jueves, 2 de junio de 2016

PAÍS DE CARROÑA


Por Brian W. Aldiss 


EL GRAN MAR DE HIERBA SE ONDULÓ  y en seguida volvió a quedarse tranquilo.
Momentáneamente sopló una brisa que en seguida desapareció. Una bandada de pájaros
emprendió el vuelo, se posó cerca de la nave y se volvió volando otra vez a los árboles.
El aterrizaje de la columna PEST causó solamente una agitación momentánea.
Mientras los tres ecólogos subieron a cubierta, el joven Tim Anderson comentó:
—Este sitio parece inocente.
—Inocente es una bonita palabra—asintió Barney Brangwyn—. En este caso,
inocente no quiere decir sino agua potable.
El equipo explorador que había encontrado Lancelyn II había hecho un rápido viaje
de vigilancia estratosférica e informando que había una ausencia completa de civilización.
Aparte de la falta de líquido, parecía un planeta fácil de dominar, desde el punto de vista
de Barney y de los otros dos miembros del Planetary Ecológical Survey Team (conocido
bajo la abreviatura de PEST).
—Hagamos una inspección previa antes de separarnos—propuso Craig Hodges, jefe
del equipo—. Saca el primer vehículo, Tim.
Mientras el muchacho volvía obediente a la nave, Barney le dijo a su viejo amigo:
—Hemos venido con frecuencia a este sitio tan tranquilo.
Era una observación que podía tomarse de dos maneras diferentes, puesto que Barney
no había dicho si lo consideraba sedante para los nervios o por el contrario excitante.
Como los primeros hombres que pisaban Lancelyn II, hombres que estaban buscando
los peligros que podían amenazar a los colonizadores que vinieran tras ellos, debían ser
cautos y la sospecha era natural en ellos.
No es que Barney y Craig fueran, por esto, tipos nerviosos. Era porque Barney tenía
una barba negra y grande, un abdomen ancho y una alta estatura, y esto chocaba más que
sus uñas pulidas y la suavidad de su lenguaje.
Cuando el explorador bajó a tierra, cogió el volante que le cedió Tim Anderson y
cargó muchos fusiles mientras Craig subía a bordo.
Como Barney había dicho, todo estaba tranquilo. Desde el punto de vista de un
ecólogo, esto podía ser malo. Viajaron a través de un plano ligeramente ondulado hasta
un montículo. Entre la hierba crecían flores de brillantes colores. Los pájaros cantaban.
De cuando en cuando, graciosos grupos de árboles daban variedad al paisaje.
Al acercarse, cuando venían por el espacio, habían notado que casi todo el paisaje
del planeta Lancelyn II era igual.
—La evolución ha debido de estacionarse, puesto que no ha surgido una especie
dominante en un punto como este—comentó Tim.
Si no se sentía muy seguro era por ser esta su segunda expedición con PEST.
Craig no dijo nada; como jefe ecólogo no malgastaba palabras, pero se sentó mirando
alerta a todas partes.
Cuando empezaron a subir a las partes altas, se veía el campo todo alrededor y
parecía muy tranquilo y entonces encontraron los primeros cadáveres.
Sin hacer aspavientos, Tim se colocó el fusil sobre las rodillas. Cada vez se hacían
más frecuentes los cadáveres en la ondulante pradera. Barney frenó el vehículo; era
imposible ir más adelante sin pasar por encima de los cadáveres. Los ecólogos se
quedaron sentados mirando por las  ventanillas, sumido cada uno en sus propios
pensamientos.
Ahora no cabía duda de la tranquilidad que había por todas partes. No era
tranquilidad, todo era siniestro.
Los cadáveres pertenecían a unos seres con aspecto de centauros. Tenían cuerpos del
tamaño de potros de Shetland, y en lugar de cuello y cabeza de caballo, una cabeza y un
torso que  —por lo que se podía juzgar, dado el estado avanzado de descomposición en
que estaban—eran muy parecidos a los humanos. Tenían el torso cubierto con una espesa
piel parda que se extendía por el resto del cuerpo. No se les veía signo ninguno de brazos
ni manos.
Las pieles, que en su día debían de haber estado lustrosas, estaban ahora deslucidas,
enfangadas y putrefactas. La carne se había podrido o había sido arrancada a pedazos de
sus caras, dejando al descubierto las calaveras y los pómulos. Los pechos parecían haber
sido tratados salvajemente. En la piel se notaban manchas verdes y negras de
putrefacción. Parecían manchas de brea. Los pies, desprovistos de pezuñas, eran los
únicos que no tenían signo de descomposición.
—Es una vista poco agradable—observó Craig.
—Debe haber por lo menos doscientas cabezas—calculó Barney—. Los han matado
todos al mismo tiempo. Hará como cosa de una semana.
—Pero ¿qué puede haber causado esta matanza?—preguntó Tim.
—Tenemos que resolver ese problema, ¿no es así?—repuso Craig de un modo
seco—. Regresemos, Barney. Volvamos a la nave. Cuanto antes empecemos los tres a
trabajar como estaba convenido, será mejor.
Desandando el camino, pronto perdieron de vista los cuerpos podridos, dejándolos
yacer en paz a los lados del camino, como si en su vida no hubieran hecho nada mejor.
Pero no se olvidaban fácilmente.
—Deben de haber sido sorprendidos por una tribu salvaje—especuló Tim.
Este era su primer trabajo, y pensaba que dentro de una hora se separarían los tres
para seguir cada uno su camino. Así trabajaban los equipos del PEST.
—Una tribu salvaje, no cabe duda—replicó Barney—. O quizá los lobos. Pienso que
no tendrían que correr mucho para cogerlos. Aunque sus cuerpos tienen forma de potro,
dudo que pudieran correr tanto como un potro. Sus miembros eran muy pesados, sus pies
demasiado esponjosos y en total no debían de ser muy rápidos.
—Quienquiera que los matase—dijo Craig, con su tono  enfático—no debe haberlo
hecho para comérselos, porque en sus cuerpos se notaba que no habían sido mordidos. La
carnicería no debe haberse hecho por necesidad, sino por placer.
Una vez de vuelta en la nave espacial sacaron los otros dos vehículos. Seguían  los
procedimientos de PEST, basados en siglos de investigación en planetas extraños. La
antigua idea de una expedición previa de exploración que investigaba sobre el nuevo
mundo y que daba toda clase de advertencias a los que allí iban, hace tiempo que había
sido desechada. Hoy día los tres ecólogos establecían tres puntos a unos 100 kilómetros
unos de otros y la nave estaba en uno de los vértices del triángulo regular así formado.
Entonces establecían contacto mutuo, observando la vida a su alrededor, molestando lo
menos posible. Por este procedimiento un equipo experimentado no tardaba más de un
día en ver las dificultades y otros tres días para resolverlas.
Lo corriente en estas ocasiones era sortear el lugar más cercano a la vecindad de la
nave. Barney Brangwyn ganó.
—¡Qué suerte has tenido, diablo!—observó Tim con envidia—. Todas las
comodidades de la casa para ti, mientras que Craig y yo tenemos que ir a parar a la maleza.
Bueno, no olvides dejar el reloj de radio abierto.
Barney vio a los otros: cada  uno en su vehículo ya cargado con la indumentaria.
Craig se volvió a él. Instintivamente habrán ustedes pensado que Craig Hodges era un
hombre notable. Era especialista en parasitología, de estatura mediana, de sólida
constitución, sin mucho cuello. Un cabello espeso que cubría su macizo cráneo. Su
apariencia sugería la fuerza física; pero cuando se movía—aunque fuera para coger un
cigarrillo o atarse las botas—, cuando le miraba a uno y sobre todo cuando hablaba, se
manifestaba un control consciente de su inteligencia, parejo al de sus músculos.
—Siento mucho tener que dejar este trozo tan interesante del país—dijo—. A cien
kilómetros de aquí puede ser que no encuentre más que mariposas. A mi modo de ver la
clave de Lancelyn Segundo está aquí.
—Seguro que estas son las tierras felices para cazar; la pequeña superficie divina—
exclamó Barney sonriente—. Por tanto, bautizo esta parte de los bosques con el nombre
de País de Carroña.
* * *
Barney Brangwyn estaba solo.
Encontró un claro junto a un pequeño  bosque, detuvo su vehículo y se instaló allí.
Taló unos cuantos árboles pequeños para camuflarse y se sentó tranquilamente para
observar. Era un sitio ideal. La nave no estaba a más de quinientos metros de distancia y
se veía con facilidad desde aquel punto de observación. Con la tarde tan buena que hacía
parecía enteramente que estaba en su casa entre los tranquilos alrededores.
El modo de trabajar de Barney era sencillo. Cubierto con un grueso capote se puso
el correaje, se abrochó fuertemente el cinturón  y fue a dar una vuelta por todo el terreno
próximo. Con mucho cuidado iba anotando todo lo que veía en la parcela que le había
correspondido.
La parcela no tenía más que media área de extensión. Tenía el alojamiento en una
esquina, un arroyo corría entre  las piedras, varios grupos de árboles, hierbas cortas y altas,
pequeñas rocas y un madero medio podrido. Cualquiera que no fuera especialista no vería
nada de particular en esta parcela; seguramente no se hubiera fijado en el musgo o liquen
que cubría los  troncos de los árboles, lo que indicaba que no había ningún viento
dominante; ni tampoco en la hiedra trepadora que tiene unos tallos tan finos como telas
de araña y que se lleva la brisa imposibilitando que pasen de árbol en árbol. Ni entre las
raíces de  los arbustos unos caballetes de grava, como un morena, pie sugería una era
anterior de hielos.
Barney anotó todos estos detalles para después hacer un informe en cinta
magnetofónica con sus observaciones. Pero lo que más le interesaba era la cantidad de
insectos y de vida animal que había en su parcela.
Para él su parcela era un microcosmo dentro de Lancelyn II. Como un buen miembro
del PEST, creía que la única manera de descubrir algo valioso en un planeta era examinar
con mucho cuidado el área que tocara a cada uno.
De acuerdo con esto, Barney había hecho una inspección superficial desde la orilla
del pequeño arroyo poniendo todo su interés como si fuera una partida de caza de
elefantes, aunque Barney no esperaba encontrar ningún animal mayor que una rana.
Como era un ecólogo que había adquirido sus conocimientos en el trabajo práctico
con PEST en millares de mundos. Barney sabía que con el tiempo toda la experiencia de
la vida animal en un planeta se podía aprender en sus miembros más humildes. Su último
descubrimiento de la vida de los pequeños seres era uno que no llegaba a una pulgada de
largo, que iba reptando por debajo de una piedra plana. Barney le cogió con una espátula
y lo examinó con la lupa, antes de meterlo en una caja de ejemplares. Era como una
sanguijuela gris verdosa que parecía haber sido salpicada con pimienta negra. Era
indudablemente la protoclepsis tesselata de la familia Glossiphonidae, una sanguijuela de
los patos, lo que indicaba la presencia de ánades en Lancelyn, puesto que estas
sanguijuelas no vivían más que en esa especie de aves.
La hierba en que estaba tumbado era muy corta cuando en realidad debía estar larga,
lo que revelaba la existencia de animales herbívoros. Revolviendo en un montón de
basura que había junto a una madriguera que estaba al borde del agua, observó restos de
pulgas ciegas, lo cual indicaba que los animales acuáticos (sospechó que eran ratas por la
forma del nido) en los que vivían las pulgas eran probablemente de hábitos nocturnos.
Poco a poco el panorama de la vasta fauna de Lancelyn II iba creciendo en su mente, y
estaba absorto con ello.
Tan absorto que no se dio cuenta de que tenía a su lado un centauro hasta que volvió
la cabeza y lo vio.
Dio un salto y un grito de sorpresa y como se le quedó metido un tacón en la grava
cavó de espaldas y, cuando se levantó, el centauro había desaparecido.
—¡Eh, ven aquí! No te voy a hacer daño—gritó Barney.
Cuando se recuperó de la caída su reacción fue de placer pensando lo amplia que era
la fauna en su parcela y en sus alrededores. Se quedó esperando, acariciándose la barba
con una mano y con la otra su magullado trasero.
—No puede haber ido muy lejos—murmuró Barney, recordando su idea de que el
centauro no podía desarrollar mucha velocidad.
Con el fusil en la mano para defenderse fue a buscar al centauro, por si se había
escondido detrás de algún tronco en el límite de la parcela. Barney subió a lo alto de un
árbol y no vio nada; luego, a alguna distancia, distinguía algo.
Al lado de una mata parecida a una adelfa yacía un centauro muerto, medio
descompuesto.
Era igual que los cadáveres que la expedición de PEST había encontrado en su
exploración de las tierras altas. Pero alrededor de este—y no solamente porque Barney
estaba ahora solo— acechaba el miedo.
Barney se había asustado primero; la sensación, se puede decir sin paradoja, no le
asustó, se quedó sentado en su tronco y una brisita le movía la barba mientras trataba de
analizar por qué le asustaba este nuevo cadáver. Finalmente, decidió que había diversas
razones que en realidad se contradecían.
Este cadáver hacía una hora no estaba allí, cuando Barney recorrió  la parcela; por
tanto, debía estar relacionado con el centauro vivo que ahora había desaparecido. Con la
costumbre que tenía Barney de interpretar los hechos con su cultivada inteligencia, esto
implicaba para él que los centauros tenían inteligencia humana. ¿Qué animal era capaz
de arrastrar un cuerpo putrefacto de su misma especie?
La idea implicaba que el centauro vivo había estado ejecutando, o estaba a punto de
ejecutar, una especie de rito religioso con la criatura muerta, o bien que los dos eran
asesinos o asesinados. Barney se forzó en su imaginación el cuadro de un centauro con el
putrefacto cuerpo de otro sobre su lomo, galopando de un sitio a otro en  busca de un lugar
donde dejarlo.
Ninguno de estos pensamientos le gustaba.
« ¡Centauros sanguinarios!—exclamó para sí mismo—. Quizá el rebaño que vimos
muerto en la colina se habían peleado los unos contra los otros y se habían matado entre
sí.»
En cuanto  se le ocurrió esta idea la rechazó. Las feas heridas que tenían los otros
cuerpos en el pecho no parecía que pudiera hacerlas un centauro. Quiso examinar el
cadáver que había debajo de las adelfas para mirarle las pezuñas a ver si tenía garras, para
determinar por los dientes si las bestias eran carnívoras o no. Le acometió una tardía
precaución y no le hacía mucha gracia acercarse al cadáver por si fuera un cebo que le
hubieran puesto.
* * *
Se agazapó detrás del tronco y apoyándose en las rodillas y en las manos, Barney se
preparó a esperar hasta ver si pasaba algo.
El pacífico paisaje, parecido a un parque, había cambiado de aspecto. Estaba cayendo
la noche. Lancelyn estaba oscuro bajo las espesas nubes y el tiempo estaba amenazador.
Barney se acarició su brazo peludo y estornudó. Sabía de antiguo que una insinuación de
una extraña sospecha que le surgiese en su mente era suficiente para cambiar totalmente
la actitud de uno respecto a lo que le rodea. Esta salvaguarda inconsciente venía de sus
antecesores prehistóricos y había sido una de las mayores ayudas del hombre en los
nuevos planetas.
Esto ayudaba ahora a Barney.
Vio un puma salir del bosque y venir en dirección a él.
El puma, aparte de tener una mancha en la punta de la cola, era todo negro.
Tenía una cabeza felina, pero el resto no era gracioso. Era bajo y fuerte de patas
como un buey. Sería ridículo a no ser por su formidable estructura y por sus dientes y
garras. En cuanto echó a andar de un modo sospechoso hacia Barney, este se puso de pie
y enarboló el fusil.
El puma ya lo había visto y le miró con sus ojos amarillos.
Cuando corrió hacia Barney, sus movimientos, relativamente lentos, le infundieron
confianza.
—Siento mucho tener que hacer esto—dijo Barney, y disparó.
El animal recibió la  bala en el pecho, se tumbó, pataleó vigorosamente y quedó
muerto. Barney se acercó a él moviendo la cabeza. Odiaba quitar la vida a un animal, pero
odiaba más todavía el perder la suya. Se acercó, pero no demasiado, al cadáver, sacó de
su equipo unas largas pinzas y empezó a coger los parásitos que estaban abandonando el
cómodo refugio que tenían. Los iba metiendo en una caja para estudiarlos. De todas las
ciencias, la parasitología es la que ofrece al ecólogo espacial el más rápido «Ábrete
sésamo» en los misterios de un nuevo planeta.
Cuando el cuerpo quedó libre de sus viajeros, Barney le echó una cuerda alrededor
del cuello y lo arrastró hasta su cuartel general para examinarlo. Después le acometió una
idea y corrió otra vez a donde había estado sentado  en el tronco. El cuerpo del centauro
en descomposición se había esfumado; las pisadas confusas que había alrededor del
arbusto de adelfa no le decían nada.
Jurando y usando términos esotéricos aprendidos en las tabernas en una docena de
planetas, Barney volvió y se metió en su vehículo.
* * *
Todo estaba oscuro: un cuarto de luna fría y brillante apareció por el Este, llenando
Lancelyn II de misteriosos arabescos.
Barney Brangwyn trabajó durante dos horas, disecando el puma. No había parado
nada  sino para acercarse a la ventana y mirar una banda de centauros que pasaron
galopando como a un kilómetro de distancia.
Su vista había sido curiosa y excitante. Proyectándose sobre el cielo los centauros,
en número de 50, descendieron por el arroyo y desaparecieron en un bosquecillo. Se
llamaban unos a otros con fuertes voces.
Había muy poca luz para que Barney pudiera distinguir algún detalle. Sin embargo
vio una cosa con claridad, su carrera era de velocidad mediocre y el paso más rápido que
tenían era más bien un trote titubeante. Esto hacía que pudieran ser presa del puma, que,
aunque no fuera ningún campeón de velocidad, corría mucho más que ellos.
El puma nunca sería un Mercurio con alas en los pies. Barney encontró que su
sistema cardiovascular era primitivo, tenían pulmones de pequeña capacidad. Aparte de
esto una sola peculiaridad los distinguía del mamífero terrestre. No tenían sentido del
olfato. Su nariz consistía simplemente en un par de tubos para respirar, sin nervios
olfativos. Esto era extraño en un animal de presa como era este, pero en cambio como
compensación sus ojos veían a muy larga distancia; tenía desarrollado un tipo de visión
binocular a larga distancia que Barney no había visto nunca.
Barney conservó los ojos en alcohol y el resto del esqueleto lo tiró; desinfectó sus
manos y sus brazos y se fue a cenar.
Comió despacio y con gusto, bebiendo vino de Aldebarán entre bocado y bocado,
sin dejar todo el tiempo de pensar en sus problemas. Estaba particularmente interesado
por la falta de olfato en el puma, porque sabía que este detalle insignificante podía tener
relación importante con el problema de qué, o de quién, había matado al centauro.
Barney había observado, antes de ser interrumpido, que las flores que crecían allí
cerca tenían brillantes colores, pero ningún perfume. Esto podía ser revelador aunque
generalmente los pumas no van oliendo las flores. Olor... Aroma...
« ¡Dios mío!—exclamó Barney bebiendo un trago de vino—. ¡Qué bobo soy! ¿Cómo
no noté esto antes? La carroña del centauro no olía a nada. Debía haber tenido un olor tan
fuerte como para tumbar a un buey. Y yo estaba en el sitio por donde venía el viento
directamente del último centauro muerto y no olía nada...»
Cuando acabó su comida, encendió un cigarro puro y se sentó absorto en sus
pensamientos hasta las nueve que era la hora en que se reunía el grupo PEST.
La voz de Craig Hodges fue la primera que se oyó, lenta y segura. Sin perder el
tiempo en bromas, le preguntó a Barney cómo llevaba su informe.
Barney había jugado este juego con Craig muchas veces antes. Como hombres de
experiencia, ambos sabían lo que tenían que informar y lo que tenían que callarse. De un
modo sucinto, Barney relató todo lo que le había sucedido sin hacer mención ninguna
sobre la falta de olores.
—He  estado observando estos pumas en acción,  —dijo Craig—. Siguen a los
centauros, pero se mueven de un modo poco eficiente. En la Tierra no hubieran
sobrevivido mucho tiempo en ninguna época, pero las cosas evolucionan a un paso más
lento aquí en Lancelyn. ¿Qué has encontrado en el estómago del puma disecado?
¿Escarabajos?
—En la Tierra estarían condenados a esta dieta; les hubiera costado mucho trabajo
coger otra cosa—afirmó Barney sonriendo—, pero aquí se alimentan muy bien gracias a
los centauros, porque estos son menos inteligentes y más lentos de movimiento. ¿Qué tal
te ha ido a ti, Craig?
El jefe se quedó meditando un momento como reuniendo sus pensamientos.
—Estoy establecido al oeste de un río de unos treinta metros de ancho. Hay una
exuberante vegetación todo alrededor, principalmente arbustos altos en esta margen del
río; todavía no he visto ningún centauro desde que llegué, pero he oído sus voces cerca
de allí. Maté un puma que estaba acechándolos y recogí una gran cantidad de pequeña
vida salvaje de su cuerpo, que en seguida investigaré. He cogido pescados en el río, hasta
ahora solamente dos especies, pero dejé las redes puestas por la noche. He podido apreciar
que tienen caracteres estructurales interesantes; ya le contaré más cosas cuando tenga más
datos. Basta decirle por ahora que sospecho que la vida alada tiene mucha importancia en
la evolución general de este planeta.
—Interesante—comentó Barney—. ¿Algo más?
—Una cosa. Hay una isla río abajo, una pequeña isla; entre los árboles se ven
edificaciones primitivas, por lo que parece, talladas en la piedra; lo investigaré mañana.
* * *
Craig interrogó a Tim Anderson para hacer su informe. La voz del joven sonó más
tranquila que cuando contestó a la llamada del grupo. Sin duda, pensó Barney, que sus
prosaicos informes le habían calmado.
—Estoy en una especie de valle. Hay un pequeño risco en una punta que estorba la
vista. El valle está húmedo, y hay gran cantidad de brillantes flores todas sin aroma y
muchas trepadoras raras. Además he descubierto algo sobre los centauros. Deben de tener
algún parásito poderoso sobre ellos: microorganismos. Craig, tengo miedo... Estaba
observando las hormigas que andaban muy despacio como todos los demás, excepto los
microorganismos, y mientras yo estaba allí, un centauro se acercó alrededor del risco que
hay al final del valle.
Hizo una pausa; los dos hombres notaron en la voz del joven una tensión producida
por el miedo.
—¿A qué distancia estabas?—preguntó Craig.
—Aproximadamente a unos quince metros. Nos quedamos los dos asustados al
vernos uno al otro. Yo me recuperé antes del susto. Cogí el fusil y lo maté. Cometí una
falta, ¿no crees?
—Si fue así, todos las cometemos—replicó Craig, tranquilizándole—. Continúa.
—Maté al animal—prosiguió Tim—. Después de esperar un par de minutos, para
estar seguro de que estaba muerto, me levanté y me acerqué a él. Era una hembra, tenía
dos pechos. Debía  ser un ejemplar joven, al parecer. Después de inspeccionarlo, sin
tocarlo, la empujé con el pie para darle la vuelta... ¡Dios mío, Craig!, la parte que estaba
contra la tierra, se había descompuesto por completo, tanto que me puse enfermo al verla.
Hizo una pausa, los otros dos se impresionaron también al oír esto.
—¿Qué, hizo usted entonces, Tim?—preguntó Barney.
—Pues salí corriendo, presa del pánico. Salté en el vehículo y me fui a tomar una
ducha  desinfectante. Aquello debía  ser una cosa muy virulenta para hacer semejante
estrago tan solo en cinco minutos. Tenía la cara completamente comida y toda la parte de
debajo también.
—¿Tenía pulgas o algo parecido?—preguntó Craig.
—No, creo que no—dijo Tim—. A lo mejor es algo que ha salido de la tierra.
—Después del incidente, ¿volvió usted a salir? —inquirió Barney con interés.
—No—confesó Tim—. Lo siento, pero no me atrevía a salir más que con la luz del
día.
—No te preocupes, hijo. Emborráchate para quitarte la impresión. Y no olvides que
no estamos más que a cien kilómetros de distancia, por si nos necesitas. La próxima
reunión, mañana al mediodía. Adiós.
* *  *
Un deber subsidiario de los exploradores del PEST era enviar los informes de su
trabajo al Cuartel General del PEST para mejor esclarecimiento de los altos científicos,
que tenían que usarlos después como base de estudios superiores. Su principal deber era
buscar buen acondicionamiento en cada planeta para los colonizadores. Un planeta,
aunque no estuviera habitado por seres inteligentes (según la definición galáctica de esta
palabra), con frecuencia tienen otras especies, conocidas como especies Plimsol,  que
hacen el mundo poco seguro para los pacíficos agricultores y sus ganados.
Una de las tareas de PEST era descubrir si existían especies Plimsol, y de ser así
sugerir el modo de eliminarlas sin desnivelar la balanza ecóloga del mundo. Esta segunda
parte de su trabajo era, a veces, la más difícil, y, al parecer no iba a ser fácil en Lancelyn
II; mientras tanto, Barney estaba fumando su quinto cigarro puro y mirando a la luna.
—¿Escarabajos sexton? ¿Un virus? ¿Chinches? Si uno de estos tres constituyen una
especie Plimsol no habrá posibilidad de descastarlas.
Súbitamente, se  rio  con ironía, guardó su fusil y se preparó una cuerda para la mañana
siguiente. Después, se tendió en su litera muy satisfecho.
Se levantó con el sol y se puso a peinarse la barba a la puerta de su tienda, y aspirando
el aire fresco del amanecer; por detrás de él venía un buen olor a hígado frito y huevos.
Una hora después, cuando Barney había acabado su desayuno, observó que pasaban
algunos centauros. Dos machos, una hembra y una cría  atravesando el bosque lentamente,
y a su paso cogían arbustos pequeños. La hembra y la cría se separaron de los machos.
Debido a lo espeso de la vegetación, cuando apareció la hembra dentro de la parcela los
machos se habían perdido de vista.
En cuanto los vio, Barney cogió el fusil y corrió como un loco para alcanzarlos.
Como la hembra corría detrás, Barney se encontró a unos veinte pasos de ella. Se quedó
parada mirándole, sin atreverse a moverse, y, mientras, él cogió el fusil e hizo fuego; ella
cayó sin dar siquiera un suspiro.
La cría empezó a balar, desconcertada, alrededor de su madre y después salió
corriendo hacia la maleza en un trote corto.
—No te escabullas, que te necesito—gritó Barney corriendo detrás de ella.
Pronto la alcanzó y la cogió haciéndola volver a su choza. Cogiendo una cuerda que
llevaba, Barney le echó un lazo al cuello y ella le siguió dócilmente, balando aturdida.
Cuando llegaron otra vez a donde estaba la madre Barney ató a esta por la cabeza y la
arrastró hasta la puerta de la  choza, atándola a un poste con sistema de alarma y entró
tranquilamente para examinar al pequeño que había cogido.
—¡Qué bonito eres!—dijo Barney—; no debes de tener más que dos días, espérate y
te traeré un terrón de azúcar. Pobrecita, no tienes más que un ojo. La madre Naturaleza
ha sido dura contigo, pero no te preocupes.
Continuó hablando amablemente a la bestezuela, que dejó de temblar y parecía haber
perdido el miedo. Era pequeño, no le llegaba a Barney más que a las rodillas, y parecía
una mezcla de perro peludo o mono más bien que una potrita o un ser humano; tenía la
cara rugosa; sus dientes se veían un poco a través de sus encías y eran anchos y romos, lo
que indicaba que era vegetariano. Tenía un modo instintivo de brincar de lado,
presentándole a Barney el lado del ojo bueno, y era muy sumiso cuando lo cogía.
Muy contento con su presa, Barney estaba inspeccionando la criatura cuando sonó
el timbre de alarma. Voló hacia la puerta y llegó con el tiempo suficiente para ver que el
cadáver de la madre se ponía en pie.
Dio un grito, y cambiando de dirección, fue corriendo al vehículo y llamó a Craig y
a Tim Anderson para que volvieran corriendo a la base.
Craig Hodges respondió que estaría allí rápidamente, pero no consiguió ninguna
respuesta de Tim durante varios minutos. Barney cogió el micrófono jurando un poco
enfadado.
—¿Qué es lo que pasa? ¿A qué está jugando el chico? ¿Por qué no contesta?
—¿Crees que aquellos microbios que tanto le asustaban han hecho presa en él,
Barney?—preguntó Craig.
Barney pudo notar el tono de burla en su voz. Pensó que si contestaba «sí», su
reputación bajaría puntos; esto le hizo pensar que el jefe de la expedición estaba
trabajando mucho en sus faenas.
—Debe  haber alguna explicación para que Tim no conteste—dijo Barney
enfadado—. Debe  estar ya durmiendo y se conoce que no se ha preocupado de quitar la
comunicación.
—Conforme—dijo Craig—. Un gran rebaño de centauros pasó por aquí esta noche
en dirección  adonde está Tim y no le debe  haber agradado mucho su compañía. A mí,
personalmente, tampoco me agrada mucho.
—¿Ha visto usted alguno de cerca, Craig?—no pudo menos que preguntar Barney.
—No—dijo Craig, con un misterioso tono de triunfo en su voz—. Dentro de dos
horas estaré con usted. Adiós, hasta luego.
* * *
Noventa minutos después, el vehículo de Tim Anderson estaba a la vista y se detenía
junto a la nave. Barney fue a su encuentro con las manos en los bolsillos. Tim estaba
sentado con las ventanillas cerradas y con la cara blanca como una sábana; no tenía color
más que en la nariz.
—Lo mejor es que no se acerque a mí, Barney  —le advirtió chillando sin abrir la
ventanilla—, a menos que haya usted cogido la plaga.
—¿La plaga? ¿Qué plaga?—preguntó Barney.
—La plaga que lleva cada centauro en Lancelyn Segundo—dijo Tim—. A mí ya me
ha acometido; mejor es que no se acerque a mí.
—Si tienes la plaga, ¿por qué has venido aquí?
—No quería morirme solo.
—Tú estás loco, Tim. Anda, sal de ahí. Lo que te pasa no tiene más importancia que
si tuvieras un resfriado común. Necesitas aire libre.
—Le digo que tengo algo que he cogido de los centauros—insistió—. Mire, Barney,
esta mañana al amanecer un rebaño tremendo de centauros pasó muy cerca de mi choza;
cuando les dirigí las luces de los focos todos aquellos a los que tocó el rayo  cayeron
muertos. No salí a examinarlos, pero es evidente que están infectados con un parásito del
sistema nervioso que los mata y después los devora para chuparles la adrenalina.
—Aquí no hay ningún rayo, hijo mío—le tranquilizó Barney, amablemente—. Sal
fuera, que tengo que enseñarte una cosa.
Por fin, persuadió a Tim a bajar del vehículo. Craig también había llegado. Cuando
oyó las explicaciones de Tim movió la cabeza con desagrado.
—Bueno, estoy seguro de que no me equivoco  —dijo Tim, sonándose la nariz
ruidosamente—. Venimos aquí a buscar las principales especies Plimsol, y estoy
convencido de que el microbio conquistador es este. Lo mejor que podemos hacer es
marcharnos y dejar el planeta enteramente solo.
—No—dijo Craig—, lo siento, pero estás equivocado, hijo mío. Yo he encontrado
la especie predominante esta mañana, únicamente que ya no predomina. Está extinguida
o casi extinguida. Los edificios de la isla, según menciono en mi informe de esta noche
pasada, eran muy primitivos; sencillamente chozas de barro hechas por una raza de seres
con alas: monos voladores. Comían carroñas. En todas las chozas he encontrado sus
cadáveres enterrados en el barro.
—¿Será un rito religioso?—preguntó Barney.
—No; un suicidio masivo. Reuniendo datos, he llegado a la consecuencia de que
tienen una especie de pacto para darse muerte ellos mismos. En todos los casos se matan
con agudas raspas de pescado y se atraviesan los ojos y el cerebro.
—En mi vida he oído semejante cosa—exclamó Tim, momentáneamente distraído
de su plaga—. Bueno, pero ¿qué tienen que ver los monos voladores con todo esto?
—La especie predominante en un planeta, generalmente está degenerada—continuó
Craig despacio—. El hombre es un buen ejemplo. De todos modos, dejemos esto por
ahora y vamos a ver por qué estaba Barney tan excitado y por qué nos llamó.
—La cosa no es muy bonita—dijo Barney—, pero curará a Tim de su plaga.
Los condujo hacia el cuartel general.
* * *
El pequeño centauro estaba atado al lado de la puerta.
Cerca de él, y atada al vehículo estaba la madre de pie, pero sin poder moverse.
Dirigía miradas a los tres hombres y balaba desesperadamente cuando se aproximaban.
El bebé mostró signos de alegría cuando se acercaba Barney.
—Ven acá, guapa—dijo Barney acariciando el flanco de la madre.
Ella los miró; tenía la piel brillante y espesa. Lentamente, Barney le dio la vuelta,
separándola del vehículo para que Tim y Craig la vieran por el otro lado.
Tim estaba jadeando. Los huesos de la cabeza por su lado estaban blancos y verdes
entre la carne putrefacta, el torso lo tenía como macerado y arrancado a trozos y la piel
que se veía tenía apariencia de corrupción. Por un lado, tenía la piel lisa y brillante, pero
por el otro lado la tenía enfangada y macilenta, y las costillas eran verdaderas carroñas.
—Camuflaje—dijo Barney—. Si miras a su cabeza el efecto es alarmante, pero
cuando te aproximas y la miras muy de cerca puedes comprobar que es pura ficción. Todo
lo de los huesos al aire y de la putrefacción no es más que un engaño. Muy ingenioso.
Tim, vacilante, se aproximó.
—Es cierto, no huele mal—prosiguió Barney—. No puede llevar la ficción tan lejos.
Afortunadamente, no tiene necesidad de ello. El puma, el enemigo natural del centauro,
carece del sentido del olfato. Y puesto que es muy largo de vista, una vez cerca no puede
notar la diferencia entre un cadáver real y uno ficticio. Así, los centauros tienen ese modo
ideal de protegerse; cuando no pueden librarse corriendo, se echan al suelo exactamente
como si estuviesen muertos, siempre del lado malo a la vista y se levantan otra vez cuando
ven que ha pasado el peligro. Afortunadamente, los pumas no tocan la carne corrompida.
—Hay que tener en cuenta que los monos voladores viven con ellos—interrumpió
Craig—. Yo creo que por esto se volvieron  neuróticos. Cada vez que veían un cadáver
descompuesto, salían corriendo.
—Puede ser horrible—dijo Barney—. Yo le tiré a un centauro cerca del tronco donde
acostumbro sentarme. Cuando me acerqué a ver lo que yo pensé que era un cadáver, me
pareció que había dos bestias en vez de una y me acordé de los centauros asesinos, pero
no sospechaba la verdad.
Tanto Barney como Craig habían notado lo azarado que estaba Tim. Se volvieron
los dos sonriendo cuando dijo:
—El que maté ayer, cayó camuflado boca abajo.  Entonces fue cuando empezó mi
teoría de la plaga.
Barney rio.
—Aquel no pudo elegir de qué lado se caía, porque estaba realmente muerto. Ahora,
cuando cogí esta estupenda hembra, le disparé, y al caer, lo hizo instintivamente con el
lado descompuesto hacia arriba.
—Aquel rebaño que cruzamos el otro día cuando llegamos estaban todos
camuflados—intervino
Craig—. Y nos hubiéramos quedado espantados si de repente los hubiéramos visto
levantarse y salir corriendo.
Tim enrojeció. Para ocultarlo se volvió y empezó  a acariciar al bebé centauro, el cual
se puso a brincar muy contento al lado de su madre.
—Siento mucho haber hecho el tonto de ese modo—se disculpó.
—Eso le sucede al mejor de nosotros, especialmente al primero—replicó Barney—.
Ven dentro y toma un poco de café. Te sentará bien para tu resfriado.
* * *
—El potrillo centauro tiene bien los dos lados  —dijo Tim, siguiéndoles hacia
adentro—. Supongo que el camuflaje se desarrolla cuando se le cae al pequeño su piel
peluda.
—Así debe ser—dijo Barney—.  Fíjate que ya tiene un ojo muy feo en el lado muerto,
y los trucos que hacen para presentar siempre a cualquier observador el lado del ojo bueno
como un jugador que esconde sus cartas de triunfo mientras puede.
—La Naturaleza tiene extraños designios... Los centauros tienen algo muy parecido
a los pescados planos de la tierra, como el gallo y el lenguado, por ejemplo, que empiezan
su vida como cualquier otro pescado, con un ojo en cada lado de su cabeza. Cuando se
van desarrollando se aplanan y un ojo se mueve por la frente. Si alguna vez te has fijado
en la transición filmada en alta velocidad es más impresionante para un naturalista que
un cometa cruzando el cielo.
Sirvió el café y les dio unos cigarros puros y se sentó sonriendo a Craig a través de
la mesa.
—Bueno, amigo, seguramente estarás muy bien impresionado por mi lúcida
exposición de las maravillas del País de la Carroña.
Craig asintió moviendo su maciza cabeza y arrojando el humo del cigarro por la
nariz.
—Mientras tú hacías de lacero—observó—, yo  estaba resolviendo el problema por
deducciones científicas, a lo Sherlock Holmes. Esta fatal diferencia de nuestros
temperamentos es lo que ha hecho de nosotros el mejor PEST de la Galaxia.
—Nada de cumplidos, por favor—dijo Barney—, que me encanecen la barba.
Veamos cómo has averiguado lo de las dos caras de estos centauros.
—Ya te dije que maté anoche un puma y recogí todos los parásitos de su cuerpo—
explicó Craig—. El principal de todos ellos era una pulga que se parecía muchísimo a la
pulga común del conejo, spilopsyllus cuniculi. Ahora bien: la temperatura del cuerpo del
puma es baja, solamente ochenta y cinco grados Fahrenheit.
—De acuerdo—convino Barney—. Todo su metabolismo es bajo, según el medio de
la Tierra.
—Encontré esto metiendo estas pulgas en  un recipiente a ochenta y cinco grados
Fahrenheit, y elevando la temperatura diez grados, entonces las pulgas se desarrollaron y
subieron un grado en el ciclo de su vida. Cuando volvía aquí hace poco cogí un centauro
para confirmar mis resultados y encontré que la temperatura de su cuerpo es de noventa
y cinco grados Fahrenheit, como yo había sospechado. Esto me prueba que los cuerpos
que habíamos visto no estaban realmente muertos.
Tim buscó un terrón de azúcar para el pequeño, que estaba por allí cerca.
—No estoy de suerte, Craig—dijo Tim—. No comprendo cómo dices que esto
prueba que no estaban muertos.
—La parasitología puede probarlo todo—dijo Craig, mirando a Barney.
—Las pulgas viven sobre los pumas y los centauros. Como sabes, estos insectos
suelen escoger animales de presa. Estas pulgas se trasladan de unos a otros en cuanto el
puma se separa de un cuerpo que cree muerto y descompuesto. Abandonan el puma
porque su natural evolución de crecimiento los impele a buscar más alta temperatura, o
sea, noventa y cinco grados Fahrenheit para su próxima etapa de crecimiento. Bueno,
¿comprendes que un cadáver pueda tener una temperatura de noventa y cinco grados? Las
pulgas no se dejan engañar por los centauros, pero los pumas sí.
—La moral en la vida es muy diferente, según los casos, y hay que buscarla de
distinto modo —afirmó Barney.
—Bueno, el caso es que después de todo parece que hemos encontrado lo que les
interesa a los colonizadores—observó Tim—. Un mundo agradable y sin peligros, donde
pueden vivir muy  bien cuando sepan el horrible camuflaje de los centauros y no se asusten
de él.
—Que los colonos sean bien venidos a Lan celyn Segundo—dijo Craig, bebiéndose
su café, y se levantó para marcharse—. Una vez que se conocen sus secretos, es un bonito
lugar para ver morir y resucitar a esos animales.
—Sí, con animales muertos y vivos al mismo tiempo, según el lado de que se los
mire

(Relato cortesía de la biblioteca digital de Marcos Daniel Gonzalez:

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