domingo, 3 de febrero de 2013



LA DAMA MUERTA DE CLOWN TOWN




Por Cordwainer Smith, seudónimo de Paul M.A. Linebarger, (1913-1966).

Ya conocéis el final: el inmenso drama del Señor Jestocost, séptimo de su estirpe, y cómo la muchacha-gata G'mell inició la gran conspiración. Pero no conocéis el principio: cómo el primer Señor Jestocost recibió su nombre, a causa del terror y la inspiración que su madre, la Dama Goroke, halló en el célebre drama de la vida real de la muchacha-perro P'Juana. Es aun menos probable que conozcáis la historia de P'Juana. Es­ta leyenda se comenta a veces como el caso de la bruja sin nombre, lo cual es absurdo, pues ella tenía nombre. Era Elena, un nombre antiguo y prohibido.
Elena era un error. Su nacimiento, su vida y su carrera eran errores. El rubí se equivocó. ¿Cómo pudo suceder?
Volvamos a An-fang, la plaza de la Paz de An-fang, la plaza del Comienzo de An-fang, donde todo empieza. Era brillante. Plaza roja, plaza muerta, plaza limpia bajo un sol amarillo.
Esto sucedía en la Tierra Originaria, la Cuna del Hombre, donde Terrapuerto se yergue entre nubes huracanadas más altas que las montañas.
An-fang quedaba cerca de una ciudad, la única ciudad que aún tenía un nombre preatómico. Ese encantador y absurdo nombre era Meeya Meefla, donde antiguas carreteras, no ho­lladas por ninguna rueda durante miles de años, corrían para­lelas a las tibias, brillantes y claras playas del Viejo Sudeste.
El cuartel general del programador de personas estaba en An-fang, y allí se cometió el error:
El rubí tembló. Dos redes de turmalina no atinaron a corregir el haz de láser. Un diamante advirtió el error. Tan­to el error como la corrección se transmitieron al ordenador general.
El error asignaba a la cuenta general de nacimientos de Fomalhaut III la profesión «terapeuta lego, sexo femenio, capacidad intuitiva para la corrección de la fisiología humana con recursos locales». En algunas de las primeras naves llama­ban brujas a estas personas, porque realizaban curaciones inex­plicables. Los terapeutas legos eran de inestimable valor para los pioneros; en las sociedades posriesmannianas establecidas, se convirtieron en un estorbo. Las enfermedades desaparecie­ron al mejorar las condiciones, los accidentes se redujeron hasta desaparecer casi por completo, el trabajo médico se ins­titucionalizó.
¿Quién quiere una bruja, ni siquiera una bruja buena, cuando un hospital de mil camas espera con médicos ansiosos de experiencia clínica y sólo siete de esas camas están ocupa­das por pacientes reales? (Las camas restantes estaban ocu­padas por robots de forma humana donde el personal podía practicar, para no desmoralizarse. Claro que podían haber trabajado en subpersonas-animales con forma de seres humanos que se encargaban del trabajo pesado y duro y que perma­necían como el caput mortuum de una economía muy perfec­cionada pero era ilegal que los animales, aunque fueran subpersonas, ingresaran en un hospital humano. Cuando las subpersonas enfermaban, la Instrumentalidad se hacía cargo de ellas, en los mataderos. Era más fácil producir subpersonas nuevas que reparar a las enfermas. Además, los tiernos y afectuosos cuidados de un hospital podían imbuirles ocurren­cias raras. Como la idea de que eran personas. Esto habría sido perjudicial desde el punto de vista hegemónico. Así que los hospitales humanos permanecían casi vacíos mientras que una subpersona que estornudara cuatro veces o vomitara se iba para no enfermar ya más. Las camas vacías estaban ocupadas por pacientes robot que sufrían incesantes repeticiones de los modelos humanos de lesión o enfermedad. Esto dejaba sin trabajo a las brujas entrenadas y adiestradas.
Pero el rubí había temblado; el programa había cometido un error; se había ordenado un número de nacimiento para un «terapeuta lego, general, sexo femenino, uso inmediato» para Fomalhaut III.
Mucho después, cuando todo quedó consumado hasta el último detalle histórico, se investigaron los orígenes de Elena. Cuando el láser tembló, tanto la orden original como la correc­ción entraron simultáneamente en la máquina, que reconoció la contradicción y al instante remitió ambos documentos al super­visor humano, un hombre verdadero que había hecho ese trabajo durante siete años.
Estudiaba música, y se aburría. Estaba tan cerca del final de su período que ya contaba los días que le faltaban para quedar en libertad. Entretanto, ideaba nuevos arreglos para dos canciones populares. Una era El gran bambú, una pieza primitiva que intentaba evocar la magia original del hombre. La otra, Elena, Elena, versaba acerca de una muchacha a quien la canción pedía que no causara penas a su galán. Ninguna de las canciones era importante, pero ambas influye­ron en la historia, al principio ligeramente y después en gran medida.
El músico tenía tiempo de sobra para practicar. En sus siete años de trabajo nunca se había enfrentado a una emer­gencia seria. A veces la máquina presentaba informes y el músico le respondía que corrigiera sus propios errores, y la máquina lo hacía sin una duda.
El día en que se produjo el accidente de Elena, el músico intentaba perfeccionar su digitación con la guitarra, un anti­quísimo instrumento que presuntamente se remontaba al pe­ríodo preespacial. Estaba tocando «El gran bambú» por centé­sima vez.
La máquina anunció su error con un campanilleo musical.
El músico había olvidado todas las instrucciones que había memorizado fatigosamente siete años atrás. La alarma en realidad no importaba, porque la máquina invariablemente corregía sus propios errores, estuviera el supervisor o no.
Como el campanilleo no recibió respuesta, la máquina pasó a la segunda fase de la alarma. Desde un altavoz instala­do en la pared de la habitación chilló con voz aguda, clara y humana, la voz de un empleado que había muerto miles de años atrás:
—¡Alerta, alerta! Emergencia. Se requiere corrección. Se requiere corrección.
La máquina recibió una respuesta que nunca había oído, aunque era muy vieja. Los dedos del músico tañían febril y alegremente las cuerdas de la guitarra mientras él cantaba con fervor un mensaje desconcertante para una máquina:

¡Bate, bate el Gran Bambú!
¿Bate, bate, bate el Gran Bambú por mí...!

La máquina puso a trabajar sus bancos de memoria y sus ordenadores, buscando el código correspondiente a «bambú» y tratando de situar esa palabra en el contexto. No había ningu­na referencia. La máquina molestó al hombre de nuevo.
—Instrucciones erróneas. Instrucciones erróneas. Por favor, corrección.
—Cállate —ordenó el hombre.
—Imposible obedecer —declaró la máquina—. Por favor, enunciar y repetir; por favor, enunciar y repetir; por fa­vor, enunciar y repetir.
—Cállate de una vez —exclamó el hombre, pero sabía que la máquina no le obedecería. Sin pensar, pasó a su segunda melodía y cantó dos veces los dos primeros versos:

¡Elena, Elena,
ve a curar la pena!
¡Elena, Elena,
ve a curar la pena!

La repetición estaba programada como protección en la máquina, partiendo del supuesto de que ningún hombre ver­dadero repetiría un error. El nombre «Elena» no correspondía a un código numérico correcto, pero el cuádruple énfasis confirmaba la necesidad de un «terapeuta lego, sexo femeni­no»— La máquina registró que un nombre verdadero había corregido la tarjeta de situación presentada en una emergencia.
—Aceptado —dijo la máquina.
Demasiado tarde, esta palabra arrancó al supervisor de su éxtasis musical.
—¿Aceptado qué? —preguntó.
No hubo respuesta. No se produjo ningún sonido salvo el susurro del aire tibio y ligeramente húmedo que llegaba por los ventiladores.
El supervisor miró por la ventana. Vio una parte, roja como sangre reseca, de la plaza de la Paz de An-fang; más allá se extendía el mar, siempre bello y siempre monótono.
El supervisor suspiró. Era joven. «Supongo que no impor­ta», pensó cogiendo la guitarra.
(Treinta y siete años después descubrió que sí importaba. La Dama Goroke, una de las jefas de la Instrumentalidad, encargó a un subjefe de la Instrumentalidad que indagara los orígenes de P'Juana. Cuando el hombre descubrió que la bruja Elena formaba parte de la raíz del problema, la Dama le encargó que averiguara cómo había aparecido Elena en un universo ordenado. Encontraron al supervisor. Todavía era músico. No recordaba el episodio. Lo hipnotizaron. Ni siquie­ra así recordaba nada. El subjefe invocó una emergencia y administró al músico la Droga Policial Cuatro «aclaración de memoria». El músico pronto recordó aquella tonta escena, pero insistió en que no era importante. El caso se remitió a la Dama Goroke, quien ordenó a las autoridades que contaran al músico la terrible y bella historia de P'Juana de Fomalhaut —la historia que estáis leyendo ahora— y él sollozó. No se le infligió otro castigo, pero la Dama Goroke ordenó que estos recuerdos se le dejaran en la mente para toda la vida).
El hombre cogió la guitarra, pero la máquina continuó con su trabajo.
Seleccionó un embrión humano fertilizado, lo designó con el extravagante nombre «Elena», introdujo en el código genéti­co grandes aptitudes para la brujería y marcó la tarjeta de esa persona para que recibiera educación médica, transporte por velero a Fomalhaut III y licencia para prestar servicios en ese planeta.
Elena nació sin que fuera necesaria, sin que nadie lo qui­siera, sin una aptitud que ayudara o hiriera a un ser humano de su época. Entró en la vida condenada a la inutilidad.
No es raro que naciera por error. Los errores ocurren, a fin de cuentas. Lo raro es que se las ingeniara para sobrevivir sin ser alterado, corregida o eliminada por los dispositivos de seguridad que la humanidad ha instalado en la sociedad para protegerse.
Desdeñada e inútil, vagó a lo largo de los tediosos meses y los inservibles años de su existencia. Recibió buena alimenta­ción, espléndida ropa, diversas viviendas. Disponía de máqui­nas y robots que la servían, subpersonas que la obedecían, gente que la protegía contra otros o contra sí misma en caso necesario. Pero no encontraba trabajo; sin trabajo, no tenía tiempo para el amor; sin trabajo ni amor, perdía todas las es­peranzas.
SÍ hubiera tropezado con los expertos adecuados o las autoridades adecuadas, la habrían alterado o reeducado. Esto la habría convertido en una mujer aceptable; pero no se topó con la policía, ni la policía dio con ella. No tenía modo de corregir su propia programación. Se le había impuesto en An-fang mucho tiempo atrás: en An-fang, donde todo co­mienza.
El rubí tembló, la turmalina falló, el diamante pasó inad­vertido. Así nació una mujer condenada.

2

Mucho después, cuando la gente compuso canciones sobre el extraño caso de la muchacha-perra P'Juana, los trovadores y juglares intentaron imaginar cómo se sentía Elena, y escribieron La canción de Elena. No es auténtica, pero muestra cómo se veía Elena antes de dar origen a la extraña historia de P'Juana:

Las demás mujeres me odian.
Los hombres nunca me tocan,
Soy demasiado yo.
¡Seré una bruja!

Mamá nunca me mimó.
Papá nunca me gruñó.
Los niñitos me fastidian.
¡Seré una perra!
Nadie nunca me nombró.
Ningún perro me orinó.
¡Ay, es que soy tan yo!
¡Seré una bruja!

Todos escaparán.
Nunca me perseguirán.
Acaso me aturdirán?
¡Seré una bruja!

Todos pueden atacarme.
Sólo podrán avergonzarme.
Yo puedo descuartizarme
¡Seré una bruja!

Las demás mujeres me odian.
Los hombres nunca me tocan.
Soy demasiado yo.
¡Seré una bruja!

La balada exagera. Las mujeres no odiaban a Elena; sim­plemente la ignoraban. Los hombres no escapaban de Elena; ni siquiera reparaban en ella. En Fomalhaut III no podría haber conocido a niños humanos, pues los hogares infantiles eran subterráneos para que no sufrieran radiaciones accidenta­les ni las inclemencias del tiempo. La balada sugiere que Elena creía que no era humana, sino una subpersona, y que al nacer era un perro. Esto no ocurrió al principio de la historia, sino hacia el final, cuando el caso de P'Juana ya circulaba entre las estrellas y adquiría todos los nuevos giros de la tradición y la leyenda. Nunca enloqueció.
(La «locura» es la rara condición de una mente humana que no se conecta bien con el medio. Elena se acercó a ella antes de conocer a P'Juana. Elena no era el único caso, pero era un elemento raro y genuino. Su vida se había replegado, aislada de todo intento de crecimiento, y su mente se había refugiado en la única seguridad que podía conocer, la psicosis. La locura es siempre mejor que X, y para cada paciente X es individual, personal, secreto y abrumadoramente importante. Elena había enloquecido por necesidad; le habían implantado una carrera equivocada. Los «terapeutas legos, sexo femenino» estaban destinados a trabajar resuelta, autónoma y expeditivamente, siguiendo su propia autoridad. Estas condiciones de trabajo eran imprescindibles en los planetas nuevos. No consultaban a nadie para codificar a otras personas, pues en la mayoría de esos sitios no habría a quién consultar. Elena hizo aquello para lo cual la habían programado en An-fang, hasta el último detalle químico de su líquido cefalorraquídeo. Era un error, pero no lo sabía. La locura era mucho más tolerable que el conocimiento de que no era ella misma, que no tenía que haber vivido, y que era a lo sumo un error cometido entre un rubí tembloroso y un guitarrista negligente.)
Conoció a P'Juana y los mundos giraron.
El encuentro se produjo en un sitio apodado «el borde del mundo», donde la subciudad encontraba la luz del día. Esto era inusitado; pero Fomalhaut III era un planeta inusitado e incómodo, donde el clima desapacible y el capricho del hombre inspiraban a los arquitectos ideas estrafalarias y construccio­nes grotescas. Elena caminaba por la ciudad, secretamente loca, buscando a gente enferma a quien ayudar. Estaba marca­da, destinada, diseñada y educada para un trabajo que real­mente no existía.

Era una mujer inteligente. Los cerebros brillantes sirven a la locura tan bien como a la cordura: es decir, muy bien. Elena nunca pensó en abandonar su misión.
Los pobladores de Fomalhaut III, como los habitantes de la Tierra, la Cuna del Hombre, son casi uniformemente apues­tos; es sólo en los mundos muy remotos, casi inalcanzables, donde la especie humana, agotada por el mero esfuerzo de sobrevivir, se afea, se fatiga y se diversifica. Ella no se diferen­ciaba mucho del resto de personas inteligentes y hermosas que llenaban las calles. Su cabello era negro, y era alta. Tenía las extremidades largas, el torso bajo. Llevaba el cabello estirado hacia atrás sobre la frente alta, estrecha y cuadrada. Sus ojos brillaban con un raro y profundo color azul. Su boca podría haber sido bonita, pero nunca sonreía, así que nadie podía saber si era hermosa o no. Caminaba con orgullo y altivez, al igual que el resto de sus conciudadanos. Su boca parecía rara en su inexpresividad, y movía los ojos de aquí para allá como los antiguos radares, buscando a los enfermos, los necesi­tados, los desdichados a quienes deseaba servir apasionada­mente.
¿Cómo podía ser desgraciada? Nunca había tenido tiempo para ser feliz. Le resultaba fácil creer que la felicidad era algo que desaparecía en el fin de la infancia. A veces, aquí y allá, cuando una fuente murmuraba al sol o cuando las hojas estallaban en la asombrosa primavera de Fomalhaut, le intri­gaba que otras personas —personas tan responsables como ella por la edad, el grado, el sexo, la educación y la identificación de carrera— fueran felices cuando al parecer ella no tenía tiempo para la felicidad. Pero siempre descartaba este pensa­miento y recorría rampas y calles hasta que le dolían los pies, buscando un trabajo inexistente.
La carne humana, más vieja que la historia, más terca que la cultura, tiene su propia sabiduría. Los cuerpos de la gente están marcados con las arcaicas tretas de la supervivencia, de modo que en Fomalhaut III, Elena conservaba las aptitudes de ancestros en quienes jamás había pensado, antepasados que en el increíble y remoto pasado habían dominado la terrible Tierra. Elena estaba loca. Pero una parte de ella lo sospechaba.

Tal vez este conocimiento la iluminó cuando caminaba desde Waterrocky Road hasta las brillantes llanuras del Shop-ping Bar. Vio una puerta olvidada. Los robots podían limpiar los alrededores pero, dada el antiguo y extraño diseño arqui­tectónico, no podían barrer y frotar al pie de la puerta. Una dura y delgada franja de polvo viejo y cera endurecida se extendía como un sello en el umbral. Era obvio que nadie lo había atravesado desde hacía mucho tiempo.
La regla civilizada establecía que las zonas prohibidas estuvieran marcadas con indicaciones telepáticas y con símbo­los. En las más peligrosas había robots o subpersonas que montaban guardia. Pero lo que no estaba prohibido estaba permitido. Elena no tenía derecho a abrir la puerta, pero tampoco se lo habían prohibido. La abrió.
Por mero capricho.
O eso creyó.
Esto no tenía nada que ver con el motivo «Seré una bruja» que la balada le abribuyó más tarde. Aún no estaba frenética ni desesperada, aún ni siquiera era noble.
Al abrir esa puerta cambió su mundo y cambió la vida en miles de planetas durante muchas generaciones, pero el acto de abrirla no fue extraño. Fue el cansado capricho de una mujer totalmente frustrada y vagamente desgraciada. Nada más. Cualquier otra descripción es una idealización, modifica­ción o falsificación.
Se sobresaltó al abrir la puerta, pero no por las razones que le atribuyen retrospectivamente los juglares e historiadores.
Se sobresaltó porque la puerta daba a una escalera que conducía a un paisaje soleado, un espectáculo inesperado en cualquier mundo. Ella miraba desde la ciudad nueva hacia la ciudad antigua. La ciudad nueva se elevaba sobre la antigua, y cuando ella miró «hacia dentro» vio el poniente en la ciu­dad inferior.
Jadeó ante la belleza de esa visión imprevista.
Allí, la puerta abierta que daba a otro mundo. Aquí, la vieja calle familiar, limpia, bonita, apacible e inútil donde ella había paseado mil veces su propia inutilidad.
Allí, algo. Aquí, el mundo que conocía. Ignoraba las palabras «país de nunca jamás» o «lugar mágico», pero si las hubiera conocido las habría pronunciado.
Miró a izquierda y derecha.
Los transeúntes no repararon en ella ni en la puerta. El poniente empezaba en la ciudad alta. En la ciudad baja ya era rojo como la sangre, con pendones de oro que parecían llamas congeladas, Elena no supo que olisqueaba el aire; no supo que temblaba al borde del llanto; no supo que una tierna sonrisa, la primera sonrisa en años, le distendía la boca e iluminaba con pasajero encanto su expresión cansanda y tensa. Estaba demasiado absorta mirando alrededor.
La gente caminaba ocupada en sus quehaceres. Calle abajo, una subpersona —hembra, tal vez gata— se alejaba de un hu­mano verdadero que andaba más despacio. A lo lejos, un ornitóptero de la policía aleteaba alrededor de una torre; a menos que los robots usaran un telescopio o tuvieran uno de los raros subhombres-halcón que a veces usaba la policía, no podrían verla.
Atravesó la entrada y cerró la puerta.
No lo sabía, pero en ese instante desaparecieron futuros por venir, la rebelión ardió en siglos venideros, personas y subpersonas murieron por extrañas causas, muchas madres cambiaron el nombre de señores no nacidos y muchas na­ves estelares regresaron de sitios que los hombres nunca ha­bían imaginado. El espacio tres, que siempre había estado allí, esperando a que los hombres lo descubrieran, se detectaría antes: todo por su causa, por culpa de la puerta, y de sus siguientes pasos, de lo que ella diría y de la muchacha que conocería. (Los trovadores dieron a conocer después toda la historia, pero la contaron al revés, a partir del conocimiento de lo que P'Juana 7 Elena habían hecho para inflamar los mundos. La sencilla verdad es que una mujer solitaria atravesó una puerta misteriosa. Eso es todo. Todo lo demás ocurrió más tarde.)
Estaba en lo alto de la escalera, la puerta cerrada a sus espaldas, el dorado poniente de la ciudad desconocida lla­meando ante ella. La gran cúpula de la nueva ciudad de Kalma se arqueaba hacia el cielo; aquí los edificios eran más viejos y menos armoniosos que los que dejaba atrás. No conocía el concepto «pintoresco», de lo contrario lo habría usado. No disponía de ningún término para describir la apacible escena que se extendía a sus pies.
No había nadie a la vista.
A lo lejos, un detector de incendios palpitó en lo alto de una vieja torre. Al margen de eso, sólo había la ciudad áurea que se extendía por debajo, y un pájaro —¿era un pájaro, o una gran hoja barrida por la tormenta?— a cierta distancia.
Llena de temor, esperanza, ansiedad y el presentimiento de extraños apetitos, bajó con serena y desconocida resolución.

3

Al pie de la escalera, que tenía nueve tramos, la esperaba una niña de unos cinco años. La niña llevaba un vestido azul brillante, tenía el cabello rojizo y ondulado, y las manos más delicadas que Elena hubiera visto.
El corazón de Elena fue hacia la niña, quien la miró y se encogió. Elena conocía el significado de esos bellos ojos casta­ños, de esa muscular súplica de confianza, ese retroceso ante los demás. No era una niña, sino un animal con forma de persona, tal vez un perro, a quien más tarde le enseñarían a hablar, trabajar y realizar tareas útiles.
La niña se levantó como dispuesta a echar a correr. Elena tuvo la sensación de que la niña-perro aún no había decidido si acercarse a ella o escapar. Elena no deseaba enredarse con una subpersona —¿qué mujer lo hubiera deseado?— pero tam­poco quería asustar a la criatura. A fin de cuentas, era una pe­queña.
Las dos permanecieron cara a cara un instante; la niña, insegura; Elena, tranquila. Luego la niña-animal habló.
—Pregúntale —dijo, y sonó como una orden.
Elena se sorprendió. ¿Desde cuándo los animales daban ór­denes?
—¡Pregúntale! —insistió la niña. Señaló una ventana con la inscripción AYUDA PARA VIAJEROS. Luego la niña echó a correr. Un relampagueo azul de su vestido, un parpadeo blan­co de sus sandalias, y desapareció.
Elena se quedó atónita e intrigada en la desolada y desierta ciudad.
La ventana le habló:
—¿Por qué no te acercas? Tarde o temprano lo harás.
Era la voz sabia y madura de una mujer experimentada, con una burbuja risueña por debajo del límite fónico, con una nota de compasión y entusiasmo. La orden no era una mera orden. Era, ya en el comienzo, una broma cómplice entre dos mujeres sabias.
Elena no se sorprendió de que una máquina le hablara. Durante toda su vida las grabaciones le habían dicho cosas. Pero en esta situación titubeó.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
—Sí y no —respondió la voz—. Soy «Ayuda para viajeros» y auxilio a todos los que vienen aquí. Te has perdido, de lo contrario no estarías aquí. Pon la mano en mi ventana.
—Quiero decir si eres una persona o una máquina —pre­guntó Elena.
—Depende —dijo la voz—. Soy una máquina, pero hace mucho tiempo fui una persona. Una Dama de la Instrumentalidad, para ser concretos. Pero llegó mi hora y me dijeron: «¿Te molestaría que hiciéramos una impresión de tu personali­dad? Sería muy útil para las cabinas de información.» De modo que acepté. Ellos hicieron esta copia, y cuando morí, lanzaron mi cuerpo al espacio con todos los honores habitua­les. Y aquí estaba yo. Me daba una sensación rara estar en este aparato, contemplando las cosas, hablando con la gente, ofre­ciendo buenos consejos, trabajando, hasta que construyeron la ciudad nueva. ¿Qué opinas, pues? ¿Soy yo o no soy yo?
—No lo sé —respondió Elena con aprensión.
La cálida voz perdió el buen humor y se volvió prepotente.
—Dame la mano, pues, para que pueda identificarte e in­dicarte qué hacer.
—Creo que volveré arriba —rechazó Elena— y regresaré a la ciudad nueva.
—¿Privándome de mi primera conversación con una persona verdadera en cuatro años? —exclamó la voz de la ventana. El tono era exigente, pero aún conservaba la calidez y el buen humor. También revelaba soledad, y este sentimiento conmo­vió a Elena. Se acercó a la ventana y apoyó la mano en el ante­pecho.
—Eres Elena —exclamó la ventana—. ¡Eres Bienal Los mun­dos te esperan. ¡Eres de An-fang, donde todo comienza, la plaza de la Paz de An-fang, en la Vieja Tierra!
—Sí —dijo Elena.
La voz vibró de entusiasmo.
—El te está esperando. Oh, ha esperado mucho, mucho tiempo. Y la niña que conociste... es nada menos que P'Juana. La historia ha empezado. «La gran era del mundo recomienza.» Y podré morir cuando termine. Lo lamento, querida. No quiero confundirte. Soy la Dama Pane Ashash. Tú eres Elena. Tu número terminaba originalmente en 783, y ni siquiera tendrías que estar en este planeta. Aquí todas las personas importantes terminan con los números 5 y 6. Eres terapeuta lega y estás en el lugar equivocado, pero tu amante ya está en camino, y nunca has estado enamorada, y todo esto es tan ex­citante.
Elena miró alrededor. La ciudad vieja estaba adquiriendo un color más rojo, un tono menos dorado al avanzar el po­niente. La escalera que tenía a sus espaldas le parecía terrible­mente alta; y la puerta de arriba, muy pequeña. Quizá se hubiera trabado al cerrarse. Quizá no pudiera dejar nunca la ciudad baja.
La ventana debía de estar observándola, porque la voz de la Dama Pane Ashash se volvió tierna.
—Siéntate, querida —recomendó la voz de la ventana—. Cuando yo era yo, era mucho más amable. No he sido yo durante mucho tiempo. Soy una máquina, aunque todavía me parece que soy yo. Siéntate y discúlpame.
Elena miró alrededor. Detrás de ella había un banco de mármol. Se sentó, obediente. La felicidad que había experi­mentado en lo alto de la escalera burbujeó de nuevo en su interior. Si esta vieja y sabia máquina conocía tantas cosas sobre ella, quizá pudiera decirle qué debía hacer. ¿Qué había querido decir con «lugar equivocado», «amante», «ya está en camino», si es que había dicho esto?
—Descansa, querida —incitó la voz de la Dama Pane As-hash. Tal vez hubiera muerto cientos o miles de años atrás, pero aún hablaba con la autoridad y la amabilidad de una gran dama.
Elena respiró hondo. Vio una gran nube roja, parecía una ballena preñada, disponiéndose a embestir el borde de la ciudad alta, muy por encima de ella y a gran distancia sobre el mar. Se preguntó si las nubes tendrían sentimientos.
La voz le hablaba de nuevo. ¿Qué había dicho?
Por lo visto decidió repetir la pregunta:
—¿Sabías que venías? —dijo la voz de la ventana.
—Claro que no. —Elena se encogió de hombros—. Vi la puerta, no tenía mucho que hacer y la abrí. Y encontré todo un nuevo mundo dentro de una casa. Me pareció extraño y hermoso, así que bajé. ¿No hubieras hecho lo mismo?
—No lo sé —respondió francamente la voz—. Soy una má­quina. No he sido yo durante mucho tiempo. Quizá lo hubie­ra hecho cuando estaba con vida. No sé eso, pero sé muchas otras cosas. Quizá pueda ver el futuro, o quizá la parte de mí que es una máquina haga tan buenos análisis probabilísticos que es casi como ver el futuro. Sé quién eres y lo que te ocurrirá. Será mejor que te cepilles el cabello.
—¿Para qué? —preguntó Elena.
—Él viene —indicó la voz vieja y feliz de la Dama Pane As-hash.
—¿Quién viene? —preguntó Elena con cierto fastidio.
—¿Tienes un espejo? Tendrías que arreglarte el cabello. Te quedaría más bonito, aunque ya es bonito tal como está ahora, Tienes que mostrar tu mejor aspecto. El que viene es tu amante, desde luego.
—No tengo amante —dijo Elena—. No se me ha autorizado ninguno hasta que haya cumplido con algunas de mis tareas, y aún no he encontrado mis tareas. No soy de esas muchachas que van a pedir ensoñaciones a un subjefe cuando no tengo derecho al hecho real. No seré gran cosa, pero tengo cierto amor propio.
—Elena se irritó tanto que cambió de posición en el banco y apartó la cara de la ventana.
Las siguientes palabras le pusieron la carne de gallina en los brazos, pues subyacía en ellas una gran intensidad y una conmovedora franqueza:
—Elena, Elena, ¿no tienes idea, de quién eres?
Elena giró en el banco y miró hacia la ventana. Los rayos del poniente le ruborizaron la cara. Sólo pudo jadear:
—No sé a qué te refieres...
—Piensa, Elena, piensa —continuó la inexorable voz—. ¿El nombre P'Juana no significaba nada para ti?
—Supongo que es una subpersona, un perro. Para eso es la P, ¿verdad?
—Es la niña que conociste —señaló la Dama Pane Ashash, como si la afirmación tuviera un gran peso.
—Sí —concedió Elena. Era una mujer educada, y nunca contradecía a los extraños.
—Espera un momento —dijo la Dama Pane Ashash—. Voy a sacar mi cuerpo. Dios sabrá cuándo lo usé por última vez, pero hará que te sientas más cómoda conmigo. Perdona la ropa. Es anticuada, pero creo que el cuerpo funcionará. Éste es el principio de la historia de P'Juana, y quiero que tengas el cabello cepillado aunque lo deba hacer yo misma. Espera ahí, muchacha, espera ahí. Sólo tardaré un momento.
Las rojas nubes estaban adquiriendo el oscuro color del hígado. ¿Qué podía hacer Elena? Se quedó en el banco. Pateó la acera con el zapato. Se sobresaltó cuando las anticuadas luces de la ciudad baja se encendieron con repentina y geomé­trica precisión; no tenían los tonos sutiles de la iluminación nueva de la ciudad alta, donde el día se difuminaba en una noche clara y brillante sin cambios repentinos de color.
La puerta que había junto a la ventana se abrió con un chirrido. Cáscaras de plástico antiguo se desmigajaron cayen­do en la acera. Elena quedó atónita.
Sabía que inconscientemente esperaba un monstruo, pero se le apareció una encantadora mujer de su misma estatura, que llevaba ropa extraña y anticuada. La extraña mujer tenía el cabello negro y lustroso, no evidenciaba una enfermedad reciente ni actual, ni indicios de lesiones graves en el pasado; no tenía defectos en la vista, el desplazamiento ni la capacidad visual. (Elena no podía examinar al instante el olfato ni el eusto, pero éste era el chequeo médico que llevaba incorpora­do desde su nacimiento, el chequeo a que había sometido a cada persona adulta que había conocido. Estaba diseñada como «terapeuta lego de sexo femenino» y era eficiente, aun­que no hubiera nadie a quien tratar.)
El cuerpo era en verdad suntuoso. Debía de haber costado la tarifa de cuarenta o cincuenta aterrizajes en el planeta. La forma humana estaba imitada a la perfección. Los labios se movían sobre dientes genuinos; las palabras se formaban en la garganta, el paladar, la lengua, los dientes y los labios; no en un micrófono implantado en la cabeza. El cuerpo era una auténtica pieza de museo. Quizá fuera una copia exacta de la misma Dama Pane Ashash cuando vivía. El efecto de sus sonrisas era indescriptiblemente seductor. La Dama vestía el atuendo de una época pasada, un imponente vestido de tela gruesa y azul, orlado en el ruedo, la cintura y el corpiño. Llevaba el cabello recogido y adornado con peinetas enjoya­das. Parecía muy natural, pero tenía polvo en un costado.
El robot sonrió.
—Soy anticuado. Ha transcurrido mucho tiempo desde que fui yo. Pero he pensado, querida, que te resultaría más fácil hablar con este viejo cuerpo y no con la ventana...
Elena asintió en silencio.
—¿Sabes que esto no soy yo? —chilló el cuerpo.
Elena meneó la cabeza. No lo sabía; tenía la impresión de no saber nada en absoluto.
La Dama Pane Ashash la miró intensamente.
—Esto no soy yo. Es un cuerpo robotizado. Me miras como si fuera una persona verdadera. Y yo tampoco soy yo. A veces duele. ¿Sabes que una máquina puede producir dolor? Yo puedo. Pero... no soy yo.
—¿Quién eres? —preguntó Elena a la bonita mujer.
—Antes de morir fui la Dama Pane Ashash, como ya te he dicho. Ahora soy una máquina, y una parte de tu destino. Nos ayudaremos mutuamente para cambiar el destino de muchos mundos, también quizá para devolver la humanidad a los seres humanos.
Elena la miró perpleja. Éste no era un robot común. Parecía una persona verdadera y hablaba con cálida autoridad. Y esta cosa, fuera lo que fuese, parecía saber mucho sobre ella. Nadie más le había demostrado afecto. Las cuidadoras del hogar infantil de la Tierra habían dicho «otra niña bruja, y muy bonita; no causan problemas», y habían dejado que conti­nuara su vida.
Al fin Elena se atrevió a contemplar la cara que no era una cara. El encanto, el humor, la expresividad aún estaban allí.
—¿Qué... qué... —tartamudeó Elena—, qué hago ahora?
—Nada —contestó la difunta Dama Pane Ashash—, excepto encontrar tu destino.
—¿Te refieres a mi amante?
—¡Qué impaciente! —rió muy humanamente la grabación de la Dama muerta—. Cuánta prisa. El amante primero y el destino después. Yo también era así a tu edad.
—Pero, ¿qué hago? —insistió Elena.
Ya había anochecido del todo. Las luces centelleaban en las calles desiertas y sucias. Algunas puertas, todas las cuales quedaban a cierta distancia, estaban iluminadas por rectángu­los de luz o sombra: luz si estaban lejos de los faroles de la calle, de modo que las luces del interior irradiaban brillo; sombra si estaban tan cerca de las luces grandes que cortaban el resplandor.
—Atraviesa esa puerta —indicó la simpática mujer.
Pero señaló la blancura difusa de una pared. No había ninguna puerta.
—No hay ninguna puerta —observó Elena.
—Si hubiera una puerta —dijo la Dama Pane Ashash— no necesitarías que yo te dijera que la atravieses. Pero, efectiva­mente, me necesitas.
—¿Por qué?
—Porque te he esperado cientos de años.
—¡Esa no es una respuesta! —exclamó Elena.
—Sí lo es —sonrió la mujer, y su falta de hostilidad no era la habitual en un robot. Era la amabilidad y el aplomo de un ser humano maduro. Miró a Elena a los ojos y murmuró con énfasis—: Lo sé porque lo sé. No porque esté muerta, pues eso ya no importa, sino porque soy una máquina muy antigua. Entrarás en el Pasillo Marrón y Amarillo y pensarás en tu amante, y cumplirás tu misión, y los hombres te perseguirán. Pero todo terminará felizmente. ¿Comprendes?
—No —dijo Elena—, no comprendo. —Pero tendió la mano a la dulce anciana y la Dama la cogió. El contacto era cálido y muy humano.
—No tienes que comprender, tan sólo hacerlo. Y sé que lo harás. Así que en marcha.
Elena trató de sonreírle, pero se sentía turbada, más preo­cupada que nunca antes. Algo real le estaba ocurriendo, algo individual, por fin.
—¿Cómo atravesaré la puerta?
—Yo la abriré —sonrió la Dama Pane Ashash, soltando la mano de Elena—, y conocerás a tu amante cuando él te cante el poema.
—¿Qué poema? —preguntó Elena, tratando de ganar tiem­po, asustada de una puerta que ní siquiera existía.
—Empieza así: «Te conocí y te amé, y te conquisté, en Kalma...» Lo reconocerás. Entra. Al principio te molestará, pero cuando conozcas al Cazador todo será diferente.
—¿Has entrado alguna vez ahí?
—Claro que no —respondió la simpática Dama—. Yo soy una máquina. Ese lugar está herméticamente cerrado. Nadie puede penetrarlo con la vista, el oído, el pensamiento ni el habla. Es un refugio que ha quedado de las antiguas guerras, cuando el menor indicio de pensamiento habría destruido todo el lugar. Por eso lo construyó el Señor Englok, mucho antes de mis tiempos. Pero tú puedes entrar. Y entrarás. Aquí está la puerta.
La Dama robot no esperó más. Le dirigió una extraña sonrisa, en parte de orgullo y en parte de disculpa. Sus firmes dedos apretaron el codo izquierdo de Elena. Avanzaron unos pasos hacia la pared.
—Aquí está —señaló la Dama Pane Ashash, y empujó.
Elena se asustó cuando se vio empujada contra la pared.
Antes de darse cuenta, la había atravesado. Varios olores la sacudieron como un rugido de batalla. El aire estaba caliente. La luz era opaca. Parecía una reproducción del Planeta del Dolor, perdido en alguna parte del espacio. Los poetas luego intentaron describir a Elena ante la puerta con un poema que comienza:

Los había pardos y azules
y blancos y más blancos
en la. oculta y prohibida
ciudad baja de Clown Town.
Los había feos y más feos
en el Pasillo Marrón y Amarillo.

La verdad fue mucho más simple.
Había nacido bruja y la habían educado como a una bru­ja, y captó la verdad al instante. Todas las personas que tenía ante ella estaban enfermas. Necesitaban ayuda. Necesitaban a Elena.
Pero era una broma a costa de Elena, pues no podía ayudar a nadie. Ninguna de ellas era una persona real. Eran sólo animales, bestias con forma humana. Subgente. Escoria.
Y ella estaba condicionada hasta la médula para no ayu­darlos.
No supo por qué los músculos de sus piernas la obligaron a avanzar, pero lo hizo.
Hay muchos cuadros de esa escena.
La Dama Pane Ashash, a quien había conocido sólo mo­mentos antes, parecía parte de un pasado remoto. Y la ciudad de Kalma, la ciudad nueva, que quedaba diez pisos más arriba, parecía como si nunca hubiese existido. Esto sí era real.
Miró a las subpersonas.
Y esta vez, por primera vez en su vida, le devolvieron la mirada. Nunca había visto nada igual.
No la intimidaban; la sorprendían. Elena pensó que el miedo vendría después. Pronto, quizá, pero no en aquel lugar ni en aquel momento.

4

Una criatura que parecía una mujer madura se le acercó y le dijo:
—¿Eres la muerte?
—¿La muerte? —respondió la sorprendida Elena—. ¿Qué quieres decir? Soy Elena.
—¡Al diablo con eso! —soltó la mujer-animal—. ¿Eres la muerte?
Elena no conocía la palabra «diablo» pero estaba segura de que «muerte», incluso para esas criaturas, significaba simple­mente «fin de la vida».
—Claro que no —respondió Elena—. Soy sólo una persona. Una bruja, como diría la gente normal. No tenemos nada que ver con las subpersonas. Nada que ver.
Elena advirtió que la mujer-animal llevaba un aparatoso peinado de pelo castaño, suave y pegajoso, tenía la cara enro­jecida por el sudor y los dientes torcidos, que se le veían cuando entreabría la boca.
—Todos dicen lo mismo. No saben que son la muerte. ¿Cómo crees que morimos? Cuando enviáis robots contamina­dos por enfermedades. Todos morimos cuando lo hacéis, y luego más subpersonas vuelven a encontrar este lugar y se refugian aquí, y viven algunas generaciones hasta que las máquinas de la muerte, cosas como tú, recorren la ciudad y nos matan a todos de nuevo. Esto es Clown Town, el lugar del subpueblo. ¿No lo has oído nombrar?
Elena intentó pasar de largo, pero la mujer-animal le aferró el brazo. Esto no pudo haber ocurrido antes en toda la historia del mundo: ¡una subpersona cogiendo a una persona verdadera!
—¡Suéltame! —gritó Elena.
La mujer-animal le soltó el brazo y se puso frente a los demás.
Su voz había cambiado.
Ya no era estridente e histérica, sino tranquila y sorprendida.
—No sé. Quizá sea una persona verdadera. ¿No os parece una broma? Se ha extraviado y ha llegado aquí. O quizá sea la muerte. No sé. ¿Qué opinas, Charley-cariño-mío?
El hombre a quien le hablaba se adelantó. Elena pensó que en otro tiempo y en otro lugar ese subhombre hubiera podido pasar por un ser humano atractivo. Un gesto inteligente y alerta le iluminaba la cara. Contempló a Elena como si jamás la hubiera visto, pues, en efecto, jamás la había visto; pero la observó con ojos tan agudos e intensos que se sintió inquieta. Luego el subhombre habló con voz enérgica, aguda, clara y amistosa; en ese lugar trágico, era la caricatura de una voz, como si hubieran programado el habla del animal a partir de un humano, persuasivo por profesión, como los que se veían en las cajas narradoras emitiendo mensajes que no eran bue­nos ni importantes, sino meramente ocurrentes. Su propia hermosura era una deformidad. Elena se preguntó si sería de origen caprino.
—Bienvenida, joven dama —saludó Charley-cariño-mío—. Ahora que estás aquí, ¿cómo vas a salir? Si le diésemos vueltas a su cabeza, Mabel —le dijo a la submujer que había recibido a Elena—, si le diésemos ocho o diez vueltas, se saldría. Entonces podríamos vivir unas semanas o meses más antes de que nuestros señores y creadores nos hallaran y nos mataran a todos. ¿Qué dices, joven Dama? ¿Debemos matarte?
—¿Matarme? ¿Hablas de finalizar la vida? No podéis. Va contra la ley. Ni siquiera la Instrumendalidad puede hacerlo sin un juicio previo. No podéis. Sois sólo subgente.
—Pero moriremos si sales por esa puerta —objetó Charley-cariño-mío, dirigiéndole su inteligente sonrisa—. La policía leerá en tu mente acerca del Pasillo Marrón y Amarillo, y nos rociará con veneno o nos pulverizará con enfermedades que nos matarán a nosotros y a nuestros hijos.
Elena lo miró a los ojos.
La apasionada ira no le alteraba la sonrisa ni el tono persuasivo, pero los músculos de los ojos y la frente revelaban la gran tensión. El resultado era una expresión que Elena nunca había visto, una especie de autodominio que superaba los límites de la demencia.
Él también la miró.

Elena no sentía miedo. La subgente no podía torcer el cuello a las personas verdaderas; iba contra todas las normas.
Un pensamiento la asaltó. Tal vez esas normas no tuvieran vigencia en aquel lugar, donde animales ilegales esperaban sin remisión una muerte repentina. El ser que tenía frente a ella era lo bastante fuerte como para torcerle la cabeza diez veces en uno u otro sentido. Por sus lecciones de anatomía, sabía que la cabeza se separaría en algún momento. Elena examinó al subhombre con interes. El condicionamiento le había elimi­nado los miedos animales, pero descubrió que sentía una extrema repugnancia por la finalización de la vida en circuns­tancias accidentales. Quizá su educación de «bruja» ayudara. Trató de fingir que él era un hombre verdadero. Llegó al diagnóstico «hipertensión: agresión crónica, ahora frustrada, que conduce a estímulos excesivos y neurosis; mala nutrición, probable trastorno hormonal».
Trató de hablar con una nueva voz.
—Soy más pequeña que tú —señaló—, y puedes «matarme» tanto ahora como más tarde. Será mejor que nos conozcamos. Soy Elena, me han enviado aquí desde la Cuna del Hombre.
El efecto fue espectacular.
Charley-cariño-mío retrocedió. Mabel abrió la boca. Los otros la miraron perplejos. Un par de ellos, más rápidos que los demás, empezaron a cuchichear.
Al fin Charley-cariño-mío habló.
—Bienvenida, mi señora. ¿Te puedo llamar así? Supongo que no— Bienvenida, Elena. Somos tu pueblo. Haremos lo que tú digas. Claro que has logrado entrar. La Dama Pane Ashash te ha enviado. Durante cien años nos ha dicho que alguien vendría de la Tierra, una persona verdadera con un nombre animal, sin número, y que una niña llamada P'Juana debía estar preparada para recoger los hilos del destino. Por favor, siéntate. ¿Quieres un poco de agua? No tenemos vasos limpios aquí. Todos somos subpersonas y hemos usado cuanto tene­mos, de forma que está contaminado para una persona verda­dera. —Un pensamiento le asaltó—. Bebé-bebé, ¿tienes en el horno una taza nueva? —Por lo visto vio que alguien asentía, porque continuó hablando—. Sácala, pues, para nuestra invitada, con pinzas. Con unas pinzas nuevas. No la toques. Llénala de agua en la pequeña cascada. Así nuestra huésped podrá beber agua no contaminada. Agua limpia.
Su hospitalidad era tan ridicula como genuina. Elena no se vio con valor para rechazar el agua.
Elena esperó. Ellos esperaron.
Los ojos de la bruja se habían acostumbrado a la oscuri­dad. Veía que el pasillo principal estaba pintado de un amari­llo manchado y desleído, con un marrón claro haciendo con­traste. Se preguntó qué mente humana habría escogido una combinación tan inarmónica. Parecía haber pasillos trans­versales; al menos vio arcadas iluminadas más allá, y gente que salía ágilmente de ellas. Nadie podía salir ágilmente de un nicho angosto, así que esas arcadas debían de conducir a alguna parte.
También pudo ver a las subpersonas. No se diferenciaban mucho de las personas normales. Algunos individuos rever­tían a su animalidad: un hombre-caballo cuyo hocico había recobrado el tamaño ancestral, una mujer-rata con rasgos humanos normales salvo por unos bigotes blancos que pare­cían de nailon, doce o catorce a cada lado de la cara, de veinte centímetros de largo. Había una joven y hermosa mujer que se parecía mucho a una persona, y estaba sentada en un banco a ocho o diez metros, sin prestar atención a la multitud, a Mabel, a Charley-cariño-mío ni a Elena.
—¿Quién es? —preguntó Elena, señalándola con la cabeza.
Mabel, aliviada de la tensión que había sufrido al pregun­tar a Elena si era la muerte, respondió con una cordialidad que resultaba chocante en aquel ámbito:
—Es Rastra.
—¿Qué hace? —preguntó Elena.
—Tiene su orgullo —respondió Mabel, con una expresión alegre y ávida en la grotesca cara roja, derramando saliva por los labios flojos.
—¿Pero hace algo? —insistió Elena.
—Aquí nadie tiene que hacer nada, señora Elena —intervino Charley-cariño-mío.
—Es ilegal llamarme «señora» —señaló Elena.
—Lo lamento, ser humano Elena. Nadie tiene que hacer nada aquí. Todos nosotros somos totalmente ilegales. Este pasillo es hermético y de él no pueden entrar ni salir pensa­mientos. ¡Espera un poco! Mira el techo... ¡Ahora!
Un fulgor rojo barrió el techo y desapareció.
—El techo fulgura —explicó Charley-caríño-mío— cuando alguna cosa la examina con el pensamiento. El túnel se regis­tra como «depósito de aguas de cloaca: desechos orgánicos», así que las vagas percepciones vitales que escapen de aquí no se tienen en cuenta. Las personas lo construyeron hace un millón de años.
—No había nadie en Fomalhaut III hace un millón de años —replicó Elena bruscamente. Se preguntó por qué replicaba así. Él no era una persona, sólo un animal parlante que se había salvado de ser arrojado al crematorio.
—Lo lamento, Elena —dijo Charley-cariño-mío—. Debí ha­ber dicho «hace mucho tiempo». Las subpersonas no tenemos oportunidad de estudiar la historia real. Pero usamos este pasillo. Alguien con un macabro sentido del humor lo bautizó Clown Town, Vivimos diez, veinte o cien años, y luego las personas o los robots nos encuentran y nos matan. Por eso Mabel te habló de aquella forma. Pensó que eras la muerte. Pero no lo eres. Eres Elena. Eso es maravilloso, maravilloso. —Su cara taimada brillaba de transparente sinceridad. Debía de resultarle raro ser sincero.
—Ibas a contarme qué misión tiene esa submuchacha —dijo Elena.
—Ella es Rastra —continuó Charley-cariño-mío—. No hace nada. Ninguno de nosotros tiene que hacer nada. Estamos condenados, de todos modos. Ella es un poco más sincera que el resto de nosotros. Tiene su orgullo. Nos desprecia. Nos pone en nuestro sitio. Hace que los demás se sientan inferio­res. Pensamos que es un miembro muy valioso del grupo. Todos tenemos nuestro orgullo, que de todos modos es inútil, pero Rastra tiene su orgullo por su cuenta, sin hacer nada al respecto. Ella nos recuerda cosas. Si la dejamos en paz, nos deja en paz.
Elena pensó: Sois criaturas extrañas, muy parecidas a la gente, pero sin experiencia, como si tuvierais que «morir» aún antes de aprender a vivir. En voz alta sólo pudo decir:
—Nunca había conocido a nadie como ella.
Rastra debió de intuir que hablaban de ella, porque dirigió a Elena una rápida mirada de ardiente odio. La bonita cara de Rastra se concentró en un destello de hostilidad y desprecio; luego desvió la mirada y Elena comprendió que había desapa­recido de la mente de esa criatura, excepto por un olvidado acto de reprobación. Nunca había visto una intimidad tan impenetrable como la de Rastra. Y aun así, aquella criatura, fuera cual fuese su origen animal, resultaba adorable en térmi­nos humanos.
Una vieja horrible, cubierta de vello gris ratonil, se acercó a Elena. La mujer-ratón era la Bebé-bebé a quien habían enviado a buscar la taza de cerámica. La asía con unas largas pinzas. La taza estaba llena de agua.
Elena cogió la taza.
De sesenta a setenta subpersonas, entre ellas la níñita de vestido azul a quien había visto fuera, la contemplaron mien­tras bebía. El agua era buena. Se la bebió toda. Hubo un suspiro colectivo, como si todos los que estaban en el pasillo hubieran esperado ese momento. Elena iba a dejar la taza, pero la vieja mujer-ratón fue más rápida que ella. Le arrebató la taza con las pinzas, para no contaminarla con el contacto de una subpersona.
—Está bien, Bebé-bebé —dijo Charley-cariño-mío—, ahora podemos hablar. Tenemos por costumbre no hablar con un recién llegado sin haberle ofrecido antes nuestra hospitalidad. Seré franco. Quizá tengamos que matarte, si todo esto termina siendo un error, pero te aseguro que en ese caso, lo haré muy rápido y sin el menor rencor. ¿Te parece bien?
Elena no entendió por qué debía parecerle bien, y así lo manifestó. Imaginó que le arrancaban la cabeza. Aparte del dolor y la humillación, le pareció muy poco alentador finali­zar su vida en una cloaca con criaturas que ni siquiera tenían derecho a existir.
Charley-cariño-mío no le dio oportunidad de discutir, y continuó explicando:
—Supongamos que todo resulta bien. Supongamos que tú eres la Ester-Elena-o-Eleonora que todos hemos esperado, la persona que hará algo a P'Juana y nos traerá ayuda y libera­ción, que nos dará, en definitiva, vida verdadera... ¿qué hace­mos entonces?
—No sé de dónde habéis sacado esas ideas acerca de mí. ¿Por qué soy Ester-Elena-o-Eleonora? ¿Qué he de hacerle a P'Juana? ¿Por qué yo?
Charley-cariño-mío la contempló como si no creyera que le formulaban esa pregunta. Mabel frunció el ceño como si no hallara las palabras adecuadas para expresar su opinión. Bebé-bebé, que había regresado a la multitud con bruscos movi­mientos de ratón, miró alrededor como si sospechara que alguien hablaría. Tenía razón. Rastra volvió la cara hacia Elena y dijo con tono condescendiente:
—No sabía que las personas verdaderas eran tan ignorantes o estúpidas. Tú pareces ser ambas cosas. Nosotros recibimos nuestra información de la Dama Pane Ashash. Como está muerta, ella no tiene prejuicios contra el subpueblo. Como no tiene mucho que hacer, ha analizado miles de millones de probabilidades. Todos sabemos adonde llevan la gran parte de las probabilidades: muerte súbita por gas o enfermedad, o quizá los mataderos después de un viaje en los grandes ornitópteros policiales. Pero la Dama Pane Ashash descubrió que quizá viniera una persona con un nombre como el tuyo, un ser humano con un nombre antiguo y sin clasificación numérica, que esa persona conocería al Cazador, que ella y el Cazador transmitirían a la subniña P'Juana un mensaje y que ese men­saje cambiaría los mundos. Hemos criado a una niña llamada P'Juana tras otra, esperando cien años. Ahora apareces tú. Quizá seas la que esperamos. A mí no me pareces muy compe­tente. ¿Qué sabes hacer?
—Soy bruja —respondió Elena.
—¿Una bruja? ¿De veras? —Rastra no pudo disimular su sorpresa.
—Sí —contestó Elena con humildad.
—Yo no sería bruja —dijo Rastra—. Tengo mi propio orgu­llo —Apartó la cara y concentró los rasgos en esa expresión dolorida y desdeñosa.
Charley-cariño-mío susurró a los que tenía cerca, sin im­portarle que Elena oyera sus palabras:
—Es maravilloso, maravilloso. Es una bruja. Una bruja humana. ¡Tal vez haya llegado el gran día! Elena —dijo humil­demente—, ¿quieres mirarnos?
Elena miró. Cuando se detenía a pensar dónde estaba, la resultaba increíble que la desierta ciudad baja de Kalma estu­viera en el exterior detrás de la pared, y que la expansiva ciudad nueva se extendiera sólo treinta y cinco metros más arriba. El pasillo constituía un mundo en sí mismo. Parecía un mundo, con sus desagradables amarillos y marrones, las te­nues y antiguas luces, los hedores humanos y animales mez­clados bajo la pésima ventilación. Bebé-bebé, Rastra, Mabel y Charley-cariño-mío formaban parte de aquel mundo. Eran reales; pero estaban lejos, muy lejos para Elena.
—Dejadme ir —suplicó—. Algún día regresaré.
Charley-cariño-mío, que sin duda era el líder, habló como si estuviera en trance:
—No comprendes, Elena. De aquí sólo puedes «ir» a la muerte. No hay otra salida. No podemos dejarte marchar por esa puerta porque la Dama Pane Ashash te ha enviado a nosotros. O bien avanzas hacia tu destino y el nuestro, o bien haces eso, y todo saldrá bien, de tal modo que nos amarás, y nosotros te amaremos —añadió soñadoramente—, o bien te mato con estas manos. Aquí mismo. Ahora mismo. Podría darte otro sorbo de agua limpia antes, pero eso sería todo. No tienes muchas opciones, ser humano Elena. ¿Qué piensas que ocurriría si salieras?
—Nada, supongo —contestó Elena.
—¡Nada! —resopló Mabel, recobrando su indignación—. La policía bajaría en el ornitóptero...
—Y te examinaría el cerebro —continuó Bebé-bebé.
—Y sabría que estamos aquí —añadió un subhombre alto y pálido que no había hablado antes.
—Y nosotros —señaló Rastra desde su silla— moriríamos al cabo de un par de horas. ¿Te gustaría eso, amiga Elena?
—Y —finalizó Charley-cariño-mío— desconectarían a la Dama Pane Ashash, de modo que incluso la grabación de esa entrañable Dama muerta desaparecería al fin, y no quedaría misericordia en este mundo.
—¿Qué es «misericordia»? —preguntó Elena.
—Es obvio que nunca has oído hablar de ella —masculló Rastra.
La vieja mujer-ratón Bebé-bebé se acercó a Elena. Fijó la mirada en ella y susurró entre sus dientes amarillos:
—No te dejes amilanar, muchacha. La muerte no es tan importante; ni para vosotros, los humanos verdaderos con vuestros cuatrocientos años; ni para nosotros, con el matadero a la vuelta de la esquina. La muerte es un cuándo, no un qué. Es igual para todos. No temas. Sigue adelante y quizá descu­bras la misericordia y el amor. Son mucho más ricos que la muerte, si puedes hallarlos. En cuanto los encuentres, la muerte perderá importancia.
—Aún no conozco la misericordia —dijo Elena—, pero creía saber qué era el amor, y no espero encontrar a mi amante en un mugriento y viejo pasillo lleno de subpersonas.
—No me refería a esa clase de amor —rió Bebé-bebé, agi­tando la manogarra para impedir que Mabel la interrumpiera. La vieja cara de ratón rebosaba de expresividad. De pronto Elena pudo imaginar qué aspecto habría tenido Bebé-bebé para un subhombre-ratón cuando era joven, lustrosa y gris. El entusiasmo encendió de juventud los viejos rasgos cuando Bebé-bebé continuó—: No me refiero al amor por un amante, muchacha. Me refiero al amor por ti misma. El amor por la vída. El amor hacia todas las cosas vivas. Incluso amor por mí. Tu amor por mí. ¿Puedes imaginarlo?
La fatigada Elena intentó responder la pregunta. Miró bajo la penumbra a la arrugada mujer-ratón de ropas sucias y ojillos rojos. La fugaz imagen de la hermosa y joven mujer-ratón se había esfumado; sólo quedaba aquella criatura vulgar e inútil, con sus exigencias inhumanas y sus insensatas súpli­cas. Las personas no amaban a la subgente. La usaban, como sillas o picaportes. ¿Desde cuándo un picaporte recurre a la Carta de Antiguos Derechos?
—No —respondió Elena sin inmutarse—, no me imagino amándote.
—Lo sabía —dijo triunfalmente Rastra desde la silla.
Charley-cariño-mío agitó la cabeza como para aclararse la vista y dijo:
—¿Ni siquiera sabes quién controla Fomalhaut III?
—La Instrumentalidad —contestó Elena—. Pero, ¿tenemos que seguir hablando? Dejadme ir, matadme o haced algo. Esto no tiene sentido. Estaba cansada cuando llegué aquí, y ahora estoy un millón de años más cansada.
—Llevadla —indicó Mabel.
—De acuerdo —dijo Charley-cariño-mío—. ¿Está el Caza­dor allí?
La niña P'Juana habló. Estaba entre las más alejadas sub-personas del grupo.
—Vino por el otro lado cuando ella entró por delante.
—Me mentiste —se quejó Elena a Charley-cariño-mío—. Dijiste que había una sola puerta.
—No mentí. Hay una sola puerta para ti, para mí o para los amigos de la Dama Pane Ashash. La puerta por donde entras­te. La otra es la muerte.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que esa puerta conduce a los mataderos de los hombres que tú no conoces. Los Señores de la Instrumen­talidad que están aquí, en Fomalhaut III. Está el Señor Femtiosex, que es justo e inclemente. Está el Señor Limaono, que piensa que el subpueblo es un peligro potencial y que no tendrían que haberlo creado. Está la Dama Goroke, que no sabe cómo rezar, pero trata de meditar acerca del misterio de la vida y se ha mostrado benigna con el subpueblo, siempre que con ello no infringiera la ley. Y está la Dama Arabella Underwood, cuya justicia resulta incomprensible para los hombres.
»Y también para el subpueblo —añadió riendo.
—¿Quién es ella? ¿De dónde ha sacado este nombre extra­ño? No tiene una cifra. Es tan malo como vuestros nombres. O como el mío —murmuró Elena.
—Vino de Vieja Australia del Norte, el mundo del stroon, La cedieron en préstamo a la Instrumentalidad y respeta todas las leyes bajo las que nació. El Cazador puede atravesar los aposentos y los mataderos de la Instrumentalidad, pero ¿po­drías hacerlo tú? ¿Podría hacerlo yo?
—No —reconoció Elena.
—Adelante, pues —invitó Charley-cariño-mío—: a tu muerte o a grandes maravillas. ¿Puedo llevarte, Elena?
La bruja asintió en silencio.
La mujer-ratón Bebé-bebé palmeó la manga de Elena. Una extraña esperanza le brillaba en los ojos. Cuando Elena pasó junto a la silla de Rastra, la altiva y hermosa submuchacha la miró de hito en hito, inexpresiva, desdeñosa y severa. La niña-perro P'Juana siguió a la pequeña comitiva como si la hubieran invitado.
Caminaron un largo trecho. En realidad, no podía ser ni siquiera medio kilómetro, pero debido a los incesantes marro­nes y amarillos, las extrañas formas de las subpersonas desali­ñadas e ilegales, los hedores y el aire denso, Elena tuvo la sensación de que estaba dejando atrás todos los mundos cono­cidos. Y eso hacía, en efecto, aun sin sospechar que su sensa­ción era acertada.

5

Al final del corredor se abría una entrada redonda con una puerta de oro o bronce.
Charley-cariño-mío se detuvo.
—No puedo avanzar más —dijo—. Tú y P'Juana tendréis que seguir solas. Ésta es la antecámara olvidada que hay entre el túnel y el palacio de arriba. El Cazador está allí. Adelante. Tú eres una persona. No corres peligro. Las subpersonas suelen morir allí. Adelante.
La empujó por el codo y abrió la puerta corrediza.
—Pero la niña... —objetó Elena.
—No es una niña —explicó Charley-cariño-mío—. Es sólo un perro... así como yo no soy un hombre, sólo una cabra instruida, acicalada y preparada para tener la apariencia de un hombre. Si regresas, Elena, te amaré como a un dios o te mataré. Depende.
—¿De qué depende? —preguntó Elena—. ¿Y qué es «dios»?
Charley-cariño-mío le ofreció una de sus taimadas sonrisas que eran totalmente falsas y plenamente amistosas, ambas cosas a la vez. Quizá fuera la característica de su personalidad en otros tiempos.
—Ya averiguarás qué es dios en otra parte, si lo haces. No entre nosotros. Y tú misma sabrás de qué depende. No tendrás que esperar a que yo te lo diga. Vete ahora. Todo terminará dentro de pocos minutos.
—¿Y P'Juana? —insistió Elena.
—Si no resulta —dijo Charley-cariño-mío—, siempre pode­mos criar a otra P'Juana y esperar a otra como tú. La Dama Pane Ashash nos lo ha prometido. ¡Entra de una vez!
Le dio un empujón, y entonces Elena cruzó el umbral tam­baleante.
Una luz brillante la deslumbre. El aire limpio sabía tan bien como el agua fresca el primer día en que había salido de la cápsula de su nave espacial.
La niña-perro había entrado junto con Elena.
La puerta de oro o bronce se cerró tras ellas.
Elena y P'Juana se quedaron quietas, mirando hacia delan­te y hacia arriba.
Se han hecho pinturas famosas sobre esta escena. La mayo­ría muestran a Elena en harapos con la cara transfigurada y sufriente de una bruja. Eso no tiene rigor histórico. Cuando entró en la otra punta de Clown Town, Elena llevaba su falda-pantalón de todos los días, una blusa y un par de bolsos gemelos colgados de los hombros. Era la vestimenta habitual en Fomalhaut III en aquella época. No había hecho nada que pudiera haberle estropeado la ropa, así que debía de tener un aspecto muy parecido a cuando salió. Y P'Juana... bien, todos saben qué aspecto tenía P'Juana.
El Cazador les salió al encuentro.

El Cazador les salió al encuentro, y comenzaron nuevos mundos.
Era un hombre bajo, de cabello rizado y negro, ojos oscuros y risueños, hombros anchos y piernas largas. Caminaba con aplomo y agilidad. Mantenía las manos a los costados, pero las manos no eran toscas y encallecidas como si se encargaran de eliminar vidas, incluso vidas de animales.
—Venid y sentaos —saludó—. Os estaba esperando.
Elena avanzó trastabillando.
—¿Esperando? —jadeó.
—No hay ningún misterio —explicó él—. Tenía encendida la pantalla. La que da al túnel. Tiene conexiones blindadas, así que la policía no puede interferirías.
Elena se detuvo en seco. La niña-perro, un paso por detrás de ella, también se paró. Elena intentó erguirse. Tenía la misma estatura que el Cazador, pero él estaba cuatro o cinco escalones más arriba. Logró mantener la voz tranquila cuando dijo:
—Entonces, ¿lo sabes?
—¿Qué?
—Todas esas cosas que ellos dijeron.
—Claro que las sé —sonrió él—. ¿Por qué no?
—¿Que tú y yo seremos amantes? —tartamudeó Elena—. ¿Eso también?
—Eso también —respondió él, aún sonriente—. Lo he oído durante la mitad de mi vida. Subid, sentaos y comed algo. Tenemos mucho que hacer esta noche, si la historia ha de cumplirse a través de nosotros. ¿Qué comes, niña? —le dijo amablemente a P'Juana—. ¿Carne cruda o comida de personas?
—Soy una niña hecha y derecha —dijo P'Juana—, así que prefiero pastel de chocolate con helado de vainilla.
—Eso tendrás —dijo el Cazador—. Venid las dos. Sentaos.
Subieron los escalones. Una lujosa mesa ya preparada les estaba esperando. Había tres divanes alrededor. Elena buscó a la tercera persona que comería con ellos. Sólo al sentarse comprendió que el Cazador estaba invitando a la niña-perro.
El advirtió su sorpresa, pero no hizo comentarios directos, sino que se dirigió a P'Juana.
—Me conoces, ¿verdad, niña?
La niña-perro sonrió y se relajó por primera vez desde que Elena la había visto. La niña-perro era muy hermosa cuando se tranquilizaba. La cautela, el silencio, la actitud alerta eran cualidades caninas. Ahora la niña-perro parecía totalmente humana y muy madura para su edad. Tenía los ojos castaños, que contrastaban con su palidez.
—Te he visto muchas veces, Cazador. Y me has dicho lo que ocurriría si yo resultaba ser la P'Juana. Que difundiría la buena nueva y afrontaría muchas pruebas. Que quizá muriera, pero que las personas y el subpueblo recordarían mi nombre durante miles de años. Me has dicho casi todo lo que sé, excepto las cosas sobre las que no puedo hablarte. Tú también las sabes, pero no las dirás, ¿verdad? —imploró la niña-perro.
—Sé que has estado en la Tierra —dijo el Cazador.
—¡No lo digas! ¡Por favor, no lo digas! —suplicó la niña-perro.
—¡La Tierra! ¿La Cuna del Hombre? —exclamó Elena—. ¡Por las estrellas! ¿Cómo llegaste allí?
—No insistas, Elena —intervino el Cazador—. Constituye un gran secreto, y ella no desea divulgarlo. Esta noche descu­brirás más cosas de las que ninguna mujer mortal ha sabido con anterioridad.
—¿Qué significa «mortal»? —le preguntó Elena, a quien le disgustaban las palabras antiguas.
—Significa alguien cuya vida tiene un final.
—Qué tontería —bufó Elena—. Todo tiene un fin. Incluso aquellos pobres desquiciados que desobedecieron la ley para vivir más de cuatrocientos años. —Miró alrededor. Suntuosas cortinas negras y rojas colgaban desde el techo hasta el suelo. En un lado de la habitación había un mueble que nunca había visto. Parecía una mesa, pero tenía portezuelas chatas y anchas por delante; parecía ricamente ornamentado con maderas y metales que ella no concia. No obstante, ella quería hablar de cosas más importantes que el mobiliario.
Miró directamente al Cazador (ninguna enfermedad orgá­nica; herido en el brazo izquierdo en un período anterior; exceso de exposición a la luz solar; quizá necesitara corrección para ver de cerca) y preguntó:
—¿Soy tu presa?
—¿Mi presa?
—Eres un Cazador. Y cazas criaturas. Supongo que para matarlas. Ese subhombre, la cabra que se llama Charley-cariño-mío...
—¡Nunca hace eso! —exclamó la niña-perro P'Juana.
—¿Nunca hace qué? —preguntó Elena, irritada por la inte­rrupción.
—Nunca se llama así. Otras personas lo llaman así. Mejor dicho, otras subpersonas. Su nombre es Balthasar, pero nadie lo usa.
—¿Qué más da, niña? —dijo Elena—, Yo estoy hablando de mi vida. Tu amigo dijo que me mataría si algo no sucedía.
Ni P'Juana ni el Cazador replicaron. Elena perdió la pa­ciencia.
—¡Tú lo oíste! —Se volvió hacia el Cazador—. ¡Tú lo viste en la pantalla!
—Los tres tenemos cosas que hacer antes de que termine esta noche —dijo el Cazador con serenidad y aplomo—. No las podremos hacer si estás asustada o preocupada. Conozco al subpueblo, pero también conozco a los Señores de la Instrumentalidad. Aquí hay cuatro. Los Señores Limaono y Femtiosex, la Dama Goroke, y la norstriliana. Ellos te protegerán. Charley-cariño-mío quizá quiera quitarte la vida porque teme que el túnel de Englok, donde acabas de estar, sea descubierto. Yo tengo maneras de protegerlo a él y también a ti. Confía en mí. No resulta tan difícil, ¿verdad?
—Pero —protestó Elena—, el hombre, o la cabra, o lo que fuera, Charley-cariño-mío, dijo que todo ocurriría enseguida, en cuanto me encontrara contigo.
—¿Cómo puede ocurrir algo —dijo la pequeña P'Juana— si no paras de hablar?
El Cazador sonrió y dijo:
—Está bien. Ya hemos hablado bastante. Ahora debemos ser amantes.
Elena se levantó de un brinco.
—No harás eso conmigo. Y menos con ella delante. Sobre todo porque aún no he encontrado nada que hacer. Soy una bruja. Se supone que debo hacer algo, pero nunca he consegui­do averiguar qué.
—Bien, mira esto —dijo el Cazador con calma, caminando hacia la pared y señalando con el dedo un intrincado dibujo circular.
Elena y P'Juana le obedecieron.
El Cazador habló de nuevo con voz apremiante.
—¿Lo ves, P'Juana? ¿Lo ves? Los siglos transcurren esperan­do este momento, niña. ¿Lo ves? ¿Te ves a ti misma allí?
Elena miró a la niña-perro. P'Juana contenía la respiración. Contemplaba el curioso dibujo simétrico como si fuera una ventana abierta a mundos mágicos.
—¡P'Juana! ¡Juana! ¡Juanita! —gritó el Cazador.
La niña no respondió.
El Cazador se acercó a la niña, le palmeó la mejilla, gritó de nuevo. P'Juana siguió contemplando el intrincado dibujo.
—Ahora —dijo el Cazador—, tú y yo haremos el amor. La niña está ausente en un mundo de sueños felices. Ese diseño es un mándala, un recuerdo del increíble pasado. Concentra la conciencia humana en un punto. P'Juana no nos verá ni oirá. No podemos ayudarle a ir hacia su destino a menos que tú y yo hagamos primero el amor.
Elena, con la mano sobre la boca, trató de inventariar síntomas como un modo de mantener sus pensamientos en equilibrio. Pero no funcionó. Se sintió invadida por una cal­ma, una felicidad y una paz que no experimentaba desde la infancia.
—¿Pensabas que yo cazaba con mi cuerpo y mataba con mis propias manos? —dijo el Cazador—. ¿Nadie te ha dicho que la presa viene a mí con alegría, que los animales mueren mien­tras aullan de placer? Soy teíépata, y trabajo con licencia. Y ahora tengo el permiso de la Dama Pane Ashash muerta.
Elena supo que habían llegado al final de la conversación. Trémula, feliz, asustada, cayó en brazos del Cazador y se dejó conducir al diván que había en una esquina del cuarto negro y dorado.
Mil años después, Elena besaba la oreja del Cazador murmurándole palabras de amor, palabras que ni siquiera había sospechado conocer. Pensó que las cajas narradoras debían de haberle enseñado más de las que pensaba.
—Eres mi amor —murmuró—, el único, cariño. Nunca, nun­ca me abandones; nunca me alejes de ti. ¡Oh, Cazador, te amo tanto!
—Nos separaremos —dijo él— antes del anochecer de maña­na, Pero nos reuniremos de nuevo. ¿Te das cuenta que todo ha durado poco más de una hora?
Elena se sonrojó.
—Y yo —tartamudeo— tengo... hambre.
—Es natural —dijo el Cazador—. Pronto podremos desper­tar a la niña y comer juntos. Y luego se cumplirá la historia, a menos que alguien entre para detenernos.
—Pero, querido, ¿no podemos seguir... al menos por un tiempo? ¿Un año? ¿Un mes? ¿Un día? Que la niña vuelva al túnel por un tiempo.
—No, pero te cantaré una canción acerca de ti y de mí. He compuesto fragmentos de ella durante mucho tiempo, pero ahora ha sucedido en la realidad. Escucha.
Le cogió las manos y la miró directa y sinceramente a los ojos.
No había en él indicios de poder telepático.
Le cantó la canción que nosotros conocemos como Te amé y te perdí:

Te conocí, y te amé,
y te conquisté, en Kalma.
Te amé,, y te conquisté
y te perdí, cariño.
Los oscuros cielos de Waterrock
se derrumbaron sobre nosotros.
¡Sólo iluminados por el rayo
de nuestro propio amor, amor mió!

Nuestro tiempo fue breve,
una intensa hora de gloria.
Saboreamos el placer
y sufrimos la negación.
La historia de nosotros dos
es dulce y amarga.
Breve como un disparo
pero larga como la muerte.

Nos conocimos y nos amamos
y conspiramos en vano
por salvar la belleza
en una guerra, humeante.
El tiempo no nos dio tiempo,
ni los minutos piedad.
Hemos amado y perdido
y el mundo continúa.

Hemos perdido y besado,
y nos hemos despedido.
Todo cuanto tenemos
debemos guardarlo en el corazón.
El recuerdo de la belleza
y la belleza del recuerdo...
Te amé y te conquisté
y te perdí, en Kalma.

Los dedos del Cazador, moviéndose en el aire, creaban una suave música de órgano en la habitación. Elena había visto antes haces musicales, pero nunca habían tocado para ella.
Cuando el Cazador terminó la canción, Elena estaba llorando. Todo era tan real, tan maravilloso, tan desgarrador.
Él le sostenía la mano derecha con la suya izquierda. La soltó de pronto. Se levantó.
—Primero vamos a trabajar. Ya comeremos luego. Alguien está cerca.
Fue hacia la niña-perro, que todavía permanecía sentada mirando el mándala con ojos abiertos y soñadores. Le cogió la cabeza dulce y firmemente con ambas manos y le hizo apartar la mirada del dibujo. Ella se resistió por un instante y luego despertó.
Sonrió.
—Eso fue bonito. He descansado. ¿Cuánto tiempo ha pasa­do? ¿Cinco minutos?
—Algo más —respondió el Cazador con dulzura—. Quiero que cojas la mano de Elena.
Unas horas antes, Elena se habría resistido al grotesco acto de asir la mano de una subpersona. Esta vez se limitó a obe­decer: miró con amor al Cazador.
—Vosotras dos no tenéis que saber mucho —dijo el Caza­dor—, Tú, P'Juana, recibirás todo lo que hay en nuestra mente y nuestra memoria. Te convertirás en nosotros, en los dos. Para siempre. Encontrarás tu glorioso destino.
La niña se estremeció.
—¿Es éste el día?
—En efecto —asintió el Cazador—. Las edades futuras recor­darán esta noche. —Se volvió hacia Elena—, Tú, Elena, sólo tienes que amarme y quedarte muy quieta. ¿Comprendes? Verás cosas tremendas, algunas de ellas escalofriantes. Pero no serán reales. Sólo quédate quieta.
Elena asintió en silencio.
—En nombre del Primer Olvidado —empezó el Cazador—, en nombre del Segundo Olvidado, en nombre del Tercer Olvidado. Por el amor de las personas, que les darán vida. Por el amor que les ofrecerá una muerte limpia y auténtica... —Las palabras sonaban claras, pero Elena no las entendía.
El día de los días había llegado.
Lo sabía.
No sabía cómo lo sabía, pero así era.
La Dama Pane Ashash subió atravesando el suelo sólido, usando su amistoso cuerpo de robot. Se acercó a Elena y mur­muró:
—No tengas miedo.
¿Miedo?, pensó Elena. No es momento para el miedo. Es demasiado interesante.
Y como para responderle, una voz clara, fuerte y masculi­na habló desde ninguna parte:
Es el momento del valiente compartir.
Fue como si estas palabras hubieran hecho explotar una burbuja. Elena sintió que su personalidad se fundía con la de P’Juana. Con telepatía común habría resultado aterrador. Pero aquella experiencia no era comunicación. Era ser.
Se había convertido en P'Juana. Sintió el cuerpecito limpio en sus pulcras ropas. Volvió a tener conciencia de aquella forma infantil. Resultaba agradable y perturbador recordar que una vez ella había tenido la misma forma: el pecho liso, inocente y plano; la delicada ingle; los dedos que aún parecían sueltos y vivos cuando los extendía desde la palma de la mano. Pero la mente... ¡la mente de esa niña! Era como un enorme museo iluminado por suntuosas vidrieras, atiborrado de belle­zas y tesoros, perfumado por un extraño incienso que flotaba despacio en el aire quieto. P'Juana tenía una mente que se remontaba al color y la gloria de la antigüedad del hombre. P'Juana había sido un Señor de la Instrumentalidad, un hom­bre-mono que navegaba en las naves del espacio, un amigo de la entrañable Dama Pane Ashash muerta, y la misma Pane Ashash.
Con razón la niña era prodigiosa y extraña: la habían hecho heredera de todas las edades.
Es el momento del reluciente apogeo de la verdad en el fatigoso compartir dijo la voz sin nombre, clara y estentórea. Es el momento de tú y de él.
Elena comprendió que reaccionaba ante impulsos telepáti­cos que la Dama Pane Ashash había introducido en la mente de la niña-perro, impulsos que se activaban con plena poten­cia en cuanto los tres entraban en contacto telepático.
Por una fracción de segundo sólo captó perplejidad en su propio interior. Sólo se veía a sí misma: cada detalle, cada secreto, cada pensamiento, cada sensación y cada contorno de la carne. Era curiosamente consciente de que los senos le adornaban el pecho, de la tensión de los músculos del vientre que mantenían recta y erguida la columna vertebral feme­nina...
¿Columna vertebral femenina?
¿Por qué había pensado que tenía una columna vertebral femenina?
Entonces lo supo.
Estaba siguiendo la mente del Cazador a medida que la conciencia de él le invadía el cuerpo, lo bebía, lo gozaba, lo amaba de nuevo, esta vez de dentro hacia fuera.
Supo de algún modo que la niña-perro lo observaba todo en silencio, sin palabras, bebiendo en ambos la plenitud de ser verdaderamente humana.
Aun en pleno delirio sintió vergüenza. Aunque fuera un sueño, le pareció demasiado. Empezó a cerrar la mente y pensó que debía apartar las manos de las manos del Cazador y la niña-perro.
Pero entonces llegó el fuego...

6

El fuego ascendió desde el suelo, ardiendo de forma intan­gible alrededor de ellos. Elena no sintió nada, aunque percibía el contacto de la mano infantil.
Llamas en torno a las damas, amas, dijo una voz idiota desde ninguna parte.
Una pira que luego expira, mira, dijo otra.
Calor con mucho ardor, valor, dijo una tercera.
De pronto Elena recordó la Tierra, pero no era la Tierra que conocía. Ella era P'Juana y no era P'Juana. Era un alto y fuerte hombre-mono, imposible de distinguir de un ser huma­no verdadero. Ella/él, con el corazón alerta, atravesaba la plaza de la Paz de An-fang, la Vieja Plaza de An-fang, donde todo comienza. Ella/él notó una diferencia. Echó de menos algunos edificios.
La verdadera Elena pensó: De manera que eso es lo que hicieron con la niña: le implantaron los recuerdos de otras subpersonas. Otras que llevaron a cabo logros audaces y via­jaron.
El fuego cesó.
Por un instante, Elena vio el limpio y apacible recinto de color negro y oro; luego el verde océano coronado de espuma blanca entró en un torrente. El agua los bañó sin mojarlos. El verdor los rodeó sin presión ni ahogo.
Elena era el Cazador. Enormes dragones flotaban en los cielos de Fomalhaut III. Se vio errando por una colina, can­tando con amor y añoranza. Tenía la mente del Cazador, la memoria del Cazador. El dragón lo detectó y bajó planeando. Las enormes alas del reptil eran más hermosas que un ocaso, más delicadas que las orquídeas. Batían el aire tan suavemente como el hálito de un niño. Elena fue el Cazador y el dragón; sintió que las mentes se fundían y que el dragón moría con un destello de alegría y júbilo.
El agua desapareció. También P'Juana y el Cazador. Ella no estaba en el recinto. Era la tensa, cansada y preocupada Elena, buscando destinos desesperados por una calle sin nom­bre. Tenía que llevar a cabo misiones que nunca podría cum­plir. La persona equivocada, el momento equivocado, el tiem­po equivocado... y estoy sola, sola, sola, gritaba su mente. El recinto reapareció; también las manos del Cazador y la niña.
Se levantó una niebla.
Otro sueño, pensó Elena. ¿Aún no hemos terminado?
Pero en alguna parte había otra voz, una voz que chirriaba como una sierra que partiera hueso, como una máquina rota que siguiera funcionando a velocidad máxima, destruyéndose. Era una voz maligna y aterradora. Quizá fuera la «muerte» con la cual la habían confundido las subpersonas del túnel.
La mano del Cazador soltó la de Elena y ésta soltó la de P'Juana.
Había una mujer extraña en la habitación. Vestía el tahalí de la autoridad y los leotardos del viajero.
Elena la miró a los ojos.
—Recibirás tu castigo —sentenció la terrible voz, que ahora salía de la mujer.
—¿Q-q-qué? —tartamudeó Elena.
—Estás condicionando a una subpersona sin autoridad. No sé quién eres, pero el Cazador debería saber cómo comportar­se. El animal tendrá que morir, desde luego —declaró la mujer, mirando a la pequeña P'Juana.
El Cazador musitó, en parte saludando a la desconocida, en parte ofreciendo una explicación a Elena, como si no se atreviera a decir nada más.
—La Dama Arabella Underwood.
Elena no pudo hacer una reverencia para saludar, aunque lo deseaba.
La niña-perro les dio una sorpresa.
—Soy la hermana Juana, no un animal, dijo.
La Dama Arabella parecía tener problemas auditivos. (Ele­na misma no sabía si estaba oyendo palabras articuladas o si recibía el mensaje con la mente.)
—Soy Juana y te amo.
La Dama Arabella se sacudió como si la hubieran salpica­do con agua.
—Claro que eres Juana. Me amas. Y yo te amo.
—Las personas y las subpersonas se encuentran en el amor.
—Amor. Claro, amor. Eres una buena niña. Y tienes mucha razón.
—Me olvidarás —continuó Juana—, hasta que nos encontremos y nos amemos de nuevo.
—Sí, querida. Adiós por ahora.
Al fin P'Juana se dirigió al Cazador y Elena con palabras.
—Ya está. Sé quién soy y cuál es mi misión. Será mejor que Elena venga conmigo. Te veremos pronto, Cazador... si sobre­vivimos.
Elena contempló a la Dama Arabella, que se había queda­do rígida, con los ojos fijos en ellos como una ciega. El Ca­zador le hizo una seña a Elena, sonriéndole con sabiduría, amabilidad y tristeza.
La niña condujo a Elena escalera abajo, hasta la puerta que daba al túnel de Englok. Cuando atravesaron la puerta de bronce, Elena oyó que la Dama Arabella le decía al Cazador:
—¿Qué haces aquí a solas? Flota un olor raro. ¿Has traído animales? ¿Has matado algo?
—Sí, señora —respondió el Cazador mientras P'Juana y Elena salían por la puerta.
—¿Qué? —exclamó la Dama Arabella.
El Cazador alzó la voz enfáticamente porque quería que ellas dos también lo oyeran:
—He matado, señora. Como siempre, con amor. Esta vez ha sido un sistema.
Se deslizaron por la puerta mientras la voz irritada de la Dama Arabella, autoritaria e inquisitiva, aún arremetía contra si Cazador.

Juana iba delante. Su cuerpo era el de una bonita niña, pero tenía la personalidad del pleno despertar de todas las subpersonas que se le habían impreso. Elena no lo entendía, porque Juana era todavía la niña-perro, pero también era Elena y el Cazador. Ya no cabía duda sobre sus movimientos: la niña, que ya no era una subniña, llevaba la delantera; y Elena, humana o no, la seguía.
La puerta se cerró detrás de ellas. Estaban de vuelta en el Pasillo Marrón y Amarillo. La mayoría de las subpersonas las esperaban. Las miraban fijamente. Los densos olores animales y humanos del viejo túnel se cernieron sobre ellas como espesas y lentas olas. Elena sintió que le empezaba un dolor de cabeza en las sienes, pero estaba demasiado alerta para darle importancia.
P'Juana y Elena miraron al subpueblo.
Casi todos hemos visto pinturas u obras teatrales basadas en esta escena. La más famosa es sin duda el notable «dibu­jo en un solo trazo» de San Shigonanda: el fondo es casi todo gris, con un toque marrón y amarillo a la izquierda, un toque negro y rojo a la derecha, y en el centro la extraña pincelada blanca, casi un borrón, que de algún modo sugiere a la descon­certada Elena y a la bienaventurada y condenada niña Juana.
Charley-cariño-mío fue, como era de esperar, el primero en hablar. (Elena ya no lo consideraba un hombre-cabra.) Parecía un hombre maduro, serio y cordial que luchaba con esfuerzo contra una salud débil y una vida incierta. La sonrisa ahora le resultaba persuasiva y encantadora. Se preguntó por qué antes no lo había visto así. ¿La habían cambiado?
Charley-cariño-mío habló antes de que Elena hallara una respuesta.
—El Cazador lo ha hecho. ¿Eres P'Juana?
—¿Soy P'Juana? —preguntó la niña, dirigiéndose a la mu­chedumbre de gente rara y deforme que llenaba el túnel—: ¿Pensáis que soy P'Juana?
—¡No, no! Eres la Dama prometida... eres el puente-hacia-el-hombre —exclamó una alta anciana de pelo amarillo a quien Elena no recordaba haber visto.
La mujer cayó de rodillas ante la niña y trató de asir la mano de P'Juana. La niña apartó las manos con serenidad pero firmeza, de modo que la mujer sepultó la cara en la falda de la niña y lloró.
—Sov Juana —continuó la niña—, y ya no soy perro. Ahora sois gente, gente. Si llegáis a morir conmigo, moriréis como hombres. ¿No resulta mejor que antes? Y tú, Ruthie —le dijo a la mujer que yacía a sus pies—, levántate y deja de llorar. Alégrate. Estos son los días que compartiré con vosotros. Sé que te arrebatarán a tus hijos y los matarán, Ruthie, y lo lamento sinceramente. No te los puedo devolver. Pero te ofrezco la condición de mujer. Incluso he transformado a Elena en una persona.
—¿Quien eres? —preguntó Charley-cariño-mío—. ¿Quién eres?
—Soy la niña que hace apenas una hora enviaste a vivir o morir. Pero ahora soy Juana, no P'Juana, y os traigo un arma. Vosotras sois mujeres. Vosotros sois hombres. Sois personas. Podéis usar el arma.
—¿Qué arma? —preguntó la voz de Rastra desde la tercera fila de espectadores.
—Vida y vida compartida —respondió la niña Juana.
—No seas necia —exclamó Rastra—. ¿Cuál es el arma? No nos des palabras. Hemos tenido palabras y muerte desde que comenzó la vida del subpueblo. Eso nos dio la gente: buenas palabras, bonitos principios y frío exterminio, año tras año, generación tras generación. No me digas que soy una persona, pues no es cierto. Soy un bisonte y tengo conciencia de ello. Un animal preparado para tener el aspecto de una persona. Dame algo con qué matar. Déjame morir luchando.
La pequeña Juana ofrecía una imagen incongruente con su joven cuerpo y su baja estatura. Aún llevaba el vestido azul con que Elena la había visto por primera vez. Parecía impo­nente. Levantó la mano y los cuchicheos que se habían desata­do mientras Rastra gritaba se acallaron.
—Rastra —dijo, con una voz que invadía todo el recinto—, la paz sea contigo en el eterno ahora.
Rastra frunció el ceño. Tuvo la cortesía de revelar su desconcierto ante el mensaje de Juana, pero no le respondió.
—No me hables, querido pueblo —continuó la pequeña Juana—. Primero acostúmbrate a mí. Traigo la vida comparti­da. Es más que amor. Amor es una palabra dura, triste, sucia, una palabra fría, una palabra vieja. Dice demasiado y promete demasiado poco. Traigo algo mucho mayor que el amor. Si estáis vivos, estáis vivos. Si tenéis vida compartida, sabéis que la otra vida también está allí... cualquiera de vosotros, todos vosotros. No hagáis nada. No aferréis, no toméis, no arreba­téis. Limitaos a ser. Ésa es el arma. No hay llama, pistola ni veneno que puedan detenerla.
—Quiero creerte —dijo Mabel—, pero no sé cómo.
—No me creas. Tan sólo espera y deja que las cosas ocu­rran. Dejadme pasar, buenas gentes de mi pueblo. Tengo que dormir un rato. Elena me cuidará mientras duermo. Cuando despierte, os contaré por qué ya no sois subpersonas.
Juana avanzó.
Un chirrido salvaje y ululante vibró en el pasillo.
Todos se volvieron para ver de dónde procedía.
Parecía el chillido de un ave beligerante, pero venía de la muchedumbre.
Elena fue la primera en verlo.
Rastra empuñaba un cuchillo. Al terminar el grito se lanzó sobre Juana.
La niña y la mujer cayeron al suelo, los vestidos enredados. La gran mano se alzó dos veces con el cuchillo, y la segunda vez apareció ensangrentada.
Por la ardiente quemadura que sentía en el costado, Elena comprendió que había recibido una de las puñaladas. No sabía si Juana vivía aún.
Los subhombres apartaron a Rastra de la niña. Rastra estaba pálida de ira.
—Palabras, palabras. Nos matará a todos con sus palabras.
Un subhombre gordo y corpulento, con un hocico de oso en una cabeza y un cuerpo bastante humano, se acercó a Rastra y le propinó una enérgica bofetada. Rastra se desplomó inconsciente. El cuchillo ensangrentado cayó sobre la vieja y gastada alfombra. (Elena pensó automáticamente: Reconstituyen­te, más tarde; verificar vértebras cervicales; no hay hemorragia.)

Por primera vez en su vida, Elena actuó como una bruja competente. Ayudó a desnudar a la pequeña Juana. El delgado cuerpo tenía un aspecto dolido y frágil. Una oscura sangre le manaba por debajo de las costillas. Elena hurgó en el bolso izquierdo. Tenía una péndola quirúrgica de radar. La acercó al ojo de Juana. Después examinó los labios de la herida. El peritoneo estaba rasgado, el hígado había sufrido heridas, los pliegues superiores del intestino grueso estaban perforados en dos sitios.
Cuando vio esto, supo lo que debía hacer. Apartó a los curiosos y se puso manos a la obra. Primero unió los cortes de dentro hacia fuera, empezando por la lesión del hígado. Cada toque del adhesivo orgánico iba precedido por una pulveriza­ción de líquido recodificador, diseñado para reforzar la capa­cidad de reconstitución del órgano dañado. Pasó once minutos sondando, apretando, estrujando. Aún no había terminado cuando Juana despertó, murmurando:
—¿Me estoy muriendo?
—En absoluto —respondió Elena—, a menos que estos me­dicamentos humanos no sean aceptados por tu sangre de perro.
—¿Quién lo hizo?
—Rastra.
—¿Por qué? —preguntó la niña—. ¿Por qué? ¿Ella también está herida? ¿Dónde está?
—No tan herida como lo estará pronto —bufó el hombre-cabra, Charley-cariño-mío—. Si sobrevive, la curaremos, la juzgaremos y la ejecutaremos.
—No, nada de eso —murmuró Juana—. La amaréis. Debéis amarla.
El hombre-cabra quedó desconcertado. Se volvió perplejo hacia Elena.
—Mejor échale un vistazo a Rastra —sugirió—. Tal vez Orson la ha matado con esa bofetada. Es un oso.
Ya lo he notado —replicó con sequedad Elena—. ¿Acaso pensaba que Orson tenía aspecto de colibrí?
Se acercó al cuerpo de Rastra. En cuando le tocó los hombros, supo que Rastra le causaría problemas. El aspecto exterior era humano, pero la musculatura no. Los laboratorios habían dado a Rastra una gran fuerza, manteniendo el vigor y la obstinación del bisonte por alguna razón de tipo económico. Elena extrajo un enlace cerebral, una conexión telepática que funcionaba sólo breve y ligeramente, para ver si la mente aún funcionaba. Cuando tendió la mano hacia la cabeza de; Rastra, la muchacha desvanecida despertó de golpe, se levantó; y exclamó:
—¡No, no lo harás! No me espíes, sucia humana.
—Rastra, quédate quieta.
—¡No me des órdenes, monstruo!
—Rastra, no hables así —aconsejó Juana. Resultaba pertur­bador oír esa voz tan enérgica en labios de una niña. Por pequeña que fuera, Juana dominaba la escena.
—No me importa lo que digas. Todos me odiáis.
—Eso no es cierto, Rastra.
—Eras un perro y ahora eres una persona. Naciste traidora. Los perros siempre han estado de parte de las personas. Tú me odiabas aun antes de entrar en ese recinto para convertirte en otra cosa. Ahora nos matarás a todos.
—Si hemos de morir, Rastra, no será por mi culpa.
—Bien, aun así me odias. Siempre me has odiado.
—Aunque no me creas —dijo Juana—, siempre te he amado. Eras la mujer más bonita del pasillo.
Rastra se echó a reír, La carcajada estremeció a Elena.
—Supongamos que te creo. ¿Cómo podría vivir si creyera que la gente me ama? Si te creyera, tendría que hacerme pedazos, aplastarme los sesos contra la pared... —La risa se convirtió en llanto, pero Rastra logró seguir hablando—. Sois tan imbéciles que ni siquiera os dais cuenta de que sois monstruos. No sois personas, nunca lo seréis. Yo soy una de vosotros, y tengo la franqueza de admitir lo que soy. Somos bazofia, no somos nada, somos menos que máquinas. Nos ocultamos en la tierra como basura y la gente no llora al matarnos. Al menos estábamos escondidos y ahora llegas tú, con tu dócil mujer humana —Rastra echó una ojeada a Elena— y tratas de cambiar hasta eso. Te mataré de nuevo si puedo, escoria, inmunda, perra. ¿Qué haces con ese cuerpo de niña?
Ni siquiera sabemos quién eres ahora. ¿Nos lo puedes decir?
El hombre-oso se había acercado a Rastra sin que ella se diera cuenta, y estaba dispuesto y decidido a pegarle de nuevo si se lanzaba contra la pequeña Juana.
Juana fijó los ojos en él y los movió apenas, ordenándole que no atacara.
—Estoy cansada —murmuró—. Estoy cansada, Rastra. Ten­go mil años a pesar de que todavía no he cumplido cinco. Y ahora soy Elena, y también el Cazador, y soy la Dama Pane Ashash, y sé mucho más de lo que creía posible saber jamás. Tengo una misión que cumplir, Rastra, porque te amo, y creo que moriré pronto. Pero, por favor, buenas gentes de mi pueblo, dejadme descansar primero.
El hombre-oso estaba a la derecha de Rastra. A su izquier­da había una mujer-serpiente. La cara era bonita y humana, excepto por la delgada lengua bifurcada que entraba y salía de la boca como una llama moribunda. Tenía buenos hombros y caderas, pero apenas tenía senos. Un sostén dorado de copas vacías se le mecía sobre el pecho. Las manos parecían más fuertes que el acero. Rastra avanzó hacia Juana y la mujer-serpiente silbó.
Era el silbido de serpiente de la Vieja Tierra.
Por un segundo, cada persona-animal del corredor contu­vo el aliento. Todos miraron a la mujer-serpiente. Ella silbó de nuevo, mirando a Rastra. El sonido era una abominación en aquel espacio estrecho. Elena advirtió que Juana se ponía en guardia como un cachorro. Charley-cariño-mío parecía dispuesto a saltar veinte metros de un brinco, y Elena experi­mentó un impulso de golpear, matar, destruir. El silbido representaba un reto para todos.
La mujer-serpiente miró alrededor con calma, sabiendo que había llamado la atención.
—No te preocupes, querido pueblo. Como todos veis, uso el nombre que nos da Juana. No lastimaré a Rastra a menos que ella ataque a Juana. Pero si lo hace, si cualquiera se atreve a ir contra Juana, tendrá que vérselas conmigo. Sabéis bien quién soy. Las personas-serpiente somos muy fuertes e inteli­gentes, y nunca tenemos miedo. Sabéis que no podemos reproducirnos. Las personas nos hacen una por una a partir de serpientes comunes. No me irrites, querido pueblo. Quiero aprender este nuevo amor que nos trae Juana, y nadie le hará daño mientras yo esté aquí. ¿Me oís, queridas gentes? Nadie. El que lo intente morirá. Creo que podría mataros a casi todos antes de morir, aunque me atacarais a la vez. ¿Me oís, queridas gentes? Dejad a Juana en paz. Eso también va por ti, suave mujer humana. Tampoco te temo. Tú —indico al hombre-oso—, recoge a la pequeña Juana y llévala a un lecho tranquilo. Tiene que descansar. Necesita calma. Tranquilizaos vosotros también, gente de mi pueblo, o tendréis que enfrentaros a mí. —Sus ojos negros escrutaron todos los rostros. La mujer-serpiente avanzó y todos le abrieron paso, como si fuera el: único ser sólido entre una multitud de fantasmas.
Posó los ojos en Elena. Ella sostuvo la mirada, pero le resultaba incómodo. Los ojos negros sin cejas ni pestañas parecían rebosantes de inteligencia y desprovistos de emoción. Orson, el hombre-oso, la seguía con docilidad llevando a la pequeña Juana.
Cuando la niña pasó junto a Elena trató de permanecer despierta.
—Hazme crecer —murmuró—. Por favor, hazme crecer. Pronto.
—No sé cómo... —dijo Elena.
La niña se esforzó por despertar.
—Tengo trabajo que hacer. Trabajo... y quizá deba morir mi muerte. Todo será en vano si soy tan pequeña. Hazme crecer, por favor.
—Pero... —protestó Elena.
—Si no sabes cómo, pregunta a la Dama.
—¿Qué Dama?
La mujer-serpiente se había detenido para escuchar la con­versación.
—La Dama Pane Ashash, por supuesto —intervino—. La Dama muerta. ¿Crees que una Dama viva de la Instrumentalidad haría otra cosa que matarnos a todos?
Mientras la mujer-serpiente y Orson se llevaban a Juana, Charley-cariño-mío se acercó a Elena para decirle:
—¿Quieres ir?
¿Adonde?
—A ver a la Dama Pane Ashash, desde luego.
—¿Yo? ¿Ahora? Claro que no —añadió, pronunciando cada palabra como si fuera una ley—. ¿Qué crees que soy? Hace unas horas ni siquiera sabía de vuestra existencia. No estaba segura de lo que significaba la palabra «muerte». Daba por sentado que todo terminaba a los cuatrocientos años, tal como debía ser. Han sido horas de peligro, y cada uno ha amenaza­do a todos los demás durante ese tiempo. Estoy cansada, tengo sueño, estoy sucia, debo cuidar de mí, y además...
Se interrumpió de pronto y se mordió el labio. Iba a decir que además tenía el cuerpo rendido después del fascinante momento de amor que había compartido con el Cazador. Eso no incumbía a Charley-cariño-mío: ya era bastante cabra tal como era. Su mente caprina no comprendería la dignidad de todo ello.
—Estás haciendo historia, Elena —dijo gentilmente el hombre-cabra—, y cuando haces historia no siempre puedes ocu­parte también de los pequeños detalles. ¿Eres más feliz y más importante que antes? ¿Sí? ¿No eres diferente de la persona que conoció a Balthasar hace sólo unas horas?
Elena se quedó sorprendida ante su seriedad. Asintió.
—Sigue hambrienta y cansada. Sigue sucia. Sólo un poco más. No hay tiempo que perder. Puedes hablar con la Dama Pane Ashash. Averigua lo que necesitas acerca de la pequeña Juana. Cuando regreses con nuevas instrucciones, yo mismo te cuidaré. Este túnel no es tan malo como parece. Tendremos todo lo que necesites en el Recinto de Englok. Englok mismo lo construyó hace mucho tiempo. Trabaja un poco más, y luego podrás comer y descansar. Aquí tenemos de todo. «No soy habitante de una ciudad mezquina.» Pero antes ayuda a Juana. Amas a Juana, ¿verdad?
—Claro que sí —admitió Elena.
—Entonces, ayúdanos un poco más.
¿Con la muerte?, se preguntó Elena. ¿Con el asesinato?¿Con la violación de la ley? Pero... pero todo era por Juana.
Así fue cómo Elena enfiló hacia la puerta camuflada, salió al cielo abierto, y vio la gran cúpula de la Kalma alta extendiéndose sobre la vieja ciudad baja. Le habló a la voz de la Dama Pane Ashash, y recibió instrucciones y algunos mensa­jes. Estaba segura de poder repetirlos, pero se sentía demasia­do cansada para desentrañar su significado.
Retrocedió hasta el punto de la pared donde pensaba que estaba la puerta, se apoyó y no ocurrió nada.
—Más abajo, Elena, más abajo. ¡Deprisa! Cuando yo era yo, también me cansaba —susurró enérgicamente la Dama Pane, Ashash—. ¡Pero date prisa!
Elena se apartó de la pared y la miró.
Un haz de luz la tocó.
La Instrumentalidad la había descubierto.
Se lanzó ferozmente contra la pared.
La puerta se entreabrió. La fuerte mano de Charley-cariño-mío la ayudó a entrar.
—¡La luz! ¡La luz! —gritó Elena—. He causado la muerte de todos. Me han descubierto.
—Todavía no —sonrió el hombre-cabra, con su sonrisa taimada e inteligente—. No habré recibido educación, pero soy listo.
Tendió la mano hacia la puerta interior, evaluó a Elena con la mirada y empujó a un robot de tamaño humano por la puerta.
—Un barrendero de tu estatura. No tiene banco de memo­ria, sólo un cerebro agotado. Sólo motivaciones simples. Si bajan para examinar lo que creyeron descubrir, se encontrarán con esto. Mantenemos un grupo junto a la puerta. No salimos mucho, pero cuando lo hacemos resulta conveniente disponer de ellos para protegernos. —Le cogió por el brazo—. Mientras comes podrás contarme. ¿Podemos hacer que crezca...?
—¿Quién?
—Juana, desde luego. Nuestra Juana. Eso fuiste a averiguar.
Elena tuvo que indagar en su propia mente para recordar qué había dicho la Dama Pane Ashash. Al cabo de un instante lo vio claro.
—Necesitáis una cápsula. Y un baño de gelatina. Y narcóti­cos, porque será doloroso. Cuatro horas.
—Maravilloso —dijo Charley-cariño-mío, internándose con ella en el túnel.
—Pero, ¿de qué sirve si lo he echado todo a perder? La jnstrumentalidad me ha visto entrar. Me seguirán. Os matarán a todos, incluida Juana. ¿Dónde está el Cazador? ¿No debería dormir primero? —Tenía los labios hinchados de fatiga; no había descansado ni comido desde que había entrado en esa extraña puertecilla que se abría entre Waterrocky Road y el Shopping Bar.
—Estás a salvo, Elena, estás a salvo —la tranquilizó Charley-cariño-mío. Su taimada sonrisa parecía muy tierna y su suave voz comunicaba una sincera convicción. En realidad no creía una palabra de lo que decía. Creía que todos corrían peligro, pero consideraba innecesario asustar a Elena. Ella era la única persona verdadera con quien contaban, excepto por el Cazador, que era un individuo extraño, casi un animal, y por la Dama Pane Ashash, que era muy amable, pero que a fin de cuentas estaba muerta. El también estaba asustado, pero temía el miedo. Sospechaba que todos estaban condenados.
En cierto modo tenía razón.

7

La Dama Arabella Underwood había llamado a la Dama Goroke.
—Algo me ha interferido la mente.
La conmocionada Dama Goroke proyectó una sugerencia:
Sondéala.
—Ya lo he hecho. Nada.
—¿Nada?
Más conmoción para la Dama Goroke.
—Haz sonar la alarma, entonces.
—Oh, no. No, no. Ha sido una interferencia amistosa y agradable. —La Dama Arabella Underwood, por su condición de norstriliana, era bastante formal: siempre se comunicaba con sus amigos con palabras enteras, incluso en contacto telepático. Nunca proyectaba meras ideas.
—Pero eso es totalmente ilegal. Formas parte de la lnstrumentalidad. ¡Constituye un delito!, respondió la Dama Goroke.
La Dama Arabella Underwood respondió con una risita.
—¿Te ríes...? —preguntó la Dama Goroke.
—Sólo pensaba que podría tratarse de un nuevo Señor de la Instrumentalidad. Tal vez me echaba un vistazo.
La Dama Goroke era muy estricta y quisquillosa.
—¡Nunca haríamos eso!
La Dama Arabella pensó, sin transmitirlo: «No contigo,, querida. Eres una mojigata.» A la otra le transmitió:
—Entonces, olvídalo.
Intrigada y preocupada, la Dama Goroke pensó:
—Bien, de acuerdo. ¿Cortamos?
—De acuerdo. Cortemos.
La Dama Goroke frunció el ceño. Palmeó su pared. Central Planetaria, llamó con el pensamiento.
Un hombre común estaba sentado ante un escritorio.
—Soy la Dama Goroke —se presentó ella.
—Desde luego, señora —respondió el hombre.
—Fiebre policial, grado uno. Sólo grado uno. Hasta que se rescinda. ¿Está claro?
—Muy claro, señora. ¿Todo el planeta?
—Sí.
—¿Deseas presentar una justificación? —preguntó el hom­bre con voz respetuosa y rutinaria.
—¿Debo hacerlo?
—Desde luego que no, mi señora.
—Entonces, no presentaré ninguna. Cierro.
Él saludó formalmente y su imagen se borró de la pared.
Ella elevó la mente en un llamado,
—Instrumentalidad solamente... Instrumentalidad solamente. He elevado el nivel de fiebre policial en un grado. Motivo, inquietud personal. Conocéis mi voz. Sabéis quién soy. Goroke.
En el otro extremo de la ciudad, un ornitóptero de la policía patrullaba lentamente por la calle.
El robot policía fotografiaba a un barrendero, el barrende­ro más maltrecho con que se había encontrado jamás.
El barrendero corría calle abajo a velocidades ilícitas, cerca de los trescientos kilómetros por hora. Se detuvo con un siseo de plástico sobre piedra y se puso a recoger polvo del pavi­mento.
Cuando el ornitóptero lo alcanzó, el barrendero arrancó de nuevo, dio la vuelta a dos o tres esquinas a gran velocidad y luego se puso a cumplir su tonta tarea.
La tercera vez que esto ocurrió, el robot del ornitóptero le lanzó un dispositivo paralizador, descendió y lo recogió con los garfios de su máquina.
Lo miró de cerca.
—Cerebro de pájaro. Modelo viejo. Cerebro de pájaro. Menos mal que no los usan más. Esta cosa pudo haber herido a un hombre. En cambio a mí me imprimieron un ratón, un ratón verdadero con mucha inteligencia.
Llevó al averiado barrendero hacia el depósito central de chatarra. El barrendero, paralizado pero consciente, trataba de recoger polvo de los garfios de hierro que lo sostenían.
Más abajo se extendía la ciudad vieja con sus raras luces geométricas. La ciudad nueva, bañada en su tenue y perpetuo fulgor, brillaba contra la noche de Fomalhaut III. Más allá, el eterno océano hervía en sus propias tormentas.

En el escenario los actores no pueden hacer mucho con la escena del interludio, cuano la niña Juana, de cinco años, alcanzó en una sola noche la estatura de una muchacha de quince o dieciséis. La máquina biológica funcionó bien, aun­que su vida corrió peligro. La transformó en una joven vital y robusta sin alterarle la mente. Esto resulta difícil de represen­tar para cualquier actriz. Las cajas narradoras tienen más ventajas. Pueden mostrar la máquina con toda clase de añadi­dos: luces centelleantes, relámpagos, rayos misteriosos. En realidad era como una tina llena de gelatina marrón e hirviente que cubría totalmente a Juana.
Entretanto, Elena engullía vorazmente en la sala palaciega de Englok. La comida era muy antigua, y ella, como bruja, tenía dudas acerca de su valor nutritivo, pero le calmó el hambre, Los habitantes de Clown Town habían declarado ese recinto «terreno vedado» para ellos, por razones que Charley-cariño-mío no atinaba a explicar. Se quedó en la puerta y le detalló qué debía hacer para encontrar comida, para activar el lecho oculto en el suelo, para abrir el cuarto de baño. Todo era muy anticuado, nada respondía a un simple pensamiento o una simple palmada.
Sucedió algo extraño.
Elena se había lavado las manos, había comido y se estaba preparando para el baño. Se había quitado casi toda la ropa; pensaba que Charley-cariño-mío era sólo un animal, no un hombre, así que no importaba.
De pronto supo que sí importaba.
Quizá fuera una subpersona, pero para ella era un hombre. Profundamente ruborizada, entró deprisa en el cuarto de baño y le indicó:
—Vete. Me bañaré y dormiré. Despiértame cuando debas hacerlo, no antes.
—Sí, Elena.
—Y... y...
—¿Sí?
—Gracias —añadió ella—. Muchas gracias. ¿Sabes? Nun antes le había dado las gracias a una subpersona.
—No te preocupes —la tranquilizó Charley-cariño-mío con una sonrisa—. La mayoría de la gente verdadera no lo hace. Duerme bien, querida Elena. Cuando despiertes, prepárate para grandes sucesos. Arrancaremos una estrella del firma­mento e incendiaremos miles de mundos.
—¿Qué dices? —preguntó ella, asomando la cabeza.
—Sólo es una manera de hablar —sonrió él—. Para significar que no tendrás mucho tiempo. Descansa bien. No olvides poner tu ropa en la máquina-azafata. Las de Clown Town están estropeadas. Pero como no hemos usado este cuarto, la tuya debería funcionar.
—¿Cuál es? —preguntó Elena.
—La tapa roja con la manija dorada. Tan sólo levántala.
Y con ese comentario doméstico la dejó descansar y se fue a planear el destino de cien mil millones de vidas.
Cuando Elena salió del cuarto de Englok, —le dijeron que de mañana. ¿Cómo podía saberlo?— El Pasillo Marrón y Amarillo con sus amarillentas, viejas y sombrías luces, estaba tan oscuro y hediondo como de costumbre. Sin embargo, la gente parecía haber cambiado.
Bebé-bebé ya no parecía una vieja y desagradable mujer-ratón, sino una persona de gran fuerza y ternura. Rastra era tan peligrosa como un enemigo humano, y clavaba los ojos en Elena, la bella cara ablandada por un odio oculto. Charley-cariño-mío era jovial, cordial y persuasivo. Creyó captar ex­presiones en la cara de Orson y la mujer-serpiente, por raros que fueran sus rasgos.
Y después de unos saludos singularmente corteses, pre­guntó:
—¿Qué sucederá ahora?
Habló una nueva voz, una voz que ella conocía e ignoraba.
¡La Dama Pane Ashash! ¿Y quién era la que estaba con ella?
Elena no había terminado de hacerse la pregunta cuando supo la respuesta. Era Juana, crecida, sólo media cabeza más baja que la Dama Pane Ashash o que ella misma. Era una nueva Juana, poderosa, feliz y serena; pero que también era la pequeña P'Juana.
—Bien venida a nuestra revolución —saludó la Dama Pane Ashash.
—¿Qué es una revolución? —preguntó Elena—. Creía que tú no podías entrar aquí debido al escudo contra pensamientos.
La Dama Pane Ashash levantó un cable que arrastraba con su cuerpo de robot.
—Arreglé esto para poder usar el cuerpo. Las precauciones ya son inútiles. Ahora es el otro bando el que deberá tomarlas. Una revolución es una forma de cambiar los sistemas y la gente. Esta es una. Tú primero, Elena. Por aquí.
—¿Vamos a morir? ¿A eso te refieres?
La Dama Pane Ashash rió cálidamente.
—Ahora me conoces. Y conoces a mis amigos. Ahora sabes qué has sido hasta ahora, una bruja inútil en un mundo que no te necesitaba. Quizá debamos morir, pero lo que cuenta es lo que llevaremos a cabo antes de morir. Ésta es Juana, que va al encuentro de su destino. Tú nos guiarás hasta la ciudad alta. Luego Juana nos guiará. Y después veremos.
—¿Quieres decir que todos ellos irán también? —Elena con­templó las filas de subpersonas, que estaban empezando a: formar dos hileras en el pasillo. Las formaciones se volvían irregulares allí donde las madres llevaban a sus hijos de laj mano o en brazos. Aquí y allá asomaba una subpersona gigan­tesca,
No han sido nada, pensó Elena, y yo tampoco era nada. Ahora todos conseguiremos algo, aunque quizá nos maten por ello. No «quizá», «sin duda» es la expresión correcta. Pero vale la pena si Juana consigue cambiar los mundos, aunque sea un poco, aunque sea por los demás.
Juana habló. La voz había crecido con el cuerpo, pero tenía el mismo tono entrañable con que la niña-perro había hablado dieciséis horas atrás (que para Elena parecían dieciséis años), cuando Elena la había conocido en la puerta del túnel de Englok.
—El amor no es algo especial, reservado sólo para los hom­bres —declaró Juana—. El amor no es orgulloso. El amor no tiene nombre. El amor ama la vida misma, y nosotros tene­mos vida.
»No podemos vencer peleando. Las personas nos superan en número, en armamento, en velocidad, en capacidad de lucha. Pero no nos crearon las personas. Fuimos creados por aquello que creó a las personas. Todos lo sabéis, pero ¿diremos el nombre?
La muchedumbre murmuró no y nunca.
—Habéis esperado por mí. Yo también he esperado. Quizá sea el momento de morir, pero moriremos como las personas morían al principio, antes de que todo se volviera fácil y cruel para ellas. Viven en un sopor y mueren en un sueño. No es un buen sueño, y si despiertan sabrán que también nosotros somos personas. ¿Estáis conmigo? —Murmuraron un sí—. ¿Me amáis? —Otro murmullo aprobatorio—. ¿Saldremos al encuen­tro de este día?
La aclamaron con entusiasmo.
Juana se volvió hacia la Dama Pane Ashash.
—¿Todo está tal como deseaste y ordenaste?
—Sí —respondió la entrañable difunta con cuerpo de ro­bot—. Juana primero, para conduciros. Elena delante de ella, para ahuyentar a robots y subpersonas comunes. Cuando encontréis a personas verdaderas, amadlas. Eso es todo. De­béis amarlas. Si os matan, las amaréis. Juana os mostrará cómo. No me prestéis más atención. ¿Preparados?
Juana levantó la mano derecha y murmuró unas palabras. Todos inclinaron la cabeza: caras, hocicos y morros de todos los tamaños y colores. Una niñita soltó un maullido agudo hacia el fondo.
Antes de ponerse a la cabeza de la comitiva, Juana se volvió hacia su pueblo y preguntó:
—Rastra, ¿dónde estás?
—Aquí, en el centro —respondió una voz clara y serena.
—¿Me amas ahora, Rastra?
—No, P'Juana. Me gustas menos que cuando eras una perrita. Pero esta gente es mi pueblo, además del tuyo. Soy valiente. Puedo caminar. No causaré problemas.
—Rastra —dijo Juana—, ¿amarás a la gente cuando la en­cuentres?
Todas las caras se volvieron hacia la hermosa muchacha-bisonte. Elena apenas podía verla en el pasillo en penumbra. Elena advirtió que el rostro de la muchacha había palidecido de emoción. No pudo distinguir si realmente era por rabia o por miedo.
—No —declaró al fin Rastra—, no amaré a la gente. Ni te amaré a ti. Tengo mi orgullo.
Con la suavidad de la muerte ante el lecho de un agonizan­te, Juana habló:
—Puedes quedarte, Rastra. Puedes quedarte aquí. No es una gran oportunidad, pero dispones de ella.
—Te deseo mala suerte, mujer-perro —dijo Rastra—, y le deseo mala suerte también a ese despreciable ser humano que te acompaña.
Elena se puso de puntillas para ver qué ocurriría. Y de pronto la cara de Rastra desapareció entre la muchedumbre.
La mujer-serpiente se abrió paso a codazos hasta la vanguardia, se acercó a Juana para que todos la vieran y cantó con voz clara como el metal:
—Canta «Pobre, pobre Rastra», amado pueblo. Canta «Amo a Rastra», amado pueblo. Está muerta. Acabo de matarla para que todos estemos colmados de amor. Yo también te amo —añadió la mujer-serpiente, en cuyos rasgos de reptil no se apreciaba ningún indicio de amor ni de odio.
Juana habló, al parecer urgida por la Dama Pane Ashash.
—Amamos a Rastra, amado pueblo. Pensad en ella y avancemos.
Charley-cariño-mío empujó a Elena con suavidad.
—Tú irás delante.
Elena los precedió como flotando en un sueño.
Se sentía cálida, feliz, audaz cuando pasó cerca de la extraña Juana, tan alta y sin embargo tan familiar. Juana le sonrió y susurró:
—Dime que lo estoy haciendo bien, mujer humana. Soy perro, y los perros han vivido un millón de años para alabar al hombre.
—¡Tienes razón, Juana, tienes muchísima razón! Estoy con­tigo. ¿Vamos? —respondió Elena.
Juana asintió, con los ojos húmedos por las lágrimas.
Elena se puso a la cabeza. Juana y la Dama Pane Ashash la siguieron, perro y Dama muerta al frente de la comitiva.
El resto del subpueblo las siguió en doble hilera.
Cuando abrieron la puerta secreta, la luz del día inundó el pasillo. Elena casi sintió que el aire nauseabundo salía con ellos. Cuando miró hacia el túnel por última vez, vio el solitario cuerpo de Rastra tendido en el suelo.
Elena se volvió hacia la escalera y empezó a subir.
Nadie había descubierto aún el cortejo.
Elena oía el cable de la Dama Pane Ashash arrastrándo­se sobre la piedra y el metal de los escalones mientras subían.
Cuando llegó a la puerta, Elena tuvo un instante de indeci­sión y pánico.
«Esta es mi vida, mi vida —pensó—. No tengo otra. ¿Qué he hecho? Oh, Cazador, Cazador, ¿dónde estás? ¿Me has traicio­nado?»
—¡Adelante! —murmuró Juana a sus espaldas—. Adelante. Ésta es una guerra de amor. No te detengas.
Elena abrió la puerta que daba a la calle. El camino estaba lleno de gente. Tres ornitópteros policiales revoloteaban en lo alto. Era un número desacostumbrado. Elena se detuvo de nuevo.
—Sigue caminando —indicó Juana— y ordena a los robots que se alejen.
Elena avanzó y la revolución empezó.

8

La revolución duró seis minutos y abarcó ciento doce me­tros.
La policía se acercó en cuanto las subpersonas salieron por la puerta.
El primer aparato descendió como un gran pájaro y pre­guntó:
—¿Quiénes sois? ¡Identificaos!
—Aléjate —dijo Elena—. Es una orden.
—Identifícate —insistió la máquina con forma de pájaro, frenando bruscamente. El robot escrutó a Elena con sus ojos lenticulares.
—Vete —profirió Elena—. Soy una humana verdadera y te lo ordeno.
El primer ornitóptero policial llamó a los demás por radio. Descendieron aleteando sobre el corredor que había entre los altos edificios.
Mucha gente se había detenido. Todas las caras revela­ban desconcierto, y algunos parecían excitados, divertidos o aterrados al ver tantas subpersoans apiñadas en un solo lugar.
Juana cantó, articulando claramente en la Vieja Lengua Común:
—Queridas personas, somos personas. Os amamos. Os ornamos.
El subpueblo comenzó a salmodiar amor, amor, amor en un extraño canto monótono plagado de sostenidos y semitonos. Los humanos verdaderos retrocedieron. Juana dio el ejemplo abrazando a una joven mujer de su misma estatura. Charley-cariño-mío aferró por los hombros a un hombre humano y le gritó:
—¡Te amo, amigo! Créeme. Te amo. Es maravilloso cono­certe.
El hombre humano se quedó desconcertado por el abrazo y aún más asombrado por la fulgurante calidez de la voz del hombre-cabra. Quedó boquiabierto, el cuerpo flojo de pura sorpresa.
En alguna parte alguien gritó.
Un ornitóptero de la policía regresó. Elena no distinguió si era el que ella había ahuyentado o uno nuevo. Esperó a que se acercara para llamarlo y ordenarle que se alejara. Por primera vez se sintió intrigada por el carácter físico del peligro. ¿Podía la máquina policial lanzarle un disparo? ¿O atacarla con lla­mas? ¿O llevársela con los garfios de hierro para colocarla en un sitio donde quedaría bonita y limpia y nunca más sería ella misma? Pensó: «Oh, Cazador, Cazador, ¿dónde estás ahora? ¿Me has olvidado? ¿Me has traicionado?»
El subpueblo seguía avanzando y confundiéndose con las personas verdaderas, aferrándoles las manos o la ropa y repi­tiendo el discordante sonsonete:
—Os amamos. ¡Oh, por favor, os amamos! Somos perso­nas. Somos vuestros hermanos...
La mujer-serpiente no tenía mucho éxito. Había asido a un hombre humano con su férrea mano. Elena no le había visto decir nada, pero el hombre se había desmayado al instante. La mujer-serpiente lo llevaba colgado del brazo como un abrigo inútil mientras buscaba alguien más para amar.
Detrás de Elena una voz murmuró:
—Llegará pronto.
—¿Quién? —preguntó Elena a la Dama Pane Ashash. Aun­que sabía muy bien a quién se refería, no quería admitirlo. Entretanto no dejaba de observar al ornitóptero que los sobre­volaba.
—El Cazador, desde luego —respondió el robot con la voz de la entrañable Dama—. Vendrá a buscarte. Tú estarás bien.
He llegado al final demi cable. Apártate, querida. Están a punto de matarme de nuevo y temo que el espectáculo te resultará desgradable.
Catorce robots de infantería marchaban con marcial reso­lución contra la multitud. Esto alertó a varios humanos verda­deros, que empezaron a escabullirse por las puertas. La mayor parte de las personas verdaderas estaban tan sorprendidas que se dejaban tocar por las subpersonas, que repetían una y otra vez palabras de amor, revelando a todas luces el origen animal de sus voces.
El sargento robot no reparó en eso. Se acercó a la Dama Pane Ashash, y Elena se interpuso en su camino,
—Te ordeno —dijo Elena, con toda la decisión de una bruja al trabajar—, te ordeno que abandones este lugar.
Los ojos lenticulares eran como canicas azules flotando en leche. Parecían turbios y mal enfocados. El sargento no res­pondió, sino que la eludió con tal rapidez que ella no pudo interceptarlo. Se dirigió a la entrañable y muerta Dama Pane Ashash.
La perpleja Elena advirtió que el cuerpo robótico de la Dama parecía más humano que nunca. El sargento robot se enfrentó a ella.
Ésta es la escena que todos recordamos, la primera graba­ción auténtica de todo el incidente.
El sargento dorado y negro mirando a la Dama Pane Ashash con ojos lechosos.
La Dama con su agradable cuerpo de robot, levantando una mano enérgica.
Elena, desconsolada, volviéndose como si quisiera aferrar al robot con el brazo derecho. Mueve la cabeza tan deprisa que su cabello negro ondula.
Charley-cariño-mío gritando: «¡Te amo, te amo, te amo!» a un hombre apuesto con pelo color ratón. El hombre traga saliva y no dice nada.
Sabemos todo esto.
Luego viene lo inusitado, lo que ahora creemos, el aconte­cimiento para el cual no estaban preparados las estrellas ni los mundos.
El motín.
El motín de los robots.
Desobediencia a plena luz del día.
Las palabras de la cinta resultan confusas, pero aun así podemos captarlas. El aparato grabador del ornitóptero de la policía estaba enfocado directamente hacia la cara de la Dama Pane Ashash. Los lectores de labios pueden ver las palabras con claridad; los que no saben leer los labios pueden oír las palabras la tercera o cuarta vez que pasan la cinta por la caja óptica.
—Obedece —ordenó la Dama.
—No —soltó el sargento—, tú eres un robot.
—Compruébalo tú mismo. Léeme el cerebro. Soy un robot. Pero también soy una mujer. No puedes desobedecer a una persona. Yo soy una persona. Te amo. Más aún, tú eres una persona. Piensas. Nos amamos. Intenta, intenta atacarme.
—No... no puedo —tartamudeó el sargento robot. Los ojos lechosos parecían girar desconcertados—. ¿Me amas? ¿Quieres decir que estoy vivo ¿Que existo?
—Con amor, existes —explicó la Dama Pane Ashash—. Mí­rala a ella —añadió, señalando a Juana—, porque ella te ha traído amor.
El robot miró a Juana y desobedeció la ley. Su escuadrón le imitó. El robot se volvió hacia la Dama y se inclinó.
—Entonces, tú sabes lo que debemos hacer, ahora que no podemos obedecerte a ti ni desobedecer a los demás.
—Hacedlo —dijo ella con tristeza—, pero sed conscientes de lo que estáis haciendo. No estáis rehuyendo dos órdenes humanas. Estáis decidiendo. Vosotros. Eso os convierte en hombres.
El sargento se volvió hacia su escuadrón de robots de tamaño humano.
—¿Habéis oído? Ella dice que somos hombres. Yo le creo. ¿Vosotros le creéis?
—Le creemos —fue el grito casi unánime.
Aquí termina la grabación visual, pero podemos imaginar cómo concluyó la escena. Elena se había detenido en seco detrás del robot sargento. Los otros robots se le habían acercado. Charley-cariño-mío se había callado. Juana alzaba las manos para bendecir, con los cálidos y castaños ojos perrunos plenos de piedad y comprensión.
La gente escribió las cosas que no podemos ver.
Al parecer el sargento robot dijo:
—Te ofrecemos nuestro amor, querido pueblo, y nos despe­dimos. Desobedecemos y morimos. —Agitó la mano para salu­dar a Juana. No se sabe con certeza si dijo: «Adiós, nues­tra señora y liberadora.» Tal vez algún poeta inventó la segun­da frase, pero tenemos plena certeza sobre la primera. Y estamos seguros de la palabra siguiente, la única en que coin­ciden todos los historiadores y poetas. Se volvió hacia sus hombres y ordenó: «Destrucción.»
Catorce robots, el sargento negro y dorado y sus trece infantes de color azul plateado, de pronto lanzaron fogonazos blancos en la calle de Kalma. Activaron sus botones suicidas, cascos de termita que llevaban en la cabeza. Habían tomado una decisión sin que ningún humano lo ordenara, todo a causa de la orden de otro robot, el cuerpo de la Dama Pane Ashash, y ella a su vez no contaba con ninguna autoridad humana, sino con la palabra de la niña-perro Juana, que había llegado a la edad adulta en una sola noche.
Catorce llamaradas blancas hicieron que las personas y subpersonas apartaran la mirada. En medio del resplandor descendió un ornitóptero especial de la policía. De allí salie­ron las dos Damas, Arabella Underwood y Goroke. Levanta­ron los brazos para protegerse los ojos ante los robots lla­meantes y moribundos. No vieron al Cazador, que había entrado misteriosamente por una ventana abierta que daba a la calle y miraba la escena cubriéndose los ojos con las manos y atisbando a través de los dedos entreabiertos. Todos estaban deslumhrados cuando sintieron el feroz poder telepático de la mente de la Dama Goroke que tomaba las riendas del asunto. Era su derecho, como Dama de la Instrumentalidad. Algunas personas, aunque no todas, sintieron el contragolpe de la mente de Juana al enfrentarse a la Dama Goroke.
—Asumo el mando —pensó la Dama Goroke, abriendola a todos los seres.
—Claro que sí, pero yo te amo, te amo —pensó Juana.
Fuerzas de primer orden chocaron.
Lucharon.
La revolución terminó. Nada había ocurrido, pero Juana había obligado a la gente a que la conociera. No fue como en el poema donde se confunden personas y subpersonas. La confusión sucedió mucho más tarde, después de los tiempos de G'Mell. El poema es bonito pero está totalmente equivoca­do, como podéis ver:

Preguntadme a mí,
a mí, a mí, a mí,
porque yo sé,
pues vivía
en la costa este.
Los hombres no son hombres,
las mujeres no son mujeres
y la gente ya no es gente.

Ante todo, no hay Costa Este en Fomalhaut III; la crisis del pueblo y el subpueblo se produjo mucho después. La revolución había fracasado, pero la historia había alcanzado un nuevo punto crucial, la lucha entre las dos damas. Dejaron las mentes abiertas de pura sorpresa. ¿Robots suicidas y perros que amaban a la gente? Era inaudito. Ya resultaba bastante grave tener tantas subpersonas ilegales sueltas, pero estas no­vedades... jah!
—Destruidlos a todos —ordenó la Dama Goroke.
—¿Por qué? —pensó la Dama Arabella Underwood.
—Mal funcionamiento —respondió Goroke.
—¡Pero no son máquinas!
—Pues son animales... subpersonas. ¡Destruidlos!
Luego llegó la respuesta que ha dado origen a nuestra época. La dio la Dama Arabella Underwood, y toda Kalma la oyó;
—Quizá sean personas. Merecen un juicio.
La niña-perro Juana cayó de rodillas.
—He triunfado. ¡He triunfado, he triunfado! ¡Podéis matarme, personas, pero os amo, os amo!
La Dama Panc Ashash susurró a Elena:
—Supuse que a estas alturas yo ya estaría muerta. Realmente muerta, por fin. Pero no. He visto cómo cambiaban los mundos, Elena, y tú lo has visto conmigo.
El subpueblo había callado al percibir el estentóreo inter­cambio telepático entre las dos grandes Damas.
Soldados verdaderos bajaron del cielo en ornitópteros ale­teantes. Corrieron hacia las subpersonas y las maniataron.
Un soldado echó un vistazo al cuerpo robótico de la Dama Pane Ashash. La tocó con su bastón eliminador de calor, y el bastón se puso rojo cereza. El cuerpo robótico, desprovisto de todo su calor, en un instante se desmoronó en una pila de cristales de hielo. Elena avanzó por entre los escombros hela­dos y el bastón al rojo vivo. Había descubierto al Cazador.
No atinó a ver al soldado que se había acercado a Juana, había empezado a atarla y cayó llorando y balbuceando:
—¡Ella me ama! ¡Me ama!
El Señor Femtiosex, que comandaba a los soldados, ató a Juana sin escucharla.
—Claro que me amas —le respondió con un gruñido—. Eres un buen perro. Pronto morirás, perrito, pero hasta entonces obedecerás.
—Estoy obedeciendo —dijo Juana—, pero soy un perro y persona. Abre tu mente, hombre, y lo verás.
Al parecer abrió la mente y le inundó un torrente de amor. Esto lo sacó de quicio. Echó el brazo hacia atrás, apuntando con el canto de la mano al cuello de Juana, para infligirle la muerte antigua.
—No harás eso —pensó la Dama Arabella Underwood—. Esa muchacha tendrá un juicio adecuado.
—Un jefe no ataca a otro, señora —respondió él airadamente. Suéltame el brazo.
La Dama Arabella pensó, abiertamente y en público:
—Exijo un juicio, entonces.
En su furia él aceptó. Se negaba a pensar o hablarle en presencia de todos los demás.
Un soldado le trajo al Cazador y a Elena.
—Señor, éstas son personas, no subpersonas. Pero albergan pensamientos de perro, de gato, de cabra e ideas robóticas en la cabeza. ¿Quieres mirar?
—¿De qué serviría mirar? —replicó el Señor Femtiosex, que era tan rubio y arrogante como lo retratan las antiguas pinturas de Baldur—. Allí viene el Señor Límaono. Ya estamos: todos. Podemos celebrar el juicio aquí y ahora.
Las cuerdas mordían las muñecas de Elena; el Cazador le murmuró palabras de consuelo, palabras que ella no entendió del todo.
—No nos matarán —murmuró el Cazador—, aunque antes del anochecer de este día desearemos que lo hubieran hecho. Todo está sucediendo como ella había previsto, y...
—¿Quién lo previo? —interrumpió Elena.
—¿Quién? La Dama, por supuesto. La entrañable y muerta Dama Pane Ashash, que ha obrado maravillas aun después de muerta, con su personalidad impresa en una máquina. ¿Quieres crees que me indicó lo que debía hacer? ¿Por qué te esperamos. para que prepararas a Juana para la grandeza? ¿Por qué la gente de Clown Town crió a una P'Juana tras otra, con la esperanza de que se obrara el gran prodigio?
—¿Lo sabías? —preguntó Elena—. ¿Lo sabías antes de que ocurriera?
—Desde luego —dijo el Cazador—, no con detalle, pero sí a grandes rasgos. Ella había pasado cientos de años dentro de ese ordenador después de morir. Tuvo tiempo para millo­nes de pensamientos. Vio cómo sería si tenía que suceder, y yo...
—¡Silencio, personas! —rugió el Señor Femtiosex—. Estáis inquietando a los animales con vuestra chachara. ¡Callaos o tendré que aturdiros con mi arma!
Elena se calló.
El Señor Femtiosex guardó silencio, avergonzado de haber mostrado su furia ante otra persona. Añadió con calma:
—El juicio va a comenzar. El juicio que ordenó la alta Dama.

9

Todos sabéis cómo se celebró el juicio, así que no es preciso rememorarse en él. Hay otro cuadro de San Shigonanda, un cuadro de su período convencional, que lo muestra clara­mente.
La calle se había llenado de personas que se apiñaban para ver algo que aliviara el tedio de la perfección y el tiempo. Todos tenían números o códigos numéricos en vez de nom­bres. Eran hermosos, saludables, obtusamente felices. Incluso se parecían mucho, todos similares en su apostura, su salud y su tedio oculto. Cada uno de ellos disfrutaría de cuatrocientos años de vida. Ninguno conocía la guerra auténtica, aunque la gran aptitud de los soldados revelaba las vanas prácticas de cientos de años. Las personas eran hermosas pero se sentían inútiles y estaban serenamente desesperadas aun sin saberlo. Todo ello aparece con toda claridad en la pintura, y en el maravilloso modo con que San Shigonanda la ordena en filas informales permitiendo que la calma y azul luz del día les alumbre los rasgos hermosos y desconsolados.
El artista obra verdaderas maravillas con las subpersonas.
Juana está bañada en luz. Su cabello castaño claro y sus perrunos ojos marrones expresan suavidad y ternura. San Shigonanda transmite incluso la idea de que el nuevo cuerpo de Juana posee la frescura de la novedad y gran fortaleza y que ella es virginal y está preparada para morir; que es una simple niña y sin embargo no tiene miedo. El amor se revela en la soltura con que se sostiene sobre los píes. El amor se revela en sus manos, que están tendidas hacia los jueces. El amor se revela en su confiada sonrisa.
¡Y los jueces!
El artista los capta con maestría. El Señor Femtiosex, recuperada la calma expresa con sus labios delgados y finos su furia perpetua contra un universo que se ha vuelto demasiado Pequeño para él. El Señor Limaono, sabio, dos veces renacido, indolente pero vigilante como una serpiente detrás de los ojos somnolientos y la sonrisa lenta. La Dama Arabella Underwood, la más alta de los humanos verdaderos presentes, revela su orgullo norstriliano y la arrogancia de los acaudalados, junto con la caprichosa ternura de los acaudalados, en el modo de sentarse, de juzgar a sus colegas y no a los prisioneros. La; desconcertada Dama Goroke frunce el ceño ante aquel incom­prensible giro de la fortuna.
El artista lo captó todo.
Además están las cintas de grabación visual, si queréis ir a un museo. La realidad no resulta tan imponente como la famosa pintura, pero tiene su propio encanto. La voz de Juana, muerta hace siglos suena aún extrañamente conmove­dora. Es la voz de un perro convertido en hombre, pero también es la voz de una gran Dama.
La imagen de la Dama Pane Ashash debió de enseñarle eso, junto con lo que aprendió de Elena y el Cazador en la antecámara que se abría sobre el Pasillo Marrón y Amarillo de Englok.
Las palabras del juicio también han llegado hasta nosotros. Muchas se han vuelto famosas en todos los mundos.
Durante el interrogatorio, Juana dijo:
—Pero es deber de la vida encontrar algo más que vida, y transformarse en ese bien superior.
Ante la sentencia, Juana comentó:
—Mi cuerpo os pertenece, pero no mi amor. Mi amor es mío, y os amaré tenazmente mientras me matáis,
Cuando los soldados terminaron de ejecutar a Charley-cariño-mío y se disponían a decapitar a la mujer-serpiente (hasta que uno de ellos pensó en convertirla en cristales escarchados), Juana intervino:
—¿Hemos de ser extraños para vosotros? Somos los anima­les de la Tierra que habéis traído a las estrellas. Compartimos el mismo sol, los mismos mares, el mismo cielo. Todos veni­mos de la Cuna del Hombre. ¿Cómo sabéis si no habríamos llegado al mismo nivel si todos nos hubiéramos quedado juntos allá? Mis ancestros fueron perros. Os amaron antes que transformarais a mi madre en una criatura con forma de mujer. ¿Debería no amaros? El milagro no consiste en que nos hayáis convertido en personas, sino en que nos haya llevado tanto tiempo comprenderlo. Ahora somos personas, y tambien vosotros. Lo que vais a hacerme os pesará pero recordad que también amaré vuestro arrepentimiento, porque por él surgirán cosas grandiosas y buenas.
—¿Qué es un milagro? —preguntó taimadamente el Señor Limaono.
Y Juana respondió:
—Hay conocimientos de la Tierra que aún no habéis redes­cubierto. Está el nombre del que no tiene nombre. Hay secre­tos que el tiempo os oculta. Sólo los muertos y los no nacidos pueden saberlos ahora: yo soy ambas cosas.
La escena resulta familiar, pero aun así nunca la entende­remos.
Sabemos lo que los Señores Femtiosex y Limaono creían estar haciendo. Preservaban el orden establecido y grababan sus actos en una cinta. Las mentes de los hombres pueden convivir sólo si se comunican las ideas básicas. Hasta ahora nadie ha descubierto un modo de grabar la telepatía con un instrumento mecánico. Obtenemos retazos, fragmentos y pin­celadas, pero nunca un registro satisfactorio de lo que uno de los grandes le transmitió al otro. Los dos Señores trataban de registrar todos los elementos del episodio que pudieran enseñar a los imprudentes a no jugar con la vida de las subpersonas. Incluso trataban de inculcar a las subpersonas las normas y designios en virtud de las cuales se las había trans­formado, para que dejaran de ser animales y se convirtieran en los más altos sirvientes del hombre. Esto habría resultado difícil, dados los desconcertantes acontecimientos de las últi­mas horas, aun entre dos jefes de la Instrumentalidad; para el público era casi imposible. La comitiva que había salido del Pasillo Marrón y Amarillo era algo totalmente imprevisto, aunque la Dama Goroke había sorprendido a P'Juana; el motín de la policía robot planteaba problemas que se tendrían que comentar en otro punto de la galaxia. Más aún, la niña-perro suscitaba ciertas cuestiones que tenían cierta validez verbal. Si se las dejaba en forma de meras palabras, sin el contexto adecuado, podrían afectar a mentes distraídas o im­presionables. Una idea perniciosa se propaga como un germen mútante. Si resulta interesante, puede brincar de una mente a otra por medio universo antes de que pueda detenerse. Fijaos en las innovaciones decadentes y las modas estúpidas que han acosado a la humanidad incluso en las épocas de mayor orden, Hoy sabemos que la variedad, la flexibilidad, el peligro y el florecimiento de un poco de odio pueden lograr que el amor y la vida medren como nunca en el pasado; sabemos que es mejor convivir con las complicaciones de trece mil lenguas antiguas resucitadas del antiguo y muerto pasado que soportar la fría y cerrada perfección de la Vieja Lengua Común. Sabemos muchas cosas que los Señores Femtiosex y Limaono ignoraban, y antes de considerarlos estúpidos o crueles, debemos recordar que tuvieron que transcurrir siglos antes de quela humanidad se enfrentara al fin al problema del subpueblo y decidiera que la «vida» estaba dentro de los límites de la comunidad humana.
Por último, tenemos el testimonio de los dos Señores. Ambos vivieron hasta una edad muy avanzada, y hacia el final de su vida notaron con preocupación y fastidio que el episo­dio de P'Juana dejaba en sombras todas las cosas malas que no habían sucedido durante sus largas carreras —cosas malas que ellos se habían esforzado por impedir para proteger el planeta;» Fomalhaut III— y se consternaron al verse retratados como hombres indiferentes y crueles, cuando no lo eran en absoluto. Si hubieran sospechado que la historia de Juana de Fomal­haut III llegaría a ser lo que es en la actualidad —una de las. grandes gestas de la humanidad, junto con la historia de G'Mell o el romántico relato de la Dama que llevó El Alma, no sólo se habrían desilusionado, sino que se habrían enfure­cido y con razón ante la inconstancia de la humanidad. Sus papeles son claros, porque ellos los determinaron con detalle. El Señor Femtiosex acepta la responsabilidad de la tea de la hoguera; el Señor Limaono reconoce que aprobó la decisión. Ambos, muchos años después, revisaron las grabaciones de la escena y convinieron en que algo que dijo o pensó la Dama Arabella Underwood...
Algo les hizo tomar esa decisión.
Pero aunque disponían de las cintas para refrescar y aclarar sus recuerdos, no podían decir qué era.

Incluso hemos destinado ordenadores para que cataloguen cada palabra y cada inflexión del juicio, pero tampoco Nos han localizado el punto crítico.
Y en cuanto a la Dama Arabella, nadie le interrogó jamás. ni se atrevieron. Y regresó a su planeta, Vieja Australia del Norte, rodeada por el inmenso tesoro de la droga santaclara, y ningún planeta está dispuesto a pagar dos mil millones de créditos diarios por el privilegio de enviar un investigador que hable con obstinados, simples y acaudalados campesinos norstrilianos que de todos modos se niegan a hablar con extranje­ros. Los norstrialianos cobran esa suma por la admisión de cualquier huésped a quien no hayan invitado; así que nunca sabremos qué dijo o hizo la Dama Arabella Underwood des­pués de regresar a su hogar. Los norstrilianos declararon que no deseaban comentar el asunto, y si no queremos volver a reducir nuestras vidas a setenta años, nos conviene no irritar al único planeta que produce síroon.
En cuanto a la Dama Goroke, la pobre se volvió loca.
Loca durante varios años.
La gente sólo se enteró después, pues no había modo de sonsacarle una palabra. Realizó los extraños actos que, como ahora sabemos, forman parte de la dinastía de los Señores Jestocost, que mediante su mérito y diligencia lograron per­manecer en la Instrumentalidad durante más de doscientos años. Pero ella no tenía nada que decir sobre el caso de Juana.
El juicio es, pues, una escena sobre la cual sabemos todo y nada.
Creemos saber los datos de P'Juana, quien se transformó en Juana. Tenemos conocimiento de la Dama Pane Ashash, quien susurraba sin cesar al subpueblo la promesa de una justicia venidera. Conocemos la vida de la desdichada Elena y su participación en el asunto. Sabemos que en aquellos siglos, cuando emergió el subpueblo, había muchas guaridas donde subpersonas ilegales usaban su inteligencia casi humana, su astucia animal y el don del habla para sobrevivir a pesar de que la humanidad las había declarado prescindibles. El Pasillo Marrón y Amarillo no era el único de su especie. Incluso sabemos qué le ocurrió al Cazador.

En cuanto a las demás subpersonas —Charley-cariño-mío, Bebé-bebé, Mabel, la mujer-serpiente, Orson y todas las demás— tenemos las grabaciones del juicio. Nadie las juzgó. Fueron ejecutadas en el acto por los soldados, en cuanto fue obvio que no se necesitaría su testimonio. Como testigos, podían vivir unos minutos o una hora; como animales, ya estaban fuera de la ley.
Ah, ahora lo sabemos todo, y sin embargo no sabemos nada. Morir es simple, aunque decidamos disimularlo. El cómo del morir constituye un problema científico menor; el cuán­do del morir es un problema de cada uno de nosotros, ya; vivamos en anticuados planetas donde se vive cuatrocientos años o en los nuevos planetas radicales donde se ha reintroducido la libertad de la enfermedad y el accidente; pero el porqué del morir todavía nos resulta tan chocante como al hombre preatómico, que llenaba tierras fértiles con cajas que conte­nían el cuerpo de sus difuntos. Estas subpersonas murieron como ningún animal había muerto antes.
Con júbilo.
Una madre cogió a sus hijos en brazos ante un soldado para que los matara.
Era una mujer-rata, y tenía septillizos, todos eran muy pa­recidos.
La cinta muestra la imagen del soldado preparándose.
La mujer-rata anima con una sonrisa y levanta a sus siete hijos. Son niños rubios que llevan gorritos rosas o azules, todos ellos con mejillas relucientes y ojillos brillantes.
—Ponlos en el suelo —ordenó el soldado—. Te mataré a ti, y también a ellos. —En la cinta oímos su voz nerviosa y perento­ria. El soldado añadió dos palabras, como si ya hubiera empe­zado a pensar que debía justificarse ante las subpersonas— Cumplo órdenes.
—No importa si los sostengo, soldado. Soy su madre. Se sentirán mejor si mueren con su madre cerca. Te amo, solda­do. Amo a todas las personas. Eres mi hermano, aunque mi sangre sea sangre de rata y la tuya sea humana. Mátalos, soldado. Ni siquiera puedo lastimarte. ¿Lo comprendes? Te, amo, soldado. Compartimos una lengua común, esperanzas comunes, miedos comunes y una muerte común. Esto nos ha enseñado Juana. La muerte no es mala, soldado, aunque a veces llega de forma desagradable, pero te acordarás de mí de matarme a mí y a mis hijos. Recordarás que te amo.
El soldado, por lo que se observa en la grabación, ya no resiste más. Empuña el arma, derriba a la mujer; los niños se desparraman por el suelo. El soldado les aplasta la cabeza con el talón de la bota. Oímos el crujido húmedo y desagradable de los pequeños cráneos al partirse, la brusca interrupción de los gemidos de los niños al morir. Tenemos una última ima­gen de la mujer-rata. Cuando le han matado al séptimo hijo, se levanta de nuevo. Ofrece la mano al soldado para que él la estreche. Tiene la cara sucia y magullada, y un hilillo de sangre le corre por la mejilla izquierda. Todavía hoy sabemos que es una rata, una subpersona, un animal modificado, nada. Y sin embargo, incluso nosotros, a través del abismo de los siglos sabemos que ella ha adquirido más humanidad que nosotros, que muere como persona plena. Sabemos que ella ha triunfado sobre la muerte: nosotros no.
Vemos al soldado mirándola con sobrecogido horror, como si el simple amor de esa mujer fuera un aparato incom­prensible.
Oímos sus siguientes palabras en la cinta:
—Soldado, os amo a todos...
El arma podría haberla matado en una fracción de segundo si el soldado hubiera apuntado bien. Pero no lo hizo. Le dio mazazos como si su eliminador de calor hubiera sido un garrote de madera y él un salvaje en vez de un miembro de la guardia selecta de Kalma.
Sabemos lo que ocurre entonces.
Ella cae bajo los golpes. Señala. Señala a Juana, envuelta en humo y fuego.
La mujer-rata grita por última vez, grita hacia la lente de una cámara robot como si no le hablara al soldado sino a toda la humanidad.
—No podéis matarla a ella. No podéis matar el amor. Te amo, soldado, te amo. No puedes matar eso. Recuerda...
El último golpe le destroza la cara.
Ella cae al suelo. Él le patea la garganta, como vemos en cinta. Brinca hacia delante en una extraña pirueta, descargan­do todo su peso sobre el frágil cuello. Se contonea al patear, entonces le vemos la cara.
Es la cara de un niño gimoteante, desconcertado por el dolor y asustado ante la perspectiva de dolores venideros.
Estaba dispuesto a cumplir con su deber, y algo había salido mal, muy mal.
Pobre hombre. Debió de ser uno de los primeros soldados del nuevo mundo que intentó usar armas contra el amor. El amor es un ingrediente agrio y poderoso para enfrentarse a él en el furor de la batalla.
Todas las subpersonas murieron así. La mayoría se despi­dieron de la vida sonriendo, murmurando la palabra «amor» o la palabra «Juana».
Habían reservado a Orson, el hombre-oso, para el final.
Murió de forma extraña. Murió riendo.
El soldado levantó el lanzador de cápsulas y lo apuntó a la frente de Orson. Las cápsulas tenían veintidós milímetros de diámetro y una velocidad de salida de solamente ciento veinti­cinco metros por segundo. Así podían detener a robots recalcitrantes o subpersonas rebeldes sin riesgo que penetraran en edificios e hirieran a las personas verdaderas que hubiera dentro.
En la cinta que grabaron los robots, Orson mira como si supiera muy bien qué es el arma. (Tal vez lo supiera. Las subpersonas vivían acuciadas por el peligro de una muerte violenta desde el nacimiento hasta la eliminación.) En las imágenes que tenemos no demuestra miedo, se echa a reír. Es una risa cálida, generosa, serena, como la risa amigable de un padre adoptivo feliz que ha sorprendido a un niño culpable y avergonzado, y que es consciente de que el niño espera un castigo pero no lo recibirá.
—Dispara, hombre. No puedes matarme, hombre. Estoy en tu mente. Te amo. Juana nos enseñó. Escucha, hombre. No hay muerte. No por amor. Ja, ja, ja, pobrecillo, no tengas miedo de mí. ¡Dispara! Tú eres el desdichado. Tú vas a vivir. Y recordar. Y recordar. Y recordar. Yo te he vuelto humano, amigo.
—¿Qué has dicho? —gruñe el soldado.
—Te estoy salvando, hombre. Te estoy transformando en un verdadero ser humano. Con el poder de Juana. El poder del amor. ¡Pobre hombre! Dispara si esta espera te incomoda. Lo harás de todos modos.
En esta escena no vemos la cara del soldado, pero la tensión de la espalda y el cuello delatan su lucha interior.
Vemos que la cara ancha del oso florece en una inmensa salpicadura roja cuando la atraviesan las blandas y pesadas cápsulas.
Luego la cámara enfoca hacia otra parte.
Un niño, tal vez un zorro, pero muy perfecto en su forma humana.
Era mayor que un bebé, pero no lo bastante fuerte, como los subníños en general, para haber comprendido la inmortal importancia de la prédica de Juana.
Fue el único del grupo que reaccionó como una subpersona normal. Echó a correr.
Fue astuto, corrió por entre los espectadores, de modo que el soldado no pudiera usar las cápsulas ni los eliminadores de calor sin herir a un ser humano verdadero. Corrió, saltó, esquivó, luchando pasiva pero desesperadamente por sobre­vivir.
Al fin, uno de los espectadores —un hombre alto con sombrero plateado— le echó la zancadilla. El niño-zorro cayó al suelo, despellejándose las manos y las rodillas. Cuando levantó la mirada, una bala le dio en la cabeza. Cayó de bruces, muerto.
La gente muere. Sabemos cómo muere. La hemos visto morir tímida y apaciblemente en las Casas Mortuorias. Hemos visto a otros entrar en las salas de los cuatrocientos años, que no tienen picaporte en las puertas ni cámaras en el interior. Hemos visto imágenes de muchas personas falleciendo en de­sastres naturales, cuando las dotaciones de robots las grababan para una posterior investigación. La muerte es algo común, y resulta muy desagradable.
Pero en esta ocasión, la muerte misma fue diferente. El superpueblo había perdido el miedo a la muerte, salvo en el caso del niño-zorro, demasiado pequeño todavía para comprender y demasiado crecido para esperar la muerte en brazos de su madre. Aceptaron la muerte de forma voluntaria con amor y calma en el cuerpo, la voz, el semblante. No importaba si habían vivido el tiempo suficiente para comprender; lo que le había sucedido a Juana: confiaban absolutamente en ella.
Ésa era la nueva arma, el amor y la buena muerte.
Rastra, en su orgullo, se lo había perdido.
Más tarde, los investigadores hallaron el cuerpo de Rastra en el pasillo. Fue posible reconstruir quién había sido y qué le había pasado. El ordenador donde la imagen incorpórea de la Dama Pane Ashash había sobrevido, fue encontrado y desmantelado unos días después del juicio. En el momento nadie pensó en recoger las opiniones y últimas palabras de la Dama muerta. Por esto, muchos historiadores han rechinado los dientes por ello.
Los detalles están claros. Los archivos conservan incluso el largo interrogatorio y las respuestas de Elena cuando la proce­saron y le concedieron la libertad después del juicio. Pero no sabemos de dónde surgió la idea de la hoguera.
En alguna parte, más allá del alcance de la cámara graba­dora, la palabra debió de circular entre los cuatro Señores de la Instrumentalidad que dirigían aquel juicio. Hay constancia de la protesta del jefe de los pájaros (robot), o jefe de policía de Kalma, un subjefe llamado Fisi.
Las grabaciones muestran su aparición. Entra por la dere­cha, se inclina respetuosamente ante los cuatro Señores y levanta la mano derecha con la tradicional seña «ruego interrumpir», un extraño movimiento de la mano alzada que a los actores les resultó muy difícil de imitar cuando intentaron incluir toda la historia de Juana y Elena en un solo drama. (El policía ignoraba, tanto como los demás, que las edades futuras estudiarían su casual aparición. Todo el episodio se caracteri­zó por la rapidez y la improvisación, a la luz de lo que sabe­mos ahora.) El Señor Limaono dice:
—Interrupción denegada. Estamos tomando una decisión.
El jefe de los pájaros habló a pesar de todo.
—Mis palabras conciernen a vuestra decisión, Señores y Damas.
—Dílas pues —ordenó la Dama Goroke—, pero sé breve.
—Apagad las cámaras. Destruid a ese animal. Lavad el cere­bro de los espectadores. Someteos a la amnesia para olvidar esta hora. Toda esta escena puede resultar peligrosa. No soy más que un supervisor de ornitópteros que mantiene el orden, pero yo...
—Ya hemos oído bastante —exclamó el Señor Femtiosex—. Tú maneja tus pájaros, que nosotros nos encargaremos de los mundos. ¿Cómo te atreves a pensar «como un jefe»? Tenemos responsabilidades que ni siquiera imaginas. Lárgate.
Fisi, en las imágenes, retrocede con rostro huraño. En esta secuencia se puede observar que algunos espectadores se mar­chan. Era hora de almorzar y tenían hambre; ni sospechaban que se perderían la mayor atrocidad de la historia, sobre la cual se compondrían más de mil grandes óperas.
Femtiosex apresuró el desenlace.
—Más conocimiento, y no menos, es la respuesta a este problema. He oído acerca de un sistema que no es tan malo como el planeta Shayol, pero que también puede servir de escarmiento en un mundo civilizado. Tú —le dijo a Fisi, el jefe de pájaros—, trae petróleo y un rociador. Al instante.
Juana lo miró con compasión y añoranza, pero calló. Sospechaba lo que iba a hacer. Como muchacha, como perra, lo odiaba; como revolucionaria, lo consideraba la consuma­ción de su destino.
El Señor Femtiosex levantó la mano derecha. Dobló el anular y el meñique, poniendo el pulgar sobre ambos. Los otros dos dedos quedaron extendidos. En aquella época, esta señal de un Señor a otro significaba: «canales privados, telepá­ticos, de inmediato». Desde entonces ha sido adoptada por el subpueblo como signo de unidad política.
Los cuatro Señores entraron en trance y deliberaron.
Juana se puso a cantar en un gemido suave, terco y perruno emitiendo el discordante sonsonete monótono que el pueblo había entonado antes de la decisión de abandonar Pasillo Marrón y Amarillo. Sus palabras no eran nada especial repeticiones del «pueblo, querido pueblo, te amo» que había comunicado desde su ascenso a la superficie de Kalma. Pero su modo de cantar ha frustrado a los imitadores durante siglos. Hay miles de letras y melodías que se titulan El cantar de Juana, pero ninguna se acerca al pathos desgarrador de cintas originales. Él tono, al igual que su personalidad, era, único.
El efecto fue devastador. Aun las personas verdaderas intentaron escuchar, desviando la mirada desde los inmóviles Señores de la Instrumentalidad hacia la muchacha de ojos castaños. Algunos no pudieron soportarlo. Con un comportamiento muy humano, olvidaron por qué estaban allí y fueron distraídamente a comer.
De pronto Juana interrumpió su canción.
Con voz vibrante exclamó:
—El fin está cerca, querido pueblo. El fin está cerca.
Todos los ojos se volvieron hacia los dos Señores y las dos Damas de la Instrumentalidad. La Dama Arabella Underwood se había puesto de mal talante después de la conferencia telepática. La Dama Goroke estaba demacrada, muda de pesar. Los dos Señores tenían un aspecto severo y resuelto.
El Señor Femtiosex sentenció:
—Te hemos juzgado, animal, Tu ofensa es grande. Has vivido ilegalmente. La pena por eso es la muerte. Has interfe­rido a robots por un sistema que no entendemos. Por este nuevo delito, la pena debería ser más que la muerte; y hemos recomendado un castigo que se aplicó en un planeta de la Estrella Violeta. También has pronunciado muchas palabras ilegales e indecorosas, denigrantes para la felicidad y la seguri­dad de la humanidad. Por eso la pena es la reeducación, pero como ya tienes dos sentencias de muerte, eso no importa. ¿Tienes algo que añadir antes de la sentencia?
—Si hoy enciendes una hoguera, Señor, nunca la apagarás en el corazón de los hombres. A mí puedes destruirme. Puedes rechazar mi amor. Pero no podréis destruir la bondad que hay en vosotros, por mucho que esta bondad te enfurezca...
—Cállate! —rugió el Señor Femtiosex—. Te he pedido un alegato, no un sermón. Morirás por el fuego, aquí y ahora. ¿Qué dices a eso?
—Te amo, querido pueblo.
Femtiosex hizo una seña a los hombres del jefe de pájaros, quien había traído un barril y un rociador hasta la calle.
—Atadla a ese poste —ordenó—. Rociadla. Encendedla. ¿Es­tán enfocadas las cámaras? Queremos que esto se grabe y se difunda. Si el subpueblo organiza otro intento, verá que la humanidad controla los mundos. —Contempló a Juana y los ojos se le enturbiaron. Con voz desacostumbrada añadió—: No soy un mal hombre, niña-perro, pero tú eres un animal malo y tenemos que ejecutarte para dar ejemplo. ¿Lo com­prendes?
—Femtiosex —exclamó ella, sin usar el título de Señor—, lo lamento mucho por ti. También te amo.
Estas palabras exasperaron de nuevo al Señor Femtiosex. Bajó la mano en un ademán tajante.
Fisi repitió el gesto y los hombres que llevaban el barril y el rociador lanzaron un siseante chorro de aceite sobre Juana. Dos guardias ya la habían sujetado al poste de un farol, usando una improvisada cadena hecha con esposas para asegu­rarse de que Juana se mantuviera erguida y todos pudieran verla.
—Fuego —ordenó Femtiosex.
Elena sintió que el cuerpo del Cazador, que estaba junto a ella, se ponía rígido y muy tenso. Se sintió como cuando la habían descongelado al sacarla de la cápsula adiabática en donde había viajado desde la Tierra: náusea en el estómago confusión en la mente, emociones contradictorias.
—He tratado de llegar a la mente de Juana para que muriera tranquila —le susurró el Cazador—. Alguien ha intervenido primero... No sé quién.
Elena miró hacia el poste.
Acercaron el fuego. La llama tocó el petróleo y Juana ardió como un tea humana.

10

La hoguera de P'Juana en Fomalhaut duró poco tiempo pero los siglos no la olvidarán.
Femtiosex había dado el paso más cruel.
Mediante una invasión telepática le había anulado la mente humana, para que solamente quedara el primitivo sustratos canino.
Juana no permaneció erguida como una reina en el mal tirio.
Luchó contra las llamas que la lamían, trepando por su cuerpo. Aulló y gimió como un perro herido, como un animal cuyo cerebro —por bueno que sea— no puede comprender la insensatez de la crueldad humana.
El resultado fue totalmente opuesto a lo que había planea­do el Señor Femtiosex.
La muchedumbre avanzó, no por curiosidad, sino por compasión. Todos habían eludido las zonas de la calle donde yacían los cadávares de las subpersonas ejecutadas, algunas en un charco que había formado su propia sangre, algunas despe­dazadas a manos de los robots, otras reducidas a pilas de cristal escarchado. Caminaron sobre los muertos para contem­plar a la moribunda, pero no miraban con el obtuso tedio de quienes asisten a un espectáculo; era el movimiento de seres vivos, instintivos y profundos, hacia otro ser vivo que sufre peligro y dolor.
Incluso el guardia que aferraba con fuerza a Elena y el Cazador se adelantó irreflexivamente unos pasos. Elena estaba en la primera fila de espectadores, y el olor acre y desconocido del petróleo ardiente le hacía temblar la nariz mientras los aullidos de la niña-perro agonizante le desgarraban los tímpa­nos. Juana se contorsionaba en la hoguera tratando de eludir las llamas que la rodeaban como un traje ceñido. Un hedor nauseabundo y extraño flotó sobre la multitud. Pocos habían olído antes la pestilencia de la carne quemada.
Juana jadeó.
En los momentos de silencio que siguieron a la escena, Elena percibió algo que nunca había esperado oír: el llanto de seres humanos adultos. Hombres y mujeres sollozaban sin saber por qué.
Femtiosex se erguía ante la multitud obsesionado por el fracaso de su escarmiento. No sabía que el Cazador, que había causado mil muertes estaba cometiendo la infracción de son­dear la mente de un Señor de la Instrumentalidad.
El Cazador susurró a Elena:
—Dentro de un instante lo intentaré. Ella merece algo mejor que esto...
Elena no preguntó qué. Ella también estaba llorando.
La muchedumbre oyó los gritos de un soldado. Tardaron varios segundos en apartar la mirada de la ardiente y agoni­zante Juana.
El soldado era uno más entre los presentes. Tal vez era el que minutos antes había sido incapaz de maniatar a Juana cuando los Señores dictaminaron que la tomara en custodia.
Ahora gritaba frenéticamente, fuera de sí, sacudiendo el puño ante el Señor Femtiosex.
—Eres un embustero, un cobarde, un necio, y te desafío...
El Señor Femtiosex se volvió hacia el hombre y escuchó sus gritos. Abandonó su profunda concentración y dijo con relativa calma, considerando las circunstancias:
—¿Qué quieres decir?
—Éste es un espectáculo descabellado. Allí no hay mucha­cha. No hay fuego. Nada. Nos estás haciendo víctimas de una alucinación por alguna razón inconfesable, y te desafío por ello, animal, necio, cobarde.
En tiempos normales incluso un Señor tenía que aceptar un desafío o zanjar la cuestión con palabras claras.
Pero aquélla no era una circunstancia normal.
—Todo esto es real —declaró el Señor Femtiosex—. No engaño a nadie.
—¡Si es real, Juana, estoy contigo! —gritó el soldado ­ante el chorro de petróleo sin que los demás soldados pudie­ran impedirlo, y brincó al fuego junto a Juana. El cabello de Juana había ardido, pero sus rasgos aún eran visibles. Había dejado de gimotear como un perro, el soldado había empezado a arder junto a ella. Femtiosex había sufrido una interrupción. Juana ofreció al soldado la más suave y femenina de las sonrisas. Luego frunció el ceño, como si se acordara de algo, a pesar del dolor y el terror que la rodeaban.
—¡Ahora! —susurró el Cazador. Y empezó a cazar al Señor Femtiosex con tanta saña como había perseguido a las extrañas mentes nativas de Fomalhaut III.
La muchedumbre no supo qué había ocurrido con el Señor Femtiosex. ¿Se había acobardado? ¿Había enloquecido? (En realidad, el Cazador, usando hasta el último reducto de su poder mental, había llevado a Femtiosex al cielo; él y Femtiosex se habían convertido en machos de una especie de pájaro, y gorjeaban desenfrenadamente por una hermosa hembra qua se ocultaba mucho más abajo.)
Juana quedó libre mentalmente, y supo que estaba libre.
Envió su mensaje. Ese mensaje interrumpió los pensamien­tos del Cazador y de Femtiosex; inundó a Elena; incluso Fisi el jefe de los pájaros, respiró con tranquilidad. El mensaje fue tan potente que al poco tiempo llegaron a Kalma transmisores de otras ciudades preguntando qué había ocurrido. Ella pensó un mensaje simple, sin palabras. Pero podría traducirse en algo parecido a esto:
«Amados míos, me matáis. Es mi destino. Traigo amor, y el amor debe morir para seguir viviendo. El amor no pide nada, no hace nada. El amor no piensa nada. El amor consiste en conocerse uno mismo y conocer a todas las demás personas y cosas. Conoced y regocijaos. Muero ahora por todos vos­otros, queridos míos...»
Abrió los ojos por última vez, abrió la boca, sorbió la abrasadora llama y se desvaneció. El soldado, que había con­servado la compostura mientras!e ardían las ropas y el cuer­po, salió corriendo del fuego, envuelto en llamas, hacia su escuadrón.
Un disparo lo detuvo y cayó de bruces.
El llanto de las personas se oía por todas las calles. Subpersonas dóciles y legales se detenían desvergonzadamente entre ellas y también lloraban.
El Señor Femtiosex se volvió fatigosamente hacia sus co­legas.
El rostro de la Dama Goroke era una rígida y congelada caricatura de la pena.
Se volvió hacia la Dama Arabella Underwood.
—Creo que he cometido un error, querida. Hazte cargo de la situación, por favor.
La Dama Arabella se levantó.
—Apaga el fuego —ordenó a Físi.
Contempló la multitud. Sus duros y sinceros rasgos norstrilianos eran inescrutables. Elena, observándola, sintió un escalofrío al pensar en todo un planeta lleno de personas tan tercas, obstinadas y sagaces.
—Ha terminado —dijo la Dama Arabella—. Gente, mar­chaos de aquí. Robots, limpiad. Subpueblo, a vuestra tarea.
Miró a Elena y al Cazador.
—Sé quiénes sois y sospecho lo que habéis hecho. Soldados, lleváoslos.
El cuerpo de Juana estaba renegrido por el fuego. La cara ya no parecía humana; la última llamarada le había alcanzado la nariz y los ojos. Sus pechos de doncella revelaban con conmovedora impudicia que había sido una mujer joven. Aho­ra era sólo un cadáver.
Los soladados la habrían tirado en una caja si hubiera sido una subpersona. En cambio, le rindieron los honores de gue­rra que habrían tributado a uno de sus propios compañeros o a un civil importante en tiempos de desastre. Montaron una parihuela, acomodaron allí el pequeño cuerpo carbonizado y lo cubrieron con su bandera. Nadie les había ordenado que lo hicieran.
Mientras otro soldado los llevaba camino arriba hacia Waterrock, donde estaban las casas y oficinas de los militares, Elena notó que él también había llorado.
Iba a preguntarle qué pensaba, pero el Cazador la disuadió con un movimiento de cabeza. Luego le explicó que el soldado podía sufrir un castigo por hablar con ellos.
Cuando llegaron a la oficina, la Dama Goroke ya estaba allí.
La Dama Goroke, allí... Se convirtió en una pesadilla en las siguientes semanas. Había superado su pena y dirigía una investigación sobre el caso de Elena y P'Juana.
La Dama Goroke, allí...
Esperaba mientras ellos dormían. Su imagen, o tal vez ella misma, estaba presente en los constantes interrogatorios Mostraba particular interés en el encuentro casual de la Dama muerta Pane Ashash, la bruja Elena y ese inadaptado, el Cazador.
La Dama Goroke, allí... Les preguntaba, todo pero no les revelaba nada.
Excepto una vez.
Una vez tuvo un estallido violentamente personal después de interminables horas de trabajo formal y oficial.
—Sufriréis un lavado de cerebro cuando terminemos, asi que no importa cuánto sepáis. ¿Sabéis que esto me ha herido hasta en lo más hondo de todas mis creencias?
Ellos negaron con la cabeza.
—Voy a tener un hijo, e iré a la Cuna del Hombre a tenerlo. Y yo misma me encargaré de la codificación genética. Lo llamaré Jestocost. Significa «crueldad» en una de las lenguas antiguas, el idioma de los paroskii, y le recordará de dónde viene, y por qué. Y él, o su hijo, o el hijo de su hijo, devolverá la justicia al mundo y resolverá el enigma del subpueblo. ¿Qué pensáis sobre ello? En fin, mejor que no lo penséis. No os incumbe, y de todos modos voy a hacerlo.
La miraron compasivamente, pero ahora estaban demasia­do preocupados por su propia suerte para brindarle mucha compasión o consejos. El cuerpo de Juana había sido pulveri­zado y lanzado al aire, pues la Dama Goroke temía que el subpueblo lo convirtiera en lugar santo ella misma experimen­taba la tentación, y sabía que si ella la sentía, el impulso sería aún más fuerte para el subpueblo.
Elena nunca supo qué ocurrió con los cadáveres de los que, bajo el liderazgo de Juana, habían dejado de ser animales para convertirse en seres humanos, y que habían emprendido esa descabellada y tonta marcha desde el Túnel de Englok hasta la ciudad alta de Kalma. ¿Era tan descabellada? ¿Era tan tonta? Si se hubieran quedado donde estaban, habrían disfrutado unos días, unos meses o unos años más de vida, pero tarde o tem­prano los robots los habrían encontrado para exterminarlos como las alimañas que eran. Quizá la muerte que habían escogido era mejor. A fin de cuentas, Juana dijo: «Es misión de la vida buscar algo mejor que la vida misma y tratar de trans­formar la vida en algo superior.»
Al final, la Dama Goroke los convocó y dijo:
—Adiós a ambos. Aunque es tonto decir adiós cuando dentro de una hora ninguno de los dos recordaréis que me habéis conocido a mí o a Juana. Ha terminado vuestro cometido aquí. Os encomendaré una deliciosa tarea. No tendréis que vivir en una ciudad. Seréis observadores meteorológicos y recorreréis las colinas estudiando los pequeños cambios que las máquinas no pueden interpretar con suficiente rapidez. Tendréis toda la vida para pasear, merendar y acampar juntos. He indicado a los técnicos que tengan mucho cuidado, porque estáis muy enamorados. Cuando reestructuren vuestras sinapsis, quiero que ese amor permanezca.
Ambos se arrodillaron y le besaron la mano. Nunca volvie­ron a verla a sabiendas. Años después vieron a veces un ele­gante ornitóptero que sobrevolaba su campamento, con una elegante mujer observando desde el costado; no tenían memo­ria para saber que era la Dama Goroke, repuesta de su locura, velando por ellos.
Esa nueva vida fue la última vida de la pareja.
Nada quedaba de Juana ni del Pasillo Marrón y Amarillo.
Ambos se mostraban muy compasivos con los animales, pero habrían sido así aunque no hubieran participado en el audaz juego político de la entrañable Dama muerta Pane Ashash.
Una vez ocurrió algo extraño. Un subhombre, un elefante, estaba trabajando en un valle pequeño, creando un exquisito jardín de rocas para un importante funcionario de la Instrumentalidad que luego echaría al jardín un par de ojeadas al año. Elena estaba ocupada haciendo observaciones meteoroló­gicas y el Cazador había olvidado que había sido Cazador, así que ninguno de los dos trató de atisbar en la mente de aquel subhombre. Era un individuo corpulento en el límite del tamaño permitido: cinco veces la estatura de un hombre. Les había sonreído cordialmente en el pasado.
Una noche les trajo fruta. ¡Y qué fruta! Raras especies de otros mundos que personas normales como ellos no habrían obtenido ni con un año de solicitudes. Con su enorme y tímida sonrisa de elefante, les dejó la fruta y se dispuso a mar­charse.
—Espera un minuto —dijo Elena—, ¿Por qué nos das esto? ¿Por qué a nosotros?
—Por Juana —respondió el hombre-elefante.
—¿Quién es Juana? —preguntó el Cazador.
El hombre-elefante les dirigió una mirada compasiva.
—Está bien. Vosotros no la recordáis, pero yo sí.
—Pero, ¿qué hizo Juana? —preguntó Elena.
—Os amó. Nos amó a todos —dijo el hombre-elefante. Se volvió deprisa para no añadir más. Con una agilidad increíble en un persona de su corpulencia trepó rápidamente por las ásperas y adorables rocas y se fue.
—Ojalá la hubiéramos conocido —suspiró Elena—. Debía de ser una buena persona.
Aquel año nació el hombre que sería el primer Señor Jestocost.

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