechoso.
Durante cientos de años después de la Invasión, todo ruido anormal significó un
shelk a la caza de hombres, y un shelk significaba la muerte repentina, segura,
ineluctable. La humanidad se había convertido en una raza de seres tímidos,
huidizos, presas del pánico a la menor sospecha de peligro.
En la profunda Loor, sin embargo, habían
construido un laberinto tan estrecho y complicado, que no se veía a un shelk
desde hacía muchos años. Por eso, los hombres eran más valientes en Loor, hasta
que al fin apareció el visionario que se atrevía a soñar con matar un shelk.
Pero, si bien Tumithak era más audaz que
cualquier otro hombre de su generación, no había superado del todo la tara
común a la humanidad de entonces. Incluso mientras avanzaba con tanta decisión
por el corredor aparentemente ilimitado, su corazón latía con fuerza, y no se
habría necesitado gran cosa para hacer que se volviera por donde había venido,
con el corazón en un puño.
Los que le seguían, sin embargo, sabían
que no les interesaba agitar en exceso sus temores. A medida que entraba en
corredores cada vez más oscuros, los ruidos fueron disminuyendo y Tumithak
llegó a creer que estaba solo. Le pareció que sus seguidores habrían
retrocedido, o que los había despistado en alguna encrucijada. Más de una hora
estuvo atento a los ruidos, sin percibir ninguno; con esto se dio por
satisfecho y avanzó cada vez más descuidadamente por el corredor.
Pasó de una galería de eterna penumbra a
otra de oscuridad total. En ésta las lámparas, si existieron alguna vez, ya no
brillaban desde hacía mucho tiempo. Tumithak se acercó a la pared para
continuar a tientas.
En el corredor de abajo, unas siluetas
oscuras y esqueléticas pasaron de la penumbra a la oscuridad y se precipitaron
silenciosamente en pos de él.
Si alguien las hubiera visto mientras
caminaban, habría contemplado un extraño espectáculo. Monstruosamente delgados,
con la piel de un extraño color pizarra, tal vez lo más sorprendente eran sus
cabezas, envueltas en tiras de tela que les tapaban por completo los ojos,
impidiendo que los alcanzara el más insignificante rayo de luz.
Eran los salvajes de los Corredores
Tenebrosos —hombres que nacían y crecían en las galerías de noche eterna—, y
sus ojos eran tan sensibles que la menor claridad les producía un dolor
insoportable. Todo el día habían seguido a Tumithak, sin quitarse nunca las
vendas de los ojos. Se orientaban sólo gracias a la maravillosa agudeza de su
oído y su tacto. Llegados a los corredores donde habitaban, se apresuraron a
quitarse las molestas vendas, y hecho esto cercaron poco a poco a su víctima.
El primer indicio que tuvo de su
presencia Tumithak, mientras avanzaba por la zona oscura, fue una carrera
furtiva a su espalda. Se volvió con rapidez, desenvainó la espada e hizo
molinetes a ciegas con ella. No consiguió sino cortar el aire. Oyó una risa
burlona y luego nada. Arremetió con furia, y de nuevo no halló sino el aire.
Entonces oyó otro crujido en la parte del corredor que ahora estaba a su
espalda.
Comprendió que estaba rodeado. Esgrimió
la espada con ferocidad y se pegó a la pared, dispuesto a vender muy cara su
vida. Notó que la hoja se clavaba en algo que cedía, oyó un grito de dolor, y
de súbito el silencio volvió a reinar en el pasillo. Pero el looriano no se
dejó engañar, sino que siguió haciendo molinetes con la espada, y tuvo la
satisfacción de oír otro grito de dolor al herir a otro de los salvajes, que
había intentado sorprenderle por debajo de su guardia.
Aunque Tumithak seguía defendiéndose
como podía y peleaba con un valor nacido de la desesperación, el desenlace de
la batalla no era dudoso. Estaba solo, con la espalda contra la pared, frente a
un número desconocido de enemigos que además iban siendo reforzados por otros
que acudían a la lucha. Tumithak se dispuso a morir matando; lo único que
lamentaba era tener que caer en aquella oscuridad ignorada, sin ver siquiera a
los adversarios que le vencían...
Entonces, de súbito, recordó su lámpara,
el primero de los extraños regalos de su padre.
Tanteó el cinturón con la mano izquierda
y sacó el cilindro. Al menos, tendría la satisfacción de saber qué clase de
seres le habían atacado. Al cabo de unos segundos encontró el botón e inundó de
luz la galería.
No había previsto el efecto que el haz
deslumbrante de luz iba a producir en sus enemigos. Lanzaron gritos de dolor y
sorpresa, y lo primero que vio Tumithak fue cómo una docena de espectros,
flacos y oscuros, que ocultaban la cabeza entre los brazos y se volvían para
huir aterrorizados corredor abajo. Llenos de pánico, lanzaron a sus compañeros
roncos aullidos de alarma y huyeron de la luz como si Tumithak hubiera recibido
la súbita ayuda de todos los guerreros de Loor.
Tumithak se quedó un momento
desconcertado. No comprendía la repentina desbandada de sus contrincantes, y
creyó que huían dé algún peligro que él no podía ver. Atemorizado, paseó la luz
por toda la galería. Mientras los gritos de los desconocidos seres se perdían a
lo lejos, empezó a adivinar la verdad. Aquellas criaturas estaban tan adaptadas
a la oscuridad, pensó Tumithak, que tenían miedo de la luz; aunque no entendía
la razón de tal fenómeno, decidió llevar encendida su lámpara de mano mientras
tuviera que viajar en la oscuridad.
En consecuencia, el looriano continuó su
camino, alumbrando a un lado y a otro los corredores, las encrucijadas y los
nichos de los habitáculos. Sabía que no podría dormir en aquellos corredores
tenebrosos, pero esto no le preocupaba demasiado. Al vivir durante siglos en
túneles y pozos, la humanidad había olvidado los horarios regulares que solía
observar en otros tiempos. Solían dormir entre ocho y diez horas cada treinta,
pero podían pasar despiertos cuarenta o cincuenta horas sin sentir necesidad de
descansar. Cuando trabajaba con su padre, Tumithak había pasado despierto ese
número de horas y más; por eso estaba seguro de que iba a salir de los
corredores tenebrosos mucho antes de que lo dominara la fatiga.
De vez en cuando comía las galletas de
comida sintética que llevaba, pero la mayor parte del tiempo la dedicaba a
registrar concienzudamente las galerías por donde pasaba. Así transcurrieron
las horas. Casi había olvidado sus temores, y estaba a punto de meterse en uno
de los cubículos para descansar, cuando oyó, muy lejos, un extraño gruñido
inhumano. El temor se adueñó de su ánimo. Sintió una especie de hormigueo en la
nuca y, metiéndose sin vacilar en el nicho más cercano, apagó su lámpara y
esperó, temblando, en un exceso de terror.
No es que Tumithak se hubiera convertido
de improviso en un cobarde. Se había enfrentado con valentía al yakrano y a los
salvajes de piel oscura. Lo que le aterrorizó fue el advertir que el ruido no
era de origen humano. En los corredores bajos no se conocía ningún animal salvo
las ratas, los murciélagos y otros bichos menores. Sólo quedaban los shelks.
Sólo ellos perseguían al hombre en sus túneles; por eso era natural que sólo a
ellos pudiese atribuir Tumithak el ruido que, sin duda, era debido a alguna
criatura no humana y de gran tamaño. Aún no sabía que otros animales de la
Superficie habían bajado también y se hallaban en aquellos corredores altos.
Por ese motivo se agazapó en el
cubículo, intentando darse ánimos para salir y hacer frente a su enemigo.
Supongamos que sea un shelk, pensó. ¿Para qué había recorrido tantos kilómetros
y vencido tantos peligros, sino para enfrentarse a un shelk? ¿No era él
Tumithak, el héroe designado por la providencia para redimir al Hombre de su
herencia de temor? Con estos argumentos y otros parecidos, su espíritu
indomable logró hacer acopio de valor, hasta que por último se incorporó y
regresó al corredor.
Como suponía, estaba desierto. Su
linterna iluminó más de ciento cincuenta metros de galería completamente
desierta. Siguió avanzando, pero ahora prestando más atención a la parte
inferior del pasillo que a la superior. Esto le permitió distinguir, en los
confines de la zona iluminada, un extraño grupo de seres de escasa alzada que
lo seguían a una distancia prudencial. Su excelente vista le indicó que
aquellos seres no eran shelks ni hombres, aunque desde luego no supo lo que
eran. Demasiadas generaciones habían transcurrido sin que los habitantes de los
corredores bajos oyeran hablar del que antaño había sido el mejor y más fiel
amigo del hombre: el perro.
Se detuvo, indeciso, y observó a los
desconocidos seres. Éstos retrocedieron, poniéndose fuera del alcance de los
rayos de luz. Al verlo, Tumithak se volvió y siguió adelante, casi convencido
de que no eran sino una especie de ratas de mayor tamaño, tan cobardes como sus
hermanas menores.
Pronto iba a saber que se equivocaba. No
había recorrido mucha distancia cuando oyó un gruñido en el sector de la
galería que tenía delante; como si fuera una señal, las bestias que lo seguían
se acercaron más. Tumithak apretó el paso y por último echó a correr. Iba
ligero, pero sus perseguidores eran más ligeros y acortaban distancias.
Cuando los tuvo a menos de treinta
metros reparó en sus amos. Los salvajes a quienes había vencido pocas horas antes
regresaban, cubriéndose los ojos con los vendajes que habían usado para
seguirle por los pasadizos cercanos a Yakra. Azuzaron en voz baja a los perros,
y Tumithak se vio obligado a desenvainar de nuevo la espada, dispuesto a
defenderse.
Las bestias echaron a correr hacia él, y
el looriano se vio rápidamente rodeado por un numeroso grupo de animales que se
abalanzaban sobre él con feroces gruñidos. Era imposible defenderse. Mató a
uno, y otro cayó aullando, con una gran herida en su lomo roñoso; antes de que
pudiera hacer nada más, le arrebataron su linterna y adivinó que media docena
de bultos peludos saltaban sobre él. Se desplomó en el suelo, arrastrando a los
perros; la espada cayó de su mano y se perdió en la oscuridad.
Tumithak creyó que iba a morir en aquel
mismo momento. Recibió el cálido aliento de los monstruos en varias partes de
su cuerpo, y lo embargó aquel extraño sentimiento de resignación que los
hombres sienten en presencia de una muerte casi cierta. Pero luego... los
perros fueron apartados, notó unas manos que lo tocaban y oyó los murmullos
incomprensibles de los salvajes mientras éstos palpaban su cuerpo. Una docena
de manos huesudas lo retenía contra el suelo; poco después lo ataron con tiras
de ropa, inmovilizándole los brazos a los lados del cuerpo. Fue levantado y
transportado a hombros.
Después de recorrer cierto trecho de
galería, doblaron un recodo y siguieron largo rato antes de detenerse y echarlo
en el suelo. Oyó a su alrededor muchos ruidos furtivos, conversaciones en
susurros y movimientos. Llegó a la conclusión de que lo habían trasladado a la
encrucijada central de las galerías que habitaban aquellas criaturas.
Después de yacer así un rato, lo
voltearon, unas manos lo palparon y una voz habló con firmeza y autoridad.
Volvieron a recogerlo y lo transportaron otro breve trecho, arrojándolo por
último a lo que supuso era el suelo de un habitáculo. Un objeto metálico resonó
a su lado y oyó los pasos de sus adversarios que se alejaban corredor abajo.
Tumithak permaneció un rato inmóvil,
reflexionando. Se preguntó por qué no lo habían asesinado, adivinando a medias
que los salvajes no se dispondrían a sacrificar la víctima sino después de
preparar el banquete. Porque aquellos salvajes no conocerían la síntesis
química de los alimentos; debían vivir a expensas de Yakra y otras ciudades más
pequeñas, muy alejadas en el sistema de los corredores. Reducidos a tan
terribles apuros, toda materia comestible devenía alimento. Eran caníbales
desde hacía muchos siglos.
Poco después, Tumithak se puso en pie.
Le había resultado fácil deshacer los nudos de la tela con que lo habían atado;
aquellos salvajes no sabían mucho de nudos, y al looriano le costó menos de una
hora desatarse. Se puso a palpar con precaución las paredes del cubículo,
tratando de averiguar la disposición de su cárcel. Medía poco más de diez
metros cuadrados, y la única salida daba al corredor. Tumithak intentó salir,
pero fue inmediatamente detenido por un gruñido feroz; un bulto de pelo áspero
empujó sus piernas, obligándolo a regresar al habitáculo. Los salvajes habían
dejado a los perros vigilando su prisión.
Tumithak regresó al calabozo y, al
hacerlo, su pie chocó con un objeto que echó a rodar por el suelo. Recordó el
objeto metálico que habían arrojado a su lado y se preguntó qué sería. Lo buscó
a tientas y comprobó con júbilo que era su lámpara. No pudo entender por qué la
habían dejado allí los salvajes y supuso que para sus mentes supersticiosas
sería un objeto temible. Tal vez pensaron que lo mejor era encarcelar juntos a
los dos factores de peligro. De todos modos, allí estaba, y Tumithak no pedía
otra cosa.
Encendió su lámpara y miró a su
alrededor. No se había equivocado en cuanto a las dimensiones y disposición del
lugar. Ofrecía pocas posibilidades de escapar o, mejor dicho, ninguna, pues era
necesario salir por entre aquellas fieras. A la luz, Tumithak vio que los
salvajes no le daban oportunidades de huir: había más de veinte perros en el
corredor, deslumbrados por la súbita claridad.
Tumithak observó el pasadizo desde una
distancia prudencial, advirtiendo que no había nadie. Se dijo que sin duda los
salvajes descansaban, y comprendió que no tendría mejor oportunidad de huir que
aquélla. Sentado en el suelo del cubículo, reflexionó febrilmente. En su mente
germinaba una idea, una como convicción de que poseía medios para ahuyentar a
los animales. Se puso en pie y los contempló, amontonados en el pasadizo como
para cubrirse de los molestos rayos de su lámpara. Se volvió hacia el cuarto
pero, evidentemente, allí no había nada que pudiera servirle. ¡La inspiración
acudió de repente! Rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto. Tomando un objeto,
lo arrojó en medio de la jauría después de sacarle un pasador, y se echó de
bruces al suelo.
Era la bomba, el segundo regalo de su
padre. Cayó al lado opuesto del corredor, y estalló con ensordecedor estampido.
En el espacio cerrado del pasillo, los gases de expansión actuaron con fuerza
terrible. Aunque se había tumbado en el suelo, Tumithak se vio levantado y
proyectado con violencia contra la pared opuesta del habitáculo. En cuanto a
las bestias, quedaron prácticamente destrozadas. Miembros descuartizados
volaron en todas direcciones, y pocos minutos después, cuando un Tumithak
herido y conmocionado salió al pasillo, no halló ni rastros de vida. La escena
era caótica; había sangre y cuerpos destrozados en todas partes.
Alterado por aquel espectáculo de sangre
y muerte, Tumithak se apresuró a poner la mayor distancia posible entre él y la
espantosa carnicería. Corrió hendiendo el aire cargado de humo hasta que la
atmósfera se aclaró y pudo olvidar los horrores de la escena. No vio a los
salvajes, aunque por dos veces oyó un gemido que salía de uno de los nichos.
Adivinó que alguien estaba agazapado allí, en la oscuridad, presa del pánico.
Los salvajes de los corredores tenebrosos tardarían en olvidar al enemigo que
había sembrado tal destrucción entre ellos.
Tumithak reanudaba su marcha hacia la
Superficie. Por primera vez desde que se puso en camino, retrocedió, pero con
un propósito definido. Llegó al escenario de su lucha con los perros y recogió
su espada, que encontró sin dificultad, advirtiendo con satisfacción que no
había sufrido daños. Entonces volvió sobre sus pasos, siempre hacia la
Superficie, y anduvo largo rato sin hallar nada que fuese motivo de alarma.
Cuando llegó a la conclusión de que ya había pasado la parte peligrosa de los
corredores, entró en un habitáculo y se dispuso a tomarse el descanso que tanto
necesitaba...
Durmió profundamente, sin pesadillas, y
despertó después de más de catorce horas de sueño. En seguida continuó la
caminata, comiendo sin dejar de andar y preguntándose qué le depararía aquella
nueva etapa.
No iba a tardar mucho en saberlo.
Gracias a los mapas sabía que ya había cubierto más de la mitad del recorrido,
y por eso no se sorprendió al ver que las paredes de los corredores empezaban a
presentar un aspecto áspero e irregular, casi como las de una caverna natural, y
muy diferente del acabado perfecto que tenían en Loor y los demás lugares
visitados hasta entonces. Sabía que se acercaba a la zona que el hombre había
excavado en los primeros días de pánico. Al principio de su huida hacia el
interior de la Tierra, no se tomaba el tiempo de pulir las paredes ni de darles
la sección rectangular uniforme que tenían los corredores bajos y habitados.
Aunque no le sorprendió el aspecto de
los pasillos, no estaba preparado para lo que vio más adelante. Después de
recorrer cinco o seis kilómetros de cavernas tortuosas y angostas, llegó a un
pozo muy escondido que conducía hacia arriba en la oscuridad. Vio que había luz
y lanzó un suspiro de alivio, pues su lámpara empezaba a mostrar señales de
agotamiento. Subió poco a poco por la escalera, con las acostumbradas
precauciones. Asomó con cuidado por la boca del pozo, y entonces se halló en el
corredor más extraño que hubiera visto nunca.
5
El Corredor de
los Estetas
El corredor donde se hallaba Tumithak
estaba más brillantemente iluminado que cualquiera de los que había visto en su
vida. Las luces no eran del acostumbrado blanco transparente; lámparas azules y
verdes competían con otras rojas y doradas, añadiendo belleza a un escenario
que de por sí era lo más hermoso que la imaginación pudiera concebir. Por un
momento, Tumithak no llegó a entender de dónde provenía la luz, pues no había
pantallas en el centro del techo, como las que él conocía. Poco después halló
la explicación del sistema de iluminación, al advertir que las pantallas
estaban ingeniosamente montadas en las paredes. La luz indirecta producía un
efecto de tenue suavidad.
Y las paredes... las paredes ya no eran
de piedra vitrificada corriente... ¡sino de sillares de purísimo color blanco!
Y, por si esta maravilla no bastase para suscitar el asombro del looriano, las
paredes aparecían cubiertas de orlas y figuras, esgrafiados y bajorrelieves. No
quedaba ni un solo tramo sin decorar en las paredes o el techo, en toda la
longitud del corredor. Hasta el suelo mostraba un motivo decorativo en mosaico
de varios colores.
Tumithak había crecido desconociendo la
existencia de cosas tales. No había arte en los pasadizos inferiores, jamás
había existido. La humanidad lo había olvidado mucho antes de abrir la primera
galería de Loor. Por eso Tumithak se quedó anonadado ante las maravillas que
veía.
Aunque predominaban los motivos
decorativos geométricos, también había figuras. Mostraban en detalle muchas
cosas maravillosas. Tumithak apenas podía creer que fuesen reales, pero allí
estaban, y para su mente ingenua, el hecho de verlas representadas demos-
traba que
existían de verdad en algún lugar.
Aquí, por ejemplo, se veía un grupo de
hombres y mujeres bailando. Formaban un corro y bailaban alrededor de algo que
ocupaba el centro y que no se distinguía bien. Al mirar con más detenimiento,
Tumithak volvió a notar que se le ponían los pelos de punta... era un ser con
largas patas de arácnido. Desde algún rincón de su subconsciente, una voz le
susurró: «Shelk».
Se alejó de aquel relieve con un confuso
sentimiento de repugnancia, y pasó a otro que representaba un largo corredor
donde había un objeto cilíndrico que debía medir entre cinco y seis metros de
longitud. Iba sobre ruedas, y a su alrededor se congregaba un grupo de seres
humanos ansiosos y expectantes, con expresiones de alegría y emoción en sus
rostros. Tumithak contempló largo rato los relieves, sin alcanzar a
comprenderlos. No tenían sentido. ¡Aquellas personas no parecían temer a los shelks!
Halló un mosaico que lo confirmaba. Reproducía de nuevo el largo objeto
cilíndrico; al lado del mismo estaban tres seres que no podían ser sino shelks.
También aquí los rodeaba un grupo humano.
En aquellas imágenes aparecía un detalle
que impresionó sobremanera a Tumithak. Todas las personas representadas eran
obesas. No había nadie que no fuera rollizo y no pesara más de lo normal. El
looriano se dijo que probablemente era algo natural en quienes
vivían cerca de
la Superficie y por lo visto se hallaban en buenas relaciones con los terribles
shelks. Naturalmente, ese pueblo tendría pocos cuidados, salvo vivir y
engordar.
De este modo, meditando y mirando los
relieves, siguió adelante hasta ver a lo lejos, en una encrucijada, una forma
humana voluminosa. Comprendió que se acercaba a la parte habitada de los
corredores. El desconocido dobló el recodo y desapareció. Tumithak se dijo que
debía seguir con más cuidado, y avanzó un rato cautelosamente pegado a la pared
del corredor, aprovechando todos los escondrijos. Vio miles de cosas que le
sorprendieron; en realidad, se hallaba en continuo estado de asombro. Aquí eran
unos grandes tapices que colgaban de la pared; allá le daba un vuelco el
corazón al tropezar con un grupo de estatuas. Le costó persuadirse de que
aquellas piedras talladas no fuesen hombres de verdad.
Al principio no había cubículos en los
lados del corredor, pero más adelante éste se ampliaba hasta una anchura de
doce metros y empezaron a verse las entradas a los habitáculos. ¡No eran
nichos, sino verdaderos pórticos y las «cortinas» que los cubrían eran de
metal! Era la primera vez que Tumithak veía puertas de verdad, pues en Loor las
cortinas de arpillera eran lo único que separaba los cubículos y los
corredores.
Tumithak anduvo durante varios minutos
más. Los relieves de las paredes eran cada vez más complicados, y la galería
más alta y ancha: poco después, Tumithak divisó un grupo de hombres que se
acercaban. Como no le convenía ser visto, pensó volverse y desandar el camino,
pero luego vio una puerta abierta. Era preciso actuar con arrojo y decisión, o
emprender una retirada con escasas perspectivas de éxito. Tumithak no lo pensó
mucho, sino que abrió de par en par la puerta y entró.
Se detuvo un instante y sus ojos,
acostumbrados a la brillante luz exterior, tuvieron que adaptarse a la penumbra
de la habitación. Luego advirtió que no estaba solo, pues el cuarto se hallaba
ocupado por un hombre que, a juzgar por las apariencias, estaba tan espantado
por la repentina aparición de Tumithak que se había quedado sin habla. Tumithak
aprovechó el manifiesto terror del otro para estudiarlo, y para buscar en el
cuarto un modo de escapar u ocultarse.
El cuarto estaba bastante menos
iluminado que el pasillo. La luz provenía de dos pantallas empotradas en la
pared, cerca del techo. Las paredes eran de un azul mate uniforme, y en la de
atrás había una puerta cubierta por un tapiz que conducía al cuarto interior.
Una mesa, un sillón acolchado, una cama y un estante abarrotado de libros
constituían el mobiliario del cuarto. Y en el medio de la cama yacía aquel
hombre descomunal.
Era una verdadera montaña de carne.
Tumithak calculó que debía pesar unos ciento ochenta kilos. Medía bastante más
de un metro ochenta, y su cuerpo desbordaba de la cama que ocupaba, donde
habrían cabido sin dificultad tres de los compatriotas de Tumithak. Era un
hombre rollizo y colorado; su pelo rubio pálido y su barba acentuaban la
rubicundez de su rostro y cuello.
Pero la deformidad del hombre quedaba
compensada por el refinamiento de su vivienda. Ningún hombre de Loor habría
soñado tales lujos. Las ropas de aquel desconocido eran de las más finas telas
que cupiera imaginar, delicadas gasas teñidas en los tonos más delicados del rosa
nacarado, el verde y el azul, que caían vaporosas sobre su cuerpo, suavizando y
dando dignidad a su inmensa gordura. Las sábanas eran tan finas y suaves como
las vestiduras del hombre, pero en tonos saturados de verde y castaño. La misma
cama era un prodigio, un glorioso monumento de metales con aplicaciones
diversas, que parecía forjado por algún genial artesano de la Edad de Oro. Y
cubría el suelo una alfombra... ¡Y las pinturas de la pared...!
El hombre recobró de súbito la voz.
Lanzó un grito, un chillido agudo y femenino, que contrastaba extrañamente con
su descomunal humanidad. Tumithak estuvo en un instante al lado del gordo,
poniéndole la punta de la espada en la garganta.
—¡Cállate! —le ordenó, tajante—.
¡Cállate ahora mismo o te liquido!
El otro obedeció, y sus gritos se
convirtieron en seguida en gemidos involuntarios y ahogados. Tumithak se puso
en guardia, temiendo que el grito hubiera sido oído. Después de comprobar que
nada turbaba el silencio exterior, depuso su actitud. El gordo habló entonces:
—Usted es un salvaje —afirmó con voz
cargada de terror—. ¡Usted es un salvaje de los corredores bajos! ¿Qué hace
aquí, entre los Elegidos?
Tumithak ignoró la pregunta.
—Una palabra más, gordinflón —murmuró
con energía—, y habrá en estos corredores una boca menos que alimentar. —Miró
hacia la puerta y preguntó—: ¿Puede venir alguien aquí?
El otro quiso responder pero,
evidentemente, su miedo le impedía articular las palabras. Tumithak rió con
desprecio y notó que le embargaba un extraño júbilo. Al looriano le agradaba
ver que alguien le tenía tanto miedo. Ningún hombre había tenido oportunidad de
gozar aquella sensación de poderío desde hacía siglos. Tumithak tuvo ganas de
hacerle pasar un mal rato al otro, pero luego su curiosidad se impuso. Al darse
cuenta de que era la espada lo que más aterrorizaba al gordo, la apartó y la
devolvió a su vaina.
El gordo respiró mejor entonces, pero
aún tardó un poco en recodar el habla. Cuando habló, se limitó a repetir su
pregunta:
—¿Qué hace aquí, en los corredores de
los Estetas? —dijo en tono temeroso.
Tumithak lo pensó antes de responder.
Sabía que aquella gente no temía a los shelks; por lo visto eran sus aliados.
El looriano no estaba seguro de si le convenía fiarse del cobarde obeso pero,
al mismo tiempo, le parecía absurdo tener miedo de él o de sus semejantes. Como
poseía la fatuidad propia de todo gran genio, a Tumithak le gustaba alardear de
su misión, por lo que finalmente respondió:
—Voy a la Superficie. Vengo del túnel
más bajo, tan lejos de aquí que nunca hemos oído mencionar los corredores de
los Estetas, como tú los llamas. ¿Eres un Esteta?
—¡Va usted a la Superficie! —repitió el
otro, que perdía rápidamente el miedo—. ¡Pero si no ha sido llamado! Lo matarán
sin vacilar. ¿Acaso cree que los Sagrados Shelks permitirán que alguien llegue
a la Superficie sin haber sido llamado? ¡Y, para colmo, un salvaje de los
corredores inferiores!
Arrugó la nariz con desdén.
A Tumithak no le gustó el desprecio que
adivinaba en la voz del otro.
—Oye, gordo —dijo—, yo no necesito el
permiso de nadie para visitar la Superficie. En cuanto a los shelks, mi único
objetivo cuando llegue a la Superficie será matar uno de ellos.
El otro lo miró con una expresión que
Tumithak no logró descifrar.
—Usted va a morir pronto —comentó el
Esteta con imparcialidad—. Ya no he de tenerle miedo. Es indudable que al decir
una blasfemia tan inaudita, queda condenado tan pronto como la pronuncia. —Se
retrepó en la cama mientras hablaba y miró con curiosidad a Tumithak—. ¿De
dónde, oh Salvaje, has sacado una idea tan absurda?
El looriano quizá se habría enfadado
ante el tono de su interlocutor, si la pregunta no le hubiera dado un pretexto
para abordar su tema preferido. Le narró al Esteta toda la historia de su
misión. Éste escuchaba con atención, tan interesado en apariencia, que Tumithak
fue animándose cada vez más.
Habló de su infancia, del hallazgo del
libro, de la inspiración que éste le proporcionó. Habló de sus años de
preparación para aquel viaje, y de las aventuras que había corrido desde su
salida de Loor.
Era extraño el interés del gordo, pero a
Tumithak, absorto en la historia de su misión, no se le ocurrió pensar que el
Esteta estaba ganando tiempo. Por eso, cuando terminó su narración, quiso saber
cosas acerca de los Elegidos que vivían en los corredores de mármol.
—Nosotros, los que vivimos en estos
corredores —comenzó el Esteta—, somos los elegidos de la raza humana porque
poseemos lo único que los Sagrados Shelks no tienen: el talento para crear
belleza. Aunque los Amos son poderosos, carecen de capacidad artística. Sin
embargo, saben juzgar el mérito de nuestro arte, y por eso han dejado en
nuestras manos el procurarles las bellezas de la vida. Ellos nos encargan todas
las grandes obras artísticas que decoran sus maravillosos palacios de la
Superficie. Las obras maestras que has visto en las paredes de estos corredores
han sido realizadas por mí y por mis conciudadanos. Los bellos cuadros y las
estatuas que verás luego en nuestra plaza central son obras devueltas por los
Sagrados Shelks. ¿Puedes imaginar la belleza de las piezas aceptadas, de. las
que han llegado a la Superficie? A cambio de nuestro trabajo, los shelks nos
alimentan y nos facilitan todos los lujos imaginables. De toda la humanidad,
hemos sido elegidos como los únicos dignos de ser amigos y compañeros de los
amos del mundo.
Se detuvo un instante, agotado por lo
que para él era, sin duda, un discurso excepcionalmente largo. Después de tomar
aliento unos minutos, prosiguió:
—Aquí, en estos pasillos de mármol,
nacemos y somos educados los Estetas. Sólo trabajamos en nuestro arte, y sólo
cuando deseamos hacerlo. Nuestras obras son cuidadosamente analizadas por los
shelks, y las mejores se conservan. Los artistas que producen estas obras...
escúchame con atención, salvaje... ¡los artistas que producen esas obras son
llamados para formar parte de la gran comunidad de Elegidos que viven en la Superficie,
y pasan el resto de sus vidas decorando los magníficos palacios y jardines de
los Sagrados Shelks! Son los más afortunados, pues saben que sus obras son
elogiadas por los mismísimos Señores de la Creación. —Jadeaba de esfuerzo
después de haber hablado tanto, pero continuó con decisión—: ¿Te extraña, pues,
que nos sintamos superiores a los hombres que han llegado a ser poco más que
animales, poco más que conejos agazapados en sus madrigueras a muchos
kilómetros bajo el suelo? ¿Te asombra que...?
Su discurso fue interrumpido por un sonido que llegaba del
exterior. Era una sirena, cuyo tono se hizo cada vez más agudo, hasta que
pareció superar la máxima frecuencia que puede captar el oído humano. Con súbita
prisa, el Esteta se volvió de costado. Intentó bajarse de la cama,
consiguiéndolo después de varias tentativas. Anduvo con torpeza hasta la puerta
y luego se volvió.
—¡Los Amos! —gritó—. ¡Los Sagrados
Shelks! Han venido para llevarse otro grupo de artistas a la Superficie. Sabía
que iban a venir pronto. Salvaje, y por eso he soportado tu larga y aburrida
historia. Intenta escapar si puedes, aunque sabes tan bien como yo que nada
escapa a los Amos. ¡Y ahora voy a decirles que estás aquí!
Cerró de un portazo la puerta en las
narices de Tumithak y desapareció.
Tumithak se quedó en la habitación,
incapaz de moverse. Le parecía increíble que los shelks estuvieran tan cerca.
Estaba seguro de que la puerta se abriría de un momento a otro; los espantosos
seres arácnidos entrarían en tropel y acabarían con su vida. Se vio en una
trampa sin posibilidad de escapatoria. Tembló de miedo, pero luego y como
siempre, se avergonzó de su reacción y procuró dominarse. Aún temblando
fuertemente a causa de lo que estaba a punto de hacer, se acercó a la puerta y
la observó con cuidado. Había decidido que más valía tratar de escapar por el
corredor, y no esperar allí a ser capturado por los shelks. Le costó varios
minutos el descubrir cómo funcionaba el cerrojo, pero luego abrió la puerta y
salió al corredor.
Por fortuna, no había nadie en la zona
donde estaba Tumithak, pero a lo lejos aún se veía al obeso Esteta meneándose
pesadamente. Otros, casi tan gordos como él, se le acercaban; todos avanzaban
con tanta rapidez como les permitía su gran peso, evidentemente hacia la plaza
de la ciudad. Tumithak los siguió a distancia prudencial y, poco después, vio
que enfilaban otro pasillo. Se aproximó con cuidado a la encrucijada, y decidió
matar cuanto antes al gordo que pensaba traicionarlo. Hizo bien al acercarse
con cautela, pues cuando se asomó vio que estaba a menos de treinta metros de
la plaza mayor.
Jamás había visto una plaza semejante.
Era una inmensa bóveda circular de más de cien metros de diámetro, cuyo suelo
de mármol teselado y paredes con relieves ofrecían un espectáculo que obligó a
Tumithak a ahogar un grito de admiración. Había estatuas montadas sobre
pedestales de diferentes colores, y maravillosos tapices colgaban de los muros.
La plaza estaba casi abarrotada de Estetas, ya que había más de quinientos.
Mas no fue la bóveda, ni su decoración,
ni sus ocupantes lo que más impresionó a Tumithak. Sus ojos estaban fijos en el
gran cilindro de metal que se hallaba en el centro. Era idéntico al que había
visto en bajorrelieve a su llegada: de cinco o seis metros de longitud, montado
sobre cuatro gruesas ruedas y, según acababa de ver, provisto de una abertura
redonda en la parte superior.
Mientras miraba, varios objetos salieron
volando por la abertura y aterrizaron suavemente delante de la multitud. Uno
tras otro, como muñecos de una caja de resorte, salieron de la abertura y,
cuando tocaban ágilmente el suelo, los Estetas prorrumpían en una
ovación.
Tumithak retrocedió precipitadamente; luego, cuando su curiosidad pudo más que
su cautela, se atrevió a mirar de nuevo hacia la rotonda. ¡Por primera vez en
más de cien años, un hombre de Loor veía un shelk!
Su alzada era como de un metro veinte, y
en efecto parecían arácnidos, como relataba la tradición. Vistos de cerca, no obstante,
se advertía que el parecido era sólo superficial. Aquellos seres no eran
peludos, y tenían diez patas en lugar de las ocho que posee un verdadero
arácnido. Las patas eran largas, con tres articulaciones, y al extremo de cada
una se veía una garra corta y rudimentaria, muy semejante a una uña. Dichas
patas se distribuían cinco a cada lado, y se unían con el cuerpo entre la
cabeza y el abdomen. Éste era muy parecido al de una avispa y aproximadamente
del mismo tamaño que la cabeza, que, por cierto, era lo más sorprendente de
aquellos seres.
En efecto, era una cabeza humana: los
mismos ojos, la misma frente ancha, una boca de labios apretados y delgados, y
la barbilla, daban a la cabeza de los shelks una sorprendente expresión humana.
Sólo faltaban la nariz y el cabello para que el rostro fuese enteramente el de
un hombre.
Mientras Tumithak miraba, ellos pasaron
a ocuparse del asunto que los traía al mundo subterráneo. Uno de ellos sacó un
papel de una bolsa que colgaba de su cuerpo, lo cogió con habilidad entre dos
de sus extremidades y comenzó a hablar. Su voz tenía un timbre raro y metálico,
pero a Tumithak no le resultó difícil entender lo que decía.
—¡Hermanos de los Túneles! —gritó—. Ha
llegado el momento de que otro grupo de entre los vuestros construya su hogar
en la Superficie. Los amigos que os dejaron la semana pasada esperan con
impaciencia vuestra llegada, y sólo nos resta pronunciar los nombres de
aquéllos en quienes ha recaído el gran honor. Prestad atención; los que sean llamados,
que entren en el cilindro. —Hizo una pausa para asegurarse de que sus palabras
habían sido comprendidas y luego, en medio de un silencio impresionante, empezó
a leer los nombres—: ¡Korystalis! ¡Vintiamia! ¡Lathrumidor!
Uno tras otro, los corpulentos hombres
de elefantiásico aspecto se adelantaron y treparon por una pequeña escalera que
se había desplegado desde el cilindro. Tumithak vio que el tercero de los
llamados era su interlocutor de antes. La expresión de su rostro, lo mismo que
la de los demás, era de sorpresa y alegría, como si un suerte increíble acabase
de favorecerle.
Tumithak estaba tan distraído observando
a los shelks y a su vehículo, que había olvidado la amenaza del Esteta. Cuando
vio que éste se acercaba a los shelks, el looriano tuvo un movimiento de
terror, aunque no pudo despegar los pies del suelo, como si estuvieran
clavados, Pero su temor era vano, pues, por lo visto, la inesperada fortuna
había borrado cualquier otro pensamiento de la mente sencilla del Elegido, en
vista de que subía al cilindro sin hablar una sola palabra con los shelks que
lo rodeaban. Tumithak lanzó un gran suspiro de alivio cuando lo vio desaparecer
por el agujero.
Seis eran los shelks, y seis Estetas
fueron llamados; al oír sus nombres corrían para trepar, entre jadeos y
resuellos, y meterse en el vehículo. Cuando todos hubieron pasado por la
abertura redonda, los shelks se volvieron y los siguieron. Una tapa cubrió la
boca de acceso, y se hizo el silencio en el corredor. Al poco, los demás
Estetas empezaron a dispersarse. Como algunos entraban en el pasillo donde
estaba escondido Tumithak, se vio obligado a retroceder y meterse en un
habitáculo para no ser descubierto.
Temía que entrase algún Esteta y lo
descubriera, pero esta vez la suerte le sonrió. Al cabo de un rato miró y halló
vacío el corredor. Salió y regresó rápidamente a la plaza. No quedaban Estetas
en ella, pero, por algún motivo, el cilindro seguía en el mismo lugar. De
improviso, Tumithak concibió una idea cuya misma audacia lo estremeció.
¡Era evidente que los shelks venían de
la Superficie en aquel vehículo! Y en él regresarían. ¿No había dicho el
Esteta, a quien los shelks llamaban Lathrumidor, que algunas veces los artistas
eran llamados para vivir en la Superficie con los shelks? Sí; indudablemente,
el cilindro estaba a punto de regresar a la Superficie. Y, con repentina e
inspirada decisión, Tumithak supo que viajaría en él.
Avanzó con rapidez y se aferró a la
parte posterior de la máquina, buscando apoyo en los escasos salientes que
logró encontrar. ¡En ese preciso instante, cuando apenas había logrado asirse a
la máquina, ésta comenzó a moverse sin ruido, corriendo vertiginosamente por el
túnel!
6
La muerte del
shelk
Aquella travesía fue para Tumithak una
caleidoscópica sucesión de imágenes renovadas sin cesar. El cilindro avanzaba
con tanta velocidad que sólo de vez en cuando, al reducir para doblar un recodo
o recorrer una galería excepcionalmente estrecha, podía levantar la cabeza y
mirar a su alrededor.
Pasaron por corredores más intensamente
iluminados que los que Tumithak había visto hasta entonces. Vio galerías de
metal, pulidas y resplandecientes, y corredores de roca sin labrar, donde las
sacudidas al pasar sobre las irregularidades del piso lo pusieron en peligro de
ser derribado de su precaria posición.
En una ocasión recorrieron lentamente un
pasadizo de mármol, flanqueado por dos hileras de Estetas que entonaban un
sonoro y solemne himno a medida que pasaba el coche de los shelks. Tumithak
creyó que lo descubrirían, pero si alguno de los cantores lo vio no hizo caso,
suponiendo tal vez que iba prisionero de los shelks. Ya no hallaron más
encrucijadas; el único camino a la superficie era el ancho túnel principal que
seguía la máquina. Tumithak estaba cada vez más cerca de su meta.
Aunque la velocidad del coche no era
excesiva en comparación con la de los coches que empleamos hoy, hemos de
recordar que la máxima velocidad que podía imaginar el looriano era la de un
atleta humano. Por eso le parecía viajar en alas del viento, y su alivio no
tuvo limites cuando el coche redujo la velocidad, permitiéndole saltar al suelo
en una zona del túnel que tenía trazas de estar deshabitada desde hacía muchos
años. Había abandonado toda intención de continuar el viaje, y sólo deseaba
abandonar aquella empresa endemoniada que tan temerariamente había comenzado.
Tumithak decidió quedarse un rato donde
había caído, al menos lo necesario para recobrar sus facultades embotadas.
Entonces vio que el coche de los shelks se había detenido a menos de cien
metros de distancia. Al punto se puso en pie para lanzarse hacia la
primera puerta
abierta que encontrase. El habitáculo en que entró estaba lleno de polvo y sin
muebles; sin duda, llevaba mucho tiempo desocupado. Pareciéndole que allí no
corría peligro, Tumithak se acercó a la puerta y miró.
Al instante vio que la puerta o
escotilla de la parte superior del coche estaba abierta, pero pasaron varios
minutos antes de que comenzaran a salir los pasajeros. Asomó primero la gorda
cabeza de uno de los Estetas, que se dejó caer dificultosamente por el costado
del coche. Le siguió un shelk, que saltó ágilmente al suelo, y de este modo el
coche fue vaciándose hasta que los doce ocupantes se encontraron en la galería;
luego todos se volvieron y entraron en un habitáculo, el único del que colgaba
una cortina para cubrir la entrada.
Tumithak esperó un rato en su escondite,
calculando su próximo movimiento. Su timidez instintiva le aconsejaba
permanecer oculto, esperar varios días si fuese necesario, hasta que los shelks
regresarían a su máquina y partieran. En cambio, su curiosidad le impulsaba a
descubrir qué hacía aquel grupo tan heterogéneo detrás de la gran puerta
cubierta por un tapiz. Y su prudencia le indicaba que, si pensaba proseguir su
búsqueda, lo mejor era continuar en seguida por el túnel, mientras los shelks
aún estuvieran dentro del habitáculo... pues sabía que se hallaba cerca de la
superficie, de la meta que había perseguido tanto tiempo.
Su buen juicio ganó y eligió esta última
solución, olvidándose del grupo. Salió del cuarto y echó a correr, ligero y
silencioso. Pero cuando llegó frente al gran umbral y vio que era fácil
ocultarse allí, decidió echar una última mirada a los shelks y sus extraños
amigos antes de continuar. Uniendo la acción a la idea, se acercó, entreabrió
las cortinas, las corrió un poco y miró.
Lo primero que llamó su atención fue el
tamaño desmesurado del cubículo. Debía medir veinticinco metros de longitud y
doce de anchura, por lo que le pareció un cuarto realmente enorme al looriano;
en la penumbra no se alcanzaba a ver el techo. Era tan alto que las lámparas,
dispuestas en las paredes a la altura del hombro, no alumbraban la parte
superior. Tumithak tuvo la extraña impresión de que no había techo, de que las
paredes se elevaban cada vez más, hasta alcanzar la Superficie. Sin embargo, no
pudo entretenerse en analizar esta posibilidad, pues apenas se le había
ocurrido sus ojos se fijaron en la mesa. Era una enorme mesa baja, cubierta con
un mantel de nivea blancura y llena de cosas raras que Tumithak notó ser
alimentos. Pero el looriano los miró con sorpresa, pues eran alimentos de los
que jamás había oído hablar, que sus antepasados no habían conocido durante
muchas generaciones: las mil y una viandas suculentas de la Superficie.
Alrededor de la mesa había una docena de divanes bajos, en algunos de los
cuales estaban reclinados los Estetas, comiendo con enorme apetito.
Cosa rara, los shelks no tomaban parte
en el banquete. Cada uno de los corpulentos artistas tenía un shelk a su
espalda. Para Tumithak, había algo de mal agüero en aquella actitud. Observaban
en silencio todos los movimientos de los Estetas. Pero los que se llamaban a sí
mismos Elegidos estaban a sus anchas, atracándose de comida y cambiando
gruñidos de satisfacción entre sí. Tumithak tuvo que apartar la mirada, ante
tan desagradable escena.
De súbito se oyó una orden tajante del
shelk situado detrás de la cabecera de la mesa. Los Estetas alzaron la vista,
consternados, con expresiones de ansiedad y lastimera incredulidad en sus
rostros. Pero antes de que pudieran moverse o lanzar un grito, los shelks se
habían abalanzado sobre ellos, buscando y hallando infaliblemente con sus bocas
de labios delgados las yugulares, bajo los pliegues de carne de los gruesos
cuellos de los gordos.
Los artistas forcejearon en vano; su
resistencia débil y torpe no les sirvió de nada. Los ágiles shelks rechazaron
fácilmente los brazos de los que intentaban defenderse, mientras sus dientes se
clavaban cada vez más profundamente en la carne. Tumithak se ahogaba de
espanto. Como en un trance, vio que los movimientos de los Estetas se hacían
más lentos, hasta cesar del todo. La cabeza le daba vueltas. ¿Cuál... cuál
podía ser el significado de aquello en Venus? ¿Qué relación había entre aquella
escena espantosa y la larga explicación que Lathrumidor le había dado en los
corredores de mármol sobre las vidas de estas personas? Observó la escena horrorizado,
incapaz de apartar los ojos de ella.
Los Estetas estaban yertos. Los shelks
se apartaron y dio comienzo una febril actividad. Sacaron de debajo de la mesa
varios cántaros transparentes de gran tamaño, y media docena de máquinas
provistas de largas mangueras. Éstas fueron ajustadas a las heridas de los
cuellos de los Estetas, y Tumithak vio que la sangre era extraída rápidamente
de los cuerpos y traspasada a los cántaros.
A medida que éstos se llenaban de
líquido, los cuerpos de los Estetas decaían como globos de los que se escapa el
aire. Poco después yacían en el suelo alrededor de la mesa, pálidos y
arrugados. Los shelks no parecían excitados por su tarea; por lo visto era cosa
de rutina. Sus serenos y rápidos movimientos multiplicaron el terror de
Tumithak. Al fin éste superó la especie de parálisis que lo atenazaba, se
volvió y se alejó a toda prisa. Subió cada vez más rápido por el corredor, y
por último, agotado y jadeante, incapaz de dar un paso más, cruzó una puerta
abierta y se echó en el suelo del apartamento, exhausto, anonadado.
Poco a poco recobró el dominio de sí, la
respiración y, más tarde, algo de valor. Censuró severamente su propia
cobardía, y eso que aún temblaba al recordar el terrible espectáculo que había
presenciado. A medida que se tranquilizaba empezó a considerar el significado
de lo que había visto. Lathrumidor el Esteta le había hecho creer que los
shelks eran amables protectores de los artistas geniales. Había dicho que el
viaje a la Superficie era el honor supremo en la vida de un Esteta. El shelk
que había hablado en la rotonda también dio a entender lo mismo. Por alguna
razón desconocida, en la primera ocasión que se les presentó después de salir
de la ciudad, los shelks habían asesinado a sus obedientes siervos, con arreglo
a un rito que parecía habitual en ellos. Por más que se devanaba los sesos,
Tumithak no lograba explicarse la evidente contradicción. Se encogió sobre sí
mismo en el cubículo, trastornado por la monstruosidad de las aventuras de aquella
jornada, y durmió con sueño agitado.
No era extraño que Tumithak quedase
trastornado por tan raros acontecimientos. No conocía relaciones entre animales
que le sirvieran como término de comparación para entender la que existía entre
los Estetas y los shelks. En los túneles no había animales domésticos, y hacía
siglos que el hombre había perdido todo recuerdo de ellos. Tendrían que
transcurrir muchos siglos más antes de que volvieran a familiarizarse con
ellos. Por eso, Tumithak no conocía nada parecido a las condiciones en que los
shelks tenían a los Estetas.
Hoy sabemos lo que eran: ¡ganado!
Mantenidos en un sentimiento de falsa seguridad mediante mentiras hipócritas,
seleccionados durante siglos hasta obtener la estupidez sanguínea y bovina que
los caracterizaba, carentes de medios intelectuales salvo el instinto artístico
que los shelks despreciaban, al cabo de muchas generaciones habían pasado a ser
víctimas propiciatorias de las Bestias de Venus.
Por una extraña combinación de las
mentiras de los shelks con su propio engreimiento desmedido, se habían
acostumbrado a esperar desde su primera infancia ese día feliz en que serían
trasladados a la Superficie... para convertirse, sin saberlo, en alimento de
sus amos. Así eran los Estetas, tal vez la más extraña de las diversas razas
humanas obtenidas mediante selección por los shelks.
Nada de esto se hallaba al alcance de la
comprensión de Tumithak... o de cualquier otro hombre de su generación. Por ese
motivo, después de despertar, reanudó su caminar sin entender todavía la
extraña relación. Pero cuando una mente semisalvaje no puede resolver una
dificultad, la olvida en seguida: poco después Tumithak avanzaba con la mente
en paz.
Desde el corredor de los Estetas
cantores y la vertiginosa travesía, Tumithak no había visto señales de vida.
Las galerías donde se hallaba quedaban demasiado cerca de la Superficie como
para estar habitadas por el hombre. Por eso, Tumithak no halló a nadie en ellas
y recorrió varios kilómetros sin ser molestado. El corredor terminaba sin otra
salida sino una escalera de metal empotrada en la pared, que se elevaba hacia
las tinieblas. Lleno de excitación contenida y latiéndole el corazón
desenfrenadamente, Tumithak empezó a subir por el que, como sabía, era el
último pozo antes de llegar a la Superficie. Salió a un corredor de extraña
piedra negra, sacó de la bolsa el último regalo de su padre y emprendió la
pendiente ascendente, sujetando cuidadosamente su arma. El paso era el más
estrecho que había visto Tumithak y, a medida que caminaba, las paredes se
acercaban aún más, hasta quedar separadas por unos sesenta centímetros de
ancho. La pendiente se hizo cada vez más empinada y por último se convirtió en
una escalera. Tumithak subió los escalones, con el corazón latiéndole más
rápido por momentos. Finalmente vio su meta. Hacia delante, muy lejos en lo
alto, brillaba una luz mucho más poderosa que la de los corredores y de un
extraño color rojizo. Tumithak supo, mientras la miraba sobrecogido, que aquella
era la luz de la Superficie.
Se apresuró; la altura del techo era
cada vez menor, y no tuvo más remedio que agacharse para franquear los últimos
metros. Por último llegó al final de la escalera y se vio en un túnel
superficial, a menos de un metro y medio de profundidad. Levantó la cabeza y
dejó escapar una débil exclamación de absoluta incredulidad.
Porque Tumithak acababa de ver la
Superficie.
La enormidad de la escena fue lo que más
espantó al looriano. Le parecía haber salido a un domo o túnel gigantesco, tan
enorme que ni siquiera se abarcaba su inmensidad. El techo y las paredes se
unían formando una estupenda bóveda, semejante a un cuenco invertido, cuyos
bordes tocaban el suelo en una línea tan lejana, que era absolutamente increíble.
En muchos lugares el techo y las paredes eran de un azul maravilloso, el color
de los ojos de una mujer. Ese azul brillaba como una joya y estaba veteado de
grandes manchas algo donosas de color blanco y rosado; mientras miraba,
Tumithak creyó observar que esas enormes manchas onduladas se movían y
cambiaban de forma lentamente.
Incapaz de apartar los ojos del cielo,
el asombro y el respeto de Tumithak iban convirtiéndose en un gran temor.
Cuanto más miraba, más lejos parecía estar la gran cúpula, pero al mismo tiempo
le rodeaba de modo misterioso y terrible. Un instante después tuvo la certeza
de que las grandes manchas onduladas se movían, y experimentó la espantosa
sensación de que estaban a punto de caer y aplastarlo. Enfermo y aterrorizado
por la grandiosidad del escenario que se abría ante él, regresó al túnel y se
encogió contra la pared, temblando, presa de un pánico desconocido e
irracional. Como había nacido en los limitados confines de las galerías, y
había vivido toda su vida bajo tierra, cuando vio por primera vez la
Superficie, Tumithak fue víctima de la agorafobia, ese curioso temor a los
espacios abiertos que hoy todavía padecen algunas personas.
Su mente tardó casi una hora en
rehacerse. ¿Había caminado tanto, se dijo a sí mismo, para volverse tan sólo
por temor ante este aspecto de la Superficie? Ciertamente, si aquella
gigantesca bóveda azul y manchada pudiera caerse, no habría esperado a que
apareciera él. Respiró hondo, la razón prevaleció al fin, y volvió a salir.
Esta vez sus ojos evitaron el cielo, y procuró fijarlos en el
suelo del «habitáculo». Cerca del túnel el suelo estaba compuesto de polvo
pardo y grueso, pero poco más allá éste se hallaba cubierto por una sorprendente
alfombra, hecha con millares de largos pelos verdes y tupidos que ocultaban
totalmente el suelo polvoriento. Un poco más lejos se veía un grupo de columnas
altas e irregulares, cuya parte superior desaparecía entre un inmenso manojo de
cosas verdes, del mismo color y aspecto que la alfombra.
Cuando Tumithak miró más allá de la
hierba y los árboles, vio una maravilla que superaba a todas las que había
visto. Colgando de la cúpula, sobre los árboles, aparecía la gran lámpara de la
Superficie, un orbe brillante y cegador que iluminaba con su luz roja la
inmensidad.
Mudo de asombro, Tumithak contempló la
primera puesta de Sol de su vida. Volvió a sentirse mareado y enfermo por
efecto de la agorafobia; pero la belleza de aquella visión le hizo olvidar su
temor y lo tranquilizó gradualmente. Poco después volvió la mirada al lado
opuesto... ¡y allí, alzándose a gran altura, estaban las casas de los shelks!
Hasta donde abarcaba la vista, había
doce torres a modo de obeliscos. Sus paredes de metal lanzaban reflejos rojos
bajo la luz del sol poniente. No todas eran verticales, pues el extraño e
inhumano sentido artístico de los shelks les hacia preferirlas en distintos
ángulos desviados de la perpendicular, algunas hasta treinta grados. Eran de
distinta altura, entre quince y sesenta metros, y de la parte superior colgaban
largos cables que unían entre sí todas las torres. Carecían de ventanas, y el
único acceso era una abertura redonda situada en la parte inferior. Puesto que
ninguna de las torres tenía más de cuatro metros y medio de circunferencia,
presentaban un aspecto comparable al de un puñado de agujas gigantescas.
El looriano no habría sabido decir
cuánto tiempo estuvo contemplando la sorprendente ciudad. De todas aquellas
maravillas, la más notable fue el ocaso, el aparente hundimiento de la gran luz
roja en el suelo. Cuando el Sol hubo desaparecido, Tumithak siguió mirando
atentamente las paredes, que todavía brillaban con rojo resplandor... Y
entonces...
Tumithak no había oído ruido alguno.
Aunque estaba absorto, sus sentidos permanecían instintivamente alertadas, y no
había oído nada. Luego oyó un áspero crujido a su espalda, y una voz chillona y
metálica ordenó con espasmódica pronunciación:
—¡Regresa... a... ese... agujero!
A Tumithak se le heló la sangre cuando
vio al shelk, que estaba a dos pasos.
Para el looriano, aquel instante fue tan
largo como un año. Al volverse para hacer frente a la bestia, mil pensamientos
cruzaron por su mente. Recordó a Nikadur y a Thupra, y pensó en los muchos años
que habían pasado juntos; pensó en su padre e incluso en su madre, a la que
apenas recordaba; más extraño aún, pensó en el enorme yakrano, en cómo lo había
empujado al pozo, y cómo había gritado mientras caía. Todos esos recuerdos
pasaron por su mente mientras se volvía y levantaba el brazo para protegerse.
La acción fue totalmente instintiva; era como si no tuviese el menor dominio de
su cuerpo. Algo ajeno a él, o superior a él, le hizo flexionar los dedos. Al
hacerlo, el revólver, último de los tres regalos de su padre, escupió llamas y
estampidos. Como en sueños, lo oyó ladrar una, dos, tres... siete veces... ¡y
el cadáver del shelk cayó dentro del túnel!
Durante unos momentos, el héroe se quedó
mirándolo estúpidamente. Luego, dándose cuenta de que había llevado a cabo su
misión, se dejó invadir por un inmenso júbilo. Desenvainó rápida mente la
espada y se puso a cortar las diez largas patas del shelk; mientras lo hacía,
tarareó el himno de guerra que cantaban los loorianos cuando marchaban contra los
yakranos. Se oían súbitos ruidos y tintineos procedentes de las casas de los
shelks, pero él siguió despedazando sistemáticamente a su víctima, hasta
separar la cabeza del cuerpo.
Al notar que las voces de los shelks se
acercaban, guardó la ensangrentada cabeza en la pechera de su túnica y bajó
como el viento los escalones del pasadizo.
7
El poder y la
gloria
Tumlook de Loor, padre de Tumithak,
estaba sentado a la entrada de su habitáculo, mirando hacia el corredor.
Durante las últimas semanas había llevado una vida solitaria y, aunque sus
amigos habían intentado darle ánimos con la charla optimista de costumbre,
sabía que todos estaban seguros de que su hijo jamás regresaría. Ni los más
atrevidos osaban asegurar que Tumithak lograría llegar más allá de Yakra.
Tumlook no ignoraba esa opinión de sus
amigos y empezaba a creer lo mismo que ellos, aunque hacían cuanto les era
posible para darle a entender que esperaban cosas maravillosas de su hijo. Se
preguntó por qué había permitido que el joven emprendiera una
empresa tan
descabellada. ¿Por qué no había sido más severo con él, quitándole la idea de
la cabeza cuando aún se hallaba a tiempo? Por eso estaba allí sentado,
abrumándose a reproches, mientras esperaba la hora de acostarse y la vida de
Loor pasaba por su lado como un torrente irregular y tumultuoso.
Su rostro se animó un poco. Por el
corredor se acercaban los dos enamorados cuya larga amistad con Tumithak era un
vínculo que Tumlook, en cierto modo, había heredado. Nikadur saludó y, cuando
llegaron, Thupra se puso de puntillas y lo besó impulsivamente en la mejilla.
—¿Ha sabido algo de Tumithak? —salió la
pregunta que casi había pasado a ser un saludo entre ellos.
Tumlook meneó la cabeza.
—¿Crees que eso es posible? —preguntó—.
Después de tantas semanas, hay que darlo por muerto.
Pero Thupra no estaba dispuesta a
dejarse desalentar. En efecto, en todo Loor ella era la única que conservaba la
confianza, casi la certeza, de que Tumithak estaba vivo y retornaría
triunfante.
—Regresará —dijo—. Estamos seguros de
que llegó a Yakra. ¿No ha contado Nennapuss lo del gigante que hallaron muerto
al pie de un pozo yakrano? Si Tumithak pudo vencer a un hombre como ése, ¿quién
podría vencerlo a él?
—Puede que Thupra tenga razón —intervino
Nikadur seriamente––. En Nonone se rumorea que hubo un gran pánico en Yakra,
durante el cual, según se dice, un hombre de estos corredores pasó por la
ciudad. Esos rumores son vagos y tal vez sean sólo habladurías, pero también es
posible que Tumithak llegara a los Corredores Tenebrosos.
—Sé que Tumithak regresará —repitió
Thupra—. Es fuerte y...
Se interrumpió; al fondo del corredor
sus oídos percibieron un ruido, y prestó atención. Luego lo oyó también
Nikadur, y por último hasta el propio Tumlook. Era un grito, un clamor lejano
que se intensificó mientras escuchaban. Varios paseantes lo oyeron también y se
detuvieron; luego dos hombres pasaron corriendo en dirección al lugar de donde
provenía el clamor. Nuestros tres amigos intentaron captar lo que decían. Más
hombres corrían por el túnel buscando el origen del ruido.
—¡Vamos! —gritó de súbito Nikadur, con
una expresión de angustia en el rostro—. Si es una invasión de los yakranos...
Sin hacer caso de Thupra, salió
corriendo. Tumlook sólo se demoró lo necesario para entrar en el cuarto y
proveerse de armas.
Thupra no pensaba quedarse atrás. En
seguida alcanzó a Nikadur y, pese a sus objeciones, insistió en acompañarlo. De
este modo los tres, en compañía de otros muchos, corrieron hacia el origen del
tumulto.
Tropezaron con un hombre que corría en
sentido opuesto.
—¿Qué pasa? —coreó una docena de voces.
La respuesta del hombre fue un balbuceo
incomprensible, mientras seguía corriendo. La ignorancia de la multitud no iba
a durar mucho, porque al doblar el próximo recodo vieron la causa del alboroto.
Por el corredor avanzaba una procesión
increíble. Un grupo de loorianos abría el desfile, bailando y gritando como
locos. Les seguía un personaje conocido: Nennapuss, jefe de los nonones, y su
séquito de oficiales. Detrás de Nennapuss venía prácticamente toda la población
de Nonone, todos muy excitados y hablando a gritos con los loorianos que iban
encontrando. Pero éstos no miraban a los nonones, sino a los que venían detrás.
A los hombres de Nennapuss les seguía una multitud de yakranos, y todos
enarbolaban un bastón con un trapo blanco (que todavía, después de tantos
siglos, simbolizaba una tregua). Datto, el hercúleo jefe de los yakranos,
estaba allí, y también su gigantesco sobrino Thorp, y otros muchos a quienes
los loorianos conocían por los relatos de los nonones. Y luego, a hombros de
dos de los yakranos más fuertes, venía... ¡Tumithak!
Pero cuando los ojos de los loorianos
contemplaron a Tumithak, ya no vieron nada más. Pues el espectáculo era tan
increíble, que les costó convencerse de que no estaban soñando.
Venía ataviado con unas ropas que a
todos les parecieron hermosas más allá de toda ponderación. Eran telas
finísimas, gasas vaporosas teñidas en los tonos más delicados del rosa
nacarado, el verde y el azul. Caían vaporosamente, adhiriéndose a su cuerpo y
dándole el aspecto de un dios. Ceñía su cabeza con una banda de metal no muy
distinta de una corona; una banda como las que, según la leyenda, solían usar
los reyes de los shelks.
¡Y lo más increíble era que tenía el
brazo en alto, y sostenía en la mano la arrugada cabeza de un shelk!
Tumlook, Nikadur y Thupra se unieron
automáticamente a la muchedumbre. Un momento antes bajaban por el corredor
hacia la increíble procesión; al siguiente ésta los había absorbido, y ellos
imitaban a la multitud vociferante y entusiasta que reía y se abría paso hacia
la plaza mayor de Loor.
Llegaron a la encrucijada de los dos
túneles principales y formaron un gigantesco corro, cuyo centro ocupaban
Tumithak y los yakranos.
La multitud siguió alborotando un rato;
luego Tumithak subió al pedestal de piedra tradicionalmente reservado a los
oradores y levantó la mano reclamando silencio. La calma se impuso casi en
seguida, y en ese silencio se oyó la voz de Nennapuss, maestro de ceremonias
nato.
—¡Amigos de Loor! —gritó—. El día de hoy
quedará para siempre en los archivos de las tres ciudades de los corredores
bajos. Hacía incontables años que las tres ciudades no se reunían pacíficamente
y para lograr esto ha sido necesario un acontecimiento tan fantástico, que
resulta casi increíble. Porque, al fin, un hombre ha matado un shelk...
Fue interrumpido por la sonora voz de
Datto, el orgulloso jefe de los yakranos.
—¡Basta! —rugió—. Hemos venido aquí para
honrar a Tumithak, el looriano que ha matado un shelk. Cantemos himnos de
alabanza. Nosotros, los jefes, inclinémonos ante él, Nennapuss, y llamemos a
los jefes de Loor para que también se inclinen ante él, pues no habría dado
muerte a un shelk si no fuese mucho más grande que todos nosotros.
Nennapuss se mostró algo molesto al ver
que no le dejaban practicar su afición preferida. Pero antes de que pudiera
responder, Tumithak se puso a hablar. Al oírlo, el yakrano y el nonone
escucharon con respeto.
—Compañeros loorianos —comenzó—,
hermanos de Nonone y de Yakra, no fue para ganar honores por lo que viajé hasta
la Superficie y maté a la bestia cuya cabeza tengo en esta mano. Desde niño he
creído que los hombres podían luchar contra los shelks. La ambición de mi vida
era demostrar a todos esa verdad. Indudablemente, ningún ciudadano de Loor es
menos valiente que yo. Pero muchos me consideraban sólo un soñador. Y os
aseguro que no era mucho más. ¿No comprendéis que el hombre no es la criatura
débil e insignificante que suponéis? ¡Vosotros, los yakranos. jamás os habéis
inclinado aterrorizados cuando los hombres de Loor os atacaban! Loorianos, ¿alguna
vez habéis temblado en vuestros habitáculos cuando los yakranos invadían los
corredores? ¡Pero la palabra «shelk» os hace huir a vuestros hogares llenos de
pánico! ¿No comprendéis que esos shelks, aunque poderosos, no son más que
criaturas mortales como vosotros? Escuchad ahora la historia de mis hazañas, y
decidme si hice algo que vosotros no pudierais alcanzar.
Comenzó a narrar sus aventuras. Cuando
habló de su paso por Yakra, los loorianos aplaudieron y hubo silencio entre los
habitantes de Yakra; luego habló de los Corredores Tenebrosos, y los yakranos
aplaudieron también cuando contó lo de la matanza de los perros. Habló de los
corredores de los Estetas y describió con gran lujo de detalles las bellezas
que había visto allí, esperando despertar en ellos el deseo de poseerlas.
Cuando intentó hablarles de la
Superficie, le faltaron palabras; con el limitado vocabulario de los
corredores, era prácticamente imposible narrar la muerte del shelk. Por último,
relató su regreso.
—Por algún motivo, los shelks no me
siguieron y llegué sin dificultad a los primeros corredores de los Estetas.
Allí me descubrieron y tuve que luchar con seis gordos antes de proseguir. Los
maté a todos —Tumithak, con su sublime vanidad inconsciente, olvidaba explicarles
cuan fácil había sido acabar con sus voluminosos adversarios—, les quité estas
ropas y seguí mi camino. Pasé otra vez por los Corredores Tenebrosos, pero
nadie se me opuso. Tal vez el terrible olor del shelk era tan intenso que los
salvajes tuvieron miedo de acercarse a mí. Así llegué a Yakra, y supe que la
mujer a quien había conocido en el viaje de ida le había narrado la historia al
jefe Datto, que estaba bien dispuesto, e impaciente por hacerme los honores a
mi regreso. Luego pasé por Nonone, y aquí me tenéis.
El discurso había terminado, y la
multitud prorrumpió en una ovación. El clamor hizo vibrar las paredes y el gran
túnel resonó como una campana.
—¡Grande es Tumithak de los loorianos!
—gritaron—. ¡Grande es Tumithak, matador de shelks!
Tumithak se cruzó de brazos y recibió
con satisfacción las aclamaciones, olvidando momentáneamente que su misión
consistía en demostrar que no se necesitaba ser un gran hombre para matar a un
shelk.
Poco después el alboroto cesó y se oyó
de nuevo la voz de Datto:
—¡Loorianos! —gritó—. Durante muchos,
muchísimos años, los hombres de Yakra han sostenido una guerra interminable con
los de Loor. Hoy, la guerra ha terminado. Hemos conocido a un looriano que es
más grande que todos los yakranos, y por eso queremos vivir
en paz con Loor.
¡Y para demostrar que digo la verdad, Datto jura obediencia a Tumithak!
Estalló otra ovación, y luego Nennapuss
se puso en pie.
—Has hablado con sabiduría, ¡oh Datto!
Realmente Tumithak es jefe de jefes. En el pasado hubo pocas enemistades entre
Loor y Nonone, por lo que nuestro caso es distinto. Porque se dice que antaño
el pueblo de Loor y el de Nonone eran uno. Por ejemplo, hemos sabido que en
días del gran jefe Ampithat, que gobernó... —en ese momento, Datto se adelantó
con impaciencia y le dijo algo al oído; el nonone se sonrojó y prosiguió—: En
fin, será suficiente decir que también Nennapuss se inclina ante Tumithak, jefe
de jefes y jefe
de Nonone.
El público volvió a vitorearlos, y Datto
pidió la palabra. ¿No sería conveniente, preguntó frunciendo enérgicamente el
ceño, que los loorianos también reconocieran como jefe a Tumithak, nombrándole
así soberano de todos los corredores bajos? Los loorianos le
ovacionaron y
Tagivos, el más anciano de los doctores, se puso en pie para hablar:
—El pueblo de Loor no se gobierna como
el de Nonone y el de Yakra —explicó—. Hace muchos años que no tenemos jefes.
Sin embargo, como sería útil que las tres ciudades estuvieran unidas, el
Consejo se reunirá para decidir si Tumithak debe ser nombrado jefe.
El consejo celebró una sesión de
urgencia bajo la dirección de Tagivos, Tumlook y el viejo Sidango, y poco
después proclamaban su decisión de reconocer a Tumithak como jefe. Y así, entre
el ruidoso jolgorio que no dejaba entender nada de lo que se decía, Tumithak se
convirtió en jefe de todos los corredores bajos.
Datto y su hercúleo sobrino Thorps, los
hombres más importantes de Yakra, fueron los primeros en jurarle obediencia;
Tumithak aceptó luego la fidelidad de Sidango, Tagivos y los demás loorianos. A
Tumithak le pareció raro tener que tocar la espada de su padre y recibir su
juramento, pero mantuvo una postura digna y trató a Tumlook como a los demás
mientras duró la ceremonia. Luego reclamó atención.
—Amigos, conciudadanos, compatriotas
—dijo—, he venido a anunciar un nuevo amanecer para el hombre. Han pasado más
de treinta años desde que la guerra visitó estos pasadizos, y en ese período
los hombres casi han olvidado las artes de la guerra. Hemos vivido
apoltronados, mientras allá arriba los enemigos de toda la humanidad se hacen
cada vez más fuertes. Pero al nombrarme vuestro jefe, habéis dado por terminada
esa era de paz y habéis invocado una vida de acción. No seré un gobernante
pacífico, pues yo, que he visto tanto mundo, no me conformaré con ocultarme
ociosamente en los más profundos túneles. Pienso conduciros a la guerra contra
los salvajes de los corredores tenebrosos, reivindicar para nosotros esos
corredores y llevar allí las lámparas que aún brillan en otras galerías
abandonadas. Y si vencemos a esos salvajes, os llevaré al dominio de los obesos
Estetas, para mostraros lo que la belleza puede significar en la vida del
hombre. Y sin duda llegará el momento, si la providencia lo permite, en que os
acaudille contra los mismísimos
shelks, porque
lo que yo hice, todos vosotros podéis y debéis hacerlo. Y si alguien considera
que es demasiado lo que exijo, que hable ahora, pues yo no quiero gobernar a
ningún hombre contra su voluntad.
Una ovación atronadora hizo resonar otra
vez las paredes de la plaza mayor. En la emoción y el entusiasmo del momento,
no había en la multitud un solo hombre que no estuviera convencido de que él
también podía convertirse en un exterminador de shelks.
Mientras gritaban, cantaban y se
excitaban hasta el frenesí, Tumithak se apeó de la piedra y se volvió a su
casa.
Fin
Comentario de
Asimov:
Tumithak de los corredores fue,
con mucho, el mejor y más emocionante relato que había leído hasta entonces.
He de confesar que cuando releo estas
narraciones antiguas no siento, a mis cincuenta y tantos años, la misma emoción
que sentía en mi juventud. Ahora me doy cuenta de los defectos estructurales y
estilísticos que entonces no advertía.
Pero he de decir que los defectos me
parecieron insignificantes cuando releí Tumithak de los corredores.
Incluso ahora que mi pelo ha comenzado a encanecer, me he sentido tan conmovido
como cuando era alumno de secundaria.
Me pareció que los personajes eran
humanos, y el héroe tanto más admirable por cuanto no ignoraba el miedo. El
argumento me resultó interesante y hallé una profunda humanidad en la frase: «A
Tumithak le faltaba aprender que, no importa en qué nación o época se halle uno,
siempre puede encontrar delicadeza, si la busca, lo mismo que brutalidad». Éste
era un punto de vista desusado en una época en que la literatura popular
aceptaba sin discusión los
prejuicios
raciales.
Pero lo fundamental es que había (y hay)
algo fascinante para mí en la idea de un inmenso sistema de corredores
subterráneos.
Soy claustrófilo. Me gusta la sensación
de estar encerrado. Me agradan los túneles y los pasillos, y no me molesta la
ausencia de ventanas. Elegí la oficina donde trabajo porque da a un patio
trasero. Mantengo corridas las cortinas y trabajo siempre con luz artificial.
Siempre he sido así. Recuerdo que, de
pequeño, cuando tomaba el metro para ir a la escuela, me fascinaban los
quioscos que solía haber en las estaciones. A última hora de la noche los veía
cerrados, y sabía que dentro se guardaban todas aquellas estupendas revistas
«pulp» que no me permitían leer mis progenitores. En la imaginación me veía
encerrado en uno de esos quioscos, aunque con la luz encendida, naturalmente,
oyendo a intervalos regulares el estrépito del tren subterráneo al pasar, y
leyendo, leyendo, leyendo.
No me interpretéis mal. No padezco
ninguna neurosis, en cuanto a esto. El apartamento donde vivo está en una
vigésimo tercera planta, tiene amplias ventanas que dan a Central Park, y entra
el sol durante todo el día.
Bien; me he apartado de la cuestión. Los
corredores me gustaron, y nunca los olvidé. En 1953, cuando escribí The
Caves of Steel y describí con cariño la ciudad subterránea del futuro, no
olvidé Tumithak de los corredores.
Al releer el cuento reparé en un detalle
que había olvidado. Está narrado en forma de crónica. El narrador se sitúa en
un futuro lejano, rememorando hechos que tuvieron lugar en lo que constituye
para él un pasado legendario. Al parecer, no me había fijado en esto, ya que no
lo recordaba.
Pero, ¿olvida uno realmente? Más tarde,
cuando escribí mi trilogía de la Fundación en forma de crónicas noveladas del
futuro, ¿respondía al vago recuerdo inconsciente del planteamiento narrativo de
Tumithak de los corredores?
En los últimos meses de mi paso por la
escuela secundaria inferior, decidí solicitar mi ingreso en la escuela
secundaria masculina de Brookiyn. Según el desarrollo normal de los
acontecimientos, me tocaba asistir a la escuela secundaria Thomas Jefferson,
que era la más cercana al lugar donde vivía. Los graduados de la escuela
secundaria inferior 149 solían pasar en masse a la Jefferson, y también lo
hicieron los de mi curso. Fui uno de los tres alumnos, según creo, que optaron
por la otra.
Como notaréis, en aquella época tenía
ambiciones vagas pero más elevadas. La escuela secundaria masculina en cuestión
era famosa por la calidad de su enseñanza. Mis padres deseaban verme ingresar
más adelante en la Facultad de Medicina, y les pareció que aquélla
era la mejor vía
de acceso.
He meditado a menudo sobre las
consecuencias de tal decisión. La escuela secundaria Jefferson era mixta. Si
hubiera transcurrido allí el comienzo de mi adolescencia, indudablemente me
habría fijado en las chicas. Y, por consiguiente, habría tenido un poderoso
motivo para ampliar mis actividades: aprender a bailar, por ejemplo, o saber
desenvolverme con facilidad y corrección frente al sexo opuesto. De otro lado,
también es de suponer que ello habría afectado desastrosamente a mi aplicación
en el estudio.
En la otra escuela, cuyo alumnado era
exclusivamente masculino, me sumergí en una vida monástica, con pocas
distracciones que me apartaran de las tareas escolares o me incitaran a ampliar
mis actividades.
Por esta razón, durante mi adolescencia
y a comienzos de mi tercer decenio de vida, me sentía violento en presencia del
elemento femenino. Desde luego, logré corregirme, me casé a los veintidós y
durante muchos años he sido famoso por mi delicadeza con las señoras.
Incluso he escrito un libro titulado The
Sensuous Dirty Old Man («El viejo verde voluptuoso»), sin que nadie
discutiera mi cualificación para realizar ese trabajo.
En cambio, ¿qué habría ocurrido si
hubiese asistido a la Jefferson y no a la escuela secundaria masculina?
Pero ¿qué importa? Pudo ser mucho peor.
Bien mirado, la mayoría de las chicas de mi clase habrían tenido dos años y
medio más que yo. Les habría parecido ridículamente joven, carente de atractivo
y falto de mundología. Es seguro que habría recibido calabazas de todas clases,
y quién sabe a qué punto me habría acomplejado eso.
La vida monástica del comienzo de mi
adolescencia no se veía amenazada (o aliviada, si lo preferís) en modo alguno
por mis lecturas de ciencia-ficción. En la década de los 30, la ciencia-ficción
era un dominio casi exclusivamente viril. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría
de los lectores eran hombres, y lo mismo puede decirse de los autores.
Naturalmente, en los relatos figuraban
personajes femeninos. Pero ellas sólo servían para ser secuestradas, y luego
rescatadas para que el bueno y el malo lucharan por ella (como ocurría en Awlo
de Ulm). No tenían vida propia ni dejaban impresión duradera.
Sin embargo, de aquellos primeros años recuerdo que una vez me sentí
verdaderamente conmovido por la descripción de las relaciones entre hombre y
mujer en un relato de ciencia-ficción. Tal vez era inevitable que la mujer no
fuese en realidad una mujer.
El relato en cuestión. La Era de la
Luna, de Jack Williamson, fue publicado en «Wonder Stories» de febrero de
1932, y me enamoré de la selenita a quien Williamson llama la «Madre».
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