LA DAMA MUERTA DE CLOWN
TOWN
Ya conocéis el
final: el inmenso drama del Señor Jestocost, séptimo de su estirpe, y cómo la
muchacha-gata G'mell inició la gran conspiración. Pero no conocéis el
principio: cómo el primer Señor Jestocost recibió su nombre, a causa del terror
y la inspiración que su madre, la Dama Goroke, halló en el célebre drama de la
vida real de la muchacha-perro P'Juana. Es aun menos probable que conozcáis la
historia de P'Juana. Esta leyenda se comenta a veces como el caso de la bruja
sin nombre, lo cual es absurdo, pues ella tenía nombre. Era Elena, un
nombre antiguo y prohibido.
Elena era un error.
Su nacimiento, su vida y su carrera eran errores. El rubí se equivocó. ¿Cómo
pudo suceder?
Volvamos a An-fang,
la plaza de la Paz de An-fang, la plaza del Comienzo de An-fang, donde todo
empieza. Era brillante. Plaza roja, plaza muerta, plaza limpia bajo un sol
amarillo.
Esto sucedía en la
Tierra Originaria, la Cuna del Hombre, donde Terrapuerto se yergue entre nubes
huracanadas más altas que las montañas.
An-fang quedaba
cerca de una ciudad, la única ciudad que aún tenía un nombre preatómico. Ese
encantador y absurdo nombre era Meeya Meefla, donde antiguas carreteras, no holladas
por ninguna rueda durante miles de años, corrían paralelas a las tibias,
brillantes y claras playas del Viejo Sudeste.
El cuartel general
del programador de personas estaba en An-fang, y allí se cometió el error:
El rubí tembló. Dos
redes de turmalina no atinaron a corregir el haz de láser. Un diamante advirtió
el error. Tanto el error como la corrección se transmitieron al ordenador
general.
El error asignaba a
la cuenta general de nacimientos de Fomalhaut III la profesión «terapeuta lego,
sexo femenio, capacidad intuitiva para la corrección de la fisiología humana
con recursos locales». En algunas de las primeras naves llamaban brujas a
estas personas, porque realizaban curaciones inexplicables. Los terapeutas
legos eran de inestimable valor para los pioneros; en las sociedades
posriesmannianas establecidas, se convirtieron en un estorbo. Las enfermedades
desaparecieron al mejorar las condiciones, los accidentes se redujeron hasta
desaparecer casi por completo, el trabajo médico se institucionalizó.
¿Quién quiere una
bruja, ni siquiera una bruja buena, cuando un hospital de mil camas espera con
médicos ansiosos de experiencia clínica y sólo siete de esas camas están ocupadas
por pacientes reales? (Las camas restantes estaban ocupadas por robots de
forma humana donde el personal podía practicar, para no desmoralizarse. Claro
que podían haber trabajado en subpersonas-animales con forma de seres humanos
que se encargaban del trabajo pesado y duro y que permanecían como el caput
mortuum de una economía muy perfeccionada pero era ilegal que los
animales, aunque fueran subpersonas, ingresaran en un hospital humano. Cuando
las subpersonas enfermaban, la Instrumentalidad se hacía cargo de ellas, en los
mataderos. Era más fácil producir subpersonas nuevas que reparar a las
enfermas. Además, los tiernos y afectuosos cuidados de un hospital podían
imbuirles ocurrencias raras. Como la idea de que eran personas. Esto habría
sido perjudicial desde el punto de vista hegemónico. Así que los hospitales
humanos permanecían casi vacíos mientras que una subpersona que estornudara
cuatro veces o vomitara se iba para no enfermar ya más. Las camas vacías
estaban ocupadas por pacientes robot que sufrían incesantes repeticiones de los
modelos humanos de lesión o enfermedad. Esto dejaba sin trabajo a las brujas
entrenadas y adiestradas.
Pero el rubí había
temblado; el programa había cometido un error; se había ordenado un número de
nacimiento para un «terapeuta lego, general, sexo femenino, uso inmediato» para
Fomalhaut III.
Mucho después,
cuando todo quedó consumado hasta el último detalle histórico, se investigaron
los orígenes de Elena. Cuando el láser tembló, tanto la orden original como la
corrección entraron simultáneamente en la máquina, que reconoció la
contradicción y al instante remitió ambos documentos al supervisor humano, un
hombre verdadero que había hecho ese trabajo durante siete años.
Estudiaba música, y
se aburría. Estaba tan cerca del final de su período que ya contaba los días
que le faltaban para quedar en libertad. Entretanto, ideaba nuevos arreglos
para dos canciones populares. Una era El gran bambú, una pieza primitiva
que intentaba evocar la magia original del hombre. La otra, Elena, Elena, versaba
acerca de una muchacha a quien la canción pedía que no causara penas a su
galán. Ninguna de las canciones era importante, pero ambas influyeron en la
historia, al principio ligeramente y después en gran medida.
El músico tenía
tiempo de sobra para practicar. En sus siete años de trabajo nunca se había
enfrentado a una emergencia seria. A veces la máquina presentaba informes y el
músico le respondía que corrigiera sus propios errores, y la máquina lo hacía
sin una duda.
El día en que se
produjo el accidente de Elena, el músico intentaba perfeccionar su digitación
con la guitarra, un antiquísimo instrumento que presuntamente se remontaba al
período preespacial. Estaba tocando «El gran bambú» por centésima vez.
La máquina anunció
su error con un campanilleo musical.
El músico había
olvidado todas las instrucciones que había memorizado fatigosamente siete años
atrás. La alarma en realidad no importaba, porque la máquina invariablemente
corregía sus propios errores, estuviera el supervisor o no.
Como el campanilleo
no recibió respuesta, la máquina pasó a la segunda fase de la alarma. Desde un
altavoz instalado en la pared de la habitación chilló con voz aguda, clara y
humana, la voz de un empleado que había muerto miles de años atrás:
—¡Alerta, alerta!
Emergencia. Se requiere corrección. Se requiere corrección.
La máquina recibió
una respuesta que nunca había oído, aunque era muy vieja. Los dedos del músico
tañían febril y alegremente las cuerdas de la guitarra mientras él cantaba con
fervor un mensaje desconcertante para una máquina:
¡Bate, bate el Gran
Bambú!
¿Bate, bate, bate
el Gran Bambú por mí...!
La máquina puso a
trabajar sus bancos de memoria y sus ordenadores, buscando el código
correspondiente a «bambú» y tratando de situar esa palabra en el contexto. No
había ninguna referencia. La máquina molestó al hombre de nuevo.
—Instrucciones
erróneas. Instrucciones erróneas. Por favor, corrección.
—Cállate —ordenó el
hombre.
—Imposible obedecer
—declaró la máquina—. Por favor, enunciar y repetir; por favor, enunciar y
repetir; por favor, enunciar y repetir.
—Cállate de una vez
—exclamó el hombre, pero sabía que la máquina no le obedecería. Sin pensar,
pasó a su segunda melodía y cantó dos veces los dos primeros versos:
¡Elena, Elena,
ve a curar la pena!
¡Elena, Elena,
ve a curar la pena!
La repetición
estaba programada como protección en la máquina, partiendo del supuesto de que
ningún hombre verdadero repetiría un error. El nombre «Elena» no correspondía
a un código numérico correcto, pero el cuádruple énfasis confirmaba la
necesidad de un «terapeuta lego, sexo femenino»— La máquina registró que un
nombre verdadero había corregido la tarjeta de situación presentada en una
emergencia.
—Aceptado —dijo la
máquina.
Demasiado tarde,
esta palabra arrancó al supervisor de su éxtasis musical.
—¿Aceptado qué?
—preguntó.
No hubo respuesta.
No se produjo ningún sonido salvo el susurro del aire tibio y ligeramente
húmedo que llegaba por los ventiladores.
El supervisor miró
por la ventana. Vio una parte, roja como sangre reseca, de la plaza de la Paz
de An-fang; más allá se extendía el mar, siempre bello y siempre monótono.
El supervisor
suspiró. Era joven. «Supongo que no importa», pensó cogiendo la guitarra.
(Treinta y siete
años después descubrió que sí importaba. La Dama Goroke, una de las jefas de la
Instrumentalidad, encargó a un subjefe de la Instrumentalidad que indagara los
orígenes de P'Juana. Cuando el hombre descubrió que la bruja Elena formaba
parte de la raíz del problema, la Dama le encargó que averiguara cómo había
aparecido Elena en un universo ordenado. Encontraron al supervisor. Todavía era
músico. No recordaba el episodio. Lo hipnotizaron. Ni siquiera así recordaba
nada. El subjefe invocó una emergencia y administró al músico la Droga Policial
Cuatro «aclaración de memoria». El músico pronto recordó aquella tonta escena,
pero insistió en que no era importante. El caso se remitió a la Dama Goroke,
quien ordenó a las autoridades que contaran al músico la terrible y bella
historia de P'Juana de Fomalhaut —la historia que estáis leyendo ahora— y él
sollozó. No se le infligió otro castigo, pero la Dama Goroke ordenó que estos
recuerdos se le dejaran en la mente para toda la vida).
El hombre cogió la
guitarra, pero la máquina continuó con su trabajo.
Seleccionó un
embrión humano fertilizado, lo designó con el extravagante nombre «Elena»,
introdujo en el código genético grandes aptitudes para la brujería y marcó la
tarjeta de esa persona para que recibiera educación médica, transporte por
velero a Fomalhaut III y licencia para prestar servicios en ese planeta.
Elena nació sin que
fuera necesaria, sin que nadie lo quisiera, sin una aptitud que ayudara o
hiriera a un ser humano de su época. Entró en la vida condenada a la
inutilidad.
No es raro que
naciera por error. Los errores ocurren, a fin de cuentas. Lo raro es que se las
ingeniara para sobrevivir sin ser alterado, corregida o eliminada por los
dispositivos de seguridad que la humanidad ha instalado en la sociedad para
protegerse.
Desdeñada e inútil,
vagó a lo largo de los tediosos meses y los inservibles años de su existencia.
Recibió buena alimentación, espléndida ropa, diversas viviendas. Disponía de
máquinas y robots que la servían, subpersonas que la obedecían, gente que la
protegía contra otros o contra sí misma en caso necesario. Pero no encontraba
trabajo; sin trabajo, no tenía tiempo para el amor; sin trabajo ni amor, perdía
todas las esperanzas.
SÍ hubiera
tropezado con los expertos adecuados o las autoridades adecuadas, la habrían
alterado o reeducado. Esto la habría convertido en una mujer aceptable; pero no
se topó con la policía, ni la policía dio con ella. No tenía modo de corregir
su propia programación. Se le había impuesto en An-fang mucho tiempo atrás: en
An-fang, donde todo comienza.
El rubí tembló, la
turmalina falló, el diamante pasó inadvertido. Así nació una mujer condenada.
2
Mucho después,
cuando la gente compuso canciones sobre el extraño caso de la muchacha-perra
P'Juana, los trovadores y juglares intentaron imaginar cómo se sentía Elena, y
escribieron La canción de Elena. No es auténtica, pero muestra cómo se
veía Elena antes de dar origen a la extraña historia de P'Juana:
Las demás mujeres
me odian.
Los hombres nunca
me tocan,
Soy demasiado yo.
¡Seré una bruja!
Mamá nunca me mimó.
Papá nunca me
gruñó.
Los niñitos me
fastidian.
¡Seré una perra!
Nadie nunca me
nombró.
Ningún perro me
orinó.
¡Ay, es que soy tan
yo!
¡Seré una bruja!
Todos escaparán.
Nunca me
perseguirán.
Acaso me aturdirán?
¡Seré una bruja!
Todos pueden
atacarme.
Sólo podrán
avergonzarme.
Yo puedo
descuartizarme
¡Seré una bruja!
Las demás mujeres
me odian.
Los hombres nunca
me tocan.
Soy demasiado yo.
¡Seré una bruja!
La balada exagera.
Las mujeres no odiaban a Elena; simplemente la ignoraban. Los hombres no
escapaban de Elena; ni siquiera reparaban en ella. En Fomalhaut III no podría
haber conocido a niños humanos, pues los hogares infantiles eran subterráneos
para que no sufrieran radiaciones accidentales ni las inclemencias del tiempo.
La balada sugiere que Elena creía que no era humana, sino una subpersona, y que
al nacer era un perro. Esto no ocurrió al principio de la historia, sino hacia
el final, cuando el caso de P'Juana ya circulaba entre las estrellas y adquiría
todos los nuevos giros de la tradición y la leyenda. Nunca enloqueció.
(La «locura» es la
rara condición de una mente humana que no se conecta bien con el medio. Elena
se acercó a ella antes de conocer a P'Juana. Elena no era el único caso, pero
era un elemento raro y genuino. Su vida se había replegado, aislada de todo
intento de crecimiento, y su mente se había refugiado en la única seguridad que
podía conocer, la psicosis. La locura es siempre mejor que X, y para cada
paciente X es individual, personal, secreto y abrumadoramente importante. Elena
había enloquecido por necesidad; le habían implantado una carrera equivocada.
Los «terapeutas legos, sexo femenino» estaban destinados a trabajar resuelta,
autónoma y expeditivamente, siguiendo su propia autoridad. Estas condiciones de
trabajo eran imprescindibles en los planetas nuevos. No consultaban a nadie
para codificar a otras personas, pues en la mayoría de esos sitios no habría a
quién consultar. Elena hizo aquello para lo cual la habían programado en
An-fang, hasta el último detalle químico de su líquido cefalorraquídeo. Era un
error, pero no lo sabía. La locura era mucho más tolerable que el conocimiento
de que no era ella misma, que no tenía que haber vivido, y que era a lo sumo un
error cometido entre un rubí tembloroso y un guitarrista negligente.)
Conoció a P'Juana y
los mundos giraron.
El encuentro se
produjo en un sitio apodado «el borde del mundo», donde la subciudad encontraba
la luz del día. Esto era inusitado; pero Fomalhaut III era un planeta inusitado
e incómodo, donde el clima desapacible y el capricho del hombre inspiraban a
los arquitectos ideas estrafalarias y construcciones grotescas. Elena caminaba
por la ciudad, secretamente loca, buscando a gente enferma a quien ayudar.
Estaba marcada, destinada, diseñada y educada para un trabajo que realmente
no existía.
Era una mujer
inteligente. Los cerebros brillantes sirven a la locura tan bien como a la
cordura: es decir, muy bien. Elena nunca pensó en abandonar su misión.
Los pobladores de
Fomalhaut III, como los habitantes de la Tierra, la Cuna del Hombre, son casi
uniformemente apuestos; es sólo en los mundos muy remotos, casi inalcanzables,
donde la especie humana, agotada por el mero esfuerzo de sobrevivir, se afea,
se fatiga y se diversifica. Ella no se diferenciaba mucho del resto de
personas inteligentes y hermosas que llenaban las calles. Su cabello era negro,
y era alta. Tenía las extremidades largas, el torso bajo. Llevaba el cabello
estirado hacia atrás sobre la frente alta, estrecha y cuadrada. Sus ojos
brillaban con un raro y profundo color azul. Su boca podría haber sido bonita,
pero nunca sonreía, así que nadie podía saber si era hermosa o no. Caminaba con
orgullo y altivez, al igual que el resto de sus conciudadanos. Su boca parecía
rara en su inexpresividad, y movía los ojos de aquí para allá como los antiguos
radares, buscando a los enfermos, los necesitados, los desdichados a quienes
deseaba servir apasionadamente.
¿Cómo podía ser
desgraciada? Nunca había tenido tiempo para ser feliz. Le resultaba fácil creer
que la felicidad era algo que desaparecía en el fin de la infancia. A veces, aquí
y allá, cuando una fuente murmuraba al sol o cuando las hojas estallaban en la
asombrosa primavera de Fomalhaut, le intrigaba que otras personas —personas
tan responsables como ella por la edad, el grado, el sexo, la educación y la
identificación de carrera— fueran felices cuando al parecer ella no tenía
tiempo para la felicidad. Pero siempre descartaba este pensamiento y recorría
rampas y calles hasta que le dolían los pies, buscando un trabajo inexistente.
La carne humana,
más vieja que la historia, más terca que la cultura, tiene su propia sabiduría.
Los cuerpos de la gente están marcados con las arcaicas tretas de la
supervivencia, de modo que en Fomalhaut III, Elena conservaba las aptitudes de
ancestros en quienes jamás había pensado, antepasados que en el increíble y
remoto pasado habían dominado la terrible Tierra. Elena estaba loca. Pero una
parte de ella lo sospechaba.
Tal vez este
conocimiento la iluminó cuando caminaba desde Waterrocky Road hasta las
brillantes llanuras del Shop-ping Bar. Vio una puerta olvidada. Los robots
podían limpiar los alrededores pero, dada el antiguo y extraño diseño arquitectónico,
no podían barrer y frotar al pie de la puerta. Una dura y delgada franja
de polvo viejo y cera endurecida se extendía como un sello en el umbral. Era
obvio que nadie lo había atravesado desde hacía mucho tiempo.
La regla civilizada
establecía que las zonas prohibidas estuvieran marcadas con indicaciones
telepáticas y con símbolos. En las más peligrosas había robots o subpersonas
que montaban guardia. Pero lo que no estaba prohibido estaba permitido. Elena
no tenía derecho a abrir la puerta, pero tampoco se lo habían prohibido. La
abrió.
Por mero capricho.
O eso creyó.
Esto no tenía nada
que ver con el motivo «Seré una bruja» que la balada le abribuyó más tarde. Aún
no estaba frenética ni desesperada, aún ni siquiera era noble.
Al abrir esa puerta
cambió su mundo y cambió la vida en miles de planetas durante muchas
generaciones, pero el acto de abrirla no fue extraño. Fue el cansado capricho
de una mujer totalmente frustrada y vagamente desgraciada. Nada más. Cualquier
otra descripción es una idealización, modificación o falsificación.
Se sobresaltó al
abrir la puerta, pero no por las razones que le atribuyen retrospectivamente
los juglares e historiadores.
Se sobresaltó
porque la puerta daba a una escalera que conducía a un paisaje soleado, un
espectáculo inesperado en cualquier mundo. Ella miraba desde la ciudad nueva
hacia la ciudad antigua. La ciudad nueva se elevaba sobre la antigua, y cuando
ella miró «hacia dentro» vio el poniente en la ciudad inferior.
Jadeó ante la
belleza de esa visión imprevista.
Allí, la puerta
abierta que daba a otro mundo. Aquí, la vieja calle familiar, limpia,
bonita, apacible e inútil donde ella había paseado mil veces su propia
inutilidad.
Allí, algo. Aquí,
el mundo que conocía. Ignoraba las palabras «país de nunca jamás» o «lugar
mágico», pero si las hubiera conocido las habría pronunciado.
Miró a izquierda y
derecha.
Los transeúntes no
repararon en ella ni en la puerta. El poniente empezaba en la ciudad alta. En
la ciudad baja ya era rojo como la sangre, con pendones de oro que parecían
llamas congeladas, Elena no supo que olisqueaba el aire; no supo que temblaba
al borde del llanto; no supo que una tierna sonrisa, la primera sonrisa en
años, le distendía la boca e iluminaba con pasajero encanto su expresión
cansanda y tensa. Estaba demasiado absorta mirando alrededor.
La gente caminaba
ocupada en sus quehaceres. Calle abajo, una subpersona —hembra, tal vez gata—
se alejaba de un humano verdadero que andaba más despacio. A lo lejos, un
ornitóptero de la policía aleteaba alrededor de una torre; a menos que los
robots usaran un telescopio o tuvieran uno de los raros subhombres-halcón que a
veces usaba la policía, no podrían verla.
Atravesó la entrada
y cerró la puerta.
No lo sabía, pero
en ese instante desaparecieron futuros por venir, la rebelión ardió en siglos
venideros, personas y subpersonas murieron por extrañas causas, muchas madres
cambiaron el nombre de señores no nacidos y muchas naves estelares regresaron
de sitios que los hombres nunca habían imaginado. El espacio tres, que siempre
había estado allí, esperando a que los hombres lo descubrieran, se detectaría
antes: todo por su causa, por culpa de la puerta, y de sus siguientes pasos, de
lo que ella diría y de la muchacha que conocería. (Los trovadores dieron a
conocer después toda la historia, pero la contaron al revés, a partir del
conocimiento de lo que P'Juana 7 Elena habían hecho para inflamar los mundos.
La sencilla verdad es que una mujer solitaria atravesó una puerta misteriosa.
Eso es todo. Todo lo demás ocurrió más tarde.)
Estaba en lo alto
de la escalera, la puerta cerrada a sus espaldas, el dorado poniente de la
ciudad desconocida llameando ante ella. La gran cúpula de la nueva ciudad de
Kalma se arqueaba hacia el cielo; aquí los edificios eran más viejos y menos
armoniosos que los que dejaba atrás. No conocía el concepto «pintoresco», de lo
contrario lo habría usado. No disponía de ningún término para describir la
apacible escena que se extendía a sus pies.
No había nadie a la
vista.
A lo lejos, un
detector de incendios palpitó en lo alto de una vieja torre. Al margen de eso,
sólo había la ciudad áurea que se extendía por debajo, y un pájaro —¿era un
pájaro, o una gran hoja barrida por la tormenta?— a cierta distancia.
Llena de temor,
esperanza, ansiedad y el presentimiento de extraños apetitos, bajó con serena y
desconocida resolución.
3
Al pie de la
escalera, que tenía nueve tramos, la esperaba una niña de unos cinco años. La
niña llevaba un vestido azul brillante, tenía el cabello rojizo y ondulado, y
las manos más delicadas que Elena hubiera visto.
El corazón de Elena
fue hacia la niña, quien la miró y se encogió. Elena conocía el significado de
esos bellos ojos castaños, de esa muscular súplica de confianza, ese retroceso
ante los demás. No era una niña, sino un animal con forma de persona, tal vez
un perro, a quien más tarde le enseñarían a hablar, trabajar y realizar tareas
útiles.
La niña se levantó
como dispuesta a echar a correr. Elena tuvo la sensación de que la niña-perro
aún no había decidido si acercarse a ella o escapar. Elena no deseaba enredarse
con una subpersona —¿qué mujer lo hubiera deseado?— pero tampoco quería
asustar a la criatura. A fin de cuentas, era una pequeña.
Las dos
permanecieron cara a cara un instante; la niña, insegura; Elena, tranquila.
Luego la niña-animal habló.
—Pregúntale —dijo,
y sonó como una orden.
Elena se
sorprendió. ¿Desde cuándo los animales daban órdenes?
—¡Pregúntale!
—insistió la niña. Señaló una ventana con la inscripción AYUDA PARA VIAJEROS.
Luego la niña echó a correr.
Un relampagueo azul de su vestido, un parpadeo blanco de sus sandalias, y
desapareció.
Elena se quedó
atónita e intrigada en la desolada y desierta ciudad.
La ventana le
habló:
—¿Por qué no te
acercas? Tarde o temprano lo harás.
Era la voz sabia y
madura de una mujer experimentada, con una burbuja risueña por debajo del límite
fónico, con una nota de compasión y entusiasmo. La orden no era una mera orden.
Era, ya en el comienzo, una broma cómplice entre dos mujeres sabias.
Elena no se
sorprendió de que una máquina le hablara. Durante toda su vida las grabaciones
le habían dicho cosas. Pero en esta situación titubeó.
—¿Hay alguien ahí?
—preguntó.
—Sí y no —respondió
la voz—. Soy «Ayuda para viajeros» y auxilio a todos los que vienen aquí. Te
has perdido, de lo contrario no estarías aquí. Pon la mano en mi ventana.
—Quiero decir si
eres una persona o una máquina —preguntó Elena.
—Depende —dijo la
voz—. Soy una máquina, pero hace mucho tiempo fui una persona. Una Dama de la
Instrumentalidad, para ser concretos. Pero llegó mi hora y me dijeron: «¿Te
molestaría que hiciéramos una impresión de tu personalidad? Sería muy útil
para las cabinas de información.» De modo que acepté. Ellos hicieron esta
copia, y cuando morí, lanzaron mi cuerpo al espacio con todos los honores
habituales. Y aquí estaba yo. Me daba una sensación rara estar en este
aparato, contemplando las cosas, hablando con la gente, ofreciendo buenos
consejos, trabajando, hasta que construyeron la ciudad nueva. ¿Qué opinas,
pues? ¿Soy yo o no soy yo?
—No lo sé
—respondió Elena con aprensión.
La cálida voz
perdió el buen humor y se volvió prepotente.
—Dame la mano,
pues, para que pueda identificarte e indicarte qué hacer.
—Creo que volveré
arriba —rechazó Elena— y regresaré a la ciudad nueva.
—¿Privándome de mi
primera conversación con una persona verdadera en cuatro años? —exclamó la voz
de la ventana. El tono era exigente, pero aún conservaba la calidez y el buen
humor. También revelaba soledad, y este sentimiento conmovió a Elena. Se
acercó a la ventana y apoyó la mano en el antepecho.
—Eres Elena
—exclamó la ventana—. ¡Eres Bienal Los mundos te esperan. ¡Eres de
An-fang, donde todo comienza, la plaza de la Paz de An-fang, en la Vieja
Tierra!
—Sí —dijo Elena.
La voz vibró de
entusiasmo.
—El te está
esperando. Oh, ha esperado mucho, mucho tiempo. Y la niña que conociste... es
nada menos que P'Juana. La historia ha empezado. «La gran era del mundo
recomienza.» Y podré morir cuando termine. Lo lamento, querida. No quiero
confundirte. Soy la Dama Pane Ashash. Tú eres Elena. Tu número terminaba
originalmente en 783, y ni siquiera tendrías que estar en este planeta. Aquí
todas las personas importantes terminan con los números 5 y 6. Eres terapeuta
lega y estás en el lugar equivocado, pero tu amante ya está en camino, y nunca
has estado enamorada, y todo esto es tan excitante.
Elena miró
alrededor. La ciudad vieja estaba adquiriendo un color más rojo, un tono menos
dorado al avanzar el poniente. La escalera que tenía a sus espaldas le parecía
terriblemente alta; y la puerta de arriba, muy pequeña. Quizá se hubiera
trabado al cerrarse. Quizá no pudiera dejar nunca la ciudad baja.
La ventana debía de
estar observándola, porque la voz de la Dama Pane Ashash se volvió tierna.
—Siéntate, querida
—recomendó la voz de la ventana—. Cuando yo era yo, era mucho más amable. No he
sido yo durante mucho tiempo. Soy una máquina, aunque todavía me parece que soy
yo. Siéntate y discúlpame.
Elena miró
alrededor. Detrás de ella había un banco de mármol. Se sentó, obediente. La
felicidad que había experimentado en lo alto de la escalera burbujeó de nuevo
en su interior. Si esta vieja y sabia máquina conocía tantas cosas sobre ella,
quizá pudiera decirle qué debía hacer. ¿Qué había querido decir con «lugar equivocado»,
«amante», «ya está en camino», si es que había dicho esto?
—Descansa, querida
—incitó la voz de la Dama Pane As-hash. Tal vez hubiera muerto cientos o miles
de años atrás, pero aún hablaba con la autoridad y la amabilidad de una gran
dama.
Elena respiró
hondo. Vio una gran nube roja, parecía una ballena preñada, disponiéndose a
embestir el borde de la ciudad alta, muy por encima de ella y a gran distancia
sobre el mar. Se preguntó si las nubes tendrían sentimientos.
La voz le hablaba
de nuevo. ¿Qué había dicho?
Por lo visto
decidió repetir la pregunta:
—¿Sabías que
venías? —dijo la voz de la ventana.
—Claro que no.
—Elena se encogió de hombros—. Vi la puerta, no tenía mucho que hacer y la
abrí. Y encontré todo un nuevo mundo dentro de una casa. Me pareció extraño y
hermoso, así que bajé. ¿No hubieras hecho lo mismo?
—No lo sé
—respondió francamente la voz—. Soy una máquina. No he sido yo durante mucho
tiempo. Quizá lo hubiera hecho cuando estaba con vida. No sé eso, pero sé
muchas otras cosas. Quizá pueda ver el futuro, o quizá la parte de mí que es
una máquina haga tan buenos análisis probabilísticos que es casi como ver el
futuro. Sé quién eres y lo que te ocurrirá. Será mejor que te cepilles el
cabello.
—¿Para qué?
—preguntó Elena.
—Él viene —indicó
la voz vieja y feliz de la Dama Pane As-hash.
—¿Quién viene? —preguntó Elena con cierto
fastidio.
—¿Tienes un espejo?
Tendrías que arreglarte el cabello. Te quedaría más bonito, aunque ya es bonito
tal como está ahora, Tienes que mostrar tu mejor aspecto. El que viene es tu
amante, desde luego.
—No tengo amante
—dijo Elena—. No se me ha autorizado ninguno hasta que haya cumplido con
algunas de mis tareas, y aún no he encontrado mis tareas. No soy de esas
muchachas que van a pedir ensoñaciones a un subjefe cuando no tengo derecho al
hecho real. No seré gran cosa, pero tengo cierto amor propio.
—Elena se irritó
tanto que cambió de posición en el banco y apartó la cara de la ventana.
Las siguientes
palabras le pusieron la carne de gallina en los brazos, pues subyacía en ellas
una gran intensidad y una conmovedora franqueza:
—Elena, Elena, ¿no
tienes idea, de quién eres?
Elena giró en el
banco y miró hacia la ventana. Los rayos del poniente le ruborizaron la cara.
Sólo pudo jadear:
—No sé a qué te
refieres...
—Piensa, Elena,
piensa —continuó la inexorable voz—. ¿El nombre P'Juana no significaba nada
para ti?
—Supongo que es una
subpersona, un perro. Para eso es la P, ¿verdad?
—Es la niña que
conociste —señaló la Dama Pane Ashash, como si la afirmación tuviera un gran
peso.
—Sí —concedió
Elena. Era una mujer educada, y nunca contradecía a los extraños.
—Espera un momento
—dijo la Dama Pane Ashash—. Voy a sacar mi cuerpo. Dios sabrá cuándo lo usé por
última vez, pero hará que te sientas más cómoda conmigo. Perdona la ropa. Es
anticuada, pero creo que el cuerpo funcionará. Éste es el principio de la
historia de P'Juana, y quiero que tengas el cabello cepillado aunque lo deba
hacer yo misma. Espera ahí, muchacha, espera ahí. Sólo tardaré un momento.
Las rojas nubes
estaban adquiriendo el oscuro color del hígado. ¿Qué podía hacer Elena? Se
quedó en el banco. Pateó la acera con el zapato. Se sobresaltó cuando las
anticuadas luces de la ciudad baja se encendieron con repentina y geométrica
precisión; no tenían los tonos sutiles de la iluminación nueva de la ciudad
alta, donde el día se difuminaba en una noche clara y brillante sin cambios
repentinos de color.
La puerta que había
junto a la ventana se abrió con un chirrido. Cáscaras de plástico antiguo se
desmigajaron cayendo en la acera. Elena quedó atónita.
Sabía que
inconscientemente esperaba un monstruo, pero se le apareció una encantadora
mujer de su misma estatura, que llevaba ropa extraña y anticuada. La extraña
mujer tenía el cabello negro y lustroso, no evidenciaba una enfermedad reciente ni actual, ni indicios de
lesiones graves en el pasado; no tenía defectos en la vista, el desplazamiento
ni la capacidad visual. (Elena no podía examinar al instante el olfato ni el
eusto, pero éste era el chequeo médico que llevaba incorporado desde su
nacimiento, el chequeo a que había sometido a cada persona adulta que había
conocido. Estaba diseñada como «terapeuta lego de sexo femenino» y era
eficiente, aunque no hubiera nadie a quien tratar.)
El cuerpo era en verdad
suntuoso. Debía de haber costado la tarifa de cuarenta o cincuenta aterrizajes
en el planeta. La forma humana estaba imitada a la perfección. Los labios se
movían sobre dientes genuinos; las palabras se formaban en la garganta, el
paladar, la lengua, los dientes y los labios; no en un micrófono implantado en
la cabeza. El cuerpo era una auténtica pieza de museo. Quizá fuera una copia
exacta de la misma Dama Pane Ashash cuando vivía. El efecto de sus sonrisas era
indescriptiblemente seductor. La Dama vestía el atuendo de una época pasada, un
imponente vestido de tela gruesa y azul, orlado en el ruedo, la cintura y el
corpiño. Llevaba el cabello recogido y adornado con peinetas enjoyadas.
Parecía muy natural, pero tenía polvo en un costado.
El robot sonrió.
—Soy anticuado. Ha
transcurrido mucho tiempo desde que fui yo. Pero he pensado, querida, que te
resultaría más fácil hablar con este viejo cuerpo y no con la ventana...
Elena asintió en
silencio.
—¿Sabes que esto no
soy yo? —chilló el cuerpo.
Elena meneó la
cabeza. No lo sabía; tenía la impresión de no saber nada en absoluto.
La Dama Pane Ashash
la miró intensamente.
—Esto no soy yo. Es
un cuerpo robotizado. Me miras como si fuera una persona verdadera. Y yo
tampoco soy yo. A veces duele. ¿Sabes que una máquina puede producir dolor? Yo
puedo. Pero... no soy yo.
—¿Quién eres?
—preguntó Elena a la bonita mujer.
—Antes de morir fui
la Dama Pane Ashash, como ya te he dicho. Ahora soy una máquina, y una parte de
tu destino. Nos ayudaremos mutuamente para cambiar el destino de muchos mundos, también quizá para devolver la
humanidad a los seres humanos.
Elena la miró
perpleja. Éste no era un robot común. Parecía una persona verdadera y hablaba
con cálida autoridad. Y esta cosa, fuera lo que fuese, parecía saber mucho
sobre ella. Nadie más le había demostrado afecto. Las cuidadoras del hogar
infantil de la Tierra habían dicho «otra niña bruja, y muy bonita; no causan
problemas», y habían dejado que continuara su vida.
Al fin Elena se
atrevió a contemplar la cara que no era una cara. El encanto, el humor, la
expresividad aún estaban allí.
—¿Qué... qué...
—tartamudeó Elena—, qué hago ahora?
—Nada —contestó la
difunta Dama Pane Ashash—, excepto encontrar tu destino.
—¿Te refieres a mi
amante?
—¡Qué impaciente!
—rió muy humanamente la grabación de la Dama muerta—. Cuánta prisa. El amante
primero y el destino después. Yo también era así a tu edad.
—Pero, ¿qué hago?
—insistió Elena.
Ya había anochecido
del todo. Las luces centelleaban en las calles desiertas y sucias. Algunas
puertas, todas las cuales quedaban a cierta distancia, estaban iluminadas por
rectángulos de luz o sombra: luz si estaban lejos de los faroles de la calle,
de modo que las luces del interior irradiaban brillo; sombra si estaban tan
cerca de las luces grandes que cortaban el resplandor.
—Atraviesa esa
puerta —indicó la simpática mujer.
Pero señaló la
blancura difusa de una pared. No había ninguna puerta.
—No hay ninguna
puerta —observó Elena.
—Si hubiera una
puerta —dijo la Dama Pane Ashash— no necesitarías que yo te dijera que la
atravieses. Pero, efectivamente, me necesitas.
—¿Por qué?
—Porque te he
esperado cientos de años.
—¡Esa no es una
respuesta! —exclamó Elena.
—Sí lo es —sonrió
la mujer, y su falta de hostilidad no era la habitual en un robot. Era la
amabilidad y el aplomo de un ser humano maduro. Miró a Elena a los ojos y murmuró con
énfasis—: Lo sé porque lo sé. No porque esté muerta, pues eso ya no importa,
sino porque soy una máquina muy antigua. Entrarás en el Pasillo Marrón y Amarillo
y pensarás en tu amante, y cumplirás tu misión, y los hombres te perseguirán.
Pero todo terminará felizmente. ¿Comprendes?
—No —dijo Elena—,
no comprendo. —Pero tendió la mano a la dulce anciana y la Dama la cogió. El
contacto era cálido y muy humano.
—No tienes que
comprender, tan sólo hacerlo. Y sé que lo harás. Así que en marcha.
Elena trató de
sonreírle, pero se sentía turbada, más preocupada que nunca antes. Algo real
le estaba ocurriendo, algo individual, por fin.
—¿Cómo atravesaré
la puerta?
—Yo la abriré
—sonrió la Dama Pane Ashash, soltando la mano de Elena—, y conocerás a tu
amante cuando él te cante el poema.
—¿Qué poema?
—preguntó Elena, tratando de ganar tiempo, asustada de una puerta que ní
siquiera existía.
—Empieza así: «Te
conocí y te amé, y te conquisté, en Kalma...» Lo reconocerás. Entra. Al
principio te molestará, pero cuando conozcas al Cazador todo será diferente.
—¿Has entrado
alguna vez ahí?
—Claro que no
—respondió la simpática Dama—. Yo soy una máquina. Ese lugar está herméticamente
cerrado. Nadie puede penetrarlo con la vista, el oído, el pensamiento ni el
habla. Es un refugio que ha quedado de las antiguas guerras, cuando el menor
indicio de pensamiento habría destruido todo el lugar. Por eso lo construyó el
Señor Englok, mucho antes de mis tiempos. Pero tú puedes entrar. Y entrarás.
Aquí está la puerta.
La Dama robot no
esperó más. Le dirigió una extraña sonrisa, en parte de orgullo y en parte de
disculpa. Sus firmes dedos apretaron el codo izquierdo de Elena. Avanzaron unos
pasos hacia la pared.
—Aquí está —señaló
la Dama Pane Ashash, y empujó.
Elena se asustó
cuando se vio empujada contra la pared.
Antes de darse
cuenta, la había atravesado. Varios olores la sacudieron como un rugido de
batalla. El aire estaba caliente. La luz era opaca. Parecía una reproducción
del Planeta del Dolor, perdido en alguna parte del espacio. Los poetas luego
intentaron describir a Elena ante la puerta con un poema que comienza:
Los había pardos y
azules
y blancos y más
blancos
en la. oculta y
prohibida
ciudad baja de
Clown Town.
Los había feos y
más feos
en el Pasillo
Marrón y Amarillo.
La verdad fue mucho
más simple.
Había nacido bruja
y la habían educado como a una bruja, y captó la verdad al instante. Todas las
personas que tenía ante ella estaban enfermas. Necesitaban ayuda. Necesitaban a
Elena.
Pero era una broma
a costa de Elena, pues no podía ayudar a nadie. Ninguna de ellas era una
persona real. Eran sólo animales, bestias con forma humana. Subgente. Escoria.
Y ella estaba
condicionada hasta la médula para no ayudarlos.
No supo por qué los
músculos de sus piernas la obligaron a avanzar, pero lo hizo.
Hay muchos cuadros
de esa escena.
La Dama Pane
Ashash, a quien había conocido sólo momentos antes, parecía parte de un pasado
remoto. Y la ciudad de Kalma, la ciudad nueva, que quedaba diez pisos más
arriba, parecía como si nunca hubiese existido. Esto sí era real.
Miró a las
subpersonas.
Y esta vez, por
primera vez en su vida, le devolvieron la mirada. Nunca había visto nada igual.
No la intimidaban;
la sorprendían. Elena pensó que el miedo vendría después. Pronto, quizá, pero
no en aquel lugar ni en aquel momento.
4
Una criatura que
parecía una mujer madura se le acercó y le dijo:
—¿Eres la muerte?
—¿La muerte?
—respondió la sorprendida Elena—. ¿Qué quieres decir? Soy Elena.
—¡Al diablo con
eso! —soltó la mujer-animal—. ¿Eres la muerte?
Elena no conocía la
palabra «diablo» pero estaba segura de que «muerte», incluso para esas
criaturas, significaba simplemente «fin de la vida».
—Claro que no
—respondió Elena—. Soy sólo una persona. Una bruja, como diría la gente normal.
No tenemos nada que ver con las subpersonas. Nada que ver.
Elena advirtió que
la mujer-animal llevaba un aparatoso peinado de pelo castaño, suave y pegajoso,
tenía la cara enrojecida por el sudor y los dientes torcidos, que se le veían
cuando entreabría la boca.
—Todos dicen lo
mismo. No saben que son la muerte. ¿Cómo crees que morimos? Cuando enviáis
robots contaminados por enfermedades. Todos morimos cuando lo hacéis, y luego
más subpersonas vuelven a encontrar este lugar y se refugian aquí, y viven
algunas generaciones hasta que las máquinas de la muerte, cosas como tú,
recorren la ciudad y nos matan a todos de nuevo. Esto es Clown Town, el lugar
del subpueblo. ¿No lo has oído nombrar?
Elena intentó pasar
de largo, pero la mujer-animal le aferró el brazo. Esto no pudo haber ocurrido
antes en toda la historia del mundo: ¡una subpersona cogiendo a una persona
verdadera!
—¡Suéltame! —gritó
Elena.
La mujer-animal le
soltó el brazo y se puso frente a los demás.
Su voz había
cambiado.
Ya no era
estridente e histérica, sino tranquila y sorprendida.
—No sé. Quizá sea
una persona verdadera. ¿No os parece una broma? Se ha extraviado y ha llegado aquí. O quizá
sea la muerte. No sé. ¿Qué opinas, Charley-cariño-mío?
El hombre a quien
le hablaba se adelantó. Elena pensó que en otro tiempo y en otro lugar ese
subhombre hubiera podido pasar por un ser humano atractivo. Un gesto
inteligente y alerta le iluminaba la cara. Contempló a Elena como si jamás la
hubiera visto, pues, en efecto, jamás la había visto; pero la observó con ojos
tan agudos e intensos que se sintió inquieta. Luego el subhombre habló con voz
enérgica, aguda, clara y amistosa; en ese lugar trágico, era la caricatura de
una voz, como si hubieran programado el habla del animal a partir de un humano,
persuasivo por profesión, como los que se veían en las cajas narradoras
emitiendo mensajes que no eran buenos ni importantes, sino meramente
ocurrentes. Su propia hermosura era una deformidad. Elena se preguntó si sería
de origen caprino.
—Bienvenida, joven
dama —saludó Charley-cariño-mío—. Ahora que estás aquí, ¿cómo vas a salir? Si
le diésemos vueltas a su cabeza, Mabel —le dijo a la submujer que había
recibido a Elena—, si le diésemos ocho o diez vueltas, se saldría. Entonces
podríamos vivir unas semanas o meses más antes de que nuestros señores y
creadores nos hallaran y nos mataran a todos. ¿Qué dices, joven Dama? ¿Debemos
matarte?
—¿Matarme? ¿Hablas
de finalizar la vida? No podéis. Va contra la ley. Ni siquiera la
Instrumendalidad puede hacerlo sin un juicio previo. No podéis. Sois sólo
subgente.
—Pero moriremos si
sales por esa puerta —objetó Charley-cariño-mío, dirigiéndole su inteligente
sonrisa—. La policía leerá en tu mente acerca del Pasillo Marrón y Amarillo, y
nos rociará con veneno o nos pulverizará con enfermedades que nos matarán a
nosotros y a nuestros hijos.
Elena lo miró a los
ojos.
La apasionada ira
no le alteraba la sonrisa ni el tono persuasivo, pero los músculos de los ojos
y la frente revelaban la gran tensión. El resultado era una expresión que Elena
nunca había visto, una especie de autodominio que superaba los límites de la
demencia.
Él también la miró.
Elena no sentía
miedo. La subgente no podía torcer el cuello a las personas verdaderas; iba
contra todas las normas.
Un pensamiento la
asaltó. Tal vez esas normas no tuvieran vigencia en aquel lugar, donde animales
ilegales esperaban sin remisión una muerte repentina. El ser que tenía frente a
ella era lo bastante fuerte como para torcerle la cabeza diez veces en uno u
otro sentido. Por sus lecciones de anatomía, sabía que la cabeza se separaría
en algún momento. Elena examinó al subhombre con interes. El condicionamiento
le había eliminado los miedos animales, pero descubrió que sentía una extrema
repugnancia por la finalización de la vida en circunstancias accidentales.
Quizá su educación de «bruja» ayudara. Trató de fingir que él era un hombre
verdadero. Llegó al diagnóstico «hipertensión: agresión crónica, ahora
frustrada, que conduce a estímulos excesivos y neurosis; mala nutrición,
probable trastorno hormonal».
Trató de hablar con
una nueva voz.
—Soy más pequeña
que tú —señaló—, y puedes «matarme» tanto ahora como más tarde. Será mejor que
nos conozcamos. Soy Elena, me han enviado aquí desde la Cuna del Hombre.
El efecto fue
espectacular.
Charley-cariño-mío
retrocedió. Mabel abrió la boca. Los otros la miraron perplejos. Un par de
ellos, más rápidos que los demás, empezaron a cuchichear.
Al fin
Charley-cariño-mío habló.
—Bienvenida, mi
señora. ¿Te puedo llamar así? Supongo que no— Bienvenida, Elena. Somos tu
pueblo. Haremos lo que tú digas. Claro que has logrado entrar. La Dama Pane
Ashash te ha enviado. Durante cien años nos ha dicho que alguien vendría de la
Tierra, una persona verdadera con un nombre animal, sin número, y que una niña
llamada P'Juana debía estar preparada para recoger los hilos del destino. Por
favor, siéntate. ¿Quieres un poco de agua? No tenemos vasos limpios aquí. Todos
somos subpersonas y hemos usado cuanto tenemos, de forma que está contaminado
para una persona verdadera. —Un pensamiento le asaltó—. Bebé-bebé, ¿tienes en
el horno una taza nueva? —Por lo visto vio que alguien asentía, porque continuó
hablando—. Sácala, pues, para nuestra invitada, con pinzas. Con unas pinzas
nuevas. No la toques. Llénala de agua en la pequeña cascada. Así nuestra
huésped podrá beber agua no contaminada. Agua limpia.
Su hospitalidad era
tan ridicula como genuina. Elena no se vio con valor para rechazar el agua.
Elena esperó. Ellos
esperaron.
Los ojos de la
bruja se habían acostumbrado a la oscuridad. Veía que el pasillo principal
estaba pintado de un amarillo manchado y desleído, con un marrón claro
haciendo contraste. Se preguntó qué mente humana habría escogido una
combinación tan inarmónica. Parecía haber pasillos transversales; al menos vio
arcadas iluminadas más allá, y gente que salía ágilmente de ellas. Nadie podía
salir ágilmente de un nicho angosto, así que esas arcadas debían de conducir a
alguna parte.
También pudo ver a
las subpersonas. No se diferenciaban mucho de las personas normales. Algunos
individuos revertían a su animalidad: un hombre-caballo cuyo hocico había
recobrado el tamaño ancestral, una mujer-rata con rasgos humanos normales salvo
por unos bigotes blancos que parecían de nailon, doce o catorce a cada lado de
la cara, de veinte centímetros de largo. Había una joven y hermosa mujer que se
parecía mucho a una persona, y estaba sentada en un banco a ocho o diez metros,
sin prestar atención a la multitud, a Mabel, a Charley-cariño-mío ni a Elena.
—¿Quién es?
—preguntó Elena, señalándola con la cabeza.
Mabel, aliviada de
la tensión que había sufrido al preguntar a Elena si era la muerte, respondió
con una cordialidad que resultaba chocante en aquel ámbito:
—Es Rastra.
—¿Qué hace?
—preguntó Elena.
—Tiene su orgullo
—respondió Mabel, con una expresión alegre y ávida en la grotesca cara roja,
derramando saliva por los labios flojos.
—¿Pero hace algo?
—insistió Elena.
—Aquí nadie tiene
que hacer nada, señora Elena —intervino Charley-cariño-mío.
—Es ilegal llamarme
«señora» —señaló Elena.
—Lo lamento, ser
humano Elena. Nadie tiene que hacer nada aquí. Todos nosotros somos totalmente
ilegales. Este pasillo es hermético y de él no pueden entrar ni salir pensamientos.
¡Espera un poco! Mira el techo... ¡Ahora!
Un fulgor rojo
barrió el techo y desapareció.
—El techo fulgura
—explicó Charley-caríño-mío— cuando alguna cosa la examina con el pensamiento.
El túnel se registra como «depósito de aguas de cloaca: desechos orgánicos»,
así que las vagas percepciones vitales que escapen de aquí no se tienen en
cuenta. Las personas lo construyeron hace un millón de años.
—No había nadie en
Fomalhaut III hace un millón de años —replicó Elena bruscamente. Se preguntó
por qué replicaba así. Él no era una persona, sólo un animal parlante que se
había salvado de ser arrojado al crematorio.
—Lo lamento, Elena
—dijo Charley-cariño-mío—. Debí haber dicho «hace mucho tiempo». Las
subpersonas no tenemos oportunidad de estudiar la historia real. Pero usamos
este pasillo. Alguien con un macabro sentido del humor lo bautizó Clown Town,
Vivimos diez, veinte o cien años, y luego las personas o los robots nos
encuentran y nos matan. Por eso Mabel te habló de aquella forma. Pensó que eras
la muerte. Pero no lo eres. Eres Elena. Eso es maravilloso, maravilloso.
—Su cara taimada brillaba de transparente sinceridad. Debía de resultarle raro
ser sincero.
—Ibas a contarme
qué misión tiene esa submuchacha —dijo Elena.
—Ella es Rastra
—continuó Charley-cariño-mío—. No hace nada. Ninguno de nosotros tiene que
hacer nada. Estamos condenados, de todos modos. Ella es un poco más sincera que
el resto de nosotros. Tiene su orgullo. Nos desprecia. Nos pone en nuestro
sitio. Hace que los demás se sientan inferiores. Pensamos que es un miembro
muy valioso del grupo. Todos tenemos nuestro orgullo, que de todos modos es
inútil, pero Rastra tiene su orgullo por su cuenta, sin hacer nada al respecto.
Ella nos recuerda cosas. Si la dejamos en paz, nos deja en paz.
Elena pensó: Sois
criaturas extrañas, muy parecidas a la gente, pero sin experiencia, como si
tuvierais que «morir» aún antes de aprender a vivir. En voz alta sólo pudo
decir:
—Nunca había
conocido a nadie como ella.
Rastra debió de
intuir que hablaban de ella, porque dirigió a Elena una rápida mirada de
ardiente odio. La bonita cara de Rastra se concentró en un destello de
hostilidad y desprecio; luego desvió la mirada y Elena comprendió que había
desaparecido de la mente de esa criatura, excepto por un olvidado acto de
reprobación. Nunca había visto una intimidad tan impenetrable como la de
Rastra. Y aun así, aquella criatura, fuera cual fuese su origen animal,
resultaba adorable en términos humanos.
Una vieja horrible,
cubierta de vello gris ratonil, se acercó a Elena. La mujer-ratón era la
Bebé-bebé a quien habían enviado a buscar la taza de cerámica. La asía con unas
largas pinzas. La taza estaba llena de agua.
Elena cogió la
taza.
De sesenta a
setenta subpersonas, entre ellas la níñita de vestido azul a quien había visto
fuera, la contemplaron mientras bebía. El agua era buena. Se la bebió toda.
Hubo un suspiro colectivo, como si todos los que estaban en el pasillo hubieran
esperado ese momento. Elena iba a dejar la taza, pero la vieja mujer-ratón fue
más rápida que ella. Le arrebató la taza con las pinzas, para no contaminarla
con el contacto de una subpersona.
—Está bien, Bebé-bebé
—dijo Charley-cariño-mío—, ahora podemos hablar. Tenemos por costumbre no
hablar con un recién llegado sin haberle ofrecido antes nuestra hospitalidad.
Seré franco. Quizá tengamos que matarte, si todo esto termina siendo un error,
pero te aseguro que en ese caso, lo haré muy rápido y sin el menor rencor. ¿Te
parece bien?
Elena no entendió
por qué debía parecerle bien, y así lo manifestó. Imaginó que le arrancaban la
cabeza. Aparte del dolor y la humillación, le pareció muy poco alentador finalizar
su vida en una cloaca con criaturas que ni siquiera tenían derecho a existir.
Charley-cariño-mío
no le dio oportunidad de discutir, y continuó explicando:
—Supongamos que
todo resulta bien. Supongamos que tú eres la Ester-Elena-o-Eleonora que todos
hemos esperado, la persona que hará algo a P'Juana y nos traerá ayuda y liberación,
que nos dará, en definitiva, vida verdadera... ¿qué hacemos entonces?
—No sé de dónde
habéis sacado esas ideas acerca de mí. ¿Por qué soy Ester-Elena-o-Eleonora?
¿Qué he de hacerle a P'Juana? ¿Por qué yo?
Charley-cariño-mío
la contempló como si no creyera que le formulaban esa pregunta. Mabel frunció
el ceño como si no hallara las palabras adecuadas para expresar su opinión.
Bebé-bebé, que había regresado a la multitud con bruscos movimientos de ratón,
miró alrededor como si sospechara que alguien hablaría. Tenía razón. Rastra
volvió la cara hacia Elena y dijo con tono condescendiente:
—No sabía que las
personas verdaderas eran tan ignorantes o estúpidas. Tú pareces ser ambas
cosas. Nosotros recibimos nuestra información de la Dama Pane Ashash. Como está
muerta, ella no tiene prejuicios contra el subpueblo. Como no tiene mucho que
hacer, ha analizado miles de millones de probabilidades. Todos sabemos adonde
llevan la gran parte de las probabilidades: muerte súbita por gas o enfermedad,
o quizá los mataderos después de un viaje en los grandes ornitópteros
policiales. Pero la Dama Pane Ashash descubrió que quizá viniera una persona
con un nombre como el tuyo, un ser humano con un nombre antiguo y sin
clasificación numérica, que esa persona conocería al Cazador, que ella y el
Cazador transmitirían a la subniña P'Juana un mensaje y que ese mensaje
cambiaría los mundos. Hemos criado a una niña llamada P'Juana tras otra,
esperando cien años. Ahora apareces tú. Quizá seas la que esperamos. A mí no me
pareces muy competente. ¿Qué sabes hacer?
—Soy bruja
—respondió Elena.
—¿Una bruja? ¿De
veras? —Rastra no pudo disimular su sorpresa.
—Sí —contestó Elena
con humildad.
—Yo no sería bruja
—dijo Rastra—. Tengo mi propio orgullo —Apartó la cara y concentró los rasgos
en esa expresión dolorida y desdeñosa.
Charley-cariño-mío
susurró a los que tenía cerca, sin importarle que Elena oyera sus palabras:
—Es maravilloso,
maravilloso. Es una bruja. Una bruja humana. ¡Tal vez haya llegado el gran día!
Elena —dijo humildemente—, ¿quieres mirarnos?
Elena miró. Cuando
se detenía a pensar dónde estaba, la resultaba increíble que la desierta ciudad
baja de Kalma estuviera en el exterior detrás de la pared, y que la expansiva
ciudad nueva se extendiera sólo treinta y cinco metros más arriba. El pasillo
constituía un mundo en sí mismo. Parecía un mundo, con sus desagradables
amarillos y marrones, las tenues y antiguas luces, los hedores humanos y
animales mezclados bajo la pésima ventilación. Bebé-bebé, Rastra, Mabel y
Charley-cariño-mío formaban parte de aquel mundo. Eran reales; pero estaban
lejos, muy lejos para Elena.
—Dejadme ir
—suplicó—. Algún día regresaré.
Charley-cariño-mío,
que sin duda era el líder, habló como si estuviera en trance:
—No comprendes,
Elena. De aquí sólo puedes «ir» a la muerte. No hay otra salida. No podemos
dejarte marchar por esa puerta porque la Dama Pane Ashash te ha enviado a
nosotros. O bien avanzas hacia tu destino y el nuestro, o bien haces eso, y
todo saldrá bien, de tal modo que nos amarás, y nosotros te amaremos —añadió
soñadoramente—, o bien te mato con estas manos. Aquí mismo. Ahora mismo. Podría
darte otro sorbo de agua limpia antes, pero eso sería todo. No tienes muchas opciones,
ser humano Elena. ¿Qué piensas que ocurriría si salieras?
—Nada, supongo
—contestó Elena.
—¡Nada! —resopló
Mabel, recobrando su indignación—. La policía bajaría en el ornitóptero...
—Y te examinaría el
cerebro —continuó Bebé-bebé.
—Y sabría que
estamos aquí —añadió un subhombre alto y pálido que no había hablado antes.
—Y nosotros —señaló
Rastra desde su silla— moriríamos al cabo de un par de horas. ¿Te gustaría eso,
amiga Elena?
—Y —finalizó
Charley-cariño-mío— desconectarían a la Dama Pane Ashash, de modo que incluso
la grabación de esa entrañable
Dama muerta desaparecería al fin, y no quedaría misericordia en este mundo.
—¿Qué es
«misericordia»? —preguntó Elena.
—Es obvio que nunca
has oído hablar de ella —masculló Rastra.
La vieja
mujer-ratón Bebé-bebé se acercó a Elena. Fijó la mirada en ella y susurró entre
sus dientes amarillos:
—No te dejes
amilanar, muchacha. La muerte no es tan importante; ni para vosotros, los
humanos verdaderos con vuestros cuatrocientos años; ni para nosotros, con el
matadero a la vuelta de la esquina. La muerte es un cuándo, no un qué.
Es igual para todos. No temas. Sigue adelante y quizá descubras la
misericordia y el amor. Son mucho más ricos que la muerte, si puedes hallarlos.
En cuanto los encuentres, la muerte perderá importancia.
—Aún no conozco la misericordia
—dijo Elena—, pero creía saber qué era el amor, y no espero
encontrar a mi amante en un mugriento y viejo pasillo lleno de subpersonas.
—No me refería a
esa clase de amor —rió Bebé-bebé, agitando la manogarra para impedir que Mabel
la interrumpiera. La vieja cara de ratón rebosaba de expresividad. De pronto
Elena pudo imaginar qué aspecto habría tenido Bebé-bebé para un subhombre-ratón
cuando era joven, lustrosa y gris. El entusiasmo encendió de juventud los
viejos rasgos cuando Bebé-bebé continuó—: No me refiero al amor por un amante,
muchacha. Me refiero al amor por ti misma. El amor por la vída. El amor hacia
todas las cosas vivas. Incluso amor por mí. Tu amor por mí. ¿Puedes imaginarlo?
La fatigada Elena
intentó responder la pregunta. Miró bajo la penumbra a la arrugada mujer-ratón
de ropas sucias y ojillos rojos. La fugaz imagen de la hermosa y joven
mujer-ratón se había esfumado; sólo quedaba aquella criatura vulgar e inútil,
con sus exigencias inhumanas y sus insensatas súplicas. Las personas no amaban
a la subgente. La usaban, como sillas o picaportes. ¿Desde cuándo un picaporte
recurre a la Carta de Antiguos Derechos?
—No —respondió
Elena sin inmutarse—, no me imagino amándote.
—Lo sabía —dijo
triunfalmente Rastra desde la silla.
Charley-cariño-mío
agitó la cabeza como para aclararse la vista y dijo:
—¿Ni siquiera sabes
quién controla Fomalhaut III?
—La
Instrumentalidad —contestó Elena—. Pero, ¿tenemos que seguir hablando? Dejadme
ir, matadme o haced algo. Esto no tiene sentido. Estaba cansada cuando llegué
aquí, y ahora estoy un millón de años más cansada.
—Llevadla —indicó
Mabel.
—De acuerdo —dijo
Charley-cariño-mío—. ¿Está el Cazador allí?
La niña P'Juana
habló. Estaba entre las más alejadas sub-personas del grupo.
—Vino por el otro
lado cuando ella entró por delante.
—Me mentiste —se
quejó Elena a Charley-cariño-mío—. Dijiste que había una sola puerta.
—No mentí. Hay una
sola puerta para ti, para mí o para los amigos de la Dama Pane Ashash. La
puerta por donde entraste. La otra es la muerte.
—¿Qué quieres
decir?
—Quiero decir que
esa puerta conduce a los mataderos de los hombres que tú no conoces. Los
Señores de la Instrumentalidad que están aquí, en Fomalhaut III. Está el Señor
Femtiosex, que es justo e inclemente. Está el Señor Limaono, que piensa que el
subpueblo es un peligro potencial y que no tendrían que haberlo creado. Está la
Dama Goroke, que no sabe cómo rezar, pero trata de meditar acerca del misterio
de la vida y se ha mostrado benigna con el subpueblo, siempre que con ello no
infringiera la ley. Y está la Dama Arabella Underwood, cuya justicia resulta
incomprensible para los hombres.
»Y también para el
subpueblo —añadió riendo.
—¿Quién es ella?
¿De dónde ha sacado este nombre extraño? No tiene una cifra. Es tan malo como
vuestros nombres. O como el mío —murmuró Elena.
—Vino de Vieja
Australia del Norte, el mundo del stroon, La cedieron en préstamo a la
Instrumentalidad y respeta todas las leyes bajo las que nació. El Cazador puede
atravesar los aposentos
y los mataderos de la Instrumentalidad, pero ¿podrías hacerlo tú?
¿Podría hacerlo yo?
—No —reconoció
Elena.
—Adelante, pues
—invitó Charley-cariño-mío—: a tu muerte o a grandes maravillas. ¿Puedo
llevarte, Elena?
La bruja asintió en
silencio.
La mujer-ratón
Bebé-bebé palmeó la manga de Elena. Una extraña esperanza le brillaba en los
ojos. Cuando Elena pasó junto a la silla de Rastra, la altiva y hermosa
submuchacha la miró de hito en hito, inexpresiva, desdeñosa y severa. La
niña-perro P'Juana siguió a la pequeña comitiva como si la hubieran invitado.
Caminaron un largo
trecho. En realidad, no podía ser ni siquiera medio kilómetro, pero debido a
los incesantes marrones y amarillos, las extrañas formas de las subpersonas
desaliñadas e ilegales, los hedores y el aire denso, Elena tuvo la sensación
de que estaba dejando atrás todos los mundos conocidos. Y eso hacía, en
efecto, aun sin sospechar que su sensación era acertada.
5
Al final del
corredor se abría una entrada redonda con una puerta de oro o bronce.
Charley-cariño-mío
se detuvo.
—No puedo avanzar
más —dijo—. Tú y P'Juana tendréis que seguir solas. Ésta es la antecámara
olvidada que hay entre el túnel y el palacio de arriba. El Cazador está allí.
Adelante. Tú eres una persona. No corres peligro. Las subpersonas suelen morir
allí. Adelante.
La empujó por el
codo y abrió la puerta corrediza.
—Pero la niña...
—objetó Elena.
—No es una niña
—explicó Charley-cariño-mío—. Es sólo un perro... así como yo no soy un hombre,
sólo una cabra instruida, acicalada y preparada para tener la apariencia de un
hombre. Si regresas, Elena, te amaré como a un dios o te mataré. Depende.
—¿De qué depende?
—preguntó Elena—. ¿Y qué es «dios»?
Charley-cariño-mío
le ofreció una de sus taimadas sonrisas que eran totalmente falsas y plenamente
amistosas, ambas cosas a la vez. Quizá fuera la característica de su
personalidad en otros tiempos.
—Ya averiguarás qué
es dios en otra parte, si lo haces. No entre nosotros. Y tú misma sabrás de qué
depende. No tendrás que esperar a que yo te lo diga. Vete ahora. Todo terminará
dentro de pocos minutos.
—¿Y P'Juana?
—insistió Elena.
—Si no resulta
—dijo Charley-cariño-mío—, siempre podemos criar a otra P'Juana y esperar a
otra como tú. La Dama Pane Ashash nos lo ha prometido. ¡Entra de una vez!
Le dio un empujón,
y entonces Elena cruzó el umbral tambaleante.
Una luz brillante
la deslumbre. El aire limpio sabía tan bien como el agua fresca el primer día
en que había salido de la cápsula de su nave espacial.
La niña-perro había
entrado junto con Elena.
La puerta de oro o
bronce se cerró tras ellas.
Elena y P'Juana se
quedaron quietas, mirando hacia delante y hacia arriba.
Se han hecho
pinturas famosas sobre esta escena. La mayoría muestran a Elena en harapos con
la cara transfigurada y sufriente de una bruja. Eso no tiene rigor histórico.
Cuando entró en la otra punta de Clown Town, Elena llevaba su falda-pantalón de
todos los días, una blusa y un par de bolsos gemelos colgados de los hombros.
Era la vestimenta habitual en Fomalhaut III en aquella época. No había hecho
nada que pudiera haberle estropeado la ropa, así que debía de tener un aspecto
muy parecido a cuando salió. Y P'Juana... bien, todos saben qué aspecto tenía
P'Juana.
El Cazador les
salió al encuentro.
El Cazador les
salió al encuentro, y comenzaron nuevos mundos.
Era un hombre bajo,
de cabello rizado y negro, ojos oscuros y risueños, hombros anchos y piernas
largas. Caminaba con aplomo y agilidad. Mantenía las manos a los costados, pero
las manos no eran toscas y encallecidas como si se encargaran de eliminar
vidas, incluso vidas de animales.
—Venid y sentaos
—saludó—. Os estaba esperando.
Elena avanzó
trastabillando.
—¿Esperando?
—jadeó.
—No hay ningún misterio
—explicó él—. Tenía encendida la pantalla. La que da al túnel. Tiene conexiones
blindadas, así que la policía no puede interferirías.
Elena se detuvo en
seco. La niña-perro, un paso por detrás de ella, también se paró. Elena intentó
erguirse. Tenía la misma estatura que el Cazador, pero él estaba cuatro o cinco
escalones más arriba. Logró mantener la voz tranquila cuando dijo:
—Entonces, ¿lo
sabes?
—¿Qué?
—Todas esas cosas
que ellos dijeron.
—Claro que las sé
—sonrió él—. ¿Por qué no?
—¿Que tú y yo seremos
amantes? —tartamudeó Elena—. ¿Eso también?
—Eso también
—respondió él, aún sonriente—. Lo he oído durante la mitad de mi vida. Subid,
sentaos y comed algo. Tenemos mucho que hacer esta noche, si la historia ha de
cumplirse a través de nosotros. ¿Qué comes, niña? —le dijo amablemente a
P'Juana—. ¿Carne cruda o comida de personas?
—Soy una niña hecha
y derecha —dijo P'Juana—, así que prefiero pastel de chocolate con helado de
vainilla.
—Eso tendrás —dijo
el Cazador—. Venid las dos. Sentaos.
Subieron los
escalones. Una lujosa mesa ya preparada les estaba esperando. Había tres
divanes alrededor. Elena buscó a la tercera persona que comería con ellos. Sólo
al sentarse comprendió que el Cazador estaba invitando a la niña-perro.
El advirtió su
sorpresa, pero no hizo comentarios directos, sino que se dirigió a P'Juana.
—Me conoces,
¿verdad, niña?
La niña-perro
sonrió y se relajó por primera vez desde que Elena la había visto. La
niña-perro era muy hermosa cuando se tranquilizaba. La cautela, el silencio, la actitud
alerta eran cualidades caninas. Ahora la niña-perro parecía totalmente humana y
muy madura para su edad. Tenía los ojos castaños, que contrastaban con su
palidez.
—Te he visto muchas
veces, Cazador. Y me has dicho lo que ocurriría si yo resultaba ser la P'Juana.
Que difundiría la buena nueva y afrontaría muchas pruebas. Que quizá muriera,
pero que las personas y el subpueblo recordarían mi nombre durante miles de
años. Me has dicho casi todo lo que sé, excepto las cosas sobre las que no
puedo hablarte. Tú también las sabes, pero no las dirás, ¿verdad? —imploró la
niña-perro.
—Sé que has estado
en la Tierra —dijo el Cazador.
—¡No lo digas! ¡Por
favor, no lo digas! —suplicó la niña-perro.
—¡La Tierra! ¿La
Cuna del Hombre? —exclamó Elena—. ¡Por las estrellas! ¿Cómo llegaste allí?
—No insistas, Elena
—intervino el Cazador—. Constituye un gran secreto, y ella no desea divulgarlo.
Esta noche descubrirás más cosas de las que ninguna mujer mortal ha sabido con
anterioridad.
—¿Qué significa
«mortal»? —le preguntó Elena, a quien le disgustaban las palabras antiguas.
—Significa alguien
cuya vida tiene un final.
—Qué tontería —bufó
Elena—. Todo tiene un fin. Incluso aquellos pobres desquiciados que
desobedecieron la ley para vivir más de cuatrocientos años. —Miró alrededor.
Suntuosas cortinas negras y rojas colgaban desde el techo hasta el suelo. En un
lado de la habitación había un mueble que nunca había visto. Parecía una mesa,
pero tenía portezuelas chatas y anchas por delante; parecía ricamente
ornamentado con maderas y metales que ella no concia. No obstante, ella quería
hablar de cosas más importantes que el mobiliario.
Miró directamente
al Cazador (ninguna enfermedad orgánica; herido en el brazo izquierdo en un
período anterior; exceso de exposición a la luz solar; quizá necesitara
corrección para ver de cerca) y preguntó:
—¿Soy tu presa?
—¿Mi presa?
—Eres un Cazador. Y
cazas criaturas. Supongo que para matarlas. Ese subhombre, la cabra que se
llama Charley-cariño-mío...
—¡Nunca hace eso!
—exclamó la niña-perro P'Juana.
—¿Nunca hace qué?
—preguntó Elena, irritada por la interrupción.
—Nunca se llama
así. Otras personas lo llaman así. Mejor dicho, otras subpersonas. Su nombre es
Balthasar, pero nadie lo usa.
—¿Qué más da, niña?
—dijo Elena—, Yo estoy hablando de mi vida. Tu amigo dijo que me mataría si
algo no sucedía.
Ni P'Juana ni el
Cazador replicaron. Elena perdió la paciencia.
—¡Tú lo oíste! —Se
volvió hacia el Cazador—. ¡Tú lo viste en la pantalla!
—Los tres tenemos
cosas que hacer antes de que termine esta noche —dijo el Cazador con serenidad
y aplomo—. No las podremos hacer si estás asustada o preocupada. Conozco al
subpueblo, pero también conozco a los Señores de la Instrumentalidad. Aquí hay
cuatro. Los Señores Limaono y Femtiosex, la Dama Goroke, y la norstriliana.
Ellos te protegerán. Charley-cariño-mío quizá quiera quitarte la vida porque
teme que el túnel de Englok, donde acabas de estar, sea descubierto. Yo tengo
maneras de protegerlo a él y también a ti. Confía en mí. No resulta tan difícil,
¿verdad?
—Pero —protestó
Elena—, el hombre, o la cabra, o lo que fuera, Charley-cariño-mío, dijo que
todo ocurriría enseguida, en cuanto me encontrara contigo.
—¿Cómo puede
ocurrir algo —dijo la pequeña P'Juana— si no paras de hablar?
El Cazador sonrió y
dijo:
—Está bien. Ya
hemos hablado bastante. Ahora debemos ser amantes.
Elena se levantó de
un brinco.
—No harás eso
conmigo. Y menos con ella delante. Sobre todo porque aún no he encontrado nada
que hacer. Soy una bruja. Se supone que debo hacer algo, pero nunca he conseguido
averiguar qué.
—Bien, mira esto
—dijo el Cazador con calma, caminando hacia la pared y señalando con el dedo un
intrincado dibujo circular.
Elena y P'Juana le
obedecieron.
El Cazador habló de
nuevo con voz apremiante.
—¿Lo ves, P'Juana?
¿Lo ves? Los siglos transcurren esperando este momento, niña. ¿Lo ves? ¿Te ves
a ti misma allí?
Elena miró a la
niña-perro. P'Juana contenía la respiración. Contemplaba el curioso dibujo
simétrico como si fuera una ventana abierta a mundos mágicos.
—¡P'Juana! ¡Juana!
¡Juanita! —gritó el Cazador.
La niña no
respondió.
El Cazador se
acercó a la niña, le palmeó la mejilla, gritó de nuevo. P'Juana siguió
contemplando el intrincado dibujo.
—Ahora —dijo el
Cazador—, tú y yo haremos el amor. La niña está ausente en un mundo de sueños
felices. Ese diseño es un mándala, un recuerdo del increíble pasado. Concentra
la conciencia humana en un punto. P'Juana no nos verá ni oirá. No podemos
ayudarle a ir hacia su destino a menos que tú y yo hagamos primero el amor.
Elena, con la mano
sobre la boca, trató de inventariar síntomas como un modo de mantener sus
pensamientos en equilibrio. Pero no funcionó. Se sintió invadida por una calma,
una felicidad y una paz que no experimentaba desde la infancia.
—¿Pensabas que yo cazaba
con mi cuerpo y mataba con mis propias manos? —dijo el Cazador—. ¿Nadie te ha
dicho que la presa viene a mí con alegría, que los animales mueren mientras
aullan de placer? Soy teíépata, y trabajo con licencia. Y ahora tengo el
permiso de la Dama Pane Ashash muerta.
Elena supo que
habían llegado al final de la conversación. Trémula, feliz, asustada, cayó en
brazos del Cazador y se dejó conducir al diván que había en una esquina del
cuarto negro y dorado.
Mil años después,
Elena besaba la oreja del Cazador murmurándole palabras de amor, palabras que
ni siquiera había sospechado conocer. Pensó que las cajas narradoras debían de
haberle enseñado más de las que pensaba.
—Eres mi amor
—murmuró—, el único, cariño. Nunca, nunca me abandones; nunca me alejes de ti.
¡Oh, Cazador, te amo tanto!
—Nos separaremos
—dijo él— antes del anochecer de mañana, Pero nos reuniremos de nuevo. ¿Te das
cuenta que todo ha durado poco más de una hora?
Elena se sonrojó.
—Y yo —tartamudeo—
tengo... hambre.
—Es natural —dijo
el Cazador—. Pronto podremos despertar a la niña y comer juntos. Y luego se
cumplirá la historia, a menos que alguien entre para detenernos.
—Pero, querido, ¿no
podemos seguir... al menos por un tiempo? ¿Un año? ¿Un mes? ¿Un día? Que la
niña vuelva al túnel por un tiempo.
—No, pero te
cantaré una canción acerca de ti y de mí. He compuesto fragmentos de ella
durante mucho tiempo, pero ahora ha sucedido en la realidad. Escucha.
Le cogió las manos
y la miró directa y sinceramente a los ojos.
No había en él
indicios de poder telepático.
Le cantó la canción
que nosotros conocemos como Te amé y te perdí:
Te conocí, y te
amé,
y te conquisté, en
Kalma.
Te amé,, y te
conquisté
y te perdí, cariño.
Los oscuros cielos
de Waterrock
se derrumbaron
sobre nosotros.
¡Sólo iluminados
por el rayo
de nuestro propio
amor, amor mió!
Nuestro tiempo fue
breve,
una intensa hora de
gloria.
Saboreamos el
placer
y sufrimos la
negación.
La historia de
nosotros dos
es dulce y amarga.
Breve como un
disparo
pero larga como la
muerte.
Nos conocimos y nos
amamos
y conspiramos en
vano
por salvar la
belleza
en una guerra,
humeante.
El tiempo no nos
dio tiempo,
ni los minutos
piedad.
Hemos amado y
perdido
y el mundo
continúa.
Hemos perdido y
besado,
y nos hemos
despedido.
Todo cuanto tenemos
debemos guardarlo
en el corazón.
El recuerdo de la
belleza
y la belleza del
recuerdo...
Te amé y te
conquisté
y te perdí, en
Kalma.
Los dedos del
Cazador, moviéndose en el aire, creaban una suave música de órgano en la
habitación. Elena había visto antes haces musicales, pero nunca habían tocado
para ella.
Cuando el Cazador
terminó la canción, Elena estaba llorando. Todo era tan real, tan maravilloso,
tan desgarrador.
Él le sostenía la
mano derecha con la suya izquierda. La soltó de pronto. Se levantó.
—Primero vamos a
trabajar. Ya comeremos luego. Alguien está cerca.
Fue hacia la
niña-perro, que todavía permanecía sentada mirando el mándala con ojos abiertos
y soñadores. Le cogió la cabeza dulce y firmemente con ambas manos y le hizo
apartar la mirada del dibujo. Ella se resistió por un instante y luego
despertó.
Sonrió.
—Eso fue bonito. He
descansado. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cinco minutos?
—Algo más
—respondió el Cazador con dulzura—. Quiero que cojas la mano de Elena.
Unas horas antes,
Elena se habría resistido al grotesco acto de asir la mano de una subpersona.
Esta vez se limitó a obedecer: miró con amor al Cazador.
—Vosotras dos no
tenéis que saber mucho —dijo el Cazador—, Tú, P'Juana, recibirás todo lo que
hay en nuestra mente y nuestra memoria. Te convertirás en nosotros, en los dos.
Para siempre. Encontrarás tu glorioso destino.
La niña se
estremeció.
—¿Es éste el día?
—En efecto —asintió
el Cazador—. Las edades futuras recordarán esta noche. —Se volvió hacia
Elena—, Tú, Elena, sólo tienes que amarme y quedarte muy quieta. ¿Comprendes?
Verás cosas tremendas, algunas de ellas escalofriantes. Pero no serán reales.
Sólo quédate quieta.
Elena asintió en
silencio.
—En nombre del
Primer Olvidado —empezó el Cazador—, en nombre del Segundo Olvidado, en nombre
del Tercer Olvidado. Por el amor de las personas, que les darán vida. Por el
amor que les ofrecerá una muerte limpia y auténtica... —Las palabras sonaban
claras, pero Elena no las entendía.
El día de los días
había llegado.
Lo sabía.
No sabía cómo lo
sabía, pero así era.
La Dama Pane Ashash
subió atravesando el suelo sólido, usando su amistoso cuerpo de robot. Se
acercó a Elena y murmuró:
—No tengas miedo.
¿Miedo?, pensó Elena. No es momento para el
miedo. Es demasiado interesante.
Y como para
responderle, una voz clara, fuerte y masculina habló desde ninguna parte:
Es el momento del
valiente compartir.
Fue como si estas
palabras hubieran hecho explotar una burbuja. Elena sintió que su personalidad
se fundía con la de P’Juana. Con telepatía común habría resultado aterrador.
Pero aquella experiencia no era comunicación. Era ser.
Se había convertido
en P'Juana. Sintió el cuerpecito limpio en sus pulcras ropas. Volvió a tener
conciencia de aquella forma infantil. Resultaba agradable y perturbador
recordar que una vez ella había tenido la misma forma: el pecho liso, inocente
y plano; la delicada ingle; los dedos que aún parecían sueltos y vivos cuando
los extendía desde la palma de la mano. Pero la mente... ¡la mente de esa niña!
Era como un enorme museo iluminado por suntuosas vidrieras, atiborrado de bellezas
y tesoros, perfumado por un extraño incienso que flotaba despacio en el aire
quieto. P'Juana tenía una mente que se remontaba al color y la gloria de la
antigüedad del hombre. P'Juana había sido un Señor de la Instrumentalidad, un
hombre-mono que navegaba en las naves del espacio, un amigo de la entrañable
Dama Pane Ashash muerta, y la misma Pane Ashash.
Con razón la niña
era prodigiosa y extraña: la habían hecho heredera de todas las edades.
Es el
momento del reluciente apogeo de la verdad en el fatigoso compartir dijo la voz sin nombre, clara y
estentórea. Es el momento de tú y de él.
Elena comprendió
que reaccionaba ante impulsos telepáticos que la Dama Pane Ashash había
introducido en la mente de la niña-perro, impulsos que se activaban con plena
potencia en cuanto los tres entraban en contacto telepático.
Por una fracción de
segundo sólo captó perplejidad en su propio interior. Sólo se veía a sí misma:
cada detalle, cada secreto, cada pensamiento, cada sensación y cada contorno de
la carne. Era curiosamente consciente de que los senos le adornaban el pecho,
de la tensión de los músculos del vientre que mantenían recta y erguida la
columna vertebral femenina...
¿Columna vertebral
femenina?
¿Por qué había
pensado que tenía una columna vertebral femenina?
Entonces lo supo.
Estaba siguiendo la
mente del Cazador a medida que la conciencia de él le invadía el cuerpo, lo
bebía, lo gozaba, lo amaba de nuevo, esta vez de dentro hacia fuera.
Supo de algún modo
que la niña-perro lo observaba todo en silencio, sin palabras, bebiendo en
ambos la plenitud de ser verdaderamente humana.
Aun en pleno
delirio sintió vergüenza. Aunque fuera un sueño, le pareció demasiado. Empezó a
cerrar la mente y pensó que debía apartar las manos de las manos del Cazador y
la niña-perro.
Pero entonces llegó
el fuego...
6
El fuego ascendió
desde el suelo, ardiendo de forma intangible alrededor de ellos. Elena no
sintió nada, aunque percibía el contacto de la mano infantil.
Llamas en torno a
las damas, amas, dijo una voz idiota desde ninguna parte.
Una pira que luego
expira, mira, dijo otra.
Calor con mucho
ardor, valor, dijo una tercera.
De pronto Elena
recordó la Tierra, pero no era la Tierra que conocía. Ella era P'Juana y no era
P'Juana. Era un alto y fuerte hombre-mono, imposible de distinguir de un ser
humano verdadero. Ella/él, con el corazón alerta, atravesaba la plaza de la
Paz de An-fang, la Vieja Plaza de An-fang, donde todo comienza. Ella/él notó
una diferencia. Echó de menos algunos edificios.
La verdadera Elena
pensó: De manera que eso es lo que hicieron con la niña: le implantaron los
recuerdos de otras subpersonas. Otras que llevaron a cabo logros audaces y viajaron.
El fuego cesó.
Por un instante,
Elena vio el limpio y apacible recinto de color negro y oro; luego el verde
océano coronado de espuma blanca entró en un torrente. El agua los bañó sin
mojarlos. El verdor los rodeó sin presión ni ahogo.
Elena era el
Cazador. Enormes dragones flotaban en los cielos de Fomalhaut III. Se vio
errando por una colina, cantando con amor y añoranza. Tenía la mente del
Cazador, la
memoria del Cazador. El dragón lo
detectó y bajó planeando. Las enormes alas del reptil eran más hermosas que un
ocaso, más delicadas que las orquídeas. Batían el aire tan suavemente como el
hálito de un niño. Elena fue el Cazador y el dragón; sintió que las mentes se
fundían y que el dragón moría con un destello de alegría y júbilo.
El agua
desapareció. También P'Juana y el Cazador. Ella no estaba en el recinto. Era la
tensa, cansada y preocupada Elena, buscando destinos desesperados por una calle
sin nombre. Tenía que llevar a cabo misiones que nunca podría cumplir. La
persona equivocada, el momento equivocado, el tiempo equivocado... y estoy
sola, sola, sola, gritaba su mente. El recinto reapareció; también las manos
del Cazador y la niña.
Se levantó una
niebla.
Otro sueño, pensó Elena. ¿Aún no hemos terminado?
Pero en alguna
parte había otra voz, una voz que chirriaba como una sierra que partiera hueso,
como una máquina rota que siguiera funcionando a velocidad máxima,
destruyéndose. Era una voz maligna y aterradora. Quizá fuera la «muerte» con la
cual la habían confundido las subpersonas del túnel.
La mano del Cazador
soltó la de Elena y ésta soltó la de P'Juana.
Había una mujer
extraña en la habitación. Vestía el tahalí de la autoridad y los leotardos del
viajero.
Elena la miró a los
ojos.
—Recibirás tu
castigo —sentenció la terrible voz, que ahora salía de la mujer.
—¿Q-q-qué?
—tartamudeó Elena.
—Estás
condicionando a una subpersona sin autoridad. No sé quién eres, pero el Cazador
debería saber cómo comportarse. El animal tendrá que morir, desde luego
—declaró la mujer, mirando a la pequeña P'Juana.
El Cazador musitó,
en parte saludando a la desconocida, en parte ofreciendo una explicación a
Elena, como si no se atreviera a decir nada más.
—La Dama Arabella
Underwood.
Elena no pudo hacer
una reverencia para saludar, aunque lo deseaba.
La niña-perro les
dio una sorpresa.
—Soy la hermana Juana, no un animal, dijo.
La Dama Arabella
parecía tener problemas auditivos. (Elena misma no sabía si estaba oyendo
palabras articuladas o si recibía el mensaje con la mente.)
—Soy Juana y te
amo.
La Dama Arabella se
sacudió como si la hubieran salpicado con agua.
—Claro que eres
Juana. Me amas. Y yo te amo.
—Las personas y las
subpersonas se encuentran en el amor.
—Amor. Claro, amor.
Eres una buena niña. Y tienes mucha razón.
—Me olvidarás —continuó Juana—, hasta que nos
encontremos y nos amemos de nuevo.
—Sí, querida. Adiós
por ahora.
Al fin P'Juana se
dirigió al Cazador y Elena con palabras.
—Ya está. Sé quién
soy y cuál es mi misión. Será mejor que Elena venga conmigo. Te veremos pronto,
Cazador... si sobrevivimos.
Elena contempló a
la Dama Arabella, que se había quedado rígida, con los ojos fijos en ellos
como una ciega. El Cazador le hizo una seña a Elena, sonriéndole con
sabiduría, amabilidad y tristeza.
La niña condujo a
Elena escalera abajo, hasta la puerta que daba al túnel de Englok. Cuando
atravesaron la puerta de bronce, Elena oyó que la Dama Arabella le decía al
Cazador:
—¿Qué haces aquí a
solas? Flota un olor raro. ¿Has traído animales? ¿Has matado algo?
—Sí, señora
—respondió el Cazador mientras P'Juana y Elena salían por la puerta.
—¿Qué? —exclamó la
Dama Arabella.
El Cazador alzó la
voz enfáticamente porque quería que ellas dos también lo oyeran:
—He matado, señora.
Como siempre, con amor. Esta vez ha sido un sistema.
Se deslizaron por
la puerta mientras la voz irritada de la Dama Arabella, autoritaria e
inquisitiva, aún arremetía contra si Cazador.
Juana iba delante.
Su cuerpo era el de una bonita niña, pero tenía la personalidad del pleno
despertar de todas las subpersonas que se le habían impreso. Elena no lo
entendía, porque Juana era todavía la niña-perro, pero también era Elena y el
Cazador. Ya no cabía duda sobre sus movimientos: la niña, que ya no era una
subniña, llevaba la delantera; y Elena, humana o no, la seguía.
La puerta se cerró
detrás de ellas. Estaban de vuelta en el Pasillo Marrón y Amarillo. La mayoría
de las subpersonas las esperaban. Las miraban fijamente. Los densos olores
animales y humanos del viejo túnel se cernieron sobre ellas como espesas y
lentas olas. Elena sintió que le empezaba un dolor de cabeza en las sienes,
pero estaba demasiado alerta para darle importancia.
P'Juana y Elena
miraron al subpueblo.
Casi todos hemos
visto pinturas u obras teatrales basadas en esta escena. La más famosa es sin
duda el notable «dibujo en un solo trazo» de San Shigonanda: el fondo es casi
todo gris, con un toque marrón y amarillo a la izquierda, un toque negro y rojo
a la derecha, y en el centro la extraña pincelada blanca, casi un borrón, que
de algún modo sugiere a la desconcertada Elena y a la bienaventurada y
condenada niña Juana.
Charley-cariño-mío
fue, como era de esperar, el primero en hablar. (Elena ya no lo consideraba un
hombre-cabra.) Parecía un hombre maduro, serio y cordial que luchaba con
esfuerzo contra una salud débil y una vida incierta. La sonrisa ahora le
resultaba persuasiva y encantadora. Se preguntó por qué antes no lo había visto
así. ¿La habían cambiado?
Charley-cariño-mío
habló antes de que Elena hallara una respuesta.
—El Cazador lo ha
hecho. ¿Eres P'Juana?
—¿Soy P'Juana?
—preguntó la niña, dirigiéndose a la muchedumbre de gente rara y deforme que
llenaba el túnel—: ¿Pensáis que soy P'Juana?
—¡No, no! Eres la
Dama prometida... eres el puente-hacia-el-hombre —exclamó una alta anciana de
pelo amarillo a quien Elena no recordaba haber visto.
La mujer cayó de
rodillas ante la niña y trató de asir la mano de P'Juana. La niña apartó las
manos con serenidad pero firmeza, de modo que la mujer sepultó la cara en la
falda de la niña y lloró.
—Sov Juana
—continuó la niña—, y ya no soy perro. Ahora sois gente, gente. Si llegáis a
morir conmigo, moriréis como hombres. ¿No resulta mejor que antes? Y tú, Ruthie
—le dijo a la mujer que yacía a sus pies—, levántate y deja de llorar.
Alégrate. Estos son los días que compartiré con vosotros. Sé que te arrebatarán
a tus hijos y los matarán, Ruthie, y lo lamento sinceramente. No te los puedo
devolver. Pero te ofrezco la condición de mujer. Incluso he transformado a
Elena en una persona.
—¿Quien eres?
—preguntó Charley-cariño-mío—. ¿Quién eres?
—Soy la niña que
hace apenas una hora enviaste a vivir o morir. Pero ahora soy Juana, no
P'Juana, y os traigo un arma. Vosotras sois mujeres. Vosotros sois hombres.
Sois personas. Podéis usar el arma.
—¿Qué arma?
—preguntó la voz de Rastra desde la tercera fila de espectadores.
—Vida y vida
compartida —respondió la niña Juana.
—No seas necia
—exclamó Rastra—. ¿Cuál es el arma? No nos des palabras. Hemos tenido palabras
y muerte desde que comenzó la vida del subpueblo. Eso nos dio la gente: buenas
palabras, bonitos principios y frío exterminio, año tras año, generación tras
generación. No me digas que soy una persona, pues no es cierto. Soy un bisonte
y tengo conciencia de ello. Un animal preparado para tener el aspecto de una
persona. Dame algo con qué matar. Déjame morir luchando.
La pequeña Juana
ofrecía una imagen incongruente con su joven cuerpo y su baja estatura. Aún
llevaba el vestido azul con que Elena la había visto por primera vez. Parecía
imponente. Levantó la mano y los cuchicheos que se habían desatado mientras
Rastra gritaba se acallaron.
—Rastra —dijo, con
una voz que invadía todo el recinto—, la paz sea contigo en el eterno ahora.
Rastra frunció el
ceño. Tuvo la cortesía de revelar su desconcierto ante el mensaje de Juana,
pero no le respondió.
—No me hables,
querido pueblo —continuó la pequeña Juana—. Primero acostúmbrate a mí. Traigo
la vida compartida. Es más que amor. Amor es una palabra dura, triste, sucia,
una palabra fría, una palabra vieja. Dice demasiado y promete demasiado poco.
Traigo algo mucho mayor que el amor. Si estáis vivos, estáis vivos. Si tenéis
vida compartida, sabéis que la otra vida también está allí... cualquiera de
vosotros, todos vosotros. No hagáis nada. No aferréis, no toméis, no arrebatéis.
Limitaos a ser. Ésa es el arma. No hay llama, pistola ni veneno que
puedan detenerla.
—Quiero creerte
—dijo Mabel—, pero no sé cómo.
—No me creas. Tan
sólo espera y deja que las cosas ocurran. Dejadme pasar, buenas gentes de mi
pueblo. Tengo que dormir un rato. Elena me cuidará mientras duermo. Cuando
despierte, os contaré por qué ya no sois subpersonas.
Juana avanzó.
Un chirrido salvaje
y ululante vibró en el pasillo.
Todos se volvieron
para ver de dónde procedía.
Parecía el chillido
de un ave beligerante, pero venía de la muchedumbre.
Elena fue la
primera en verlo.
Rastra empuñaba un
cuchillo. Al terminar el grito se lanzó sobre Juana.
La niña y la mujer
cayeron al suelo, los vestidos enredados. La gran mano se alzó dos veces con el
cuchillo, y la segunda vez apareció ensangrentada.
Por la ardiente
quemadura que sentía en el costado, Elena comprendió que había recibido una de
las puñaladas. No sabía si Juana vivía aún.
Los subhombres
apartaron a Rastra de la niña. Rastra estaba pálida de ira.
—Palabras,
palabras. Nos matará a todos con sus palabras.
Un subhombre gordo
y corpulento, con un hocico de oso en una cabeza y un cuerpo bastante humano,
se acercó a Rastra y le propinó una enérgica bofetada. Rastra se desplomó
inconsciente. El cuchillo ensangrentado cayó sobre la vieja y gastada alfombra.
(Elena pensó automáticamente: Reconstituyente, más tarde; verificar
vértebras cervicales; no hay hemorragia.)
Por primera vez en
su vida, Elena actuó como una bruja competente. Ayudó a desnudar a la pequeña
Juana. El delgado cuerpo tenía un aspecto dolido y frágil. Una oscura sangre le
manaba por debajo de las costillas. Elena hurgó en el bolso izquierdo. Tenía
una péndola quirúrgica de radar. La acercó al ojo de Juana. Después examinó los
labios de la herida. El peritoneo estaba rasgado, el hígado había sufrido
heridas, los pliegues superiores del intestino grueso estaban perforados en dos
sitios.
Cuando vio esto,
supo lo que debía hacer. Apartó a los curiosos y se puso manos a la obra.
Primero unió los cortes de dentro hacia fuera, empezando por la lesión del
hígado. Cada toque del adhesivo orgánico iba precedido por una pulverización
de líquido recodificador, diseñado para reforzar la capacidad de
reconstitución del órgano dañado. Pasó once minutos sondando, apretando,
estrujando. Aún no había terminado cuando Juana despertó, murmurando:
—¿Me estoy
muriendo?
—En absoluto
—respondió Elena—, a menos que estos medicamentos humanos no sean aceptados
por tu sangre de perro.
—¿Quién lo hizo?
—Rastra.
—¿Por qué?
—preguntó la niña—. ¿Por qué? ¿Ella también está herida? ¿Dónde está?
—No tan herida como
lo estará pronto —bufó el hombre-cabra, Charley-cariño-mío—. Si sobrevive, la
curaremos, la juzgaremos y la ejecutaremos.
—No, nada de eso
—murmuró Juana—. La amaréis. Debéis amarla.
El hombre-cabra
quedó desconcertado. Se volvió perplejo hacia Elena.
—Mejor échale un
vistazo a Rastra —sugirió—. Tal vez Orson la ha matado con esa bofetada. Es un
oso.
—Ya lo he notado
—replicó con sequedad Elena—. ¿Acaso pensaba que Orson tenía aspecto de
colibrí?
Se acercó al cuerpo
de Rastra. En cuando le tocó los hombros, supo que Rastra le causaría
problemas. El aspecto exterior
era humano, pero la musculatura no. Los laboratorios habían dado a Rastra una
gran fuerza, manteniendo el vigor y la obstinación del bisonte por alguna razón
de tipo económico. Elena extrajo un enlace cerebral, una conexión telepática
que funcionaba sólo breve y ligeramente, para ver si la mente aún funcionaba.
Cuando tendió la mano hacia la cabeza de; Rastra, la muchacha
desvanecida despertó de golpe, se levantó; y exclamó:
—¡No, no lo harás!
No me espíes, sucia humana.
—Rastra, quédate
quieta.
—¡No me des
órdenes, monstruo!
—Rastra, no hables
así —aconsejó Juana. Resultaba perturbador oír esa voz tan enérgica en labios
de una niña. Por pequeña que fuera, Juana dominaba la escena.
—No me importa lo
que digas. Todos me odiáis.
—Eso no es cierto,
Rastra.
—Eras un perro y
ahora eres una persona. Naciste traidora. Los perros siempre han estado de
parte de las personas. Tú me odiabas aun antes de entrar en ese recinto para
convertirte en otra cosa. Ahora nos matarás a todos.
—Si hemos de morir,
Rastra, no será por mi culpa.
—Bien, aun así me
odias. Siempre me has odiado.
—Aunque no me creas
—dijo Juana—, siempre te he amado. Eras la mujer más bonita del pasillo.
Rastra se echó a
reír, La carcajada estremeció a Elena.
—Supongamos que te
creo. ¿Cómo podría vivir si creyera que la gente me ama? Si te creyera, tendría
que hacerme pedazos, aplastarme los sesos contra la pared... —La risa se
convirtió en llanto, pero Rastra logró seguir hablando—. Sois tan imbéciles que
ni siquiera os dais cuenta de que sois monstruos. No sois personas, nunca lo
seréis. Yo soy una de vosotros, y tengo la franqueza de admitir lo que soy.
Somos bazofia, no somos nada, somos menos que máquinas. Nos ocultamos en la
tierra como basura y la gente no llora al matarnos. Al menos estábamos
escondidos y ahora llegas tú, con tu dócil mujer humana —Rastra echó una ojeada
a Elena— y tratas de cambiar hasta eso. Te mataré de nuevo si puedo, escoria,
inmunda, perra. ¿Qué haces con ese cuerpo de niña?
Ni siquiera sabemos
quién eres ahora. ¿Nos lo puedes decir?
El hombre-oso se
había acercado a Rastra sin que ella se diera cuenta, y estaba dispuesto y
decidido a pegarle de nuevo si se lanzaba contra la pequeña Juana.
Juana fijó los ojos
en él y los movió apenas, ordenándole que no atacara.
—Estoy cansada
—murmuró—. Estoy cansada, Rastra. Tengo mil años a pesar de que todavía no he
cumplido cinco. Y ahora soy Elena, y también el Cazador, y soy la Dama Pane
Ashash, y sé mucho más de lo que creía posible saber jamás. Tengo una misión
que cumplir, Rastra, porque te amo, y creo que moriré pronto. Pero, por favor,
buenas gentes de mi pueblo, dejadme descansar primero.
El hombre-oso
estaba a la derecha de Rastra. A su izquierda había una mujer-serpiente. La cara
era bonita y humana, excepto por la delgada lengua bifurcada que entraba y
salía de la boca como una llama moribunda. Tenía buenos hombros y caderas, pero
apenas tenía senos. Un sostén dorado de copas vacías se le mecía sobre el
pecho. Las manos parecían más fuertes que el acero. Rastra avanzó hacia Juana y
la mujer-serpiente silbó.
Era el silbido de
serpiente de la Vieja Tierra.
Por un segundo,
cada persona-animal del corredor contuvo el aliento. Todos miraron a la
mujer-serpiente. Ella silbó de nuevo, mirando a Rastra. El sonido era una
abominación en aquel espacio estrecho. Elena advirtió que Juana se ponía en
guardia como un cachorro. Charley-cariño-mío parecía dispuesto a saltar veinte
metros de un brinco, y Elena experimentó un impulso de golpear, matar,
destruir. El silbido representaba un reto para todos.
La mujer-serpiente
miró alrededor con calma, sabiendo que había llamado la atención.
—No te preocupes,
querido pueblo. Como todos veis, uso el nombre que nos da Juana. No lastimaré a
Rastra a menos que ella ataque a Juana. Pero si lo hace, si cualquiera se
atreve a ir contra Juana, tendrá que vérselas conmigo. Sabéis bien quién soy.
Las personas-serpiente somos muy fuertes e inteligentes, y nunca tenemos
miedo. Sabéis que no podemos reproducirnos. Las personas nos hacen una por una
a partir de serpientes comunes. No me irrites, querido pueblo. Quiero aprender
este nuevo amor que nos trae Juana, y nadie le hará daño mientras yo esté aquí.
¿Me oís, queridas gentes? Nadie. El que lo intente morirá. Creo que podría
mataros a casi todos antes de morir, aunque me atacarais a la vez. ¿Me oís,
queridas gentes? Dejad a Juana en paz. Eso también va por ti, suave
mujer humana. Tampoco te temo. Tú —indico al hombre-oso—, recoge a la pequeña
Juana y llévala a un lecho tranquilo. Tiene que descansar. Necesita calma.
Tranquilizaos vosotros también, gente de mi pueblo, o tendréis que enfrentaros
a mí. —Sus ojos negros escrutaron todos los rostros. La mujer-serpiente avanzó
y todos le abrieron paso, como si fuera el: único ser sólido entre una multitud
de fantasmas.
Posó los ojos en
Elena. Ella sostuvo la mirada, pero le resultaba incómodo. Los ojos negros sin
cejas ni pestañas parecían rebosantes de inteligencia y desprovistos de
emoción. Orson, el hombre-oso, la seguía con docilidad llevando a la pequeña
Juana.
Cuando la niña pasó
junto a Elena trató de permanecer despierta.
—Hazme crecer
—murmuró—. Por favor, hazme crecer. Pronto.
—No sé cómo...
—dijo Elena.
La niña se esforzó
por despertar.
—Tengo trabajo que
hacer. Trabajo... y quizá deba morir mi muerte. Todo será en vano si soy tan
pequeña. Hazme crecer, por favor.
—Pero... —protestó
Elena.
—Si no sabes cómo,
pregunta a la Dama.
—¿Qué Dama?
La mujer-serpiente
se había detenido para escuchar la conversación.
—La Dama Pane
Ashash, por supuesto —intervino—. La Dama muerta. ¿Crees que una Dama viva de
la Instrumentalidad haría otra cosa que matarnos a todos?
Mientras la
mujer-serpiente y Orson se llevaban a Juana, Charley-cariño-mío se acercó a
Elena para decirle:
—¿Quieres ir?
¿Adonde?
—A ver a la Dama
Pane Ashash, desde luego.
—¿Yo? ¿Ahora? Claro
que no —añadió, pronunciando cada palabra como si fuera una ley—. ¿Qué crees
que soy? Hace unas horas ni siquiera sabía de vuestra existencia. No estaba
segura de lo que significaba la palabra «muerte». Daba por sentado que todo
terminaba a los cuatrocientos años, tal como debía ser. Han sido horas de
peligro, y cada uno ha amenazado a todos los demás durante ese tiempo. Estoy
cansada, tengo sueño, estoy sucia, debo cuidar de mí, y además...
Se interrumpió de
pronto y se mordió el labio. Iba a decir que además tenía el cuerpo rendido
después del fascinante momento de amor que había compartido con el Cazador. Eso
no incumbía a Charley-cariño-mío: ya era bastante cabra tal como era. Su mente
caprina no comprendería la dignidad de todo ello.
—Estás haciendo
historia, Elena —dijo gentilmente el hombre-cabra—, y cuando haces historia no
siempre puedes ocuparte también de los pequeños detalles. ¿Eres más feliz y
más importante que antes? ¿Sí? ¿No eres diferente de la persona que conoció a
Balthasar hace sólo unas horas?
Elena se quedó
sorprendida ante su seriedad. Asintió.
—Sigue hambrienta y
cansada. Sigue sucia. Sólo un poco más. No hay tiempo que perder. Puedes hablar
con la Dama Pane Ashash. Averigua lo que necesitas acerca de la pequeña Juana.
Cuando regreses con nuevas instrucciones, yo mismo te cuidaré. Este túnel no es
tan malo como parece. Tendremos todo lo que necesites en el Recinto de Englok.
Englok mismo lo construyó hace mucho tiempo. Trabaja un poco más, y luego
podrás comer y descansar. Aquí tenemos de todo. «No soy habitante de una ciudad
mezquina.» Pero antes ayuda a Juana. Amas a Juana, ¿verdad?
—Claro que sí
—admitió Elena.
—Entonces, ayúdanos
un poco más.
¿Con la muerte?, se preguntó Elena. ¿Con el
asesinato?¿Con la violación de la ley? Pero... pero todo era por Juana.
Así fue cómo Elena
enfiló hacia la puerta camuflada, salió al cielo abierto, y vio la gran cúpula
de la Kalma alta extendiéndose sobre la vieja ciudad baja. Le habló a la voz de
la Dama Pane Ashash, y recibió instrucciones y algunos mensajes. Estaba segura
de poder repetirlos, pero se sentía demasiado cansada para desentrañar su
significado.
Retrocedió hasta el
punto de la pared donde pensaba que estaba la puerta, se apoyó y no ocurrió
nada.
—Más abajo, Elena,
más abajo. ¡Deprisa! Cuando yo era yo, también me cansaba —susurró
enérgicamente la Dama Pane, Ashash—. ¡Pero date prisa!
Elena se apartó de
la pared y la miró.
Un haz de luz la
tocó.
La Instrumentalidad
la había descubierto.
Se lanzó ferozmente
contra la pared.
La puerta se
entreabrió. La fuerte mano de Charley-cariño-mío la ayudó a entrar.
—¡La luz! ¡La luz!
—gritó Elena—. He causado la muerte de todos. Me han descubierto.
—Todavía no —sonrió
el hombre-cabra, con su sonrisa taimada e inteligente—. No habré recibido
educación, pero soy listo.
Tendió la mano
hacia la puerta interior, evaluó a Elena con la mirada y empujó a un robot de
tamaño humano por la puerta.
—Un barrendero de
tu estatura. No tiene banco de memoria, sólo un cerebro agotado. Sólo
motivaciones simples. Si bajan para examinar lo que creyeron descubrir, se
encontrarán con esto. Mantenemos un grupo junto a la puerta. No salimos mucho,
pero cuando lo hacemos resulta conveniente disponer de ellos para protegernos.
—Le cogió por el brazo—. Mientras comes podrás contarme. ¿Podemos hacer que
crezca...?
—¿Quién?
—Juana, desde
luego. Nuestra Juana. Eso fuiste a averiguar.
Elena tuvo que
indagar en su propia mente para recordar qué había dicho la Dama Pane Ashash.
Al cabo de un instante lo vio claro.
—Necesitáis una
cápsula. Y un baño de gelatina. Y narcóticos, porque será doloroso. Cuatro
horas.
—Maravilloso —dijo
Charley-cariño-mío, internándose con ella en el túnel.
—Pero, ¿de qué
sirve si lo he echado todo a perder? La jnstrumentalidad me ha visto entrar. Me
seguirán. Os matarán a todos, incluida Juana. ¿Dónde está el Cazador? ¿No
debería dormir primero? —Tenía los labios hinchados de fatiga; no había
descansado ni comido desde que había entrado en esa extraña puertecilla que se
abría entre Waterrocky Road y el Shopping Bar.
—Estás a salvo,
Elena, estás a salvo —la tranquilizó Charley-cariño-mío. Su taimada sonrisa parecía
muy tierna y su suave voz comunicaba una sincera convicción. En realidad no
creía una palabra de lo que decía. Creía que todos corrían peligro, pero
consideraba innecesario asustar a Elena. Ella era la única persona verdadera
con quien contaban, excepto por el Cazador, que era un individuo extraño, casi
un animal, y por la Dama Pane Ashash, que era muy amable, pero que a fin de
cuentas estaba muerta. El también estaba asustado, pero temía el miedo.
Sospechaba que todos estaban condenados.
En cierto modo
tenía razón.
7
La Dama Arabella
Underwood había llamado a la Dama Goroke.
—Algo me ha
interferido la mente.
La conmocionada
Dama Goroke proyectó una sugerencia:
—Sondéala.
—Ya lo he hecho.
Nada.
—¿Nada?
Más conmoción para
la Dama Goroke.
—Haz sonar la
alarma, entonces.
—Oh, no. No, no. Ha
sido una interferencia amistosa y agradable. —La Dama Arabella Underwood, por
su condición de norstriliana, era bastante formal: siempre se comunicaba con
sus amigos con palabras enteras, incluso en contacto telepático. Nunca
proyectaba meras ideas.
—Pero eso es
totalmente ilegal. Formas parte de la lnstrumentalidad. ¡Constituye un delito!,
respondió la Dama Goroke.
La Dama Arabella
Underwood respondió con una risita.
—¿Te ríes...? —preguntó la Dama Goroke.
—Sólo pensaba que
podría tratarse de un nuevo Señor de la Instrumentalidad. Tal vez me echaba un
vistazo.
La Dama Goroke era
muy estricta y quisquillosa.
—¡Nunca haríamos
eso!
La Dama Arabella
pensó, sin transmitirlo: «No contigo,, querida. Eres una mojigata.» A la otra
le transmitió:
—Entonces,
olvídalo.
Intrigada y
preocupada, la Dama Goroke pensó:
—Bien, de acuerdo.
¿Cortamos?
—De acuerdo.
Cortemos.
La Dama Goroke
frunció el ceño. Palmeó su pared. Central Planetaria, llamó con el
pensamiento.
Un hombre común
estaba sentado ante un escritorio.
—Soy la Dama Goroke
—se presentó ella.
—Desde luego,
señora —respondió el hombre.
—Fiebre policial,
grado uno. Sólo grado uno. Hasta que se rescinda. ¿Está claro?
—Muy claro, señora.
¿Todo el planeta?
—Sí.
—¿Deseas presentar
una justificación? —preguntó el hombre con voz respetuosa y rutinaria.
—¿Debo hacerlo?
—Desde luego que
no, mi señora.
—Entonces, no
presentaré ninguna. Cierro.
Él saludó
formalmente y su imagen se borró de la pared.
Ella elevó la mente
en un llamado,
—Instrumentalidad
solamente... Instrumentalidad solamente. He elevado el nivel de fiebre policial
en un grado. Motivo, inquietud personal. Conocéis mi voz. Sabéis quién soy.
Goroke.
En el otro extremo
de la ciudad, un ornitóptero de la policía patrullaba lentamente por la calle.
El robot policía
fotografiaba a un barrendero, el barrendero más maltrecho con que se había
encontrado jamás.
El barrendero
corría calle abajo a velocidades ilícitas, cerca de los trescientos kilómetros
por hora. Se detuvo con un siseo de plástico sobre piedra y se puso a recoger
polvo del pavimento.
Cuando el
ornitóptero lo alcanzó, el barrendero arrancó de nuevo, dio la vuelta a dos o
tres esquinas a gran velocidad y luego se puso a cumplir su tonta tarea.
La tercera vez que
esto ocurrió, el robot del ornitóptero le lanzó un dispositivo paralizador,
descendió y lo recogió con los garfios de su máquina.
Lo miró de cerca.
—Cerebro de pájaro.
Modelo viejo. Cerebro de pájaro. Menos mal que no los usan más. Esta cosa pudo
haber herido a un hombre. En cambio a mí me imprimieron un ratón, un ratón
verdadero con mucha inteligencia.
Llevó al averiado
barrendero hacia el depósito central de chatarra. El barrendero, paralizado
pero consciente, trataba de recoger polvo de los garfios de hierro que lo
sostenían.
Más abajo se
extendía la ciudad vieja con sus raras luces geométricas. La ciudad nueva,
bañada en su tenue y perpetuo fulgor, brillaba contra la noche de Fomalhaut
III. Más allá, el eterno océano hervía en sus propias tormentas.
En el escenario los
actores no pueden hacer mucho con la escena del interludio, cuano la niña
Juana, de cinco años, alcanzó en una sola noche la estatura de una muchacha de
quince o dieciséis. La máquina biológica funcionó bien, aunque su vida corrió
peligro. La transformó en una joven vital y robusta sin alterarle la mente.
Esto resulta difícil de representar para cualquier actriz. Las cajas
narradoras tienen más ventajas. Pueden mostrar la máquina con toda clase de
añadidos: luces centelleantes, relámpagos, rayos misteriosos. En realidad era
como una tina llena de gelatina marrón e hirviente que cubría totalmente a
Juana.
Entretanto, Elena
engullía vorazmente en la sala palaciega de Englok. La comida era muy antigua,
y ella, como bruja, tenía dudas acerca de su valor nutritivo, pero le calmó el
hambre, Los habitantes de Clown Town habían declarado ese recinto «terreno vedado» para ellos, por
razones que Charley-cariño-mío no atinaba a explicar. Se quedó en la puerta y
le detalló qué debía hacer para encontrar comida, para activar el lecho oculto
en el suelo, para abrir el cuarto de baño. Todo era muy anticuado, nada
respondía a un simple pensamiento o una simple palmada.
Sucedió algo
extraño.
Elena se había
lavado las manos, había comido y se estaba preparando para el baño. Se había
quitado casi toda la ropa; pensaba que Charley-cariño-mío era sólo un animal,
no un hombre, así que no importaba.
De pronto supo que
sí importaba.
Quizá fuera una
subpersona, pero para ella era un hombre. Profundamente ruborizada, entró
deprisa en el cuarto de baño y le indicó:
—Vete. Me bañaré y
dormiré. Despiértame cuando debas hacerlo, no antes.
—Sí, Elena.
—Y... y...
—¿Sí?
—Gracias —añadió
ella—. Muchas gracias. ¿Sabes? Nun antes le había dado las gracias a una
subpersona.
—No te preocupes
—la tranquilizó Charley-cariño-mío con una sonrisa—. La mayoría de la gente
verdadera no lo hace. Duerme bien, querida Elena. Cuando despiertes, prepárate
para grandes sucesos. Arrancaremos una estrella del firmamento e incendiaremos
miles de mundos.
—¿Qué dices?
—preguntó ella, asomando la cabeza.
—Sólo es una manera
de hablar —sonrió él—. Para significar que no tendrás mucho tiempo. Descansa
bien. No olvides poner tu ropa en la máquina-azafata. Las de Clown Town están
estropeadas. Pero como no hemos usado este cuarto, la tuya debería funcionar.
—¿Cuál es?
—preguntó Elena.
—La tapa roja con
la manija dorada. Tan sólo levántala.
Y con ese
comentario doméstico la dejó descansar y se fue a planear el destino de cien
mil millones de vidas.
Cuando Elena salió
del cuarto de Englok, —le dijeron que de mañana. ¿Cómo podía saberlo?— El
Pasillo Marrón y Amarillo con sus amarillentas, viejas y sombrías luces,
estaba tan oscuro y hediondo como de costumbre. Sin embargo, la gente parecía
haber cambiado.
Bebé-bebé ya no
parecía una vieja y desagradable mujer-ratón, sino una persona de gran fuerza y
ternura. Rastra era tan peligrosa como un enemigo humano, y clavaba los ojos en
Elena, la bella cara ablandada por un odio oculto. Charley-cariño-mío era
jovial, cordial y persuasivo. Creyó captar expresiones en la cara de Orson y
la mujer-serpiente, por raros que fueran sus rasgos.
Y después de unos
saludos singularmente corteses, preguntó:
—¿Qué sucederá
ahora?
Habló una nueva
voz, una voz que ella conocía e ignoraba.
¡La Dama Pane Ashash! ¿Y quién era la que estaba con ella?
Elena no había
terminado de hacerse la pregunta cuando supo la respuesta. Era Juana, crecida,
sólo media cabeza más baja que la Dama Pane Ashash o que ella misma. Era una
nueva Juana, poderosa, feliz y serena; pero que también era la pequeña P'Juana.
—Bien venida a
nuestra revolución —saludó la Dama Pane Ashash.
—¿Qué es una
revolución? —preguntó Elena—. Creía que tú no podías entrar aquí debido al
escudo contra pensamientos.
La Dama Pane Ashash
levantó un cable que arrastraba con su cuerpo de robot.
—Arreglé esto para
poder usar el cuerpo. Las precauciones ya son inútiles. Ahora es el otro bando
el que deberá tomarlas. Una revolución es una forma de cambiar los sistemas y
la gente. Esta es una. Tú primero, Elena. Por aquí.
—¿Vamos a morir? ¿A
eso te refieres?
La Dama Pane Ashash
rió cálidamente.
—Ahora me conoces.
Y conoces a mis amigos. Ahora sabes qué has sido hasta ahora, una bruja inútil
en un mundo que no te necesitaba. Quizá debamos morir, pero lo que cuenta es lo
que llevaremos a cabo antes de morir. Ésta es Juana, que va al encuentro de su destino. Tú nos guiarás
hasta la ciudad alta. Luego Juana nos guiará. Y después veremos.
—¿Quieres decir que
todos ellos irán también? —Elena contempló las filas de subpersonas, que
estaban empezando a: formar dos hileras en el pasillo. Las formaciones se
volvían irregulares allí donde las madres llevaban a sus hijos de laj mano o en
brazos. Aquí y allá asomaba una subpersona gigantesca,
No han sido nada, pensó Elena, y yo tampoco era nada.
Ahora todos conseguiremos algo, aunque quizá nos maten por ello. No «quizá»,
«sin duda» es la expresión correcta. Pero vale la pena si Juana consigue
cambiar los mundos, aunque sea un poco, aunque sea por los demás.
Juana habló. La voz
había crecido con el cuerpo, pero tenía el mismo tono entrañable con que la
niña-perro había hablado dieciséis horas atrás (que para Elena parecían
dieciséis años), cuando Elena la había conocido en la puerta del túnel de
Englok.
—El amor no es algo
especial, reservado sólo para los hombres —declaró Juana—. El amor no es
orgulloso. El amor no tiene nombre. El amor ama la vida misma, y nosotros tenemos
vida.
»No podemos vencer
peleando. Las personas nos superan en número, en armamento, en velocidad, en
capacidad de lucha. Pero no nos crearon las personas. Fuimos creados por
aquello que creó a las personas. Todos lo sabéis, pero ¿diremos el nombre?
La muchedumbre
murmuró no y nunca.
—Habéis esperado
por mí. Yo también he esperado. Quizá sea el momento de morir, pero moriremos
como las personas morían al principio, antes de que todo se volviera fácil y
cruel para ellas. Viven en un sopor y mueren en un sueño. No es un buen sueño,
y si despiertan sabrán que también nosotros somos personas. ¿Estáis conmigo?
—Murmuraron un sí—. ¿Me amáis? —Otro murmullo aprobatorio—. ¿Saldremos
al encuentro de este día?
La aclamaron con
entusiasmo.
Juana se volvió
hacia la Dama Pane Ashash.
—¿Todo está tal
como deseaste y ordenaste?
—Sí —respondió la
entrañable difunta con cuerpo de robot—. Juana primero, para conduciros. Elena
delante de ella, para ahuyentar a robots y subpersonas comunes. Cuando
encontréis a personas verdaderas, amadlas. Eso es todo. Debéis amarlas. Si os
matan, las amaréis. Juana os mostrará cómo. No me prestéis más atención.
¿Preparados?
Juana levantó la
mano derecha y murmuró unas palabras. Todos inclinaron la cabeza: caras,
hocicos y morros de todos los tamaños y colores. Una niñita soltó un maullido
agudo hacia el fondo.
Antes de ponerse a
la cabeza de la comitiva, Juana se volvió hacia su pueblo y preguntó:
—Rastra, ¿dónde
estás?
—Aquí, en el centro
—respondió una voz clara y serena.
—¿Me amas ahora,
Rastra?
—No, P'Juana. Me
gustas menos que cuando eras una perrita. Pero esta gente es mi pueblo, además
del tuyo. Soy valiente. Puedo caminar. No causaré problemas.
—Rastra —dijo
Juana—, ¿amarás a la gente cuando la encuentres?
Todas las caras se
volvieron hacia la hermosa muchacha-bisonte. Elena apenas podía verla en el
pasillo en penumbra. Elena advirtió que el rostro de la muchacha había
palidecido de emoción. No pudo distinguir si realmente era por rabia o por
miedo.
—No —declaró al fin
Rastra—, no amaré a la gente. Ni te amaré a ti. Tengo mi orgullo.
Con la suavidad de
la muerte ante el lecho de un agonizante, Juana habló:
—Puedes quedarte,
Rastra. Puedes quedarte aquí. No es una gran oportunidad, pero dispones de
ella.
—Te deseo mala
suerte, mujer-perro —dijo Rastra—, y le deseo mala suerte también a ese
despreciable ser humano que te
acompaña.
Elena se puso de
puntillas para ver qué ocurriría. Y de pronto la cara de Rastra desapareció
entre la muchedumbre.
La mujer-serpiente
se abrió paso a codazos hasta la vanguardia, se acercó a Juana para que todos
la vieran y cantó con voz clara como el metal:
—Canta «Pobre,
pobre Rastra», amado pueblo. Canta «Amo a Rastra», amado pueblo. Está muerta.
Acabo de matarla para que todos estemos colmados de amor. Yo también te amo
—añadió la mujer-serpiente, en cuyos rasgos de reptil no se apreciaba ningún
indicio de amor ni de odio.
Juana habló, al
parecer urgida por la Dama Pane Ashash.
—Amamos a Rastra,
amado pueblo. Pensad en ella y avancemos.
Charley-cariño-mío
empujó a Elena con suavidad.
—Tú irás delante.
Elena los precedió
como flotando en un sueño.
Se sentía cálida,
feliz, audaz cuando pasó cerca de la extraña Juana, tan alta y sin embargo tan
familiar. Juana le sonrió y susurró:
—Dime que lo estoy
haciendo bien, mujer humana. Soy perro, y los perros han vivido un millón de
años para alabar al hombre.
—¡Tienes razón,
Juana, tienes muchísima razón! Estoy contigo. ¿Vamos? —respondió Elena.
Juana asintió, con
los ojos húmedos por las lágrimas.
Elena se puso a la
cabeza. Juana y la Dama Pane Ashash la siguieron, perro y Dama muerta al frente
de la comitiva.
El resto del
subpueblo las siguió en doble hilera.
Cuando abrieron la
puerta secreta, la luz del día inundó el pasillo. Elena casi sintió que el aire
nauseabundo salía con ellos. Cuando miró hacia el túnel por última vez, vio el
solitario cuerpo de Rastra tendido en el suelo.
Elena se volvió
hacia la escalera y empezó a subir.
Nadie había
descubierto aún el cortejo.
Elena oía el cable
de la Dama Pane Ashash arrastrándose sobre la piedra y el metal de los
escalones mientras subían.
Cuando llegó a la
puerta, Elena tuvo un instante de indecisión y pánico.
«Esta es mi vida,
mi vida —pensó—. No tengo otra. ¿Qué he hecho? Oh, Cazador, Cazador, ¿dónde
estás? ¿Me has traicionado?»
—¡Adelante!
—murmuró Juana a sus espaldas—. Adelante. Ésta es una guerra de amor. No te
detengas.
Elena abrió la
puerta que daba a la calle. El camino estaba lleno de gente. Tres ornitópteros
policiales revoloteaban en lo alto. Era un número desacostumbrado. Elena se
detuvo de nuevo.
—Sigue caminando
—indicó Juana— y ordena a los robots que se alejen.
Elena avanzó y la
revolución empezó.
8
La revolución duró
seis minutos y abarcó ciento doce metros.
La policía se
acercó en cuanto las subpersonas salieron por la puerta.
El primer aparato
descendió como un gran pájaro y preguntó:
—¿Quiénes sois?
¡Identificaos!
—Aléjate —dijo
Elena—. Es una orden.
—Identifícate
—insistió la máquina con forma de pájaro, frenando bruscamente. El robot
escrutó a Elena con sus ojos lenticulares.
—Vete —profirió
Elena—. Soy una humana verdadera y te lo ordeno.
El primer
ornitóptero policial llamó a los demás por radio. Descendieron aleteando sobre
el corredor que había entre los altos edificios.
Mucha gente se
había detenido. Todas las caras revelaban desconcierto, y algunos parecían
excitados, divertidos o aterrados al ver tantas subpersoans apiñadas en un solo
lugar.
Juana cantó,
articulando claramente en la Vieja Lengua Común:
—Queridas personas,
somos personas. Os amamos. Os ornamos.
El subpueblo
comenzó a salmodiar amor, amor, amor en un extraño canto monótono
plagado de sostenidos y semitonos. Los humanos verdaderos retrocedieron. Juana
dio el ejemplo abrazando a una joven mujer de su misma estatura.
Charley-cariño-mío aferró por los hombros a un hombre humano y le gritó:
—¡Te amo, amigo!
Créeme. Te amo. Es maravilloso conocerte.
El hombre humano se
quedó desconcertado por el abrazo y aún más asombrado por la fulgurante calidez
de la voz del hombre-cabra. Quedó boquiabierto, el cuerpo flojo de pura
sorpresa.
En alguna parte
alguien gritó.
Un ornitóptero de
la policía regresó. Elena no distinguió si era el que ella había ahuyentado o
uno nuevo. Esperó a que se acercara para llamarlo y ordenarle que se alejara.
Por primera vez se sintió intrigada por el carácter físico del peligro. ¿Podía
la máquina policial lanzarle un disparo? ¿O atacarla con llamas? ¿O llevársela
con los garfios de hierro para colocarla en un sitio donde quedaría bonita y
limpia y nunca más sería ella misma? Pensó: «Oh, Cazador, Cazador, ¿dónde estás
ahora? ¿Me has olvidado? ¿Me has traicionado?»
El subpueblo seguía
avanzando y confundiéndose con las personas verdaderas, aferrándoles las manos
o la ropa y repitiendo el discordante sonsonete:
—Os amamos. ¡Oh,
por favor, os amamos! Somos personas. Somos vuestros hermanos...
La mujer-serpiente
no tenía mucho éxito. Había asido a un hombre humano con su férrea mano. Elena
no le había visto decir nada, pero el hombre se había desmayado al instante. La
mujer-serpiente lo llevaba colgado del brazo como un abrigo inútil mientras
buscaba alguien más para amar.
Detrás de Elena una
voz murmuró:
—Llegará pronto.
—¿Quién? —preguntó
Elena a la Dama Pane Ashash. Aunque sabía muy bien a quién se refería, no
quería admitirlo. Entretanto no dejaba de observar al ornitóptero que los sobrevolaba.
—El Cazador, desde
luego —respondió el robot con la voz de la entrañable Dama—. Vendrá a buscarte.
Tú estarás bien.
He llegado al final
demi cable. Apártate, querida. Están a punto de matarme de nuevo y temo
que el espectáculo te resultará desgradable.
Catorce robots de
infantería marchaban con marcial resolución contra la multitud. Esto alertó a
varios humanos verdaderos, que empezaron a escabullirse por las puertas. La
mayor parte de las personas verdaderas estaban tan sorprendidas que se dejaban
tocar por las subpersonas, que repetían una y otra vez palabras de amor,
revelando a todas luces el origen animal de sus voces.
El sargento robot
no reparó en eso. Se acercó a la Dama Pane Ashash, y Elena se interpuso en su
camino,
—Te ordeno —dijo
Elena, con toda la decisión de una bruja al trabajar—, te ordeno que
abandones este lugar.
Los ojos
lenticulares eran como canicas azules flotando en leche. Parecían turbios y mal
enfocados. El sargento no respondió, sino que la eludió con tal rapidez que
ella no pudo interceptarlo. Se dirigió a la entrañable y muerta Dama Pane
Ashash.
La perpleja Elena
advirtió que el cuerpo robótico de la Dama parecía más humano que nunca. El
sargento robot se enfrentó a ella.
Ésta es la escena
que todos recordamos, la primera grabación auténtica de todo el incidente.
El sargento dorado
y negro mirando a la Dama Pane Ashash con ojos lechosos.
La Dama con su
agradable cuerpo de robot, levantando una mano enérgica.
Elena,
desconsolada, volviéndose como si quisiera aferrar al robot con el brazo
derecho. Mueve la cabeza tan deprisa que su cabello negro ondula.
Charley-cariño-mío
gritando: «¡Te amo, te amo, te amo!» a un hombre apuesto con pelo color ratón.
El hombre traga saliva y no dice nada.
Sabemos todo esto.
Luego viene lo
inusitado, lo que ahora creemos, el acontecimiento para el cual no estaban
preparados las estrellas ni los mundos.
El motín.
El motín de los
robots.
Desobediencia a
plena luz del día.
Las palabras de la
cinta resultan confusas, pero aun así podemos captarlas. El aparato grabador
del ornitóptero de la policía estaba enfocado directamente hacia la cara de la
Dama Pane Ashash. Los lectores de labios pueden ver las palabras con claridad;
los que no saben leer los labios pueden oír las palabras la tercera o cuarta
vez que pasan la cinta por la caja óptica.
—Obedece —ordenó la
Dama.
—No —soltó el
sargento—, tú eres un robot.
—Compruébalo tú
mismo. Léeme el cerebro. Soy un robot. Pero también soy una mujer. No puedes
desobedecer a una persona. Yo soy una persona. Te amo. Más aún, tú eres una
persona. Piensas. Nos amamos. Intenta, intenta atacarme.
—No... no puedo
—tartamudeó el sargento robot. Los ojos lechosos parecían girar
desconcertados—. ¿Me amas? ¿Quieres decir que estoy vivo ¿Que existo?
—Con amor, existes
—explicó la Dama Pane Ashash—. Mírala a ella —añadió, señalando a Juana—,
porque ella te ha traído amor.
El robot miró a Juana
y desobedeció la ley. Su escuadrón le imitó. El robot se volvió hacia la Dama y
se inclinó.
—Entonces, tú sabes
lo que debemos hacer, ahora que no podemos obedecerte a ti ni desobedecer a los
demás.
—Hacedlo —dijo ella
con tristeza—, pero sed conscientes de lo que estáis haciendo. No estáis
rehuyendo dos órdenes humanas. Estáis decidiendo. Vosotros. Eso os convierte en
hombres.
El sargento se
volvió hacia su escuadrón de robots de tamaño humano.
—¿Habéis oído? Ella
dice que somos hombres. Yo le creo. ¿Vosotros le creéis?
—Le creemos —fue el
grito casi unánime.
Aquí termina la
grabación visual, pero podemos imaginar cómo concluyó la escena. Elena se había
detenido en seco detrás del robot sargento. Los otros robots se le habían
acercado. Charley-cariño-mío se había callado. Juana alzaba las manos para
bendecir, con los cálidos y castaños ojos perrunos plenos de piedad y
comprensión.
La gente escribió
las cosas que no podemos ver.
Al parecer el
sargento robot dijo:
—Te ofrecemos
nuestro amor, querido pueblo, y nos despedimos. Desobedecemos y morimos.
—Agitó la mano para saludar a Juana. No se sabe con certeza si dijo: «Adiós,
nuestra señora y liberadora.» Tal vez algún poeta inventó la segunda frase,
pero tenemos plena certeza sobre la primera. Y estamos seguros de la palabra
siguiente, la única en que coinciden todos los historiadores y poetas. Se
volvió hacia sus hombres y ordenó: «Destrucción.»
Catorce robots, el
sargento negro y dorado y sus trece infantes de color azul plateado, de pronto
lanzaron fogonazos blancos en la calle de Kalma. Activaron sus botones
suicidas, cascos de termita que llevaban en la cabeza. Habían tomado una
decisión sin que ningún humano lo ordenara, todo a causa de la orden de otro robot,
el cuerpo de la Dama Pane Ashash, y ella a su vez no contaba con ninguna
autoridad humana, sino con la palabra de la niña-perro Juana, que había llegado
a la edad adulta en una sola noche.
Catorce llamaradas
blancas hicieron que las personas y subpersonas apartaran la mirada. En medio
del resplandor descendió un ornitóptero especial de la policía. De allí salieron
las dos Damas, Arabella Underwood y Goroke. Levantaron los brazos para
protegerse los ojos ante los robots llameantes y moribundos. No vieron al
Cazador, que había entrado misteriosamente por una ventana abierta que daba a
la calle y miraba la escena cubriéndose los ojos con las manos y atisbando a
través de los dedos entreabiertos. Todos estaban deslumhrados cuando sintieron
el feroz poder telepático de la mente de la Dama Goroke que tomaba las riendas
del asunto. Era su derecho, como Dama de la Instrumentalidad. Algunas personas,
aunque no todas, sintieron el contragolpe de la mente de Juana al enfrentarse a
la Dama Goroke.
—Asumo el mando —pensó la Dama Goroke, abriendola a
todos los seres.
—Claro que sí, pero
yo te amo, te amo —pensó
Juana.
Fuerzas de primer
orden chocaron.
Lucharon.
La revolución
terminó. Nada había ocurrido, pero Juana había obligado a la gente a que la
conociera. No fue como en el poema donde se confunden personas y subpersonas.
La confusión sucedió mucho más tarde, después de los tiempos de G'Mell. El
poema es bonito pero está totalmente equivocado, como podéis ver:
Preguntadme a mí,
a mí, a mí, a mí,
porque yo sé,
pues vivía
en la costa este.
Los hombres no son
hombres,
las mujeres no son
mujeres
y la gente ya no es
gente.
Ante todo, no hay
Costa Este en Fomalhaut III; la crisis del pueblo y el subpueblo se produjo
mucho después. La revolución había fracasado, pero la historia había alcanzado
un nuevo punto crucial, la lucha entre las dos damas. Dejaron las mentes
abiertas de pura sorpresa. ¿Robots suicidas y perros que amaban a la gente? Era
inaudito. Ya resultaba bastante grave tener tantas subpersonas ilegales sueltas,
pero estas novedades... jah!
—Destruidlos a
todos —ordenó la Dama Goroke.
—¿Por qué? —pensó la Dama Arabella Underwood.
—Mal funcionamiento
—respondió Goroke.
—¡Pero no son
máquinas!
—Pues son
animales... subpersonas. ¡Destruidlos!
Luego llegó la
respuesta que ha dado origen a nuestra época. La dio la Dama Arabella
Underwood, y toda Kalma la oyó;
—Quizá sean
personas. Merecen un juicio.
La niña-perro Juana
cayó de rodillas.
—He triunfado. ¡He
triunfado, he triunfado! ¡Podéis matarme, personas, pero os amo, os amo!
La Dama Panc Ashash
susurró a Elena:
—Supuse que a estas
alturas yo ya estaría muerta. Realmente muerta, por fin. Pero no. He visto cómo
cambiaban los mundos, Elena, y tú lo has visto conmigo.
El subpueblo había
callado al percibir el estentóreo intercambio telepático entre las dos grandes
Damas.
Soldados verdaderos
bajaron del cielo en ornitópteros aleteantes. Corrieron hacia las subpersonas
y las maniataron.
Un soldado echó un
vistazo al cuerpo robótico de la Dama Pane Ashash. La tocó con su bastón
eliminador de calor, y el bastón se puso rojo cereza. El cuerpo robótico,
desprovisto de todo su calor, en un instante se desmoronó en una pila de
cristales de hielo. Elena avanzó por entre los escombros helados y el bastón
al rojo vivo. Había descubierto al Cazador.
No atinó a ver al
soldado que se había acercado a Juana, había empezado a atarla y cayó llorando
y balbuceando:
—¡Ella me ama! ¡Me
ama!
El Señor Femtiosex,
que comandaba a los soldados, ató a Juana sin escucharla.
—Claro que me amas
—le respondió con un gruñido—. Eres un buen perro. Pronto morirás, perrito,
pero hasta entonces obedecerás.
—Estoy obedeciendo
—dijo Juana—, pero soy un perro y persona. Abre tu mente, hombre, y lo
verás.
Al parecer abrió la
mente y le inundó un torrente de amor. Esto lo sacó de quicio. Echó el brazo
hacia atrás, apuntando con el canto de la mano al cuello de Juana, para
infligirle la muerte antigua.
—No harás eso —pensó la Dama Arabella Underwood—. Esa
muchacha tendrá un juicio adecuado.
—Un jefe no ataca a
otro, señora —respondió él
airadamente. Suéltame el brazo.
La Dama Arabella
pensó, abiertamente y en público:
—Exijo un juicio,
entonces.
En su furia él
aceptó. Se negaba a pensar o hablarle en presencia de todos los demás.
Un soldado le trajo
al Cazador y a Elena.
—Señor, éstas son
personas, no subpersonas. Pero albergan pensamientos de perro, de gato, de
cabra e ideas robóticas en la cabeza. ¿Quieres mirar?
—¿De qué serviría
mirar? —replicó el Señor Femtiosex, que era tan rubio y arrogante como lo
retratan las antiguas pinturas de Baldur—. Allí viene el Señor Límaono. Ya
estamos: todos. Podemos celebrar el juicio aquí y ahora.
Las cuerdas mordían
las muñecas de Elena; el Cazador le murmuró palabras de consuelo,
palabras que ella no entendió del todo.
—No nos matarán
—murmuró el Cazador—, aunque antes del anochecer de este día desearemos que lo
hubieran hecho. Todo está sucediendo como ella había previsto, y...
—¿Quién lo previo?
—interrumpió Elena.
—¿Quién? La Dama,
por supuesto. La entrañable y muerta Dama Pane Ashash, que ha obrado maravillas
aun después de muerta, con su personalidad impresa en una máquina. ¿Quieres
crees que me indicó lo que debía hacer? ¿Por qué te esperamos. para que
prepararas a Juana para la grandeza? ¿Por qué la gente de Clown Town crió a una
P'Juana tras otra, con la esperanza de que se obrara el gran prodigio?
—¿Lo sabías?
—preguntó Elena—. ¿Lo sabías antes de que ocurriera?
—Desde luego —dijo
el Cazador—, no con detalle, pero sí a grandes rasgos. Ella había pasado
cientos de años dentro de ese ordenador después de morir. Tuvo tiempo para
millones de pensamientos. Vio cómo sería si tenía que suceder, y yo...
—¡Silencio,
personas! —rugió el Señor Femtiosex—. Estáis inquietando a los animales con
vuestra chachara. ¡Callaos o tendré que aturdiros con mi arma!
Elena se calló.
El Señor Femtiosex
guardó silencio, avergonzado de haber mostrado su furia ante otra persona.
Añadió con calma:
—El juicio va a
comenzar. El juicio que ordenó la alta Dama.
9
Todos sabéis cómo
se celebró el juicio, así que no es preciso rememorarse en él. Hay otro cuadro
de San Shigonanda, un cuadro de su período convencional, que lo muestra claramente.
La calle se había
llenado de personas que se apiñaban para ver algo que aliviara el tedio de la
perfección y el tiempo. Todos tenían números o códigos numéricos en vez de nombres.
Eran hermosos, saludables, obtusamente felices. Incluso se parecían mucho,
todos similares en su apostura, su salud y su tedio oculto. Cada uno de ellos
disfrutaría de cuatrocientos años de vida. Ninguno conocía la guerra auténtica,
aunque la gran aptitud de los soldados revelaba las vanas prácticas de cientos de años. Las personas eran
hermosas pero se sentían inútiles y estaban serenamente desesperadas aun sin
saberlo. Todo ello aparece con toda claridad en la pintura, y en el maravilloso
modo con que San Shigonanda la ordena en filas informales permitiendo que la
calma y azul luz del día les alumbre los rasgos hermosos y desconsolados.
El artista obra
verdaderas maravillas con las subpersonas.
Juana está bañada
en luz. Su cabello castaño claro y sus perrunos ojos marrones expresan suavidad
y ternura. San Shigonanda transmite incluso la idea de que el nuevo cuerpo de
Juana posee la frescura de la novedad y gran fortaleza y que ella es virginal y
está preparada para morir; que es una simple niña y sin embargo no tiene miedo.
El amor se revela en la soltura con que se sostiene sobre los píes. El amor se
revela en sus manos, que están tendidas hacia los jueces. El amor se revela en
su confiada sonrisa.
¡Y los jueces!
El artista los
capta con maestría. El Señor Femtiosex, recuperada la calma expresa con sus
labios delgados y finos su furia perpetua contra un universo que se ha vuelto
demasiado Pequeño para él. El Señor Limaono, sabio, dos veces renacido,
indolente pero vigilante como una serpiente detrás de los ojos somnolientos y
la sonrisa lenta. La Dama Arabella Underwood, la más alta de los humanos
verdaderos presentes, revela su
orgullo norstriliano y la arrogancia de los acaudalados, junto con la
caprichosa ternura de los acaudalados, en el modo de sentarse, de juzgar a sus
colegas y no a los prisioneros. La; desconcertada Dama Goroke frunce el ceño
ante aquel incomprensible giro de la fortuna.
El artista lo captó
todo.
Además están las
cintas de grabación visual, si queréis ir a un museo. La realidad no resulta
tan imponente como la famosa pintura, pero tiene su propio encanto. La voz de
Juana, muerta hace siglos suena aún extrañamente conmovedora. Es la voz de un
perro convertido en hombre, pero también es la voz de una gran Dama.
La imagen de la
Dama Pane Ashash debió de enseñarle eso, junto con lo que aprendió de Elena y
el Cazador en la antecámara que se abría sobre el Pasillo Marrón y Amarillo de
Englok.
Las palabras del
juicio también han llegado hasta nosotros. Muchas se han vuelto famosas en
todos los mundos.
Durante el
interrogatorio, Juana dijo:
—Pero es deber de
la vida encontrar algo más que vida, y transformarse en ese bien superior.
Ante la sentencia,
Juana comentó:
—Mi cuerpo os
pertenece, pero no mi amor. Mi amor es mío, y os amaré tenazmente mientras me
matáis,
Cuando los soldados
terminaron de ejecutar a Charley-cariño-mío y se disponían a decapitar a la
mujer-serpiente (hasta que uno de ellos pensó en convertirla en cristales
escarchados), Juana intervino:
—¿Hemos de ser
extraños para vosotros? Somos los animales de la Tierra que habéis traído a
las estrellas. Compartimos el mismo sol, los mismos mares, el mismo cielo.
Todos venimos de la Cuna del Hombre. ¿Cómo sabéis si no habríamos llegado al
mismo nivel si todos nos hubiéramos quedado juntos allá? Mis ancestros fueron
perros. Os amaron antes que transformarais a mi madre en una criatura con forma
de mujer. ¿Debería no amaros? El milagro no consiste en que nos hayáis
convertido en personas, sino en que nos haya llevado tanto tiempo comprenderlo.
Ahora somos personas, y tambien vosotros. Lo que vais a hacerme os pesará pero
recordad que también amaré vuestro arrepentimiento, porque por él surgirán
cosas grandiosas y buenas.
—¿Qué es un
milagro? —preguntó taimadamente el Señor Limaono.
Y Juana respondió:
—Hay conocimientos
de la Tierra que aún no habéis redescubierto. Está el nombre del que no tiene
nombre. Hay secretos que el tiempo os oculta. Sólo los muertos y los no
nacidos pueden saberlos ahora: yo soy ambas cosas.
La escena resulta
familiar, pero aun así nunca la entenderemos.
Sabemos lo que los
Señores Femtiosex y Limaono creían estar haciendo. Preservaban el orden
establecido y grababan sus actos en una cinta. Las mentes de los hombres pueden convivir sólo si se comunican las
ideas básicas. Hasta ahora nadie ha descubierto un modo de grabar la telepatía
con un instrumento mecánico. Obtenemos retazos, fragmentos y pinceladas, pero
nunca un registro satisfactorio de lo que uno de los
grandes le transmitió al otro. Los dos Señores trataban de registrar todos los
elementos del episodio que pudieran enseñar a los imprudentes a no jugar con la
vida de las subpersonas. Incluso trataban de inculcar a las subpersonas las
normas y designios en virtud de las cuales se las había transformado, para que
dejaran de ser animales y se convirtieran en los más altos sirvientes del
hombre. Esto habría resultado difícil, dados los desconcertantes
acontecimientos de las últimas horas, aun entre dos jefes de la
Instrumentalidad; para el público era casi imposible. La comitiva que había
salido del Pasillo Marrón y Amarillo era algo totalmente imprevisto, aunque la
Dama Goroke había sorprendido a P'Juana; el motín de la policía robot planteaba
problemas que se tendrían que comentar en otro punto de la galaxia. Más aún, la
niña-perro suscitaba ciertas cuestiones que tenían cierta validez verbal. Si se
las dejaba en forma de meras palabras, sin el contexto adecuado, podrían
afectar a mentes distraídas o impresionables. Una idea perniciosa se propaga
como un germen mútante. Si resulta interesante, puede brincar de una mente a
otra por medio universo antes de que pueda detenerse. Fijaos en las
innovaciones decadentes y las modas estúpidas que han acosado a la humanidad
incluso en las épocas de mayor orden, Hoy sabemos que la variedad, la
flexibilidad, el peligro y el florecimiento de un poco de odio pueden lograr
que el amor y la vida medren como nunca en el pasado; sabemos que es mejor
convivir con las complicaciones de trece mil lenguas antiguas resucitadas del
antiguo y muerto pasado que soportar la fría y cerrada perfección de la Vieja
Lengua Común. Sabemos muchas cosas que los Señores Femtiosex y Limaono
ignoraban, y antes de considerarlos estúpidos o crueles, debemos recordar que
tuvieron que transcurrir siglos antes de quela humanidad se enfrentara al fin
al problema del subpueblo y decidiera que la «vida» estaba dentro de los
límites de la comunidad humana.
Por último, tenemos
el testimonio de los dos Señores. Ambos vivieron hasta una edad muy avanzada, y
hacia el final de su vida notaron con preocupación y fastidio que el episodio
de P'Juana dejaba en sombras todas las cosas malas que no habían sucedido
durante sus largas carreras —cosas malas que ellos se habían esforzado por
impedir para proteger el planeta;» Fomalhaut III— y se consternaron al verse
retratados como hombres indiferentes y crueles, cuando no lo eran en absoluto.
Si hubieran sospechado que la historia de Juana de Fomalhaut III llegaría a
ser lo que es en la actualidad —una de las. grandes gestas de la humanidad,
junto con la historia de G'Mell o el romántico relato de la Dama que llevó El
Alma, no sólo se habrían desilusionado, sino que se habrían enfurecido y
con razón ante la inconstancia de la humanidad. Sus papeles son claros, porque
ellos los determinaron con detalle. El Señor Femtiosex acepta la
responsabilidad de la tea de la hoguera; el Señor Limaono reconoce que aprobó
la decisión. Ambos, muchos años después, revisaron las grabaciones de la escena
y convinieron en que algo que dijo o pensó la Dama Arabella Underwood...
Algo les hizo tomar
esa decisión.
Pero aunque disponían
de las cintas para refrescar y aclarar sus recuerdos, no podían decir qué era.
Incluso hemos
destinado ordenadores para que cataloguen cada palabra y cada inflexión del
juicio, pero tampoco Nos han localizado el punto crítico.
Y en cuanto a la
Dama Arabella, nadie le interrogó jamás. ni se atrevieron. Y regresó a su
planeta, Vieja Australia del Norte, rodeada por el inmenso tesoro de la droga
santaclara, y ningún planeta está dispuesto a pagar dos mil millones de
créditos diarios por el privilegio de enviar un investigador que hable con
obstinados, simples y acaudalados campesinos norstrilianos que de todos modos
se niegan a hablar con extranjeros. Los norstrialianos cobran esa suma por la
admisión de cualquier huésped a quien no hayan invitado; así que nunca sabremos
qué dijo o hizo la Dama Arabella Underwood después de regresar a su hogar. Los
norstrilianos declararon que no deseaban comentar el asunto, y si no queremos
volver a reducir nuestras vidas a setenta años, nos conviene no irritar al
único planeta que produce síroon.
En cuanto a la Dama
Goroke, la pobre se volvió loca.
Loca durante varios
años.
La gente sólo se
enteró después, pues no había modo de sonsacarle una palabra. Realizó los
extraños actos que, como ahora sabemos, forman parte de la dinastía de los
Señores Jestocost, que mediante su mérito y diligencia lograron permanecer en
la Instrumentalidad durante más de doscientos años. Pero ella no tenía nada que
decir sobre el caso de Juana.
El juicio es, pues,
una escena sobre la cual sabemos todo y nada.
Creemos saber los
datos de P'Juana, quien se transformó en Juana. Tenemos conocimiento de la Dama
Pane Ashash, quien susurraba sin cesar al subpueblo la promesa de una justicia
venidera. Conocemos la vida de la desdichada Elena y su participación en el
asunto. Sabemos que en aquellos siglos, cuando emergió el subpueblo, había
muchas guaridas donde subpersonas ilegales usaban su inteligencia casi humana,
su astucia animal y el don del habla para sobrevivir a pesar de que la
humanidad las había declarado prescindibles. El Pasillo Marrón y Amarillo no
era el único de su especie. Incluso sabemos qué le ocurrió al Cazador.
En cuanto a las
demás subpersonas —Charley-cariño-mío, Bebé-bebé, Mabel, la
mujer-serpiente, Orson y todas las demás— tenemos las grabaciones del juicio.
Nadie las juzgó. Fueron ejecutadas en el acto por los soldados, en cuanto fue
obvio que no se necesitaría su testimonio. Como testigos, podían vivir unos
minutos o una hora; como animales, ya estaban fuera de la ley.
Ah, ahora lo
sabemos todo, y sin embargo no sabemos nada. Morir es simple, aunque decidamos
disimularlo. El cómo del morir constituye un problema científico menor;
el cuándo del morir es un problema de cada uno de nosotros, ya; vivamos
en anticuados planetas donde se vive cuatrocientos años o en los nuevos
planetas radicales donde se ha reintroducido la libertad de la enfermedad y el
accidente; pero el porqué del morir todavía nos resulta tan chocante
como al hombre preatómico, que llenaba tierras fértiles con cajas que contenían
el cuerpo de sus difuntos. Estas subpersonas murieron como ningún animal había
muerto antes.
Con júbilo.
Una madre cogió a
sus hijos en brazos ante un soldado para que los matara.
Era una mujer-rata,
y tenía septillizos, todos eran muy parecidos.
La cinta muestra la
imagen del soldado preparándose.
La mujer-rata anima
con una sonrisa y levanta a sus siete hijos. Son niños rubios que llevan
gorritos rosas o azules, todos ellos con mejillas relucientes y ojillos
brillantes.
—Ponlos en el suelo
—ordenó el soldado—. Te mataré a ti, y también a ellos. —En la cinta oímos su
voz nerviosa y perentoria. El soldado añadió dos palabras, como si ya hubiera
empezado a pensar que debía justificarse ante las subpersonas— Cumplo órdenes.
—No importa si los
sostengo, soldado. Soy su madre. Se sentirán mejor si mueren con su madre
cerca. Te amo, soldado. Amo a todas las personas. Eres mi hermano, aunque mi
sangre sea sangre de rata y la tuya sea humana. Mátalos, soldado. Ni siquiera
puedo lastimarte. ¿Lo comprendes? Te, amo, soldado. Compartimos una
lengua común, esperanzas comunes, miedos comunes y una muerte común. Esto nos
ha enseñado Juana. La muerte no es mala, soldado, aunque a veces llega de forma
desagradable, pero te acordarás de mí de matarme a mí y a mis hijos. Recordarás
que te amo.
El soldado, por lo
que se observa en la grabación, ya no resiste más. Empuña el arma, derriba a la
mujer; los niños se desparraman por el suelo. El soldado les aplasta la cabeza
con el talón de la bota. Oímos el crujido húmedo y desagradable de los pequeños
cráneos al partirse, la brusca interrupción de los gemidos de los niños al
morir. Tenemos una última imagen de la mujer-rata. Cuando le han matado al
séptimo hijo, se levanta de nuevo. Ofrece la mano al soldado para que él la
estreche. Tiene la cara sucia y magullada, y un hilillo de sangre le corre por
la mejilla izquierda. Todavía hoy sabemos que es una rata, una subpersona, un
animal modificado, nada. Y sin embargo, incluso nosotros, a través del abismo
de los siglos sabemos que ella ha adquirido más humanidad que nosotros, que
muere como persona plena. Sabemos que ella ha triunfado sobre la muerte:
nosotros no.
Vemos al soldado
mirándola con sobrecogido horror, como si el simple amor de esa mujer fuera un
aparato incomprensible.
Oímos sus
siguientes palabras en la cinta:
—Soldado, os amo a
todos...
El arma podría
haberla matado en una fracción de segundo si el soldado hubiera apuntado bien.
Pero no lo hizo. Le dio mazazos como si su eliminador de calor hubiera sido un
garrote de madera y él un salvaje en vez de un miembro de la guardia selecta de
Kalma.
Sabemos lo que
ocurre entonces.
Ella cae bajo los
golpes. Señala. Señala a Juana, envuelta en humo y fuego.
La mujer-rata grita
por última vez, grita hacia la lente de una cámara robot como si no le hablara
al soldado sino a toda la humanidad.
—No podéis matarla
a ella. No podéis matar el amor. Te amo, soldado, te amo. No puedes matar eso.
Recuerda...
El último golpe le
destroza la cara.
Ella cae al suelo.
Él le patea la garganta, como vemos en cinta. Brinca hacia delante en una
extraña pirueta, descargando todo su peso sobre el frágil cuello. Se contonea
al patear, entonces le vemos la cara.
Es la cara de un
niño gimoteante, desconcertado por el dolor y asustado ante la
perspectiva de dolores venideros.
Estaba dispuesto a
cumplir con su deber, y algo había salido mal, muy mal.
Pobre hombre. Debió
de ser uno de los primeros soldados del nuevo mundo que intentó usar armas
contra el amor. El amor es un ingrediente agrio y poderoso para enfrentarse a
él en el furor de la batalla.
Todas las
subpersonas murieron así. La mayoría se despidieron de la vida sonriendo,
murmurando la palabra «amor» o la palabra «Juana».
Habían reservado a
Orson, el hombre-oso, para el final.
Murió de forma
extraña. Murió riendo.
El soldado levantó
el lanzador de cápsulas y lo apuntó a la frente de Orson. Las cápsulas tenían
veintidós milímetros de diámetro y una velocidad de salida de solamente ciento
veinticinco metros por segundo. Así podían detener a robots recalcitrantes o
subpersonas rebeldes sin riesgo que penetraran en edificios e hirieran a las
personas verdaderas que hubiera dentro.
En la cinta que
grabaron los robots, Orson mira como si supiera muy bien qué es el arma. (Tal
vez lo supiera. Las subpersonas vivían acuciadas por el peligro de una muerte
violenta desde el nacimiento hasta la eliminación.) En las imágenes que tenemos
no demuestra miedo, se echa a reír. Es una risa cálida, generosa, serena, como
la risa amigable de un padre adoptivo feliz que ha sorprendido a un niño
culpable y avergonzado, y que es consciente de que el niño espera un castigo
pero no lo recibirá.
—Dispara, hombre.
No puedes matarme, hombre. Estoy en tu mente. Te amo. Juana nos enseñó.
Escucha, hombre. No hay muerte. No por amor. Ja, ja, ja, pobrecillo, no tengas
miedo de mí. ¡Dispara! Tú eres el desdichado. Tú vas a vivir. Y recordar. Y recordar. Y recordar. Yo te
he vuelto humano, amigo.
—¿Qué has dicho?
—gruñe el soldado.
—Te estoy salvando,
hombre. Te estoy transformando en un verdadero ser humano. Con el poder de
Juana. El poder del amor. ¡Pobre hombre! Dispara si esta espera te incomoda. Lo
harás de todos modos.
En esta escena no
vemos la cara del soldado, pero la tensión de la espalda y el cuello delatan su
lucha interior.
Vemos que la cara
ancha del oso florece en una inmensa salpicadura roja cuando la atraviesan las
blandas y pesadas cápsulas.
Luego la cámara
enfoca hacia otra parte.
Un niño, tal vez un
zorro, pero muy perfecto en su forma humana.
Era mayor que un
bebé, pero no lo bastante fuerte, como los subníños en general, para haber
comprendido la inmortal importancia de la prédica de Juana.
Fue el único del
grupo que reaccionó como una subpersona normal. Echó a correr.
Fue astuto, corrió
por entre los espectadores, de modo que el soldado no pudiera usar las cápsulas
ni los eliminadores de calor sin herir a un ser humano verdadero. Corrió,
saltó, esquivó, luchando pasiva pero desesperadamente por sobrevivir.
Al fin, uno de los
espectadores —un hombre alto con sombrero plateado— le echó la zancadilla. El
niño-zorro cayó al suelo, despellejándose las manos y las rodillas. Cuando
levantó la mirada, una bala le dio en la cabeza. Cayó de bruces, muerto.
La gente muere.
Sabemos cómo muere. La hemos visto morir tímida y apaciblemente en las Casas
Mortuorias. Hemos visto a otros entrar en las salas de los cuatrocientos años,
que no tienen picaporte en las puertas ni cámaras en el interior. Hemos visto
imágenes de muchas personas falleciendo en desastres naturales, cuando las
dotaciones de robots las grababan para una posterior investigación. La muerte
es algo común, y resulta muy desagradable.
Pero en esta
ocasión, la muerte misma fue diferente. El superpueblo había perdido el miedo a
la muerte, salvo en el caso del niño-zorro, demasiado pequeño todavía para
comprender y demasiado crecido para esperar la muerte en brazos de su madre.
Aceptaron la muerte de forma voluntaria con amor y calma en el cuerpo, la voz,
el semblante. No importaba si habían vivido el tiempo suficiente para
comprender; lo que le había sucedido a Juana: confiaban absolutamente en ella.
Ésa era la nueva
arma, el amor y la buena muerte.
Rastra, en su
orgullo, se lo había perdido.
Más tarde, los
investigadores hallaron el cuerpo de Rastra en el pasillo. Fue posible
reconstruir quién había sido y qué le había pasado. El ordenador donde la
imagen incorpórea de la Dama Pane Ashash había sobrevido, fue encontrado y
desmantelado unos días después del juicio. En el momento nadie pensó
en recoger las opiniones y últimas palabras de la Dama muerta. Por esto, muchos
historiadores han rechinado los dientes por ello.
Los detalles están
claros. Los archivos conservan incluso el largo interrogatorio y las respuestas
de Elena cuando la procesaron y le concedieron la libertad después del juicio.
Pero no sabemos de dónde surgió la idea de la hoguera.
En alguna parte,
más allá del alcance de la cámara grabadora, la palabra debió de circular
entre los cuatro Señores de la Instrumentalidad que dirigían aquel juicio. Hay
constancia de la protesta del jefe de los pájaros (robot), o jefe de policía de
Kalma, un subjefe llamado Fisi.
Las grabaciones
muestran su aparición. Entra por la derecha, se inclina respetuosamente ante
los cuatro Señores y levanta la mano derecha con la tradicional seña «ruego
interrumpir», un extraño movimiento de la mano alzada que a los actores les
resultó muy difícil de imitar cuando intentaron incluir toda la historia de
Juana y Elena en un solo drama. (El policía ignoraba, tanto como los demás, que
las edades futuras estudiarían su casual aparición. Todo el episodio se
caracterizó por la rapidez y la improvisación, a la luz de lo que sabemos
ahora.) El Señor Limaono dice:
—Interrupción denegada.
Estamos tomando una decisión.
El jefe de los
pájaros habló a pesar de todo.
—Mis palabras
conciernen a vuestra decisión, Señores y Damas.
—Dílas pues —ordenó
la Dama Goroke—, pero sé breve.
—Apagad las
cámaras. Destruid a ese animal. Lavad el cerebro de los espectadores. Someteos
a la amnesia para olvidar esta hora. Toda esta escena puede resultar peligrosa.
No soy más que un supervisor de ornitópteros que mantiene el orden, pero yo...
—Ya hemos oído
bastante —exclamó el Señor Femtiosex—. Tú maneja tus pájaros, que nosotros nos
encargaremos de los mundos. ¿Cómo te atreves a pensar «como un jefe»? Tenemos
responsabilidades que ni siquiera imaginas. Lárgate.
Fisi, en las
imágenes, retrocede con rostro huraño. En esta secuencia se puede observar que
algunos espectadores se marchan. Era hora de almorzar y tenían hambre; ni
sospechaban que se perderían la mayor atrocidad de la historia, sobre la cual
se compondrían más de mil grandes óperas.
Femtiosex apresuró
el desenlace.
—Más conocimiento,
y no menos, es la respuesta a este problema. He oído acerca de un sistema que
no es tan malo como el planeta Shayol, pero que también puede servir de
escarmiento en un mundo civilizado. Tú —le dijo a Fisi, el jefe de pájaros—,
trae petróleo y un rociador. Al instante.
Juana lo miró con
compasión y añoranza, pero calló. Sospechaba lo que iba a hacer. Como muchacha,
como perra, lo odiaba; como revolucionaria, lo consideraba la consumación de
su destino.
El Señor Femtiosex
levantó la mano derecha. Dobló el anular y el meñique, poniendo el pulgar sobre
ambos. Los otros dos dedos quedaron extendidos. En aquella época, esta señal de
un Señor a otro significaba: «canales privados, telepáticos, de inmediato».
Desde entonces ha sido adoptada por el subpueblo como signo de unidad política.
Los cuatro Señores
entraron en trance y deliberaron.
Juana se puso a
cantar en un gemido suave, terco y perruno emitiendo el discordante sonsonete
monótono que el pueblo había entonado antes de la decisión de abandonar Pasillo
Marrón y Amarillo. Sus palabras no eran nada especial repeticiones del «pueblo,
querido pueblo, te amo» que había comunicado desde su ascenso a la superficie
de Kalma. Pero su modo de cantar ha frustrado a los imitadores durante siglos.
Hay miles de letras y melodías que se titulan El cantar de Juana, pero
ninguna se acerca al pathos desgarrador de cintas originales. Él tono,
al igual que su personalidad, era, único.
El efecto fue
devastador. Aun las personas verdaderas intentaron escuchar, desviando la
mirada desde los inmóviles Señores de la Instrumentalidad hacia la muchacha de
ojos castaños. Algunos no pudieron soportarlo. Con un comportamiento muy
humano, olvidaron por qué estaban allí y fueron distraídamente a comer.
De pronto Juana
interrumpió su canción.
Con voz vibrante
exclamó:
—El fin está cerca,
querido pueblo. El fin está cerca.
Todos los ojos se
volvieron hacia los dos Señores y las dos Damas de la Instrumentalidad. La Dama
Arabella Underwood se había puesto de mal talante después de la conferencia
telepática. La Dama Goroke estaba demacrada, muda de pesar. Los dos Señores
tenían un aspecto severo y resuelto.
El Señor Femtiosex
sentenció:
—Te hemos juzgado,
animal, Tu ofensa es grande. Has vivido ilegalmente. La pena por eso es la
muerte. Has interferido a robots por un sistema que no entendemos. Por este
nuevo delito, la pena debería ser más que la muerte; y hemos recomendado un
castigo que se aplicó en un planeta de la Estrella Violeta. También has
pronunciado muchas palabras ilegales e indecorosas, denigrantes para la
felicidad y la seguridad de la humanidad. Por eso la pena es la reeducación,
pero como ya tienes dos sentencias de muerte, eso no importa. ¿Tienes algo que
añadir antes de la sentencia?
—Si hoy enciendes
una hoguera, Señor, nunca la apagarás en el corazón de los hombres. A mí puedes
destruirme. Puedes rechazar mi amor. Pero no podréis destruir la bondad que hay
en vosotros, por mucho que esta bondad te enfurezca...
—Cállate! —rugió el
Señor Femtiosex—. Te he pedido un alegato, no un sermón. Morirás por el fuego,
aquí y ahora. ¿Qué dices a eso?
—Te amo, querido
pueblo.
Femtiosex hizo una
seña a los hombres del jefe de pájaros, quien había traído un barril y un
rociador hasta la calle.
—Atadla a ese poste
—ordenó—. Rociadla. Encendedla. ¿Están enfocadas las cámaras? Queremos que
esto se grabe y se difunda. Si el subpueblo organiza otro intento, verá que la
humanidad controla los mundos. —Contempló a Juana y los ojos se le enturbiaron.
Con voz desacostumbrada añadió—: No soy un mal hombre, niña-perro, pero tú eres
un animal malo y tenemos que ejecutarte para dar ejemplo. ¿Lo comprendes?
—Femtiosex —exclamó
ella, sin usar el título de Señor—, lo lamento mucho por ti. También te amo.
Estas palabras
exasperaron de nuevo al Señor Femtiosex. Bajó la mano en un ademán tajante.
Fisi repitió el
gesto y los hombres que llevaban el barril y el rociador lanzaron un siseante
chorro de aceite sobre Juana. Dos guardias ya la habían sujetado al poste de un
farol, usando una improvisada cadena hecha con esposas para asegurarse de que
Juana se mantuviera erguida y todos pudieran verla.
—Fuego —ordenó
Femtiosex.
Elena sintió que el
cuerpo del Cazador, que estaba junto a ella, se ponía rígido y muy tenso. Se
sintió como cuando la habían descongelado al sacarla de la cápsula adiabática
en donde había viajado desde la Tierra: náusea en el estómago confusión en la
mente, emociones contradictorias.
—He tratado de
llegar a la mente de Juana para que muriera tranquila —le susurró el Cazador—.
Alguien ha intervenido primero... No sé quién.
Elena miró hacia el
poste.
Acercaron el fuego.
La llama tocó el petróleo y Juana ardió como un tea humana.
10
La hoguera de
P'Juana en Fomalhaut duró poco tiempo pero los siglos no la olvidarán.
Femtiosex había
dado el paso más cruel.
Mediante una
invasión telepática le había anulado la mente humana, para que solamente
quedara el primitivo sustratos canino.
Juana no permaneció
erguida como una reina en el mal tirio.
Luchó contra las
llamas que la lamían, trepando por su cuerpo. Aulló y gimió como un perro
herido, como un animal cuyo cerebro —por bueno que sea— no puede comprender la
insensatez de la crueldad humana.
El resultado fue
totalmente opuesto a lo que había planeado el Señor Femtiosex.
La muchedumbre
avanzó, no por curiosidad, sino por compasión. Todos habían eludido las zonas
de la calle donde yacían los cadávares de las subpersonas ejecutadas, algunas
en un charco que había formado su propia sangre, algunas despedazadas a manos
de los robots, otras reducidas a pilas de cristal escarchado. Caminaron sobre
los muertos para contemplar a la moribunda, pero no miraban con el obtuso
tedio de quienes asisten a un espectáculo; era el movimiento de seres vivos,
instintivos y profundos, hacia otro ser vivo que sufre peligro y dolor.
Incluso el guardia
que aferraba con fuerza a Elena y el Cazador se adelantó irreflexivamente unos
pasos. Elena estaba en la primera fila de espectadores, y el olor acre y
desconocido del petróleo ardiente le hacía temblar la nariz mientras los
aullidos de la niña-perro agonizante le desgarraban los tímpanos. Juana se
contorsionaba en la hoguera tratando de eludir las llamas que la rodeaban como
un traje ceñido. Un hedor nauseabundo y extraño flotó sobre la multitud. Pocos
habían olído antes la pestilencia de la carne quemada.
Juana jadeó.
En los momentos de
silencio que siguieron a la escena, Elena percibió algo que nunca había
esperado oír: el llanto de seres humanos adultos. Hombres y mujeres sollozaban sin
saber por qué.
Femtiosex se erguía
ante la multitud obsesionado por el fracaso de su escarmiento. No sabía que el
Cazador, que había causado mil muertes estaba cometiendo la infracción de sondear
la mente de un Señor de la Instrumentalidad.
El Cazador susurró a
Elena:
—Dentro de un instante
lo intentaré. Ella merece algo mejor que esto...
Elena no preguntó
qué. Ella también estaba llorando.
La muchedumbre oyó
los gritos de un soldado. Tardaron varios segundos en apartar la mirada de la
ardiente y agonizante Juana.
El soldado era uno
más entre los presentes. Tal vez era el que minutos antes había sido incapaz de
maniatar a Juana cuando los Señores dictaminaron que la tomara en custodia.
Ahora gritaba
frenéticamente, fuera de sí, sacudiendo el puño ante el Señor Femtiosex.
—Eres un embustero,
un cobarde, un necio, y te desafío...
El Señor Femtiosex
se volvió hacia el hombre y escuchó sus gritos. Abandonó su profunda
concentración y dijo con relativa calma, considerando las circunstancias:
—¿Qué quieres
decir?
—Éste es un espectáculo
descabellado. Allí no hay muchacha. No hay fuego. Nada. Nos estás haciendo
víctimas de una alucinación por alguna razón inconfesable, y te desafío por
ello, animal, necio, cobarde.
En tiempos normales
incluso un Señor tenía que aceptar un desafío o zanjar la cuestión con palabras
claras.
Pero aquélla no era
una circunstancia normal.
—Todo esto es real
—declaró el Señor Femtiosex—. No engaño a nadie.
—¡Si es real,
Juana, estoy contigo! —gritó el soldado ante el chorro de petróleo sin que los
demás soldados pudieran impedirlo, y brincó al fuego junto a Juana. El cabello
de Juana había ardido, pero sus rasgos aún eran visibles. Había dejado de
gimotear como un perro, el soldado había empezado a arder junto a ella.
Femtiosex había sufrido una interrupción. Juana ofreció al soldado la más suave
y femenina de las sonrisas. Luego frunció el ceño, como si se acordara de algo,
a pesar del dolor y el terror que la rodeaban.
—¡Ahora! —susurró
el Cazador. Y empezó a cazar al Señor Femtiosex con tanta saña como había
perseguido a las extrañas mentes nativas de Fomalhaut III.
La muchedumbre no
supo qué había ocurrido con el Señor Femtiosex. ¿Se había acobardado? ¿Había
enloquecido? (En realidad, el Cazador, usando hasta el último reducto de su
poder mental, había llevado a Femtiosex al cielo; él y Femtiosex se habían
convertido en machos de una especie de pájaro, y gorjeaban desenfrenadamente
por una hermosa hembra qua se ocultaba mucho más abajo.)
Juana quedó libre
mentalmente, y supo que estaba libre.
Envió su mensaje.
Ese mensaje interrumpió los pensamientos del Cazador y de Femtiosex; inundó a
Elena; incluso Fisi el jefe de los pájaros, respiró con tranquilidad. El
mensaje fue tan potente que al poco tiempo llegaron a Kalma transmisores de
otras ciudades preguntando qué había ocurrido. Ella pensó un mensaje simple,
sin palabras. Pero podría traducirse en algo parecido a esto:
«Amados míos, me
matáis. Es mi destino. Traigo amor, y el amor debe morir para seguir viviendo.
El amor no pide nada, no hace nada. El amor no piensa nada. El amor consiste en
conocerse uno mismo y conocer a todas las demás personas y cosas. Conoced y
regocijaos. Muero ahora por todos vosotros, queridos míos...»
Abrió los ojos por
última vez, abrió la boca, sorbió la abrasadora llama y se desvaneció. El
soldado, que había conservado la compostura mientras!e ardían las ropas y el
cuerpo, salió corriendo del fuego, envuelto en llamas, hacia su escuadrón.
Un disparo lo
detuvo y cayó de bruces.
El llanto de las
personas se oía por todas las calles. Subpersonas dóciles y legales se detenían
desvergonzadamente entre ellas y también lloraban.
El Señor Femtiosex
se volvió fatigosamente hacia sus colegas.
El rostro de la Dama Goroke era una rígida
y congelada caricatura de la pena.
Se volvió hacia la
Dama Arabella Underwood.
—Creo que he
cometido un error, querida. Hazte cargo de la situación, por favor.
La Dama Arabella se
levantó.
—Apaga el fuego
—ordenó a Físi.
Contempló la
multitud. Sus duros y sinceros rasgos norstrilianos eran inescrutables. Elena,
observándola, sintió un escalofrío al pensar en todo un planeta lleno de
personas tan tercas, obstinadas y sagaces.
—Ha terminado —dijo
la Dama Arabella—. Gente, marchaos de aquí. Robots, limpiad. Subpueblo, a
vuestra tarea.
Miró a Elena y al
Cazador.
—Sé quiénes sois y
sospecho lo que habéis hecho. Soldados, lleváoslos.
El cuerpo de Juana
estaba renegrido por el fuego. La cara ya no parecía humana; la última
llamarada le había alcanzado la nariz y los ojos. Sus pechos de doncella revelaban
con conmovedora impudicia que había sido una mujer joven. Ahora era sólo un
cadáver.
Los soladados la
habrían tirado en una caja si hubiera sido una subpersona. En cambio, le
rindieron los honores de guerra que habrían tributado a uno de sus propios
compañeros o a un civil importante en tiempos de desastre. Montaron una
parihuela, acomodaron allí el pequeño cuerpo carbonizado y lo cubrieron con su
bandera. Nadie les había ordenado que lo hicieran.
Mientras otro
soldado los llevaba camino arriba hacia Waterrock, donde estaban las casas y
oficinas de los militares, Elena notó que él también había llorado.
Iba a preguntarle
qué pensaba, pero el Cazador la disuadió con un movimiento de cabeza. Luego le
explicó que el soldado podía sufrir un castigo por hablar con ellos.
Cuando llegaron a
la oficina, la Dama Goroke ya estaba allí.
La Dama Goroke,
allí... Se convirtió en una pesadilla en las siguientes semanas. Había superado
su pena y dirigía una investigación sobre el caso de Elena y P'Juana.
La Dama Goroke,
allí...
Esperaba mientras
ellos dormían. Su imagen, o tal vez ella misma, estaba presente en los
constantes interrogatorios Mostraba particular interés en el encuentro casual
de la Dama muerta Pane Ashash, la bruja Elena y ese inadaptado, el
Cazador.
La Dama Goroke,
allí... Les preguntaba, todo pero no les revelaba nada.
Excepto una vez.
Una vez tuvo un
estallido violentamente personal después de interminables horas de trabajo
formal y oficial.
—Sufriréis un
lavado de cerebro cuando terminemos, asi que no importa cuánto sepáis. ¿Sabéis
que esto me ha herido hasta en lo más hondo de todas mis creencias?
Ellos negaron con
la cabeza.
—Voy a tener un
hijo, e iré a la Cuna del Hombre a tenerlo. Y yo misma me encargaré de la
codificación genética. Lo llamaré Jestocost. Significa «crueldad» en una de las
lenguas antiguas, el idioma de los paroskii, y le recordará de dónde viene, y
por qué. Y él, o su hijo, o el hijo de su hijo, devolverá la justicia al mundo
y resolverá el enigma del subpueblo. ¿Qué pensáis sobre ello? En fin, mejor que
no lo penséis. No os incumbe, y de todos modos voy a hacerlo.
La miraron
compasivamente, pero ahora estaban demasiado preocupados por su propia suerte
para brindarle mucha compasión o consejos. El cuerpo de Juana había sido
pulverizado y lanzado al aire, pues la Dama Goroke temía que el subpueblo lo
convirtiera en lugar santo ella misma experimentaba la tentación, y
sabía que si ella la sentía, el impulso sería aún más fuerte para el subpueblo.
Elena nunca supo
qué ocurrió con los cadáveres de los que, bajo el liderazgo de Juana, habían
dejado de ser animales para convertirse en seres humanos, y que habían
emprendido esa descabellada y tonta marcha desde el Túnel de Englok hasta la
ciudad alta de Kalma. ¿Era tan descabellada? ¿Era tan tonta? Si se hubieran
quedado donde estaban, habrían disfrutado unos días, unos meses o unos años más
de vida, pero tarde o temprano los robots los habrían encontrado para
exterminarlos
como las alimañas que eran. Quizá la muerte
que habían escogido era mejor. A fin de cuentas, Juana dijo: «Es misión de la
vida buscar algo mejor que la vida misma y tratar de transformar la vida en
algo superior.»
Al final, la Dama
Goroke los convocó y dijo:
—Adiós a ambos.
Aunque es tonto decir adiós cuando dentro de una hora ninguno de los dos
recordaréis que me habéis conocido a mí o a Juana. Ha terminado vuestro
cometido aquí. Os encomendaré una deliciosa tarea. No tendréis que vivir
en una ciudad. Seréis observadores meteorológicos y recorreréis las colinas
estudiando los pequeños cambios que las máquinas no pueden interpretar con
suficiente rapidez. Tendréis toda la vida para pasear, merendar y acampar
juntos. He indicado a los técnicos que tengan mucho cuidado, porque estáis muy
enamorados. Cuando reestructuren vuestras sinapsis, quiero que ese amor
permanezca.
Ambos se
arrodillaron y le besaron la mano. Nunca volvieron a verla a sabiendas. Años
después vieron a veces un elegante ornitóptero que sobrevolaba su campamento,
con una elegante mujer observando desde el costado; no tenían memoria para
saber que era la Dama Goroke, repuesta de su locura, velando por ellos.
Esa nueva vida fue
la última vida de la pareja.
Nada quedaba de
Juana ni del Pasillo Marrón y Amarillo.
Ambos se mostraban
muy compasivos con los animales, pero habrían sido así aunque no hubieran
participado en el audaz juego político de la entrañable Dama muerta Pane
Ashash.
Una vez ocurrió
algo extraño. Un subhombre, un elefante, estaba trabajando en un valle pequeño,
creando un exquisito jardín de rocas para un importante funcionario de la
Instrumentalidad que luego echaría al jardín un par de ojeadas al año. Elena
estaba ocupada haciendo observaciones meteorológicas y el Cazador había
olvidado que había sido Cazador, así que ninguno de los dos trató de atisbar en
la mente de aquel subhombre. Era un individuo corpulento en el límite del
tamaño permitido: cinco veces la estatura de un hombre. Les había sonreído
cordialmente en el pasado.
Una noche les trajo
fruta. ¡Y qué fruta! Raras especies de otros mundos que personas normales como
ellos no habrían obtenido ni con un año de solicitudes. Con su enorme y tímida
sonrisa de elefante, les dejó la fruta y se dispuso a marcharse.
—Espera un minuto
—dijo Elena—, ¿Por qué nos das esto? ¿Por qué a nosotros?
—Por Juana
—respondió el hombre-elefante.
—¿Quién es Juana?
—preguntó el Cazador.
El hombre-elefante
les dirigió una mirada compasiva.
—Está bien.
Vosotros no la recordáis, pero yo sí.
—Pero, ¿qué hizo
Juana? —preguntó Elena.
—Os amó. Nos amó a
todos —dijo el hombre-elefante. Se volvió deprisa para no añadir más. Con una
agilidad increíble en un persona de su corpulencia trepó rápidamente por las
ásperas y adorables rocas y se fue.
—Ojalá la
hubiéramos conocido —suspiró Elena—. Debía de ser una buena persona.
Aquel año nació el
hombre que sería el primer Señor Jestocost.
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