Autor:
John Varley
Título
original:The phantom of Kansas 1976 Ediciones Orbis, Biblioteca de Ciencia
Ficción nº 26 Traducción: Domingo Santos Compra el libro si lo ves
Mi
banco es el Archimedes Trust Association. Su seguridad es de primera clase, su
servicio es cortés, y tienen sus propios servicios médicos, que no hacen otra
cosa que tomar registros para sus cámaras acorazadas.
Y
hace dos semanas fueron robados.
Fue
un tremendo golpe para mí. Se acercaba la fecha de mi registro periódico, y yo
temblaba ante el mordisco que eso iba a representar para mis ahorros. Entonces
esos ladrones irrumpieron en mi banco, robaron una enorme cantidad de
documentos negociables, y en un exceso de entusiasmo destruyeron todos los
cubos de los registros. Hasta el último de ellos, todos reducidos a minúsculos
y aplastados fragmentos de plástico. Por supuesto, el banco iba a tener que
reemplazarlos todos, y muy rápidamente además. No eran estúpidos; no era la
primera vez que alguien había utilizado un robo bancario como aquél para
facilitar un asesinato. De modo que el banco tendría que registrar de nuevo a
todo el mundo que tenía cuenta allí, y hacerlo en muy pocos días. Aquello iba a
costarles más que el propio robo.
Incidentalmente,
así es como funciona ese tipo de operación. Al ladrón lo que menos le importa
es el dinero robado. Sea como fuere, es muy arriesgado pasar un tal botín. Los
programas alimentados a las computadoras financieras de nuestros días son
suficientes como para frustrar a cualquiera excepto a un ladrón realmente
excepcional. Uno tiene que dejar de lado este tipo de dinero durante más de un
siglo para tener alguna esperanza de extraerle finalmente algún beneficio. No
es imposible, por supuesto, pero los tipos de la policía han llegado a la
conclusión de que existen muy pocos criminales temperamentalmente capaces de
aguardar tanto tiempo. El auténtico motivo de un robo como éste, en los casos
en que los cubos memoria han resultado destruidos, no es el robo, sino el
asesinato.
Ocurre
a menudo que alguien cometa algún crimen pasional. Hay muy pocos crímenes que
paguen, y el asesinato es el que paga menos de todos. Ningún tipo se siente
satisfecho matando a alguien para verlo de nuevo caminando a su alrededor unos
seis meses más tarde. Y cuando la víctima entabla demanda contra el asesino por
alienación de personalidad -y obtiene más del noventa y nueve por ciento de los
bienes del asesino como indemnización-, es como si uno se volviera el cuchillo
contra sí mismo. De modo que si uno odia realmente a alguien, si la tentación
de matarlo realmente, para siempre jamás, como en los viejos días, es tan
grande, la única solución es destruir primero su cubo de memoria, y luego matar
el cuerpo.
Eso
es lo que temía el ATA, de modo que yo obtuve un guardaespaldas particular
durante la semana pasada, de acuerdo con una de las cláusulas de mi contrato.
Era como una especie de símbolo de status para exhibir ante los amigos, pero no
me sentí muy impresionada por ello
hasta
que me di cuenta de que el ATA iba a tener que pagar de su bolsillo mi próximo
registro, como parte de su programa de restauración de la cobertura de todas
sus pólizas. Habían formado contrato conmigo para mantenerme eternamente con
vida, de modo que aunque estaba previsto que se iba a efectuar una regrabación
mía dentro de tres semanas, ésta iban a tener que pagarla ellos. Los tribunales
habían dictaminado que un cubo perdido o dañado debía ser reemplazado a toda la
velocidad posible.
De
modo que tendría que haberme sentido muy feliz. No me sentía, pero intenté ser
valiente.
Fui
citada a la sala de registros sin la menor dilación, y me pidieron que me
desnudara y me tendiera sobre la mesa. El médico, un hombre que se parecía a
alguien al que podía haber conocido hacía varias décadas, se afanó con su
equipo mientras yo intentaba controlar mi respiración. Me sentí agradecida
cuando me hundió la extensión del ordenador en mi alvéolo occipital y
desconectó mi control motor. Ahora ya no tenía que preocuparme acerca de si iba
a preguntarme si lo conocía o no. A medida que ine iba haciendo vieja,
descubría que eso constituía cada vez más un problema. A estas alturas debo de
haber conocido a una veintena de miles de personas, y hablado con ellas lo suficiente
como para crear una impresión en mi mente. La cosa se vuelve cada vez más
confusa.
Quitó
mi caja craneana y se preparó para tomar una imagen multiholo de mí, un análogo
químico de todo lo que jamás hubiera pensado y recordado o sólo soñado vagamente.
Fue un bendito alivio cuando me deslicé a la inconsciencia.
La
frialdad y el brillo del acero inoxidable bajo las yemas de mis dedos. Hay un
olor de alcohol isopropil, y un asomo de acetona.
La
consulta del médico. Recuerdos de la infancia saltan sobre mí, desencadenados
por los olores. Excitación, cambio, mi madre de pie a mi lado mientras el
médico extirpa mi dedo roto para reemplazarlo por otro, nuevo y rosado,
Permanezco tendida en la oscuridad y recuerdo.
Hay
una luz, una luz dolorosa que surge de ninguna parte, y noto mi pupila
contraerse, como único movimiento de todo mi cuerpo.
-Está
dentro --oigo.
Pero
no lo estoy, no realmente. Tan sólo estoy tendida allí, en la bendita
oscuridad, incapaz de moverme.
Regresa
en una oleada, la recuperación de mi cuerpo. Viajo de regreso por los
interminables nervios para golpear duramente contra la parte interior de mis
manos y pies, para girar en los abismos de mis pezones y picotear en mis labios
y nariz. Ahora estoy dentro.
Me
senté rápidamente, sostenida por los brazos del médico. Me debatí durante unos
segundos antes de sentirme capaz de relajarme. Los dedos me hormigueaban y
sufrían calambres con la pegajosidad de la hiperventilación.
-Guau
--dije, sujetándome la cabeza con las manos-. Ha sido una pesadilla. Pensé...
Miré
a mi alrededor y vi que estaba desnuda sobre la mesa con cubierta de acero, con
varios rostros preocupados mirándome desde todos lados. Sentí deseos de
retirarme de nuevo a la oscuridad y dejar que mi interior se asentara. Vi el
rostro de mi madre, y no conseguí hacerlo desaparecer.
-¿Carnaval?
-pregunté a su fantasma.
-Estoy
aquí, Ardilla --dijo ella, y me tomó en sus brazos.
Era
extraño y desagradable, con ella de pie en el suelo y yo sobre la mesa. Había
cables arrastrándose desde mi cuerpo. Pero necesitaba que alguien me
reconfortara. No sabía dónde estaba, la gente se solidificaba a mi alrededor
con la rapidez de una precipitación química producida inmediatamente antes de
mi despertar.
-Ahora
ya está bien --dijo el médico, volviéndose desde sus instrumentos.
Me
sonrió impersonalmente mientras empezaba a retirar los cables de mi cabeza. No
le devolví la sonrisa. Ahora sabía dónde estaba, con tanta seguridad como si
nunca hubiera conocido otra cosa. Recordé haber entrado allí hacía tan sólo unas
horas.
Pero
sabía que había sido más que unas horas. Había leído sobre la desorientación
cuando un nuevo cuerpo es despertado con recuerdos trasplantados. Y mi madre no
estaría allí a menos que algo hubiera ido muy mal.
Había
muerto.
Me
administraron un sedante suave, me ayudaron a vestirme, y el brazo de mi madre
me condujo por los blandos pasillos enmoquetados hasta la oficina del
presidente del banco. Todavía no estaba completamente despierta. Los pasillos
estaban dolorosamente silenciosos, salvo por el ruido de nuestros pies sobre la
moqueta color vino. Sentía como si la presión fluctuara locamente, haciendo que
mis oídos chasquearan y silbaran. No podía ver hasta demasiado lejos. Me sentí
agradecida de abandonar los evanescentes puntos de dispersión del corredor por
los panelados marrones de laminado de madera y la frialdad y los ecos de un
suelo de mármol blanco.
El
presidente del banco, el señor Leander, nos indicó nuestros asientos. Me
sumergí en el terciopelo púrpura y dejé que me envolviera. Leander se sentó
frente a nosotras y nos ofreció bebidas, Las rechacé. La cabeza ya me daba
vueltas, y sabía que tenía que prestar atención a lo que decía.
Leander
tomó un expediente que tenía sobre su escritorio. El mío, imaginé. Había sido
acabado de imprimir recientemente por la terminal situada a su derecha. Lo
había conocido brevemente antes; era una persona agradable, elegida para su
trabajo de relaciones públicas a causa de la buena voluntad con que llevaba
aquel cuerpo de hombre maduro que inspiraba confianza. Aparentaba unos sesenta
y cinco años. Probablemente tenía más de veinte por encima de ellos.
Me
hizo el efecto de que no se decidía a enfocar el asunto, así que hice una
pregunta. Una que era muy importante para mí en aquel momento.
-¿En
qué fecha estamos?
-Estamos
en el mes de noviembre --dijo pesadamente-. Y el año es el trescientos cuarenta
y dos.
Había
estado muerta durante dos años y medio.
-Escuche
---dije-, no deseo seguir haciéndole perder su tiempo. Debe de tener usted algún
folleto que pueda darme y que me ponga al corriente de todo. Si me lo entrega,
me iré. Ah, gracias por todas las molestias. Agitó la mano hacia mí cuando hice
ademán de levantarme. -Le agradecería que se quedara un poco más. El suyo es un
caso poco habitual, señorita Ardilla. Yo..., bueno, se trata de algo que nunca
había ocurrido antes, en la historia del Archimedes Trust Association. -¿Sí?
-Entienda, ha estado usted muerta, tal como habrá imaginado inmediatamente
después de que la despertáramos. Lo que probablemente ignora usted es que ha
muerto más de una vez desde último registro. -¿Más de una vez? Reconozco que no
era una pregunta demasiado inteligente, pero ¿qué se suponía que debía
preguntar? -Tres veces. -¿Tres? -Sí, tres veces consecutivas. Sospechamos
asesinato. La habitación permaneció en absoluto silencio durante un rato
Finalmente, decidí que necesitaba aquella copa. Me la sirvió, y bebí de un
trago. ---Quizás su madre pueda decirle algo más al respecto -sugirió Leander-.
Ha seguido muy de cerca todos los acontecimientos. me he enterado de ello muy
recientemente. ¿Carnaval?
Volví
a mi apartamento en un estado de aturdimiento total Cuando me hube instalado en
él, los efectos del calmante habían empezado a desaparecer, y pude enfrentarme
a mi situación con mente clara. Pero tenía la piel de gallina. Escuchar en
tercera persona las cosas que tú has hecho no es una experiencia de las más
agradables. Decidí que ya era tiempo de que todos nosotros, incluso yo,
hiciéramos frente a algunos hechos sobre los que generalmente no nos gusta
pensar. El primer punto en el orden del día era reconocer que las cosas que
habían hecho aquellas tres anteriores personas no habían sido hechas por mí. Yo
era una nueva persona, la cuarta en la línea de sucesión. Tenía muchas cosas en
común con las anteriores encarnaciones, incluidos todos mis recuerdos hasta
aquel día en que me entregué a la máquina grabadora de recuerdos. Pero el yo de
aquel momento y lugar había sido asesinado. Había durado más que los otros.
Casi un año, había dicho Carnaval. Luego su cuerpo había sido hallado en el
fondo de la Fisura Hadley. Era un lugar apropiado para morir; tanto a ella como
a mí nos gustaba pasear a pie por la superficie en busca de inspiración.
En
aquella ocasión no hubo sospecha de asesinato. Cuando el banco tuvo noticia de
mi -no, de su- muerte, preparó un clon de la muestra de tejido que yo había
dejado junto con mi registro. Seis lunaciones más tarde, una copia mía fue
imbuida con mis recuerdos y se le dijo que acababa de morir. Se sintió
impresionada, pero parecía estar adaptándose bien en el momento en que ella,
también, resultó muerta.
Esta
vez hubo más sospechas. No sólo había sobrevivido menos de una lunación después
de su reencarnación, sino que las circunstancias fueron poco habituales. Había
sido hecha pedazos en una explosión en el tubotren. Era la única pasajera en
una cápsula de dos asientos. La explosión había sido causada por una bomba de
fabricación casera.
Cabía
todavía la posibilidad de que se tratara de una acción al azar, posiblemente
obra de terroristas políticos. Mi tercera copia no pensaba así, no sé por qué.
Eso es lo más enloquecedor con la grabación de los recuerdos: ser incapaz de
sacar provecho de las experiencias de tus anteriores yoes. Cada vez que resultaba
muerta, retrocedía hasta la casilla anterior, al día en que había sido
registrada.
Pero
Ardilla 3 tenía razones para mostrarse paranoide. Tomó precauciones
extraordinarias para permanecer con vida. Más específicamente, inventó prevenir
las circunstancias que pudieran conducir a su asesinato. La cosa funcionó
durante cinco lunaciones.
Murió
como resultado de una lucha, eso es seguro. Fue una lucha tremendamente
violenta, con sangre por todo el apartamento. Al principio la policía pensó que
debía de haber herido de muerte a su atacante, pero los análisis demostraron
que toda la sangre había salido de su cuerpo.
Así
que, ¿dónde me conducía todo esto a mí, Ardilla 4? Una hora de cuidadosa
atención me dejó un cuadro más bien sombrío. Consideremos la situación: en cada
ocasión, mi asesino había tenido éxito al matarme; por tanto, había aprendido
cada vez más cosas acerca de mí. A esas alturas, mi asesino debía de ser un
experto en Ardilla, conocedor de cosas acerca de mí que ni yo misma sabía. Como
por ejemplo desenvolverme en una lucha. Rechiné los diens cuando pensé en eso.
Carnaval me dijo que esa Ardilla 3, la más prudente del lote, había tomado
lecciones de defensa personal. Karate, creo que dijo. ¿Había sacado yo algún
beneficio de ello? Por supuesto que no. Si deseaba defenderme, tendría que
empezarlo todo de nuevo, porque todas esas habilidades habían muerto con
Ardilla 3.
No,
todas las ventajas estaban del lado de mi asesino. El asesino empezaba con la
ventaja de la sorpresa -puesto que yo no tenía la menor idea de quién era-, y
aprendía más de mí a cada ocasión en que de nuevo conseguía matarme.
¿Qué
hacer? Ni siquiera sabía por dónde empezar. Revisé a todo el mundo a quien
conocía, buscando un enemigo, alguien que me odiara lo suficiente como para matarme
una y otra vez. No pude descubrir a nadie. Lo más probable era que se tratara
de alguien a quien había conocido Ardilla 1 durante el año que vivió después
del registro.
La
única respuesta que podía dar era la emigración. Abandonarlo todo e irme a Mercurio,
o a Marte, o incluso a Plutón. Pero ¿garantizaría eso mí seguridad? Mí asesino
parecía ser una persona desusadamente persistente. No, tenía que enfrentarme a
aquello allí, donde al menos conocía el terreno.
No
fue hasta el día siguiente cuando me di cuenta de la magnitud de mi pérdida. Me
había sido robada toda una sinfonía.
Durante
los últimos treinta años yo había sido una ambientalista. Había derivado hacia
el ambientalismo cuando todavía era una forma de arte precoz. Había sido
encargada de las máquinas de clima del disneylandia de Transvaal, que por aquel
entonces era una novedad y el mayor y más poderoso de todos los parques
ambientalistas en la Luna. Unos cuantos de nosotros habíamos empezado a
trastear con los programas de clima, al principio para nuestra propia
diversión. Más tarde invitamos a amigos a contemplar las tormentas y puestas de
sol que confeccionábamos. Antes de que nos diéramos cuenta de ello, los amigos
estaban invitando a sus amigos, y la gente de Transvaal empezó a vender entradas.
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