sábado, 4 de octubre de 2014

EL FANTASMA DE KANSAS

Autor: John Varley



Título original:The phantom of Kansas 1976 Ediciones Orbis, Biblioteca de Ciencia Ficción nº 26 Traducción: Domingo Santos Compra el libro si lo ves
Mi banco es el Archimedes Trust Association. Su seguridad es de primera clase, su servicio es cortés, y tienen sus propios servicios médicos, que no hacen otra cosa que tomar registros para sus cámaras acorazadas.
Y hace dos semanas fueron robados.
Fue un tremendo golpe para mí. Se acercaba la fecha de mi registro periódico, y yo temblaba ante el mordisco que eso iba a representar para mis ahorros. Entonces esos ladrones irrumpieron en mi banco, robaron una enorme cantidad de documentos negociables, y en un exceso de entusiasmo destruyeron todos los cubos de los registros. Hasta el último de ellos, todos reducidos a minúsculos y aplastados fragmentos de plástico. Por supuesto, el banco iba a tener que reemplazarlos todos, y muy rápidamente además. No eran estúpidos; no era la primera vez que alguien había utilizado un robo bancario como aquél para facilitar un asesinato. De modo que el banco tendría que registrar de nuevo a todo el mundo que tenía cuenta allí, y hacerlo en muy pocos días. Aquello iba a costarles más que el propio robo.
Incidentalmente, así es como funciona ese tipo de operación. Al ladrón lo que menos le importa es el dinero robado. Sea como fuere, es muy arriesgado pasar un tal botín. Los programas alimentados a las computadoras financieras de nuestros días son suficientes como para frustrar a cualquiera excepto a un ladrón realmente excepcional. Uno tiene que dejar de lado este tipo de dinero durante más de un siglo para tener alguna esperanza de extraerle finalmente algún beneficio. No es imposible, por supuesto, pero los tipos de la policía han llegado a la conclusión de que existen muy pocos criminales temperamentalmente capaces de aguardar tanto tiempo. El auténtico motivo de un robo como éste, en los casos en que los cubos memoria han resultado destruidos, no es el robo, sino el asesinato.
Ocurre a menudo que alguien cometa algún crimen pasional. Hay muy pocos crímenes que paguen, y el asesinato es el que paga menos de todos. Ningún tipo se siente satisfecho matando a alguien para verlo de nuevo caminando a su alrededor unos seis meses más tarde. Y cuando la víctima entabla demanda contra el asesino por alienación de personalidad -y obtiene más del noventa y nueve por ciento de los bienes del asesino como indemnización-, es como si uno se volviera el cuchillo contra sí mismo. De modo que si uno odia realmente a alguien, si la tentación de matarlo realmente, para siempre jamás, como en los viejos días, es tan grande, la única solución es destruir primero su cubo de memoria, y luego matar el cuerpo.
Eso es lo que temía el ATA, de modo que yo obtuve un guardaespaldas particular durante la semana pasada, de acuerdo con una de las cláusulas de mi contrato. Era como una especie de símbolo de status para exhibir ante los amigos, pero no me sentí muy impresionada por ello
hasta que me di cuenta de que el ATA iba a tener que pagar de su bolsillo mi próximo registro, como parte de su programa de restauración de la cobertura de todas sus pólizas. Habían formado contrato conmigo para mantenerme eternamente con vida, de modo que aunque estaba previsto que se iba a efectuar una regrabación mía dentro de tres semanas, ésta iban a tener que pagarla ellos. Los tribunales habían dictaminado que un cubo perdido o dañado debía ser reemplazado a toda la velocidad posible.
De modo que tendría que haberme sentido muy feliz. No me sentía, pero intenté ser valiente.
Fui citada a la sala de registros sin la menor dilación, y me pidieron que me desnudara y me tendiera sobre la mesa. El médico, un hombre que se parecía a alguien al que podía haber conocido hacía varias décadas, se afanó con su equipo mientras yo intentaba controlar mi respiración. Me sentí agradecida cuando me hundió la extensión del ordenador en mi alvéolo occipital y desconectó mi control motor. Ahora ya no tenía que preocuparme acerca de si iba a preguntarme si lo conocía o no. A medida que ine iba haciendo vieja, descubría que eso constituía cada vez más un problema. A estas alturas debo de haber conocido a una veintena de miles de personas, y hablado con ellas lo suficiente como para crear una impresión en mi mente. La cosa se vuelve cada vez más confusa.
Quitó mi caja craneana y se preparó para tomar una imagen multiholo de mí, un análogo químico de todo lo que jamás hubiera pensado y recordado o sólo soñado vagamente. Fue un bendito alivio cuando me deslicé a la inconsciencia.
La frialdad y el brillo del acero inoxidable bajo las yemas de mis dedos. Hay un olor de alcohol isopropil, y un asomo de acetona.
La consulta del médico. Recuerdos de la infancia saltan sobre mí, desencadenados por los olores. Excitación, cambio, mi madre de pie a mi lado mientras el médico extirpa mi dedo roto para reemplazarlo por otro, nuevo y rosado, Permanezco tendida en la oscuridad y recuerdo.
Hay una luz, una luz dolorosa que surge de ninguna parte, y noto mi pupila contraerse, como único movimiento de todo mi cuerpo.
-Está dentro --oigo.
Pero no lo estoy, no realmente. Tan sólo estoy tendida allí, en la bendita oscuridad, incapaz de moverme.
Regresa en una oleada, la recuperación de mi cuerpo. Viajo de regreso por los interminables nervios para golpear duramente contra la parte interior de mis manos y pies, para girar en los abismos de mis pezones y picotear en mis labios y nariz. Ahora estoy dentro.
Me senté rápidamente, sostenida por los brazos del médico. Me debatí durante unos segundos antes de sentirme capaz de relajarme. Los dedos me hormigueaban y sufrían calambres con la pegajosidad de la hiperventilación.
-Guau --dije, sujetándome la cabeza con las manos-. Ha sido una pesadilla. Pensé...
Miré a mi alrededor y vi que estaba desnuda sobre la mesa con cubierta de acero, con varios rostros preocupados mirándome desde todos lados. Sentí deseos de retirarme de nuevo a la oscuridad y dejar que mi interior se asentara. Vi el rostro de mi madre, y no conseguí hacerlo desaparecer.
-¿Carnaval? -pregunté a su fantasma.
-Estoy aquí, Ardilla --dijo ella, y me tomó en sus brazos.
Era extraño y desagradable, con ella de pie en el suelo y yo sobre la mesa. Había cables arrastrándose desde mi cuerpo. Pero necesitaba que alguien me reconfortara. No sabía dónde estaba, la gente se solidificaba a mi alrededor con la rapidez de una precipitación química producida inmediatamente antes de mi despertar.
-Ahora ya está bien --dijo el médico, volviéndose desde sus instrumentos.
Me sonrió impersonalmente mientras empezaba a retirar los cables de mi cabeza. No le devolví la sonrisa. Ahora sabía dónde estaba, con tanta seguridad como si nunca hubiera conocido otra cosa. Recordé haber entrado allí hacía tan sólo unas horas.
Pero sabía que había sido más que unas horas. Había leído sobre la desorientación cuando un nuevo cuerpo es despertado con recuerdos trasplantados. Y mi madre no estaría allí a menos que algo hubiera ido muy mal.
Había muerto.
Me administraron un sedante suave, me ayudaron a vestirme, y el brazo de mi madre me condujo por los blandos pasillos enmoquetados hasta la oficina del presidente del banco. Todavía no estaba completamente despierta. Los pasillos estaban dolorosamente silenciosos, salvo por el ruido de nuestros pies sobre la moqueta color vino. Sentía como si la presión fluctuara locamente, haciendo que mis oídos chasquearan y silbaran. No podía ver hasta demasiado lejos. Me sentí agradecida de abandonar los evanescentes puntos de dispersión del corredor por los panelados marrones de laminado de madera y la frialdad y los ecos de un suelo de mármol blanco.
El presidente del banco, el señor Leander, nos indicó nuestros asientos. Me sumergí en el terciopelo púrpura y dejé que me envolviera. Leander se sentó frente a nosotras y nos ofreció bebidas, Las rechacé. La cabeza ya me daba vueltas, y sabía que tenía que prestar atención a lo que decía.
Leander tomó un expediente que tenía sobre su escritorio. El mío, imaginé. Había sido acabado de imprimir recientemente por la terminal situada a su derecha. Lo había conocido brevemente antes; era una persona agradable, elegida para su trabajo de relaciones públicas a causa de la buena voluntad con que llevaba aquel cuerpo de hombre maduro que inspiraba confianza. Aparentaba unos sesenta y cinco años. Probablemente tenía más de veinte por encima de ellos.
Me hizo el efecto de que no se decidía a enfocar el asunto, así que hice una pregunta. Una que era muy importante para mí en aquel momento.
-¿En qué fecha estamos?
-Estamos en el mes de noviembre --dijo pesadamente-. Y el año es el trescientos cuarenta y dos.
Había estado muerta durante dos años y medio.
-Escuche ---dije-, no deseo seguir haciéndole perder su tiempo. Debe de tener usted algún folleto que pueda darme y que me ponga al corriente de todo. Si me lo entrega, me iré. Ah, gracias por todas las molestias. Agitó la mano hacia mí cuando hice ademán de levantarme. -Le agradecería que se quedara un poco más. El suyo es un caso poco habitual, señorita Ardilla. Yo..., bueno, se trata de algo que nunca había ocurrido antes, en la historia del Archimedes Trust Association. -¿Sí? -Entienda, ha estado usted muerta, tal como habrá imaginado inmediatamente después de que la despertáramos. Lo que probablemente ignora usted es que ha muerto más de una vez desde último registro. -¿Más de una vez? Reconozco que no era una pregunta demasiado inteligente, pero ¿qué se suponía que debía preguntar? -Tres veces. -¿Tres? -Sí, tres veces consecutivas. Sospechamos asesinato. La habitación permaneció en absoluto silencio durante un rato Finalmente, decidí que necesitaba aquella copa. Me la sirvió, y bebí de un trago. ---Quizás su madre pueda decirle algo más al respecto -sugirió Leander-. Ha seguido muy de cerca todos los acontecimientos. me he enterado de ello muy recientemente. ¿Carnaval?
Volví a mi apartamento en un estado de aturdimiento total Cuando me hube instalado en él, los efectos del calmante habían empezado a desaparecer, y pude enfrentarme a mi situación con mente clara. Pero tenía la piel de gallina. Escuchar en tercera persona las cosas que tú has hecho no es una experiencia de las más agradables. Decidí que ya era tiempo de que todos nosotros, incluso yo, hiciéramos frente a algunos hechos sobre los que generalmente no nos gusta pensar. El primer punto en el orden del día era reconocer que las cosas que habían hecho aquellas tres anteriores personas no habían sido hechas por mí. Yo era una nueva persona, la cuarta en la línea de sucesión. Tenía muchas cosas en común con las anteriores encarnaciones, incluidos todos mis recuerdos hasta aquel día en que me entregué a la máquina grabadora de recuerdos. Pero el yo de aquel momento y lugar había sido asesinado. Había durado más que los otros. Casi un año, había dicho Carnaval. Luego su cuerpo había sido hallado en el fondo de la Fisura Hadley. Era un lugar apropiado para morir; tanto a ella como a mí nos gustaba pasear a pie por la superficie en busca de inspiración.
En aquella ocasión no hubo sospecha de asesinato. Cuando el banco tuvo noticia de mi -no, de su- muerte, preparó un clon de la muestra de tejido que yo había dejado junto con mi registro. Seis lunaciones más tarde, una copia mía fue imbuida con mis recuerdos y se le dijo que acababa de morir. Se sintió impresionada, pero parecía estar adaptándose bien en el momento en que ella, también, resultó muerta.
Esta vez hubo más sospechas. No sólo había sobrevivido menos de una lunación después de su reencarnación, sino que las circunstancias fueron poco habituales. Había sido hecha pedazos en una explosión en el tubotren. Era la única pasajera en una cápsula de dos asientos. La explosión había sido causada por una bomba de fabricación casera.
Cabía todavía la posibilidad de que se tratara de una acción al azar, posiblemente obra de terroristas políticos. Mi tercera copia no pensaba así, no sé por qué. Eso es lo más enloquecedor con la grabación de los recuerdos: ser incapaz de sacar provecho de las experiencias de tus anteriores yoes. Cada vez que resultaba muerta, retrocedía hasta la casilla anterior, al día en que había sido registrada.
Pero Ardilla 3 tenía razones para mostrarse paranoide. Tomó precauciones extraordinarias para permanecer con vida. Más específicamente, inventó prevenir las circunstancias que pudieran conducir a su asesinato. La cosa funcionó durante cinco lunaciones.
Murió como resultado de una lucha, eso es seguro. Fue una lucha tremendamente violenta, con sangre por todo el apartamento. Al principio la policía pensó que debía de haber herido de muerte a su atacante, pero los análisis demostraron que toda la sangre había salido de su cuerpo.
Así que, ¿dónde me conducía todo esto a mí, Ardilla 4? Una hora de cuidadosa atención me dejó un cuadro más bien sombrío. Consideremos la situación: en cada ocasión, mi asesino había tenido éxito al matarme; por tanto, había aprendido cada vez más cosas acerca de mí. A esas alturas, mi asesino debía de ser un experto en Ardilla, conocedor de cosas acerca de mí que ni yo misma sabía. Como por ejemplo desenvolverme en una lucha. Rechiné los diens cuando pensé en eso. Carnaval me dijo que esa Ardilla 3, la más prudente del lote, había tomado lecciones de defensa personal. Karate, creo que dijo. ¿Había sacado yo algún beneficio de ello? Por supuesto que no. Si deseaba defenderme, tendría que empezarlo todo de nuevo, porque todas esas habilidades habían muerto con Ardilla 3.
No, todas las ventajas estaban del lado de mi asesino. El asesino empezaba con la ventaja de la sorpresa -puesto que yo no tenía la menor idea de quién era-, y aprendía más de mí a cada ocasión en que de nuevo conseguía matarme.
¿Qué hacer? Ni siquiera sabía por dónde empezar. Revisé a todo el mundo a quien conocía, buscando un enemigo, alguien que me odiara lo suficiente como para matarme una y otra vez. No pude descubrir a nadie. Lo más probable era que se tratara de alguien a quien había conocido Ardilla 1 durante el año que vivió después del registro.
La única respuesta que podía dar era la emigración. Abandonarlo todo e irme a Mercurio, o a Marte, o incluso a Plutón. Pero ¿garantizaría eso mí seguridad? Mí asesino parecía ser una persona desusadamente persistente. No, tenía que enfrentarme a aquello allí, donde al menos conocía el terreno.
No fue hasta el día siguiente cuando me di cuenta de la magnitud de mi pérdida. Me había sido robada toda una sinfonía.

Durante los últimos treinta años yo había sido una ambientalista. Había derivado hacia el ambientalismo cuando todavía era una forma de arte precoz. Había sido encargada de las máquinas de clima del disneylandia de Transvaal, que por aquel entonces era una novedad y el mayor y más poderoso de todos los parques ambientalistas en la Luna. Unos cuantos de nosotros habíamos empezado a trastear con los programas de clima, al principio para nuestra propia diversión. Más tarde invitamos a amigos a contemplar las tormentas y puestas de sol que confeccionábamos. Antes de que nos diéramos cuenta de ello, los amigos estaban invitando a sus amigos, y la gente de Transvaal empezó a vender entradas.

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